Sres. Directores: Hemos leído con interés el artículo de J.A. Álvarez et al1. Nos hemos alegrado de encontrarlo en las páginas de AtenciÓn Primaria. Para los médicos y enfermeras que trabajamos en los barrios antiguos de nuestras ciudades, el trato con toxicómanos es casi diario, y a decir verdad lleno de problemas y tensiones. Porque, ¿cuál es el principal motivo de consulta de esta población? Conseguir una receta de Rohipnol®, Tranxilium 50®, Trankimazín® de 2 mg (la grande), Buprex® o Deprancol®. Como mal menor, conseguir de nuestro talonario otras benzodiacepinas u opiáceos menos potentes. ¿Y cuál es el motivo de consulta menos estudiado, y del que apenas va a ser posible encontrar referencias bibliográficas2,3? Precisamente éste. Podremos leer decenas de artículos y protocolos sobre infecciones, serologías y demás; también bastante sobre metadona, planes de reducción del riesgo, etc. A lo sumo, encontraremos recomendaciones en los manuales de no recetar nada, o casi nada, de todo esto. En nuestra experiencia, esta recomendación es muy efectiva, porque consigue «vaciar» nuestra consulta de población toxicómana, que se cambia de médico; el problema queda oculto, y por ello, resuelto, como en la bibliografía.
¿Cómo debemos manejar estos fármacos en población adicta? Los sanitarios que trabajamos día a día con estos pacientes necesitamos estudios e investigaciones que nos guíen en nuestra toma de decisiones. No sería de recibo que en nuestra atención al diabético pusiésemos la insulina «a ojo», según lo que dijese un compañero, o lo que quisiera el paciente, o la negásemos sistemáticamente basándonos en la opinión del alcalde; el caso está siendo bastante similar.
Creemos que estos fármacos se buscan básicamente por tres motivos: a) para cambiar la adicción a heroína por otra menos destructiva, menos cara y socialmente más aceptable; b) para ser politoxicómano, y alternarlos o mezclarlos con otras drogas, y c) para venderlos en el mercado negro. La duda sería si es correcto por parte del médico aceptar la alternativa a), y en qué subgrupos de pacientes podría considerarse un mal menor, una especie de tratamiento paliativo. ¿En todos? ¿En ninguno? ¿Qué hacer con el paciente que no quiere deshabituarse, o fracasa, o ha perdido ya todo apoyo social, y además viene todos los días porque es el único lugar donde le escuchan y se está caliente?
Todos los manejos médicos que aconsejan los protocolos tienden a querer deshabituar, o al menos regular la conducta del toxicómano. ¿Y qué hacer con el que no hay quien lo regule? Aunque digamos que es un problema social, o llamemos a la policía para desalojarlo, él seguirá estando ahí al día siguiente, tal vez en la consulta de al lado.
Por eso agradecemos el artículo de J.A. Álvarez et al, que enfrenta la realidad de forma clara y aporta su experiencia con unas pautas concretas de manejo, que si bien no tratan directamente el tema que planteamos, sí arrojan alguna luz sobre él, y sobre todo nos aporta la sensación de no estar solos, la confirmación de que este problema existe y se puede estudiar como cualquier otro de salud.