Jorge Vargas es un sobresaliente internacionalista mexicano que en los años setenta abordó con pasión y enorme compromiso académico el estudio del derecho del mar, sujeto entonces a una profunda revisión con motivo de la emergencia de nuevos tópicos y de capítulos revolucionarios en la materia que encontraron cauce normativo en la III Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (1973-1982) cuyo fruto fue la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, firmada en Montego Bay, Jamaica, a fines de 1982 y conocida como la Constitución de los Océanos.
Oriundo de Ciudad Juárez, Chihuahua, sentó sus reales primeramente en la ciudad de México, donde fungió como responsable del proyecto de Derecho del Mar en el Centro de Estudios del Tercer Mundo. Fue autor en esos tiempos de varias obras y artículos sobre los temas dominantes que analizaba la tercera Convemar. Un día, con prestigio y reconocimiento, emigró con todas las de la ley 1983 a los Estados Unidos merced a una invitación del prestigiado académico Wayne Cornelius para realizar una estancia en la Universidad de California de San Diego. Como un primer paso es destino, luego la Universidad de San Diego lo contrató y es el caso que este año cumple 31 de residir en los Estados Unidos. Ha mantenido una cercanía afectiva e intelectual con el país, desde su mirador universitario le ha tomado el pulso a las innovaciones jurídicas que no han sido pocas en el correr de tres decenios. Ello le ha permitido fungir como perito sobre derecho mexicano en los Estados Unidos y en tal función ha ofrecido sus luces a magistrados y jueces sobre asuntos del orden judicial. Durante algunos años encabezó a grupos de estudiantes estadounidenses para seguir cursos de verano en universidades mexicanas. Hoy da prueba de su interés por el suceder jurídico de México con el libro que nos ofrece elaborado en San Diego: Mexico and the Law of the Sea, Contributions and Compromises. Escrito en inglés y publicado en el vecino país, es una obra redonda, completísima, que conjuga la densidad teórica con la utilidad práctica, la erudición histórica con el análisis jurídico riguroso. La obra denota el empeño laborioso de toda la vida profesional del autor. En lo personal, señalo que junto a sus aportaciones bibliográficas el autor se distingue por ser un amigo noble de sus amigos, entre los cuales tengo el honor de contarme. Su libro me ha permitido recordar no sin nostalgia mis propias exploraciones en la temática como lo fueron mi libro El mar patrimonial en América Latina, de 1974, y otros ensayos. El material del autor me ha permitido igualmente actualizarme sobre los nuevos desarrollos de la materia.
Al versar sobre México, el libro asume una importancia notable. El país es bañado por cinco mares que definen su fisonomía terrestre, el Pacífico, el Atlántico, el Golfo de México, el Caribe y, como un mar mexicano bendecido por su formidable riqueza, el Golfo de California. Diez mil kilómetros tienen sus litorales, los más grandes en América Latina; unas 200 especies de peces susceptibles de explotación comercial surcan sus aguas; la zona económica exclusiva (preferiría nombrarla mar patrimonial) es superior a la extensión terrestre, lo que la convierte en la octava del mundo en tamaño; un número indeterminado de islas esperan a ser aprovechadas; y, para colmo, en los fondos marinos y oceánicos —cubiertos por la zona económica exclusiva que se extiende a partir de la Isla Clarión en el Pacífico— reposan importantes yacimientos de nódulos polimetálicos. Aparte han de verse las ventajas para el turismo que obsequian sus costas y un sin fin de playas atractivas; existe la posibilidad de utilizar las mareas para la producción de energía eléctrica; en la plataforma continental son explotados los yacimientos petroleros que han sido la palanca del desarrollo nacional; hablemos también de la pesca deportiva en los últimos decenios; y el pendiente de establecer un sistema de comunicación marítima que una a los estados a lo largo de las costas.
Pero a la par, merced a las oportunidades que ofrecen los horizontes de nuestros mares, deviene indispensable que se regulen adecuadamente todas estas actividades y se exploten debida y racionalmente los recursos disponibles y potenciales de los mares circundantes. Urge proteger a las especies marinas para salvaguardar su sustentabilidad, proveer a una ordenada y óptima explotación del petróleo y el gas, canalizar inversiones de los sectores público, privado y social; sacar de una vez por todas al territorio insular del olvido; contener la urbanización salvaje en las costas que arrasa con manglares y contamina los santuarios naturales; proteger los corales y combatir el delinquimiento que acaece en los mares adyacentes, más aún en los tiempos en que acecha desafiante el crimen organizado.
