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Vol. 48. Núm. 143.
Páginas 853-857 (mayo - agosto 2015)
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Alfonso Herrera García**
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Hace un buen tiempo que en la doctrina jurídica de ambos lados del Atlántico ha evolucionado una tendencia favorable a la concepción de los derechos económicos, sociales y culturales como derechos en un sentido pleno, que los instale como genuinos derechos exigibles ante los tribunales. En este libro, dos juristas de reconocido prestigio escriben acerca de esta problemática, central para el constitucionalismo y también para el orden internacional de los derechos humanos de nuestro tiempo.

En este texto conjunto, Víctor Bazán y Luis Jimena Quesada desarrollan el estado de la cuestión, latinoamericano y europeo, en esta materia. El resultado de esta aproximación dual es una obra que tiene por estimable cualidad ofrecer una síntesis muy completa en insumos teóricos y prácticos, así como en información acerca de los estándares jurisprudenciales existentes en ambas regiones. Al mismo tiempo, esta metodología es propicia para poner de relieve las diversas complejidades que, al día de hoy, aquejan a la exigibilidad de estos derechos en el orden público común euro-latinoamericano.

El libro se divide en dos partes. En la primera, Víctor Bazán, además de suministrar aportes teóricos alrededor del tema, aborda los derechos sociales desde la perspectiva del derecho interno de varios países de América Latina, así como del sistema interamericano. En la segunda, Luis Jimena se ocupa de analizar estos derechos a la luz de la jurisprudencia europea, en particular, del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y el Comité Europeo de Derechos Sociales, por un lado, y del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, por el otro.

Tras la lectura del libro, puede confirmarse que la tesis a favor de la exigibilidad judicial de los derechos sociales puede partir, cuando menos, de una triple idea básica. La primera es asumir que la idea contraria a dicha exigibilidad es una posición subyacente a una estricta —y acaso superada— concepción liberal-individualista del derecho. La segunda es la necesidad dogmática de reconstruir el concepto de derechos sociales a partir de su equiparación con los derechos individuales (civiles y políticos). La tercera consiste en la necesidad de desarticular arraigados obstáculos teóricos y prácticos, que han socavado la legitimidad de exigir el cumplimiento efectivo de estos derechos ante los jueces.

Los autores defienden la posición favorable a la homologación y complementariedad entre los derechos civiles y los sociales. Si convenimos en sostener que ambos grupos integran la categoría unívoca de los “dere-chos humanos”, la consecuencia que de ello se desprende es su indiscutida unidad conceptual, su indivisibilidad, y la consecuente integralidad de su protección.

En este sentido, como sostiene Bazán, la doctrina sobre las “genera-ciones de derechos” —uno de cuyos fundamentos es, por cierto, la división entre los derechos— ha implicado una dificultad para la evolución del derecho internacional de los derechos humanos en esta materia, desde una perspectiva fáctica, lo que obliga, de acuerdo con nuestro autor, a su replanteamiento histórico-jurídico.

Por otro lado, si ambos grupos de derechos comparten una misma fuente normativa (por ejemplo, en el derecho interno, la Constitución) y, por tanto, la fuerza jurídica que le es propia, tampoco cabe entender desde esta óptica la exclusión de los derechos sociales como genuino objeto de protección ante la judicatura.

Del mismo modo, no resulta razonable distinguir los derechos en función de la supuesta diferenciación de las obligaciones atribuibles a los poderes públicos. Las obligaciones positivas (de “hacer”) y negativas (de “no hacer”) son predicables de ambos. Los dos grupos de derechos exigen obligaciones positivas porque implican la necesaria acción del Estado para su satisfacción. Por ejemplo, ambos suponen la inversión de recursos económicos para su realización efectiva, así como la motorización del legislador para su regulación, o de la administración para su debida reglamentación.

En torno a la protección de los derechos sociales por los jueces, me interesa incidir en dos aspectos del debate en los que también se involucran las reflexiones de nuestros autores. El primero es el supuesto obstáculo que a la justiciabilidad de estos derechos implica la falta de configuración de mecanismos procesales para su tutela específica. El segundo es, desde un punto de vista más general, el papel que puede y debe jugar el Poder Judicial —entendido lato sensu—, frente a la omisión o deficiencia en el cumplimiento de estos derechos, por parte de los poderes políticos. Me referiré de manera integral a las dos cuestiones.

El distinto nivel de las garantías procesales que ofrezca un ordenamiento jurídico para unos y otros derechos, no autoriza a desbancar la fundamentalidad de los derechos sociales. El solo hecho de carecer en el orden positivo de vías procesales específicas para conseguir la tutela de estos derechos ante los tribunales, en todo caso es un problema de carácter adjetivo, que no hace desaparecer su carácter sustantivo. Así, la inexistencia de tales mecanismos ad hoc, además de que no impide que otros instrumentos procesal-constitucionales existentes pudieran servir de conducto para buscar su tutela, no obstaculiza, desde luego, que el legislador se empeñe en su creación legislativa.

Bazán atribuye en esta materia a los tribunales las siguientes funciones: interpretar y aplicar la normativa emitida por los órganos competentes, “salvar” las omisiones inconstitucionales e inconvencionales en que éstos incurran, supervisar la progresividad sustentable de esos derechos, y procurar enervar los intentos injustificados de regresividad al respecto.

