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Boletín Mexicano de Derecho Comparado
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Vol. 49. Núm. 146.
Páginas 421-426 (enero 2015)
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Sergio García Ramírez
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La gran Universidad mexicana tiene muchas historias que contar, y suele hacerlo con frecuencia y emoción: tanto de la prologada etapa en que su antecesora, la Real y Pontificia, dominó el paisaje universitario y urbano de la capital, como en la era —que es la nuestra— que inició Justo Sierra en 1910, bajo la mirada del presidente Díaz, con un soberbio discurso inaugural, que hoy mismo se puede —y se debe— consultar con provecho, en tanto definió la naturaleza y el horizonte de la institución que abría la puerta a un fecundo porvenir.

Llegarían, por supuesto, otras horas en el torrente de la vida universitaria. Y de todas ellas existe constancia puntual y documentada. La propia Universidad Nacional cuenta con un cronista oficial —cargo que ocupó inicialmente, con notable mérito, doña Clementina Díez y de Ovando— y con un Instituto destinado a investigar vida y obra, presente y destino de la UNAM y de la educación superior. De ese Instituto proviene una nutrida bibliohemerografía, que crece sin cesar.

Esto que ocurre con la Universidad en pleno, acontece también con las casas de formación y cultura cuyo conjunto integra la UNAM. Varias de ellas fueron, en otro tiempo, planteles independientes, que velaron armas desde el siglo XIX, a partir de la supresión de la Universidad —supresión que fue producto de los avatares de nuestra inquieta historia nacional— y hasta el momento en que la lucidez de don Justo logró los acuerdos necesarios para que aquéllos se congregaran, juiciosa y armoniosamente, en la Universidad Nacional. De esta manera, diversas escuelas nacionales formaron el haz fundador en 1910, cada una con su historia, sus tradiciones, sus leyendas, sus pretensiones y sus distinguidos personajes: derecho, medicina, ingeniería, artes, y varias más.

En este momento, y para los fines de esta nota, interesa la alusión a la Escuela Nacional de Jurisprudencia, que se hallaba en el mismo edificio que ocupó hasta el advenimiento de la magnífica Ciudad Universitaria, y que también fue inaugurado durante la presidencia, ya agónica, de Porfirio Díaz, y con su concurrencia a la ceremonia en que pronunció un discurso ilusionado el director de la Escuela, notable “científico” de aquella era: Pablo Macedo.

Corrieron los años y la Escuela Nacional se convirtió en Facultad de Derecho, con la unción de doctores ex officio, la formulación de un plan de estudios del posgrado, laboriosamente preparado, y la designación de los primeros catedráticos que impartirían lecciones a los entusiastas aspirantes al doctorado. Ese progreso de la enseñanza del derecho, que también incidió en la investigación, aconteció bajo la dirección del ilustre procesalista José Castillo Larrañaga. Fueron varios los participantes, en proyectos y trabajos sucesivos, individuales o colegiados, en la creación del doctorado. Sin mengua de cuantos intervinieron en esta labor excelente, mencionaré a uno, cuyo talento y desvelo contribuyeron a la implantación del postgrado: Niceto Alcalá-Zamora. En un espacio de la vieja Escuela de Jurisprudencia se instaló, en 1940, el Instituto de Derecho Comparado, que luego sería de Investigaciones Jurídicas, otro eslabón de la enorme tarea de la UNAM en la formación de juristas.

En 1954 quedó en pie la Ciudad Universitaria, cuya construcción, dispuesta por el presidente Miguel Alemán, y alentada por el rector en turno, Luis Garrido —jurista prestigiado, penalista que presidió la Academia Mexicana de Ciencias Penales—, tomó algunos años, y los sigue tomando, porque no ha cesado la instalación de escuelas, facultades, institutos, centros de investigación y diversas dependencias en el extenso predio del sur de la ciudad de México, seleccionado y dotado con plausible previsión. En aquel año llegó a la Ciudad Universitario la primera legión de estudiantes de derecho, procedentes del barrio universitario. En 1955 acudió la segunda generación, que menciono específicamente —con el permiso del lector—, porque a ella pertenece, con orgullo y cierta nostalgia, el autor de esta nota bibliográfica sobre una obra que merece la más cálida bienvenida, y que será consultada —lo está siendo— con provecho.