Jorge Vargas fija como ejes normativos fundamentales de la regulación marítima en México a la Convención de Montego Bay de 1982, a la que México, por medio de su ilustre delegación capitaneada por Jorge Castañeda y de la Rosa, realizó significativas aportaciones. Cómo ha de olvidarse que al ser abierta a firma la Convención en Jamaica hubo una sentida ovación de reconocimiento a nuestra delegación por su trabajo técnico y su imaginativa labor negociadora. Viene en segundo lugar el artículo 133 de la Constitución que contiene el trípode jurídico fundamental del Estado, encontrándose en primacía la propia carta magna y, en un segundo plano, las leyes de ella emanantes y los tratados que se encuentren en consonancia con el ordenamiento. La interpretación tradicional había sido que las leyes emanantes y los tratados estaban en un plano de igualdad. Al momento, la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha adoptado dos tesis jurisprudenciales que ubican en un segundo escalón a los tratados después de la Constitución Política y por encima de las leyes emanantes. No han sido pocas las críticas, algunas airadas, contra este escalonamiento judicial, enderezadas por los fundamentalistas del derecho interno. Es verdad que la labor de hermenéutica de la Corte carece de un asidero jurídico convincente y la aprobación de la segunda tesis prosperó por una ajustada votación de seis contra cinco. No cabe duda de que políticamente son plausibles las dos tesis y se corresponden con los tiempos de aguda internacionalización pero tal vez no esté dicha la última palabra.
La Constitución es la cúspide de la pirámide jurídica interna, y dentro de ella, son surtidores capitales para el derecho del mar, los artículos 27, 42 y 48. El primero porque postula la propiedad original de la nación sobre tierras y aguas que posee la facultad de delegarla a los particulares dando vida a la propiedad privada pero sujeta a las limitaciones que imponga el interés público. Este precepto ha sido objeto de varias reformas desde 1917, las que son estudiadas minuciosamente por el autor, sobre todo aquellas concernientes a los mares sobre los que el Estado mexicano ejerce soberanía y jurisdicción.
Los tratados son Ley Suprema de la Unión, en un segundo nivel con arreglo a las dos tesis jurisprudenciales aludidas. En este estadio es que se ubica la Convemar. Y la tercera herramienta jurídica en el orden interno es la Ley Federal del Mar de 1986, la primera en ser expedida por el Estado mexicano para regular las distintas franjas marítimas del país en consonancia con la Convención de Montego Bay.
A partir de el trípode normativo, Jorge Vargas pasa lista a la regulación vigente sobre los espacios marítimos mexicanos: las aguas marítimas interiores, esto es, las que quedan dentro de las bahías que no exceden en su boca de 24 millas náuticas y las franjas marítimas que restan entre la costa y las líneas de base recta utilizadas para el trazado del mar territorial, el cual va de la costa a partir de la línea de la marea más baja, o bien, del trazado de las líneas de base recta hasta las 12 millas náuticas, extensión con la que la Convención de Montego Bay puso punto final a una conflictiva discusión que venía arrastrándose de antaño; la plataforma continental, esto es, el suelo submarino, prolongación del relieve terrestre hasta una distancia hoy aceptada de 200 millas náuticas coincidente con el régimen de la zona económica exclusiva o hasta 360 millas en caso de que la plataforma excediera el límite de las 200 millas, pero con arreglo al permiso de la Autoridad de los Fondos Marinos y Oceánicos y al pago de regalías.
