Financiación significa origen de fondos. Los individuos son los financiadores últimos de la Sanidad, tanto por la vía de la financiación pública (impuestos, tasas y cotizaciones sociales) como por la vía de la fina»,nciación privada (seguros privados y pagos directos a proveedores). En estas líneas se abordan los tres aspectos que socialmente preocupan más acerca de la financiación de la sanidad: su «déficit su composición (pública/privada) y su evolución previsible.
Suficiencia. Los conocidos porcentajes de la riqueza producida por un país que se dedican a Sanidad expresan únicamente los recursos que se sacrifican, no lo que se obtiene de ellos: calidad y cantidad de vida de las personas asistidas, beneficios de las empresas suministradoras, salarios de los profesionales y cohesión social. Lo ideal sería que la cantidad que para Sanidad se sacrifica reflejara las valoraciones individuales y sociales de lo que se deja de obtener en términos de, por ejemplo, educación, ocio, pensiones, parque informático o ayuda al Tercer Mundo. España gasta en servicios sanitarios cinco billones de pesetas (1995), un 10% por debajo del Reino Unido (per cápita y comparando según paridad de poder adquisitivo). Cuando se ajusta por renta, España gasta lo que de su nivel de renta cabe esperar: un 7,6% del PIB, porcentaje más alto que el del Reino Unido, Dinamarca y Japón. Resulta comprensible que la cifra parezca escasa, tanto para quienes tal gasto constituye su y nuestra fuente de ingresos como para unos ciudadanos rebosantes de expectativas sobre las posibilidades del sistema sanitario.
Déficit. El déficit en la financiación sanitaria se ha producido tanto por gastar más de lo presupuestado y aprobado por el Parlamento como por presupuestar por debajo de que lo se sabía se iba a gastar. Las autonomías (recogiendo votos pero sin contrapartida de esfuerzo fiscal), los órganos de gobierno (con todos los alicientes para cabalgar la ola sin miedo a quebrantos económicos, penales o de imagen) y muchos gestores sanitarios (valorados por otros criterios) han corrido su particular carrera hacia el déficit con el lema de tonto el último y el pudor de procurar no ser el más destacado en meta. Ya en 1989 y en 1992 se realizaron operaciones de saneamiento por importe de 272 y 561 billardos, respectivamente. Norberto Sanfrutos1 explicaba los déficit, cuantificaba la insuficiencia financiera en torno a un 10% del presupuesto inicial y anunciaba futuras operaciones de saneamiento. Como la de 1994, que tapó un agujero acumulado de un billón de pesetas. Cierto es que desde 1995 el rigor presupuestario ha sido superior, aunque no homogéneamente mayor en todas las comunidades autónomas. El Ministerio de Sanidad anuncia para 1998 un aumento presupuestario de 320 billardos sobre el que ya se viene realizando desde 1994 de crecimiento del presupuesto sanitario en la misma medida que el PIB nominal. Para algunas comunidades autónomas no resultará suficiente.
Los parches hasta ahora aplicados van cubriendo «déficit», pero sin un refuerzo generalizado de la responsabilidad no se solucionarán las causas que los generan: responsabilidad fiscal de las autonomías, responsabilidad penal incluso de los órganos de gestión, cuando existan, y de los gestores de los centros sanitarios, y responsabilidad en profesionales y usuarios.
Composición. España, en 1995, financia públicamente el 82% de su gasto sanitario, en línea con los países europeos con sistemas sanitarios basados en la Seguridad Social, como Alemania y Francia, y 5 o 6 puntos por debajo de los países europeos con Servicios Nacionales de Salud, caso de Dinamarca, Reino Unido o Suecia.
La financiación pública pretende que el acceso a los servicios sanitarios no dependa de la capacidad de pago individual y se justifica, además, en términos de eficiencia económica: el mercado no soluciona el problema de la selección de riesgos que las compañías aseguradoras deben efectuar como respuesta al fenómeno de la selección adversa. La selección adversa es un término originario del sector asegurador, acuñado para referirse a la tendencia de quienes desean suscribir una póliza a constituir una selección no aleatoria de la población, a convertirse en el grupo que concentra los mayores riesgos. No cabe aquí demostrar la superioridad económica de la financiación pública motivada por el fenómeno de la selección adversa que hace inviable el seguro libre y deja el seguro obligatorio como única opción, pero siempre puede referirse el lector a una explicación más detallada en castellano2.
