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Vol. 20. Núm. 5.
Páginas 219-220 (septiembre 1997)
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La omnipresencia del medicamento
The omnipresence of the drugs
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F. Buitragoa, JM. Vergeles-Blancaa
a Centro de Salud Universitario «La Paz». Badajoz.
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Un número importante de las consultas solicitadas al médico de familia corresponden a problemas banales que no han quedado resueltos en el nivel del autocuidado personal o en el seno de la familia por quien adopta el rol de cuidador familiar. Otras muchas tienen su origen en el malestar psicosocial que deriva de las circunstancias de cada biografía personal, tales como las propias crisis transicionales o las de los hijos, el paro laboral del paciente o el de sus allegados. Sin embargo, qué difícil o qué excepcional va siendo que alguien salga de la consulta sin que se le prescriba un medicamento. El paciente tiene inculcada la idea de que, al finalizar la consulta médica, la despedida lógica ha de ser la instauración de un tratamiento farmacológico, el envío a un especialista o la solicitud de pruebas complementarias, como únicas expresiones fehacientes de que el médico se está ocupando de él y de sus problemas.

Pero no sólo el paciente confía en el medicamento como fuente de alivio de su sufrimiento, y anhela o exige que el médico se lo prescriba. También este último confía cada vez menos en la posibilidad sanadora de la palabra, de la comunicación. Obviamente la palabra aislada no va a curar una neumonía tuberculosa. Pero, ¿cuántas veces prescribimos psicofármacos (incluso los psiquiatras) para procesos que debieran superarse sin ellos? Se tiene una fe ilimitada en el medicamento, por el que existe una auténtica fascinación universal. En los umbrales del siglo xxi parece que ni los médicos ni la sociedad en general puedan aceptar, al menos en los países desarrollados, que no haya un medicamento para cada malestar. En esta época de los medios de comunicación, de la informática y de avances vertiginosos en la biología molecular o la ingeniería genética, difícilmente se comprende que alguien salga de la consulta sin la receta de algún medicamento. Si un médico general mantiene un oído curioso y atento a lo que sucede en la sala de espera (sobre todo si se le acumulan pacientes), escuchará con frecuencia que las preguntas que se suelen hacer a quien acaba de salir de la consulta, por parte de los pacientes que hay en la sala de espera o de algún amigo o conocido con quien hubiese entablado conversación, es ¿qué te ha dicho que tienes? y ¿qué te ha mandado? Implícitamente se asume, como algo obvio, que se le haya prescrito un medicamento.

De sobra es conocido que, cuantitativamente, el medicamento es el recurso terapéutico más utilizado, representando más del 1% del PIB y el 19% del gasto de la asistencia sanitaria de la Seguridad Social. A los médicos les preocupa si esta utilización excesiva de medicamentos es adecuada o no, por cuanto un tratamiento farmacológico no siempre va seguido de una mejoría clínica, y en ocasiones se asocia a efectos adversos. Empiezan a reflexionar sobre el elevado consumo de medicamentos, su relación con la calidad de la asistencia y el gasto que representan para los servicios sanitarios del país. Además constatan el elevado nivel de automedicación de los pacientes que, en ocasiones, acuden a las consultas a solicitar lo ya previamente tomado o comprado o cuando lo autoprescrito no solucionó su dolencia. El fascinante atractivo de la alta tecnología y la exigencia de «curaciones milagrosas» por parte de los pacientes han supuesto que casi hayamos abandonado el principio de autocuidado en una comunidad de ayuda mutua.

A los políticos sanitarios les abruma, sobre todo, el crecimiento incesante del gasto farmacéutico público y empiezan a estudiar medidas tales como reducir los márgenes comerciales de la industria farmacéutica o aumentar la contribución económica del ciudadano para disuadir el excesivo consumo. Los políticos también intentan contener el gasto, animando a los médicos a la prescripción de genéricos y a la selección de los fármacos más baratos.

La asunción de la omnipresencia del medicamento es casi total, y el debate se limita exclusivamente a precisar cuáles son los requisitos precisos para hablar de un uso racional del medicamento o las condiciones para lograrlo, como si la pregunta a plantearse fuese: ¿cuál es el medicamento más correcto a emplear en esta situación?, cuando quizás la que tendríamos que hacernos sería: ¿es necesario prescribirle un medicamento a este paciente?

Las prisas, el escaso tiempo disponible en la consulta, la inadecuada formación de los médicos, la excesiva medicalización de la sociedad, el pobre umbral de tolerancia a la espera que paradójicamente tienen los «pacientes», la idolatría hacia todo lo que de una u otra manera implica tecnología, la política comercial agresiva de la industria hacia el médico (por la acuciante e «imperiosa» necesidad de obtener beneficios de las investigaciones realizadas en la búsqueda de nuevos medicamentos), son algunas de las múltiples causas que inciden en la aureola de la omnipotencia del medicamento y de su omnipresencia, y que explican la comprensible propensión a su uso.

Uno de los principios básicos de la actividad médica es curar o aliviar al enfermo, y el médico ha de estar formado para saber elegir entre las diferentes herramientas terapéuticas, sean farmacológicas o no. Los médicos griegos, en el siglo v a.C., descubrieron que los medicamentos son más eficaces cuando el paciente cree con fuerza en la realidad de su acción sanadora, y que el discurso y el medicamento debían ser usados conjuntamente, porque de otro modo se cometía el error de pensar que el cuerpo y el alma pueden ser tratados por separado, y sabían que para abordar bien la parte era preciso tratar el todo. Sin embargo, se está abandonando la capacidad sanadora del discurso. Pocas son las horas que se destinan en la formación médica al análisis de los factores que influyen en la voluntad terapéutica frente al tiempo destinado al diagnóstico de las enfermedades. La comunicación exige tiempo, destreza y compromiso, no sólo con el paciente sino también con uno mismo. Servimos al paciente como pantalla en la que se refleja, ayudándole a encontrar sus soluciones, pero simultáneamente le estamos revelando, en cada contacto, parte de nuestra intimidad.

Gregorio Marañón destacaba la importancia capital de la silla en la consulta médica, queriendo resaltar la importancia de la comunicación en la búsqueda del diagnóstico y en el tratamiento. Es preciso recuperar la formación humanista del médico de cabecera y abrir sus posibilidades terapéuticas más allá de la prescripción exclusiva de fármacos. El médico general está preparado para, muchas veces, no hacer nada, simplemente «esperar y ver» (fundamento del primun non nocere, elemento básico del Juramento Hipocrático). Pero este es un aspecto delicado de la medicina, porque si lo que se pretendiese es una simple reducción del consumo de fármacos, sin incidir en la educación sanitaria de los pacientes y en la de los propios médicos, se estaría corriendo el riesgo del incremento de la automedicación, ya que el paciente podría considerarse no atendido si no recibe un medicamento como despedida de la consulta médica.

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