Estas líneas se escriben desde el convencimiento de que la cuestión de cuánto dinero se dedique en España a la sanidad pública y su forma de obtenerlo es una responsabilidad del conjunto de nuestra sociedad. Los españoles participamos en esta responsabilidad social sufragando la sanidad pública según capacidad mediante impuestos. Pero, también podemos decidir si además tenemos o no la responsabilidad individual de contribuir a la financiación de «nuestra» propia atención sanitaria en el momento de recibirla1. Es decir, ¿es aceptable combinar una financiación pública de la sanidad mediante impuestos con sistemas de copago que consideren la renta individual con los topes y las exenciones que procedan? ¿Lesionaría esta combinación el derecho a la asistencia sanitaria entendida como igual acceso para igual necesidad?
Que se reciba la atención sanitaria según necesidad y se contribuya a su sostenimiento según capacidad es lo que debería regir al hablar de justicia, equidad y solidaridad en la sanidad pública. Y la teoría nos la sabemos todos2: 1) el acceso universal y gratuito en el momento de su uso a una sanidad pública financiada con impuestos es la forma más justa de respetar el derecho a la protección de la salud y a la asistencia sanitaria sin discriminaciones económicas, y 2) los copagos a la demanda de servicios sanitarios pueden crear desigualdad injusta de acceso al actuar como barrera a la atención con mayor efecto en los más enfermos o más pobres, condiciones que suelen coincidir.
Para que se cumpla el primer punto es preciso que la fiscalidad sea eficiente y tenga una capacidad real de redistribuir la riqueza, es decir que los impuestos sean progresivos en su conjunto. Hay serias dudas de que las 2 condiciones se cumplan en España. Nuestro país destaca por presentar un peso de los ingresos tributarios sobre PIB relativamente reducido en relación con la media de la UE273, con una economía sumergida de un 30% superior al promedio de este mismo grupo de países4. En nuestra estructura fiscal, la imposición indirecta tiene un menor peso en comparación con la UE273. Por ello, lo esperable en el futuro próximo sería el aumento de los impuestos indirectos como ha ocurrido en los últimos años. En 2013 y 2014 la recaudación indirecta superó a la directa en términos absolutos5. Los impuestos en España, más proporcionales que progresivos, podrían rozar la regresividad tras los últimos o futuros incrementos de la imposición indirecta6. En este contexto, un copago bien diseñado podría ser una alternativa más progresiva de obtención de ingresos públicos que los impuestos indirectos que tienden a ser regresivos.
Para que se cumpla el segundo punto debería ocurrir que toda demanda de atención sanitaria se correspondiera con una necesidad médica o sanitaria real, y que toda necesidad médica o sanitaria real se manifestara mediante una demanda expresa de atención. Lamentablemente no tenemos un modo objetivo de determinar ex-ante cuando la demanda de atención se corresponde o no con una necesidad médica o sanitaria real. Es más, nunca hemos tenido una definición de necesidad médica o sanitaria mucho mejor que la reflejada en la cartera de servicios vigente en cada momento. Al no tener un referente objetivo de «necesidad médica sanitaria», acabamos asumiendo que necesidad sanitaria es aquella que expresan los individuos y, por tanto, percibida siempre con mayor o menor subjetividad. Convertimos así la demanda en genuina expresión de la necesidad, casi en su sinónimo. Y los responsables sanitarios acaban asumiendo, por ejemplo, que una necesidad de atención sanitaria es urgente cuando así lo expresa la persona que demanda dicha atención. Y cuando no hay demanda expresa terminamos pensando que no hay necesidad, lo que conduce a problemas de equidad pues hay individuos con serios problemas para expresar su demanda, normalmente los más socialmente vulnerables. Por lo tanto, hay serias dudas de que la satisfacción de la demanda expresada pueda relacionarse tan positivamente con la equidad, y menos quizá en los tiempos que corren en los que la demanda paradójicamente crece a medida que aumenta la salud de la población. En realidad, uno ya no sabe si demandan más los más enfermos, los más —pero no siempre mejor— informados, o los más preocupados. Desde hace algún tiempo nos adentramos en un consumismo sanitario, también en el ámbito público, producto de exageradas expectativas sobre las posibilidades reales que la intervención médica tiene para resolver problemas que caracterizan una demanda cada vez menos dependiente de la enfermedad.