Jorge Vargas analiza en pormenor la zona económica exclusiva de 200 millas náuticas que en realidad es de 188, pues se mide desde el límite de las 12 millas donde termina el mar territorial hasta las 200. Para quienes vivimos y estudiamos la materia en esos años fundacionales del nuevo derecho del mar, nos atrae de modo irresistible el caso del Mar de Cortés, Golfo de California o Mar Bermejo, como también se le conoce. El mar es técnicamente una bahía, de una profunda penetración, rodeada por el territorio de un solo Estado. Procede recordar que una bahía puede ser considerada como aguas marítimas interiores por un Estado en dos supuestos, en el de no exceder de 24 millas en su boca o si es una bahía histórica con independencia de la anchura de su boca si se ha ejercido sobre ella un uso inmemorial, exclusivo y pacífico. El 30 de agosto de 1968 el gobierno mexicano publicó un decreto en el que aplicó en el Golfo de California el sistema de líneas de base recta para medir el mar territorial. Este espacio marítimo excede enormemente el requisito de las 24 millas en su boca y consecuentemente no podía considerarse al mar como aguas marítimas interiores.
En cambio, hubiera podido hacerlo si se hubiera tratado de una bahía histórica. Había algunos elementos que hablaban en favor de esta opción en el siglo XIX. Entre las opciones que Washington ofreció a Nicolas Trist en 1847 para negociar durante la guerra emprendida contra México, figuraba la compra de la Baja California junto con la mitad del mar, lo que ponía en claro la idea dominante de que el dueño de la porción terrestre también lo era del mar. Los negociadores mexicanos en situación terriblemente comprometida lograron salvar a la península y a esa acariciada mitad del golfo. Por otra parte, el Tratado de Guadalupe Hidalgo de 1848 concedió a los Estados Unidos y a sus ciudadanos el derecho a navegar por el Golfo de California. De haberse entendido que era alta mar no era necesario el permiso y si era mar territorial hubiera prevalecido la figura del paso inocente.
El Estatuto Provisional del Imperio Mexicano de Maximiliano de 1865 consideró expresamente al Mar de Cortés como territorio mexicano, claro que nunca entró en vigor y difícilmente podría hacerse valer el texto de un ordenamiento expedido por un gobierno espurio impuesto por una intervención extranjera, pero lo importante es que recogía la visión extendida de que ese mar era mexicano. En contra jugaban varios factores, el silencio sobre esta cuestión en todas las Constituciones de México, omisión explicable porque el país no era una potencia marítima, tenía una extensión terrestre inmensa con poca población, con ingentes zonas despobladas, al grado de que fue una de las causas de la pérdida del territorio en la malhadada guerra de 1846-1848. Aunque es válido argüir que tampoco se encuentran listadas la inmensa mayoría de las islas en la Constitución y no por ello dejan de ser mexicanas. Sin embargo, los títulos históricos palidecieron en la bahía por la incursión de embarcaciones pesqueras de varios países en el siglo XX que acudían a realizar faenas de pesca sin que hubiera mediado alguna protesta del gobierno mexicano.
Prevalecía, pues, una indefinición sobre el régimen jurídico del mar en 1968 cuando se expidió el decreto presidencial. La aplicación del sistema de líneas de base recta favoreció el cierre de la parte norte del mar a la altura de la Isla de San Esteban, la Isla Turners y la Isla de San Pedro Mártir pero a costa de reconocer implícitamente la parte sur como alta mar. Los distantes antecedentes históricos fueron borrados por una solución virtuosa pero acaso hubiera sido preferible pugnar por el fortalecimiento de los elementos históricos en forma paralela a una estrategia de explotación de ese mar. Fueron varios autores los que trabajaron doctrinariamente en ese sentido. Jorge menciona la iniciativa del gobierno del Partido Acción Nacional en 1965 que pasó sin pena ni gloria y cuyo contenido desconozco. Se inscribieron en la misma línea con sus respectivos argumentos Raúl Cervantes Ahumada y César Sepúlveda de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México. En la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la misma casa de estudios, Modesto Seara Vázquez estableció en el doctorado un seminario de estudio sobre el tema. De ahí salió el libro de Antonio Murguía Rosete y de José Salgado y Salgado La bahía histórica de la Baja California.
