Desde que Cataluña recibió las transferencias de sanidad hasta nuestros días, el sector concertado no ha hecho más que crecer en detrimento del sector público de gestión directa por parte de la Generalitat (ICS). Esta expansión se explica en gran medida porque su endeudamiento no computaba en la deuda pública. Podía realizar las inversiones que prometían los políticos y que no permitía el presupuesto aprobado por el Parlamento. Esta inercia ha llevado a un exceso de infraestructuras que ahora no podemos mantener. Actualmente la normativa de contabilidad europea conocida como SEC95 incluye su deuda dentro de la pública. Por esto ahora tienen dificultades para expandirse mientras emergen los inversores privados capaces de aportar recursos.
No estamos ante un fenómeno local. Nuestro país participa de una progresiva privatización internacional de los servicios sanitarios, si bien en nuestro continente la provisión privada todavía supone una pequeña parte del sector salud. El mayor número de fusiones y adquisiciones se realizan en el Reino Unido, Alemania, Francia y España. Se trata de una política de diversificación de la inversión. Las compañías de la construcción, la banca o la industria quieren hacer negocios en otros sectores para mitigar la variabilidad de los mercados de su campo. Desean invertir en un sector que supone entre el 7 y el 14% del PIB y que no solo es estable, sino que crece continuamente1. La creencia de que los servicios públicos están mal gestionados les hace creer que su competencia gestora los convertirá en rentables.
Para que esta privatización sea aceptada, promueven un cambio cultural a favor de la empresarialización del sector sanitario. La eficiencia, la autonomía, la accesibilidad, la flexibilidad, la satisfacción del cliente, la cuenta de resultados o la rentabilidad son valores emergentes. En cambio preocupa mucho menos la solidaridad, la rendición de cuentas, la universalidad o los indicadores de salud. Lo público es gris, burocrático, antiguo, incluso aburrido, mientras que la gestión empresarial es fresca, moderna y de futuro. Se produce lo que podríamos denominar una «privatización cultural». Sirva de ejemplo que el consejero de salud catalán afirmó recientemente: «—la salud es un bien privado—»2, olvidando la influencia decisiva del resto de determinantes de la salud.
Estos inversores en busca de rentabilidad consiguen una legislación más favorable a sus intereses. Los centros públicos se convierten en instituciones privadas. Se legisla a favor del lucro y de que los hospitales públicos acepten clientes privados. Cataluña ya dispone de vías legales para facilitar una doble puerta de entrada a los centros sanitarios del sistema público. Con esta legislación los pacientes privados puedan saltarse la cada vez más larga lista de espera quirúrgica.
Cambiamos de inversores pero mantenemos el mismo modelo expansionista y consumista. A pesar de la crisis, no discutimos la medicalización de la vida, el sobrediagnóstico o el sobretratamiento. Aceptamos acríticamente que la gestión privada es más eficiente que la pública, cuando existe evidencia que lo contradice3. Los hospitales con ánimo de lucro no son más eficientes que los sin ánimo de lucro4,5. Tampoco se considera el impacto de la provisión privada sobre la salud de la población. Es cierto que la evidencia es escasa, si bien algunos estudios, como el realizado en Italia, muestran que la inversión en servicios privados tiene un impacto sobre la mortalidad evitable inferior al que consigue la que se realiza en servicios públicos6. También ignoramos que el menor control y la falta de transparencia en la gestión concertada de los servicios públicos han dado pie a espectaculares casos de corrupción que están dañando la imagen del sector salud en Cataluña7.
La cultura de la gestión empresarial aparta a los profesionales de los órganos de gestión y gobierno de las instituciones proveedoras y compradoras y del propio Departamento de Salud. Los médicos y las enfermeras únicamente son aceptados si se convierten en empresarios. Es significativo que el Colegio de Médicos de Barcelona haya sido tremendamente beligerante promoviendo las entidades de base asociativa, que son sociedades profesionales con ánimo de lucro que gestionan y trabajan en un equipo de atención primaria, y en cambio no haya luchado por conseguir la participación profesional en la gestión o el gobierno de las empresas proveedoras o compradoras de servicios. Debería sorprendernos que los colegios profesionales de la autonomía sigan en el proceso de elaboración del Pacto de Salud de Cataluña cuando este excluye expresamente a los profesionales de los órganos de gobierno de las instituciones sanitarias8. Únicamente los acepta si asumen riesgos empresariales, siguiendo las directrices del documento elaborado por el Consorci Sanitari i Social de Cataluña9. El Pacto de Salud propone un modelo paternalista, en el que propietarios, políticos y gestores marcan las estrategias de salud a pacientes y profesionales. Es significativo que los sindicatos lo hayan abandonado. También lo ha hecho la patronal de los hospitales privados no concertados por considerar desleal la actividad privada realizada por los centros públicos.
Es comprensible que los intereses económicos intenten influir en el sistema, pero cuesta entender que sus valores cuajen tan rápidamente en la población, los profesionales y los políticos. Llama la atención la rapidez como, a raíz de la crisis económica, hemos reformado drásticamente el sistema atentando contra sus fundamentos. El real decreto de abril 2012 (16/2012), además de recortar salarios a los profesionales, aumenta las aportaciones directas de los usuarios y excluye de las prestaciones públicas a un sector de los emigrantes y a los ciudadanos que no cotizan, a pesar de seguir formalmente en un servicio nacional de salud10. En Cataluña la política de fusiones y cambios de figura jurídica está convirtiendo un modelo de provisión mixta que complementa la directa con la concertada en otro monocolor concertado con una presencia cada vez más importante de los proveedores privados con ánimo de lucro. Estas políticas de austeridad y privatización no son la única forma de afrontar la crisis. Otros países, con sistemas más transparentes y mayor tradición de participación ciudadana, han abordado la situación sin perjudicar los valores de su sistema sanitario ni la salud de sus ciudadanos11.
No podemos seguir pasivos ante unos cambios que reorientan el sistema de salud hacia el servicio y el negocio. Únicamente los ciudadanos podemos modificar esta situación. Padecemos un problema adaptativo a pesar de que algunos lo presenten como un problema técnico de solución única. No es preciso que empresarios, políticos y gestores heroicos tomen estas «decisiones difíciles» por nosotros. Al contrario, los retos adaptativos se resuelven permitiendo que los afectados conozcan las dificultades para que la solución surja de su inteligencia colectiva. La participación permite que las propuestas sean más aceptadas y ajustadas a los valores y expectativas del colectivo. El «pacto sanitario» debería estar precedido de un debate social que marcara las líneas directrices del cambio de modelo. La discusión sobre la salud de la población no solo debe contemplar la gestión y utilización de servicios. La salud pública y la atención comunitaria también pueden contribuir a controlar el gasto y a mejorar los indicadores de salud. Las estrategias de las instituciones sanitarias son más acertadas si se elaboran participativamente. Los profesionales deben formar parte de los órganos de gobierno de las instituciones tanto de las proveedoras como de las que establecen las políticas o compran servicios. El modelo gerencialista de los ochenta está plenamente superado. Las políticas de austeridad y de privatización solo sirven para mantener un modelo que está deteriorando la asistencia. Es hora de repensarlo y cambiarlo para garantizar la equidad, la sostenibilidad, evitar el hiperconsumo y mejorar la calidad asistencial. Ciudadanos, pacientes, profesionales, políticos, gestores y empresarios no podemos rehuir este reto.