Asimismo, para nuestro autor, la actuación de los tribunales en estos aspectos produce un efecto directo y otro indirecto. El primero se produce al dirimir y resolver los casos concretos en los que entren en juego estos derechos. El segundo se manifiesta con una consistente línea jurisprudencial, en la medida en que se trata de un valioso instrumento para incidir en la formación o rencauzamiento de políticas públicas en materia social.

Pues bien, a mi modo de ver, el terreno de la justiciablidad de los derechos sociales debiera hoy caracterizarse por admitir un control judicial como regla de principio. Luego, en ese control se encontraría un sector excepcional, tendencialmente restringido, en el cual tal control presentaría dificultades de despliegue, pero no por la distinta “naturaleza” de los derechos sociales, sino por razones estrictamente estructurales del sistema constitucional. En este escenario de excepción se ubicarían determinados casos “límite”, en razón de principios infranqueables, inherentes al ejercicio prudencial de la jurisdicción.

En esta línea me parece que puede también situarse a nuestros autores cuando apuntan que la justicia constitucional debe actuar “impregnada de un dinamismo prudente y razonable para elaborar patrones jurisprudenciales que, sin ser desmesurados ni irresponsablemente atentatorios del equilibrio financiero estatal, aporten decididamente a la vigencia efectiva de aquellos derechos”.

En estas perspectivas, me interesa destacar como ejemplo de un caso “límite”, una omisión legal absoluta de cara a las obligaciones del Estado, en relación con la configuración de estos derechos. En este escenario, resulta altamente difícil promover su cumplimiento directo e inmediato desde la plataforma de un tribunal, a través del conocimiento de un litigio concreto. Pero hay que aclarar inmediatamente que esto no significa que los tribunales deban abdicar de su papel de rectoría jurisprudencial de los derechos sociales, como bien apuntan nuestros autores.

En efecto, si bien es cierto que, desde un punto de vista estructural, el Poder Judicial resulta ser el menos idóneo para diseñar política pública mediante la resolución de un litigio, a través de una sentencia que pretendiera establecer una regulación omitida por el Poder Legislativo o una reglamentación descartada por el Poder Ejecutivo, ello no debe llevar a descartar ni el enjuiciamiento de la situación constitucionalmente anómala, ni la exploración de posibilidades resarcitorias en el caso concreto.

En casos concretos, la función democrática de un tribunal, especialmente los de jurisdicción terminal, se cumple con la determinación de la inconstitucionalidad de las omisiones, con efectos inmediatos en el litigio particular, y con efectos mediatos a través de la producción pretoriana de estándares protectivos. Estos estándares, indefectiblemente irradiarán más allá de ese caso, en abono de una línea jurisprudencial hacia el futuro.

Así, la falta de cumplimiento por los poderes políticos de las obligaciones que les conciernen, sancionada en sede judicial, no sólo tendría efectos entre las partes de la controversia, sino que conllevaría una responsabilidad erga omnes para tales poderes. De esta manera, una resolución judicial que decrete la actuación omisiva o morosa de estos poderes, seguida por otras que apliquen el mismo precedente, coadyuvaría al aseguramiento paulatino de estos derechos para la sociedad entera.

Otra es la problemática de un alto tribunal con la competencia para efectuar un control abstracto de normas, que advierta las carencias de una ley llamada a satisfacer derechos sociales, o la ausencia absoluta de ella. En estos casos, el enjuiciamiento también padece limitantes estructurales, pero no impide la construcción de directrices jurisdiccionales, así como exhortaciones de activación al órgano legislativo.

En esta línea de consideraciones, nada impide que las sentencias que ejercen control judicial sobre derechos sociales se constituyan en verdaderos vehículos para canalizar hacia los poderes políticos las necesidades de la agenda pública. La jurisdicción, en especial la constitucional, puede constituirse en un poderoso instrumento para motorizar el diseño de políticas públicas. Éste es un paso que cabe dar si se toma en serio el Estado democrático y social de derecho, al que —al menos desde la perspectiva del orden positivo— se adscriben la gran mayoría de los órdenes constitucionales, tanto europeos como latinoamericanos, en la actualidad.

Las anteriores son sólo algunas de las reflexiones a las que invita la lectura de este sugerente libro, el cual básicamente nos enseña que, en efecto, hoy resulta inconcebible la indiferencia de un tribunal ante el incumplimiento de derechos sociales, constitucional o internacionalmente consagrados. Así, la obra abona al camino que conduzca a la normalidad una situación en la que, frente a la vulneración de un derecho económico, social o cultural, recaiga algún tipo de consecuencia jurídica, tal como ocurre de cara a la vulneración de un derecho individual. En definitiva, esta concepción es la única adecuada tanto a la función propia de la jurisdicción constitucional, como al concepto de los derechos humanos en el contexto del Estado democrático, social e internacionalista de derecho.

Doctor en derecho constitucional por la Universidad Complutense de Madrid. Profesor de posgrado de la Universidad Panamericana, campus Ciudad de México. Twitter: jAlfonsoHerrera

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