Descubrí para el mismo seminario los planteamientos del capitán Storni de la Marina argentina que por los años treinta del siglo pasado propugnó por una figura llamada Bahía Vital que oponía a los elementos de la bahía histórica las necesidades del presente y que acomodé a la noción de una bahía patrimonial bajo la sombra de la tesis del mar patrimonial cuando no se sospechaba que México pudiera avanzar unilateralmente a proclamar una zona de 200 millas. Así lo escribí en dos artículos en el Boletín de Relaciones Internacionales de la UNAM y en la prensa nacional. Por ello y a su invitación, sostuve con el entonces secretario de Relaciones Exteriores una entrevista sobre el tema en 1973. Me comentó que en ese momento se estaba negociando una cuestión bilateral de importancia para el país y me pidió mesura y comprensión. (Tal vez haya sido el asunto de la salinidad del Valle de Mexicali.) A finales del año de referencia se inauguró la carretera transpeninsular en la Baja California y en tan feliz ocasión el mismo funcionario aludió a que había una corriente de opinión proclive a la reivindicación del Mar de Cortés pero desdeñoso la descalificó diciendo que el objetivo sólo podría alcanzarse en caso de que México tuviera la bomba atómica. De veras, eso dijo el canciller…
Proliferaron las críticas al decreto, lo mismo contra quienes estábamos por explorar fórmulas para la nacionalización del mar y, significativamente, también irrumpieron censuras en los Estados Unidos objetando la utilización del sistema de líneas de base recta para la medición del mar territorial en el Golfo de California que le había permitido a México clausurar la parte norte de la preciada bahía. Los argumentos de autores norteamericanos y los vertidos por el Departamento de Estado en una protesta formal ante el gobierno mexicano eran atendibles y, por qué no reconocerlo, muy interesantes. Jorge Vargas analiza este punto por su amplio conocimiento del derecho estadounidense. El sistema de líneas de base recta surgió en un diferendo entre Noruega que lo aplicaba y el Reino Unido que lo cuestionaba y resuelto la Corte Internacional de Justicia en 1951 dándole la razón al país nórdico y alumbrando un desarrollo recogido en la Convención de las Naciones Unidas sobre el Mar Territorial y la Zona Contigua de 1958. El sistema se concibió como el trazado de las líneas de base recta que siguieran el curso normal de la costa. En el decreto presidencial las líneas se apartaban de la costa al desviarse hacia las islas antecitadas. Ello no se podía negar pero pienso a estas alturas que las islas tienen sus propias costas y mar territorial que se acercan y se entrelazan. Por otro lado, Jorge advierte que en 1968 eran pocos los países que se habían lanzado a utilizar el sistema y que la experiencia sobre su aplicación era reducida. A estas fechas, según nos informa el autor, son numerosos los países que han empleado el sistema de líneas de base recta y las soluciones casuísticas son harto variadas lo que priva a la controversia de interés actual.
Sobre todo porque la III Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, cuyos trabajos de fondo se iniciaron en 1974, logró en relativamente poco tiempo coincidencias contundentes sobre el régimen del mar patrimonial, bautizado ya en definitiva como la zona económica exclusiva. La Conferencia se extendió hasta 1982 pero por la fuerza de los consensos sobre la figura en las postrimerías del gobierno de Luis Echeverría, se aprobó la reforma al artículo 27 constitucional el 7 de junio de 1976 y la Ley Reglamentaria de la Zona Económica Exclusiva el 13 de febrero de 1976. Recuerdo haber estado en una magna y solemne ceremonia de celebración en la Secretaría de Relaciones Exteriores el 5 de febrero de ese año.
En lo internacional, la aceptación de la zona económica exclusiva no era todavía derecho positivo, de hecho lo fue hasta 1994 cuando entró en vigor la Convemar, por lo que no faltaron quienes pegaron gritos en el cielo pues México se apartaba de su conocida posición de respeto inalterable al derecho internacional. Los Estados Unidos —cito de memoria— presentaron una nota de protesta de bajo perfil al gobierno mexicano, más bien con un tono protocolario para no dejar pasar la ocasión. Tal vez porque, paradójicamente, los grandes opositores de la zona económica exclusiva, entre ellos los Estados Unidos, resultaron beneficiados con las bondades de la zona más grande del mundo, por sus extensos litorales en el Pacífico, el Atlántico y el Golfo de México y en torno a los mares de sus posesiones en otras latitudes extracontinentales como Hawai y las Islas Vírgenes.
