Hace pocos días uno de mis amigos me explicaba una historia. En el siglo xix se constituyó la profesión médica por confluencia y unificación interesada de tres oficios diferentes: los «parteros/as», los «barberos» y los «elaboradores de pócimas y remedios». El ascenso social provocó el paso de oficio a profesión y se reguló el acceso a la misma (obligatoriedad de la formación universitaria).
De hecho conservamos algunos estigmas de cada uno de los oficios originales. Los «parteros/as» derivaron en las matronas y obstetras, conservando cierto componente de trabajo diferenciado. Los cirujanos, que provienen de los «barberos», conservan su fama de agresivos. Los «elaboradores de pócimas» pasaron a ser los médicos de cabecera y aún se les identifica subconscientemente con quienes hacen (ellos mismos elaboraban las drogas) o prescriben los medicamentos.
Sólo me faltaba esa bonita historia para acabar de convencerme de que sirvo para «recetar». Me ha costado tiempo entenderlo. Debe ser otra de esas múltiples cuestiones asociadas a «la edad», como los propios fármacos.
Desde que empecé a ejercer como médico de familia he procurado, no sin errores, hacer un uso racional de los medicamentos. Lo he hecho en beneficio de cada uno de los pacientes que los precisaban y de todos los ciudadanos que los pagan. Siempre he creído que esa práctica era propia de mi profesión. Los acontecimientos de los últimos años hacen tambalear esa sólida convicción.
El primer golpe lo recibí cuando me di cuenta de que muchos ciudadanos solicitaban mi atención no para atender sus problemas de salud, sino para que les hiciese unas recetas que alguien (otro profesional, la vecina, el farmacéutico, etc.) les había recomendado. En realidad era lógico; estaban acostumbrados a una práctica cotidiana, en los clásicos ambulatorios, que sólo animaba a eso; les habían enseñado que el «médico del seguro» estaba para recetar. Con el tiempo y, creo que en parte por mi ejercicio en el medio rural, he conseguido mejorar esa situación.
Enseguida conocí a unos profesionales que me resultaron curiosos. Acechaban mi presencia en la consulta, armados con un maletín, un montón de papeles impresos con todo lujo de detalles, algún libro del especialista de moda y pequeños detalles. Hablaban de los fármacos, y lo siguen haciendo, con vehemencia: «su» fármaco era mucho mejor que el mismo que su compañero anterior me había presentado. Utilizaban conceptos (fármacocinética, efectos secundarios...) que yo había aprendido en las clases de farmacología, pero lo hacían con matices distintos. Siempre pensé que eran profesionales merecedores de mi respeto, aunque en ocasiones resultasen «algo pesados». También en este terreno he mejorado: ahora incluso hablan del precio de «sus» fármacos, me traen algún libro escrito por médicos de familia y algunos de ellos son mujeres... (perdón por el desliz machista). Sin embargo, su fin, lógico, sigue siendo conseguir que yo recete «sus» fármacos.
Durante años me debatí entre mis conocimientos y convicciones, la pasividad de los gestores sanitarios, las recomendaciones de los visitadores médicos y las necesidades y peticiones de los usuarios (perdón, en ese momento aún eran pacientes).
Por fin llegó «el cielo». Lo hizo en forma de contratos, contratos-programa, dirección por objetivos y otras denominaciones similares. En ellos, entre otras cosas, se me proponía mejorar mi práctica cotidiana en lo que se refiere al uso de medicamentos. Me hablan de valor intrínseco elevado (VIE) y de fármacos de utilidad terapéutica baja (UTB), me facilitan el apoyo de una cohorte de voluntariosos farmacéuticos y farmacólogos clínicos y dicen que me incentivarán por el esfuerzo. La idea es simple: hay una serie de fármacos registrados en España que no son útiles; por tanto, debo procurar no recetarlos. Nunca quise entender por qué no los retiraban del registro.
La Administración empieza a preocuparse por un desmesurado crecimiento del gasto farmacéutico que no supone un paralelo incremento de la salud de los ciudadanos (en ocasiones uno piensa que la pone en peligro). Se ha hablado mucho de medidas razonables (uso de genéricos, precios de referencia, regulación de las relaciones entre industria farmacéutica, médicos y farmacéuticos, etc.) y de otras más discutibles. Por ahora siguen sin aplicarse.
La Administración sanitaria abandonó su anacrónica pasividad en el tema de los fármacos. Pero surgen las listas negativas: 1993 y 1998 son los años clave. Estamos sufriendo una de ellas. Uno, inocente, espera que la lista negativa se aprovechará para poner raciocinio a nuestro amplísimo vademécum. Pero las cosas no son exactamente así.
Ciertamente, todos los criterios técnicos coinciden en señalar que la inmensa mayoría de los fármacos que se proponen retirar de la financiación pública son fármacos UTB. Pero se comete el error de «vender» la lista como una medida de ahorro y de situar en ella a fármacos de utilidad demostrada. Una mezcla explosiva que, con un espectáculo propio de un circo, la oposición aprovecha de forma demagógica. Responsables sanitarios de comunidades autónomas, que se han preciado por su insistencia en mejorar el uso del medicamento, se apuntan a cambiar sus criterios y considerar que los fármacos que se pretende retirar son, cuando menos, imprescindibles; y lo son por razones tan elocuentes como que son tan conocidos como los principales ríos españoles o porque a los señores y señoras diputados les sientan bien.
Bonito espectáculo educativo. El mensaje está servido: los fármacos son, por antonomasia, una prestación sanitaria de primera línea (diríase que la más importante que ofrece el sistema público). La población vivirá cualquier intento de uso racional como la pérdida de un derecho. Y yo pienso: receto, ¡luego existo...!
Seamos serios: el gasto farmacéutico es suficientemente elevado como para dedicarse a bromear con él. Aunque, dicho sea de paso, no creo que sea el único ni, quizás, el principal problema financiero que vaya a poner en peligro la continuidad de un Sistema Nacional de Salud razonablemente equitativo, eficaz y barato. La industria farmacéutica es un bien económico para cualquier país; las decisiones de los políticos no pueden ser ajenas a este hecho (no lo son). El medicamento es una herramienta útil si no la convertimos en un simple bien de consumo. Los médicos de familia intentan realizar un prescripción eficiente, pero se encuentran en una encrucijada difícil: otros especialistas, farmacéuticos, industria y los propios ciudadanos.
Es preciso un verdadero pacto de Estado que, más allá de las lógicas luchas partidistas busque un acuerdo, a medio plazo, para abordar con serenidad el tema.
Mientras tanto, la población debe pensar que estamos locos. Es posible que siga queriendo consumir más fármacos o que, desgraciadamente, intuya que son todos inútiles. Si opta por aumentar el consumo, persistirá el incremento irracional del gasto. Si deja de confiar en los medicamentos puede caer en manos de falsas medicinas naturales que utilizan seudofármacos.
Las convicciones (¿debe estar en la categoría de lo ético?) siguen siendo importantes para mí. Seguiré recibiendo amablemente a los visitadores médicos, escuchando las peticiones de los ciudadanos y procurando ayudarles a utilizar de forma racional un elemento terapéutico muy importante: el fármaco. Cuando sea preciso y útil, lo recetaré. Seguiré procurando, sin embargo, no destrozar mi mejor herramienta terapéutica: la relación con los pacientes.
Creo que es lo que debo hacer como médico de familia. Pero, sobre todo, ¡necesito interiorizar que no sólo existo porque receto!