Sres. Directores: Las negativas consecuencias del hábito tabáquico en nuestra sociedad actual son, indiscutiblemente, mayores de lo que muchos creen. Casi siempre son las estadísticas, los fríos números y los porcentajes de «bajas» relacionadas con este hábito, los que retratan la magnitud del problema al que nos enfrentamos1. Sin embargo, sería imposible infravalorar esta realidad si detrás de cada porcentaje de mortalidad, o de cada estadística de años potenciales de vida perdidos como consecuencia de las muertes prematuras en relación a este hábito, pusiéramos un nombre, una cara, una persona con unos proyectos vitales cercenados. La importancia de este hecho por sí solo hace que no entremos a valorar el impresionante coste social y económico que deriva de esta costumbre.
Sin duda los profesionales de atención primaria, y el personal sanitario en general, tienen ante sí una seria responsabilidad y un papel modélico que adoptar frente a sus pacientes.
Hemos leído con sumo interés el editorial del número de su revista correspondiente al 30 de septiembre titulado «El tabaquismo y los profesionales de atención primaria: algo se mueve»2, donde M. Nebot y A. Solbes reflejan la tendencia positiva en relación a la disminución en la prevalencia de fumadores, tanto en la población general como en el personal sanitario.
En relación a este tema, quisiéramos exponer los resultados obtenidos en un estudio descriptivo sobre hábito tabáquico realizado en el personal sanitario del Servicio de Urgencias del Hospital Severo Ochoa de Leganés en 1997.
Se encuestó a los 71 profesionales sanitarios del servicio: 13 médicos, 45 enfermeras y 13 auxiliares de enfermería. La edad media fue de 36±7,48. Cincuenta eran mujeres (70%) y 21 varones (30%).
Como datos más destacados y, entre otros resultados valorados, observamos un total de 41 (57,7%) fumadores activos, 14 (19,7%) se declararon ex fumadores (suspensión del hábito tabáquico por un período superior a un año)3 y 16 (22,5%) como no fumadores. En relación al sexo, entre los 21 varones, sólo 8 (38%) eran fumadores frente a 13 (62%) no fumadores, mientras que entre las 50 mujeres los porcentajes fueron de un 56% de fumadoras frente a un 44% de no fumadoras.
La edad de comienzo fue similar en ambos sexos: 18,1±3,4 entre las mujeres y 16,5±1,5 entre los varones (p< 0,01).
Un 73% de fumadores manifestó un consumo inferior a 20 cigarrillos/día, mientras que el 27% restante consumía una cifra superior. En relación a la duración del hábito, un 42% de los fumadores llevaba más de 15 años fumando, si bien la mayoría presentaba un índice de dependencia que podría considerarse bajo de acuerdo al test de Fagerström, utilizado como indicador de dependencia a la nicotina4. Un 65,7% presentó un índice < 2 (bajo nivel), frente a un 4% con un índice ± >6 (alta dependencia). Fue muy interesante la pregunta realizada sobre la creencia de si su actitud frente al tabaco podría influir en otras personas: entre los fumadores, un 76% de los encuestados contestó que no, sólo un 11% respondió afirmativamente y un 13% no contestó a la pregunta. De entre los no fumadores, un 51% contestó que sí, un 44% negó su influencia y sólo un 5% no contestó a esta pregunta.
Evidentemente, estos resultados pueden resultar tan sólo orientativos sobre la magnitud del problema, y no se ajustan con exactitud a los porcentajes aportados por los autores del texto anteriormente citado, aunque sí sirvieron para sorprendernos y, por qué no, asustarnos frente a los resultados obtenidos en nuestro servicio.
Sin duda estamos en el buen camino y, sin duda, la concienciación del personal sanitario, y de la población general, va en aumento. Aun así, creemos que es necesario potenciar al máximo la creación de grupos de trabajo y la aplicación de programas educativos a toda la población, aunque fundamentalmente dirigidos a los grupos más vulnerables y más «influenciables», como son los grupos de población en edad escolar. En este sentido, convendría observar algunos de los proyectos específicos ya aplicados con éxito en otros países. Sirva como ejemplo el programa educativo propugnado por la Academia Americana de Médicos de Familia, el conocido como «Tar Wars» (guerra del alquitrán), y que se fundamenta en potenciar la implicación del médico de familia en los programas educativos a estos colectivos, visitando con periodicidad escuelas e institutos, realizando actividades y desarrollando continuamente nuevas estrategias, con el fin de extender y potenciar el consejo antitabáquico fuera del ámbito del centro de salud5.
Es indudable que la solución a este problema excede el ámbito de los profesionales de la sanidad y pasa, necesariamente, por la adopción de medidas políticas y normativas que hagan frente a todos los intereses creados en torno al consumo de tabaco. Sin embargo, seguirá siendo el profesional sanitario, con su consejo y ejemplo, un pilar fundamental contra este formidable enemigo de la salud6.