Coincidiendo ampliamente con las reflexiones de los autores de la carta, sus ideas me dan la oportunidad de hacer algunas aportaciones.
No es lineal la vinculación que se postula entre cambio demográfico («sociedad que envejece») y cronicidad. Fries1 formula su hipótesis en 1980: al envejecer se comprime y desplaza la morbilidad hacia el fallecimiento. En el fondo, esto significa que los octogenarios están sufriendo ahora la carga de enfermedad que antes tenían los septuagenarios. Son los años previos al fallecimiento los que determinan la principal morbilidad y discapacidad, y también los costes. Además, longevidad (esperanza de vida media de los individuos) no equivale necesariamente a envejecimiento (proporción de ancianos en una población): hay que contar también con la natalidad, las migraciones y la acumulación de cohortes (baby boom).
Además debemos saber que buena parte de la cronicidad la provocamos desde la medicina: bien por éxitos reales (los supervivientes) o por la medicalización de condiciones-problemas que etiquetamos como patológicas sin que consigamos con nuestra acción alterar el curso natural de la enfermedad. Esta parte es muy relevante, porque no depende de la «demanda» (población) sino de la «oferta» (sistema sanitario, ciencia y cultura profesional médica); y aquí no cabe hacer «proyecciones», ya que es una variable modificable por todos nosotros.
El papel de la urgencia hospitalaria precisa de reflexión serena pero valiente. Se ha consolidado como un elemento proveedor fundamental de cuidados a los ciudadanos; se junta la preferencia del consumidor por ir en cualquier momento (24h×365días), con la comodidad para primaria y especializada de conseguir en mayor proporción confortables horarios de oficina.
El que algo sea cómodo no significa que sea correcto o funcional. Pero la alianza actual es imbatible, salvo cambios poderosos en la cultura ciudadana y profesional. Y, además, algunas políticas de exclusión de derechos de cobertura a residentes irregulares (sin papeles) refuerzan el rol tradicional que juegan las urgencias hospitalarias como red de seguridad para dar atención a los «sin techo» y los «sin derecho».
Confieso que he ido cambiando mi opinión en base al agrio debate de las urgencias y los «urgenciólogos»; este despectivo término se usa con frecuencia por las aristocracias de la bata que han conseguido eludir la ingrata tarea de recibir a cualquier hora a pacientes de patología variada, trato difícil, relación clínica episódica e interacción personal poco agradecida. Sin embargo, por asumir esta carga merecen mayor respeto y consideración; y sus demandas de reconocimiento profesional y competencia especializada deben ser entendidas y en lo posible atendidas como retorno a la callada y modesta labor; pero también como exigencia de mejoras de la calidad y compromiso con los pacientes más pobres y excluidos del sistema sanitario.
El reto de la cronicidad y el papel de los diversos dispositivos de urgencias es fundamental, como bien afirman los autores. En ocasiones los acuerdos entre medicina interna y atención primaria permitirán ingresar directamente en camas específicas a pacientes frágiles reagudizados, tendiendo un puente sobre las aguas turbulentas de la puerta de urgencias. En otros casos, las camas de observación bien gestionadas pueden llegar a jugar un papel esencial para evitar la enorme toxicidad que tiene el hospital sobre los pacientes crónicos graves.
No hay recetas fáciles, pero no olvidemos que el sentido común está de nuestra parte; quitemos las barreras organizativas y culturales que nos impiden actuar con racionalidad; ser sensatos es mucho más fácil de lo que pensamos.