Todo lo anterior viene a colación porque la adopción de la zona económica exclusiva por México zanjó la discusión referente al régimen del Mar de Cortés. Las 200 millas de cada lado de las riveras da una extensión de soberanía y jurisdicción económicas superior a las 400 millas. Y tan habían prendido la mecha de la discusión los argumentos sobre la reivindicación del Mar de Cortés, que la exposición de motivos de la Ley Reglamentaria de 1976 contuvo un amplio párrafo sobre esta cuestión. Y resulta ahora que la prodigiosa bahía es un caso de laboratorio pues coexisten en ella tres regímenes: las aguas marítimas interiores, el mar territorial y la zona económica exclusiva. La regulación jurídica de la alta mar se retiró para nunca más volver hacia el Pacífico, hasta el punto en donde termina la zona económica exclusiva de 200 millas, y no sólo la de México sino también la de los Estados Unidos. Con la adopción de la figura en la Convemar, un tercio de los mares y océanos del mundo quedó dentro de las aguas jurisdiccionales de los Estados.
Jorge Vargas no esconde su predilección académica sobre el régimen de las islas. En México son un territorio prometedor y un universo de complejidades jurídicas de no fácil resolución. Es prometedor porque han estado sumidas en el olvido, al extremo de que no existe un inventario fiable sobre el número de ellas y porque la redacción de los artículos 42 y 48 constitucionales suscitan contradicciones. El autor relaciona una serie de circunstancias que han incidido en el desapego al territorio insular: las condiciones de inestabilidad en la República después de proclamada la Constitución de 1917 que empujaron a los gobiernos a atender otras prioridades ingentes; el sistema político centralista de facto, dominado por un partido político todo poderoso en el que el vértice supremo era el presidente, al que los gobernadores rendían pleitesía y sumisión; el programa de desarrollo del país lanzado a partir de la Constitución Política y focalizado en las clases obreras y campesinas lo que se tradujo en un sistema agrarista con menosprecio de las potencialidades de las costas y no se diga de las islas.
El artículo 42 constitucional estableció, con las reformas de rigor en el transcurso del tiempo, que las islas, los arrecifes y los cayos en los mares adyacentes son parte integrante de la nación. Contiene el precepto una mención específica de las islas de Guadalupe y de Revillagigedo, resultante de la gestión del constituyente Julián Adame, según lo relata el autor. Contenía el texto original la alusión a la Isla de la Pasión o Isla Clipperton que a principios de los años treinta México perdió ante Francia en un arbitraje que se pactó desde los tiempos del porfiriato y que consecuentemente fue eliminada del texto constitucional en reconocimiento del laudo del rey de Italia. Por cierto, antes de continuar, es de recomendar la lectura que sobre esa diferencia realiza Jorge Vargas, desmenuzando y revelando el sentido del fallo arbitral, muy citado y nada conocido. Retomando el hilo, durante el Congreso Constituyente de 1916-1917, advierte el autor, existieron diez menciones a otras islas que sin embargo no alcanzaron la consagración constitucional. Prevalecía pues un conocimiento acaso intuitivo sobre las islas pero nuevamente el Constituyente estuvo presionado por las urgencias normativas referentes al régimen de la propiedad agraria, el ejido y la propiedad original de la nación sobre tierras, aguas y su subsuelo, así como por la regulación de los derechos obreros.
Jorge Vargas aplica riguroso el bisturí del análisis a los artículos 42 y 48 constitucionales. Devela las contradicciones que han surgido sobre la jurisdicción de las islas entre la Federación y las entidades federativas. Rescata dos tesis de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que dilucidan la preminencia de la Federación en los casos tratados. Estudia las atribuciones de la Secretaría de Gobernación sobre el territorio insular conforme a la Ley Federal de la Administración Pública, así como las Constituciones estatales de Baja California, Baja California Sur, Campeche, Sonora, Quintana Roo y Nayarit que reivindican bajo su autoridad las islas adyacentes. Es sin duda una incursión detallada y erudita sobre las numerosas aristas legales que guarda el tema.
No son éstos, por supuesto, los únicos temas de su libro, se anotan con el dedo índice como muestra e invitación al lector para que directamente lo recorra y se beneficie de toda su amplitud relacionada con un patrimonio invaluable de México, durmiente todavía. No sobra abundar sobre lo obvio: la obra cuenta con un respaldo bibliográfico impresionante acompañado de anexos con los instrumentos legislativos objeto de estudio en español e inglés. Qué importante sería contar en el idioma español con una traducción de la obra.