Difícilmente podemos analizar los avances observados en los sistemas sanitarios en las últimas décadas sin tener en cuenta el impacto de las innovaciones en medicamentos. Sin embargo, en los últimos años se ha observado un descenso significativo en el número de nuevos medicamentos aprobados. Por ejemplo, la FDA ha pasado de aprobar una media de 37,2 nuevos medicamentos anuales entre 1995 y 1999, a 22,6 durante el periodo 2005-20091. Por otro lado, el coste del desarrollo de nuevos fármacos es muy elevado, con estimaciones que varían entre 800 y 1.350 millones de dólares, aunque podría ser incluso superior2. Obviamente, estos datos plantean una discusión sobre las tendencias de desarrollo de la innovación en medicamentos, su eficacia y su viabilidad, pero también obligan a discutir el sentido de la innovación y, en este sentido, desde la perspectiva de atención primaria, se pueden realizar 2 tipos de reflexiones.
La primera es que no toda innovación tiene el mismo valor, y muchos de los fármacos introducidos no suponen un avance sustancial respecto a los medicamentos ya disponibles. Por ejemplo, sólo 3 entre las 104 novedades terapéuticas evaluadas durante el año 2009 fueron consideradas verdaderas innovaciones por el equipo de la Revue Prescrire3. En este sentido, muchas de las denominadas «innovaciones terapéuticas» son el resultado de las estrategias puestas en marcha por la industria farmacéutica para maximizar el rendimiento de sus viejas moléculas, pero sin que supongan un avance terapéutico clínicamente relevante para la salud de los pacientes. Entre estas estrategias están las de promover nuevas formulaciones galénicas, registrar asociaciones de medicamentos ya disponibles, desarrollar derivados, metabolitos y análogos de moléculas comercializadas en los que la patente está a punto de expirar, así como explorar nuevos usos terapéuticos de medicamentos clásicos4. En determinadas ocasiones, la introducción de una nueva forma galénica supone una ventaja en términos de conveniencia en la administración, como por ejemplo la introducción de una formulación oral cuando tan sólo la parenteral estaba comercializada. Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones, estas supuestas ventajas no están demostradas, y estos nuevos medicamentos salen al mercado con un precio considerablemente más elevado, como ocurrió con las nuevas formulaciones orales flas de la risperidona o los parches de risvastigmina. En los últimos años también se ha observado cómo se ha multiplicado el número de nuevas asociaciones de medicamentos existentes que se comercializan sobre la base de una hipotética ventaja de la mejora de la adherencia al tratamiento. Sin embargo, estas asociaciones no están exentas de problemas: no permiten flexibilidad para el ajuste de dosis, muchas veces no se asocian con los medicamentos considerados de primera línea y, quizás lo más preocupante, conllevan la prescripción casi sistemática de ambos medicamentos incluso en aquellas situaciones clínicas en las que la asociación no está indicada. Uno de los problemas que además presentan habitualmente las asociaciones es que en muchas ocasiones no responden a las necesidades establecidas para el manejo terapéutico de la enfermedad. Otra de las estrategias empleadas consiste en el desarrollo de metabolitos y análogos de moléculas cuya eficacia está establecida bajo el reclamo de nuevas e hipotéticas ventajas que justifican un aumento considerable de precio. Así, la pregabalina (metabolito activo de la gabapentina), o más recientemente la dronedarona (derivado de la amiodarona), son algunos ejemplos de medicamentos comercializados bajo la intensa promoción de un mejor índice terapéutico o un menor perfil de efectos adversos sin que haya sido contrastado en ensayos clínicos. Finalmente, cabe destacar la búsqueda de nuevas indicaciones de medicamentos clásicos como la talidomida, para la que recientemente se ha autorizado su indicación en enfermedades oncohematológicas, o el ropinirol en el síndrome de las piernas inquietas. En este contexto, es necesario disponer de evaluaciones sistemáticas realizadas por organizaciones independientes que nos permitan discriminar entre la verdadera innovación y las novedades terapéuticas puramente comerciales. En el marco específico de la atención primaria, el Comité Mixto de Evaluación de Nuevos Medicamentos, que comparte con otras comunidades autónomas la evaluación de nuevos medicamentos y su clasificación según su contribución terapéutica, es un buen ejemplo5.
Una segunda reflexión se centra en la necesidad de evaluar, no solamente los potenciales beneficios terapéuticos, sino también los riesgos asociados a cada nuevo fármaco. Ciertamente, cuando se introduce un fármaco en el mercado, el conocimiento de sus efectos adversos es limitado y debe ser objeto de seguimiento posterior a largo plazo, mediante los apropiados mecanismos de farmacovigilancia. De este modo, por ejemplo, el sistema de notificación de reacciones adversas ha contribuido a que la FDA retirase del mercado más de 75 medicamentos durante el periodo comprendido entre 1969 y 20026. En esta misma línea, en España en los últimos 3 años, se ha producido la retirada de 7 medicamentos por problemas de seguridad, siendo en casos como el del rimonabant o la insulina inhalada en un periodo muy próximo a su puesta en el mercado7. Sin embargo, la controversia sobre la evidencia de los efectos adversos en los estudios clínicos es frecuente, y es una muestra del peso que tienen los juicios de valor en la evaluación por parte de las agencias reguladoras, como muestra el reciente ejemplo del debate sobre la seguridad de la rosiglitazona8. Se deben generar, por tanto, los mecanismos necesarios para garantizar la extensión del período de seguimiento de los pacientes incluidos en los ensayos clínicos para poder evaluar los efectos adversos que pueden surgir después de su utilización a largo plazo y consolidar los sistemas de farmacovigilancia para detectar los de baja frecuencia.
En todo caso, los cambios que se vienen produciendo en el patrón de comercialización de novedades terapéuticas no son producto del azar. Parece que las políticas de exclusividad de mercado de las que actualmente disponemos no son suficientes para garantizar la innovación terapéutica y, de la misma manera, las políticas de I+D de la industria no son suficientemente eficientes. Por tanto, es necesario fomentar aquellas iniciativas que premien la verdadera innovación, de forma que la investigación se dirija a las áreas en las que se considere necesario y sea viable la obtención de nuevos medicamentos que supongan mejoras clínicamente relevantes para los pacientes. La incorporación indiscriminada de nuevos medicamentos, generalmente innecesarios y más caros, tiene un gran impacto sobre los presupuestos, lo que podría hacer necesario reconsiderar los mecanismos actuales de financiación para garantizar la sostenibilidad del sistema sanitario. En todo caso, es necesaria la puesta en marcha de nuevas estrategias de evaluación de las novedades terapéuticas, integradas en la planificación y gestión sanitarias, que tengan en cuenta de forma equilibrada la mejora clínica que aportan. Asimismo la seguridad de los fármacos debe ser revisada de forma periódica con las nuevas evidencias sobre los efectos adversos que proporciona la utilización en la práctica clínica. El objetivo debe ser encontrar un equilibrio entre innovación y eficiencia, con fármacos que presenten una relación entre beneficios y riesgos favorable para el paciente, y que nos permita continuar trabajando en un sistema sanitario público sostenible.