Últimamente lo hemos comprobado con mayor crudeza, pero desde siempre los recursos han sido limitados, aunque no así la demanda que tiende a infinito. Ante esta situación podemos elegir, como hemos hecho siempre, el camino «fácil» de insistir en la responsabilidad social (mayor financiación a partir de impuestos pagados por el contribuyente anónimo) por no tomar decisiones (no debatir al menos) respecto del camino más «espinoso» de la responsabilidad individual. Deberíamos introducir la componente de la responsabilidad individual en la concepción de un criterio de equidad en la sanidad pública que considere la limitación de los recursos, pues el clásico «Que cada uno reciba la atención sanitaria según necesidad y contribuya al sostenimiento de la misma según capacidad» no la considera. Porque, claro, lo que entendamos por equidad no puede ser independiente de la limitación de los recursos, de la creciente tendencia de la demanda ni del coste de oportunidad de los recursos comprometidos.
Ante la limitación de recursos, y antes de introducir copagos, tenemos la posibilidad de excluir de la cobertura pública determinados servicios. La exclusión implica en la práctica un «copago» del 100% (p. ej., la prestación dental)7. Posiblemente, los ciudadanos preferiríamos su inclusión pública aunque tuviésemos que copagar una parte. Tanto la exclusión de la cobertura como la introducción de copagos aumentarían el gasto sanitario privado. La diferencia, no desdeñable, es que con la exclusión el dinero va directamente al proveedor o al seguro privado, pero con el copago el dinero va a las arcas del Estado y puede revertir hacia la financiación pública de la sanidad si así se decide.
Los copagos son un modo de poner en práctica la corresponsabilidad individual. El reto lo tenemos en combinar la responsabilidad social, la individual y la solidaridad. La solidaridad consiste en dar a quien no tiene aquello que necesita, no por caridad sino por justicia social e incluso por eficiencia, y no esperar que aporte quien no pueda. Pero en todo caso, en una sociedad justa y solidaria debe haber un espacio reservado a la responsabilidad individual, también en la sanidad pública. Con un buen diseño del copago se puede minimizar sus efectos secundarios y contribuir a que el sistema se use con mayor responsabilidad sin descartar su utilidad como fuente de financiación.
Hoy nuestra sanidad pública está lejos de sus deficiencias de antaño. Ya no tiene un problema de «incapacidad», pero empieza a tener un grave problema de «medicina de excesos». Las actuaciones inadecuadas son ahora más por exceso que por defecto. Se confunde proactividad con hiperactividad y crece la intensidad diagnóstica y terapéutica al preferir errar por «comisión» que por «omisión». Se derrocha más acción que reflexión, y el «esperar y ver» es ya un vestigio de un pasado más austero pero quizá por ello de mejor sentido común clínico y menos iatrogénico. Redoblado todo por una creciente fragmentación asistencial y una medicina defensiva que sigue haciendo de las suyas. Como resultado, un sobrediagnóstico y sobretratamiento que son ya, aunque silente, un verdadero problema de salud pública.
Consecuencia de todo esto y del consumismo sanitario son la sobredemanda, la hiperactividad, la ineficiencia y la iatrogenia en un círculo vicioso que se autoalimenta. En definitiva, malos usos de la sanidad pública entre los que destacan: uso innecesario de servicios de urgencia, ausencia a citas programadas, adquisición de medicamentos que luego no se utilizan, demanda inapropiada, actuaciones médicas desproporcionadas, indicación de pruebas diagnósticas inútiles o redundantes, visitas sucesivas innecesarias y fragmentadas, revisiones a perpetuidad, ingresos y estancias no estrictamente necesarios, visitas por motivos burocráticos sin ningún valor clínico, etc. Estos malos usos son responsabilidad de todos, profesionales, gestores, políticos, proveedores… incluidos los pacientes.
Pero claro, antes de hacer copagar al paciente por su uso inadecuado del sistema habrá que cambiar todo aquello que genere mal uso y no sea de su estricta responsabilidad. Es de temer que la mayor parte de los malos usos que se hacen del sistema no sea de estricta responsabilidad individual del paciente y ocurra bajo una organización pensada más en otros intereses que en los del propio paciente. ¿Hasta qué punto estos malos usos y sus consecuencias tienen su origen en la indiferencia a un coste que ninguno de los actores, salvo el anónimo contribuyente, soporta?