En cuanto a los valores sociales que fundamentan la preferencia por la financiación pública, debe señalarse que su objetivo es que la utilización responda a necesidad y que la contribución dependa de la capacidad de pago individual. Ahora bien, el cumplimiento de ese objetivo no puede suponerse, ya que exige una imposición progresiva y una utilización de servicios sanitarios explicada por necesidad (y no por influencias o presión de oferta).
Tampoco puede suponerse que los servicios sanitarios financiados públicamente constituyan el mejor mecanismo redistributivo: ha de considerarse si otros gastos sociales (desempleo, pensiones, educación) no cumplirían mejor tal función redistributiva. Finalmente, aunque en numerosas instancias la actuación sanitaria que conviene a la eficiencia conviene a la equidad, en ocasiones se presentan contradicciones que admiten varias respuestas. A ellas se volverá, al final, al abordar las perspectivas de la financiación.
Evolución futura. El gasto sanitario ha crecido a una tasa anual acumulativa cercana al 5%, en términos reales, durante los últimos 20 años. Tecnología y envejecimiento son, no obstante, fuerzas domables; una política sanitaria con alta financiación pública tiene riendas para dirigir el abordaje del envejecimiento, la dependencia y la tecnología. Si se controla la oferta (instalaciones, profesionales) el gasto sanitario se controla. Si además se pretende dirigir el gasto según prioridades sanitarias, el debate sobre la financiación resulta imprescindible en la medida que la financiación influye tanto en la equidad como en la efectividad sanitaria como en la conciencia de coste de los usuarios. El origen de los fondos que se destinan a Sanidad no afecta únicamente a la distribución del consumo sanitario que se pretenda, y por tanto a la equidad, sino también a la efectividad de las prestaciones sanitarias y a la conciencia individual y social de coste. Son tres objetivos sociales dignos de ser tenidos en cuenta. No tiene sentido centrar toda la discusión en la equidad cuando ésta también puede ser conseguida a través de otros programas sociales. Algunos cambios en la financiación satisfarían los tres criterios: introducción de mayores copagos, o precios de referencia, para fármacos de escaso valor intrínseco, poco eficientes como terapéutica (esto es, existen otros abordajes más coste-efectivos) y utilizados, con financiación pública, por las capas altas de la población sin motivos de externalidades positivas que lo justifiquen. En otras ocasiones, habrá que sacrificar efectividad para conseguir equidad (alterando las preferencias para un transplante con el abandono del criterio de proporcionarlo a quien más se pueda beneficiar), o modificar las nociones sociales de equidad al fin y al cabo el juicio social sobre qué diferencias son justas para conseguir conciencia de coste. Dada una cierta igualación de capacidades básicas, la sociedad suele admitir las diferencias derivadas del esfuerzo y del trabajo, incluidos los dedicados a la salud.
Aunque el gasto sanitario financiado públicamente crezca en la misma proporción que el PIB nominal (incluso algo más, como en 1997 y 1998, si se sacrifican otras partidas de gasto o más improbable y menos viable si aumentara la presión fiscal), las obviedades (envejecimiento, nuevas prestaciones) constatadas de forma generalizada estimularán el ejercicio soberano e inevitable de la elección, no tanto sobre cómo se paga sino sobre qué se hace; porque no es la cantidad y tipo de fondos disponibles los que han de determinar qué hacer, sino al revés: el qué, a quién y cómo informan sobre cuánto merece la pena sacrificar y cómo se han de combinar los criterios de equidad con los de efectividad y conciencia de coste. Todo ello dentro de una lucha ideológica en la que cada parte interesada presiona hacia el tipo de financiación que más le pueda favorecer.
La evidencia científica3 relevante es la que analiza el impacto de la financiación en la utilización de servicios y en el estado de salud. Los conocimientos sobre la efectividad de las políticas sanitarias y las prácticas clínicas, y sobre el impacto redistributivo de la financiación sanitaria pública, constituyen los ingredientes a contraponer al estudio de los efectos distorsionadores de la imposición y se erigen en la frontera lógica en el debate sobre la financiación sanitaria.