El debate público suscitado por la publicación del listado de medicamentos a excluir de la financiación pública por parte del Ministerio de Sanidad ha provocado gran confusión y desconcierto, tanto en la sociedad como en los profesionales sanitarios. Esta iniciativa pretende influir en tres diferentes vertientes: la económica, como posible fuente de financiación alternativa o de contención del gasto en farmacia; la técnica, como fórmula para eliminar productos anticuados, combinaciones de fármacos ineficaces o principios activos de escasa utilidad terapéutica, y la política, como intento de salvaguardar la viabilidad global del Sistema Nacional de Salud. Pero también esta medida comporta dudas razonables acerca de su eficacia real en cada una de estas vertientes.
El derecho de protección a la salud de los ciudadanos emana directamente de la Constitución Española y de la Ley General de Sanidad. Preservar el mismo, especialmente en el caso de los más desprotegidos, es una obligación ética y legal de las autoridades políticas, las administraciones sanitarias y los profesionales de la salud.
Para que el derecho a la protección a la salud sea un derecho efectivo, es imprescindible crear un clima de confianza entre los ciudadanos y su sistema sanitario, entre los pacientes y sus médicos. El médico de familia es el responsable de la mayor parte de las prescripciones, puerta de entrada al sistema sanitario y punto de contacto más cercano al ciudadano. Por tanto, el profesional sanitario más implicado en toda política de uso racional del medicamento y de contención del gasto.
Una política realista de gestión de la prestación farmacéutica pasa por un conjunto de acciones en la que todos los agentes (autoridades sanitarias, ciudadanos, industria farmacéutica, oficinas de farmacia y médicos) se han de sentir implicados.
Las autoridades sanitarias tienen en su mano actuar sobre las fórmulas de financiación, el control de precios de medicamentos, la autorización de nuevos fármacos (principios activos y marcas comerciales), los márgenes comerciales, la política de medicamentos genéricos y la implantación de precios de referencia. La limitación en la oferta de medicamentos de la financiación pública no es la única ni la más eficaz de las medidas para actuar sobre la contención del gasto farmacéutico, haciéndose siempre necesaria la aplicación simultánea de diferentes iniciativas administrativas para que esta contención sea realmente eficaz y asumible por los agentes sociales.
Los ciudadanos han de aceptar que en las sociedades desarrolladas hemos contribuido entre todos (medios de comunicación, médicos, industria) a crear una auténtica farmacolatría. La cultura consumista (el medicamento como bien de consumo) ha tocado directamente a la prescripción de medicamentos, siendo ésta una de las ofertas más nítidas brindadas desde atención primaria. Ello de ninguna manera puede justificar que se ponga en entredicho al conjunto del Estado del bienestar por medidas reguladoras de la prestación farmacéutica, aunque éstas puedan llegar a ser en algún momento inoportunas, erróneas o inequitativas. No podemos seguir confundiendo el derecho a asistencia sanitaria con el derecho a consumo de medicamentos.
Las oficinas de farmacia han de incorporar a su ejercicio profesional la contención de la dispensación directa de medicamentos sin receta, la colaboración más estrecha con los médicos de familia y los límites a la linealidad de los márgenes comerciales.
Los médicos, fundamentalmente los de familia, han de asumir que la prescripción racional pasa tanto por valorar la efectividad, los efectos adversos, la adecuación clinicoterapéutica y el coste de los fármacos utilizados (sean éstos financiados por el sistema de salud o particularmente por los usuarios). Buscando siempre el difícil equilibrio entre la eficacia para resolver el caso clínico, la eficiencia en el manejo de los recursos asignados y la satisfacción del paciente.
Con estos supuestos, cabe preguntarse cómo hemos de encuadrar la iniciativa de retirar medicamentos de la financiación de Seguridad Social.
En primer lugar, hemos de considerar qué se pretende con esta limitación de financiación, si una racionalización de la oferta de medicamentos o una contención del gasto en farmacia. Si se trata de lo primero, parecería imprescindible complementarla con otras medidas como la formación continuada de los médicos prescriptores, la adecuación de la oferta de principios activos y preparados comerciales según criterios claros de eficacia y seguridad o la rigurosidad en la autorización de nuevos principios activos y preparados comerciales. En cambio, si se trata en exclusiva de contener el gasto debería acompañarse de modificaciones de márgenes comerciales, instauración de políticas de genéricos o generalización de precios de referencia. Las listas negativas de financiación, como medida aislada, no tienen credibilidad entre los agentes implicados (sean médicos, usuarios, industria o farmacéuticos) y son de eficacia muy limitada en la contención del gasto si no se enlazan con otras medidas complementarias.
En segundo lugar, examinando la limitación de fármacos a financiar de forma particularizada, no parece en buena lógica obligado para un Sistema Nacional de Salud financiar todas las prestaciones sanitarias, en el caso que nos ocupa todos los medicamentos. Pero sí es responsabilidad de aquél disponer de medicamentos eficaces y facilitar la accesibilidad a los mismos para todos los sectores de la población.
Por tanto, para medicamentos eficaces, cuando el pago de una parte del medicamento disminuya la accesibilidad a esa prestación por parte de un sector de la población, se ha de asumir que se está produciendo una «pérdida de salud» real. Esto ocurre con pensionistas de rentas bajas, pero también con trabajadores activos en situación de desempleo o sin recursos.
En cambio, en el caso de medicamentos de baja utilidad terapéutica, no es razonable exigir a nuestro sistema sanitario la financiación de los mismos. El objetivo en este caso no debe ser otro que la retirada del mercado de todos los preparados comerciales obsoletos, de utilidad no contrastada científicamente y generadores de gasto innecesario. La opción más razonable no pasaría por su venta libre sin financiación por parte de la Seguridad Social, sino por su eliminación del mercado farmacéutico. Los efectos positivos de esta retirada serían inmediatos, con una menor medicalización de los procesos de salud, limitación de efectos secundarios innecesarios y mayor disponibilidad para renovar los medicamentos financiados.
Finalmente no podemos obviar una tercera vertiente en la implantación de las listas negativas de medicamentos financiados. Si ya es penosa tarea para el médico de familia acreditar si el paciente tiene derecho a asistencia, así como comprobar su condición de beneficiario activo o pensionista, no podemos cargarle con la tarea de manejar listados de medicamentos no financiados. No es lógico gravar, sobre una práctica profesional compleja y con tremendas limitaciones de tiempo, un nuevo modelo de receta médica añadido a los cinco ya existentes. No es sensato obligar a manejar 3 tipos de listas de medicamentos: los financiados, los no financiados pero con receta obligatoria y los de libre adquisición. No es normal que nuestro Sistema Sanitario Público siga lastrando al médico de familia, el profesional más cualificado de atención primaria, con la responsabilidad absoluta tanto de la atención clínica y prescripción farmacéutica como de la verificación individual de los derechos del paciente (asistenciales, prestación farmacéutica y medicamentos financiados).
Dejando a un lado decisiones políticas o económicas fuera de nuestro alcance, no parece lógico plantear las listas de medicamentos no financiados como inevitables, tal como han sido presentadas a la opinión publica y a los profesionales. Existen otras medidas de contención del gasto más eficaces.
Las listas negativas o, mejor, la retirada de fármacos del registro deben entenderse más como renovación de la oferta farmacológica que como castigo a los usuarios y en ningún caso pueden incrementar la complejidad burocrática de la consulta médica de atención primaria.