Sr. Director: Queremos agradecer a García et al su interés por nuestro artículo y nos gustaría hacer algunas puntualizaciones a sus comentarios. Nosotros tampoco creemos que la disminución de la tolerancia a la frustración explique por sí sola la prevalencia de lo que se entiende hoy día por depresión. En nuestro artículo comentamos implícitamente el proceso de la psiquiatrización de la vida por el que el ámbito de la salud mental se ha expandido y ahora abarca muchos problemas que antes no se consideraban entidades psiquiátricas o psicológicas, y sabemos que se trata de un fenómeno muy complejo en el que intervienen muchos factores1. Nuestro objetivo no es, por tanto, discutir la prevalencia «real» de la entidad depresión (un constructo, por cierto, con límites muy imprecisos, que carece de un instrumento de diagnóstico fiable y cuya validez y utilidad son muy cuestionadas2), lo que nos llevaría a otro debate. Nuestro interés se centra en el aumento de estas demandas y del diagnóstico de depresión, y sobre todo de la prescripción de antidepresivos que esto comporta, tanto en atención primaria como en salud mental, en la práctica cotidiana. En un trabajo reciente se comprobó que el 24,4% de los pacientes derivados por atención primaria al equipo de salud mental no presentaba ningún trastorno mental diagnosticable y, sin embargo, la mitad de ellos ya venía con antidepresivos prescritos3. Cabe pensar que serán aún más los no derivados que reciben tratamiento con antidepresivos en atención primaria a pesar de no cumplir criterios diagnósticos de depresión u otro trastorno mental.
Se sigue afirmando que los médicos de atención primaria no detectan adecuadamente un buen porcentaje de pacientes con depresión pero, como ya argumentamos, se ha demostrado que esta población evoluciona mucho mejor que los que son detectados y tratados con antidepresivos, probablemente porque los que no detecta el médico son cuadros más leves y autolimitados4,5.
Otra cuestión controvertida es el tema de los antidepresivos y el suicidio. Parece que hay estudios que muestran que el incremento de la prescripción de antidepresivos no ha contribuido a disminuir las tasas de suicidio y otros sí. El asunto se complica aún más si tenemos en cuenta la polémica que está envolviendo a los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina respecto a su capacidad de provocar conductas suicidas y suicidios consumados6. Con estos datos, parece atrevido afirmar que este aspecto ha mejorado con los nuevos antidepresivos y su tremenda popularización.
Respecto a las categorías diagnósticas actuales, entendemos que también favorecen esta «epidemia» de depresión y su tratamiento farmacológico. Así lo atestigua el reciente desplazamiento que se ha producido en la décima revisón de la Clasificación Internacional de Enfermedades y en la cuarta del Manual Diagnóstico y Estadístico de Enfermedades Mentales con el «trastorno adaptativo» (que alude a una etiología psicosocial y un curso más bien autolimitado) en favor de la categoría «episodio depresivo» (que evoca un problema biológico y un tratamiento en esta línea)7.
Nos parece que los médicos de atención primaria se hallan en la encrucijada de una población que demanda soluciones inmediatas a su malestar, de la industria farmacéutica y de muchos psiquiatras que les presionan para que prescriban más antidepresivos y de unos gestores que exigen resultados en menos de 5 min por paciente.