Dije que han aparecido muchas crónicas, historias, leyendas y reseñas en torno a nuestras escuelas y facultades universitarias. Desde luego, la Facultad de Derecho —que también cuenta con la institución del cronis-ta— no es excepción a esta regla. No es posible mencionar aquí todas las obras que figuran en este cúmulo de noticias destacadas: las hay de corte histórico general, de celebración de la presencia de maestros distinguidos o de grupos docentes —como los profesores españoles del exilio, sabios y generosos—, de presentación de las instalaciones y las galas plásticas que éstas alojan, y así sucesivamente. También ahora mencionaré un libro muy apreciable que da cuenta de las andanzas de la Facultad: la Historia de ésta, debida a la pluma de un ilustre catedrático, profundo conocedor del derecho agrario y sociólogo —fue, por muchos años, director del Instituto de Investigaciones Sociales—: don Lucio Mendieta y Núñez.

La Antología de académicos de la Facultad de Derecho, a la que ahora me referiré, apareció en 2014. Es obra de Ángel Gilberto Adame López, catedrático de la Facultad de Derecho, egresado de ésta y además notario público: puede dar fe, por lo tanto, de la muy amplia y valiosa información que contiene su libro. En la preparación de éste participaron, según menciona el propio doctor Adame, varios colaboradores: Emmanuel Mendoza Larios, Magali López Cárdenas Civeira, Nancy Montes de Oca de la Luz, Julio Martínez Valdés y Asoard Santiago Gutiérrez. Corresponde felicitar a todos ellos, bien dirigidos por el distinguido catedrático, y además agradecerles por llevarnos de la mano hacia el pasado distante, que no vivimos, y al menos remoto que sí conocimos —o, al menos, que los hombres de mi generación pudimos conocer—. Los más jóvenes se encontrarán o reencontrarán, espiritualmente, a través de los hombres y los sucesos que han poblado nuestra Facultad.

Las fuentes utilizadas para la preparación de esta obra son numerosas, diversas y pertinentes: desde las obras formales hasta las anécdotas, explorando los recuerdos de personas presentes y las crónicas legadas por protagonistas del pretérito. Con ello se honra la lección de Ortega y Gasset en la Meditación del Quijote: explorar la circunstancia para fijar la identidad. Si el orden de aparición de los académicos no fuera alfabético, como lo es, sino cronológico, el lector podría manejar esta antología como una guía histórica de México a través de dos siglos. Seguiría, con ella, la marcha de la República a través de los pasos de sus juristas, oriundos de la Facultad de Derecho o de su antecesora.

En la relación de juristas hay notables personajes del siglo XIX y del alba del XX, que estuvieron presentes en el ocaso del antiguo derecho y el alumbramiento del nuevo a través de una enérgica dinámica constitucional y secundaria. Los creadores y aplicadores del derecho han sido también creadores del Estado mexicano —de ayer y de hoy; seguramente de mañana—, y dan testimonio, con su vida y su trabajo, de la variedad de caminos que pueden tomar los universitarios formados en el estudio de nuestra disciplina: abogados postulantes, juzgadores, asesores, agentes del Ministerio Público; pero también cultivadores de las letras, la política, la filosofía, el periodismo, la diplomacia, los negocios. Todos ellos tienen un mismo origen: la Facultad de Derecho, origen que también tienen, por cierto, otros planteles universitarios, alumbrados en aquélla: la Facultad de Economía, la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, la Escuela de Trabajo Social.

A partir de la consulta de la obra de Adame López es posible identificar, siempre con ciertas licencias y omisiones, que el lector disculpará, grupos de egresados de la Facultad o de la Escuela de Jurisprudencia que figuran en la galería que esta obra pone a nuestra consideración. Así, distinguimos a hombres de el Ateneo de la Juventud: Antonio Caso y José Vasconcelos; a integrantes de la famosa Generación de 1915, los llamados “Siete Sabios”: Manuel Gómez Morín, Vicente Lombardo Toledano, Teófilo Olea y Leyva y Antonio Castro Leal; a numerosos maestros del exilio español, de los que da cuenta una merecida placa de gratitud colocada en el anexo de la Facultad (la “Escuelita”); a juristas del pasado distante: Joaquín Casasús, Ricardo Couto, José María del Castillo Velasco, Antonio Díaz Soto y Gama, Joaquín Eguía Lis —primer rector de la Universidad refundada por Sierra—, Miguel y Pablo Macedo, Jacinto Pallares —a quien Porfirio Díaz reconoció como “primer abogado de la República y muy grosero”— y a Narciso Bassols —antiguo director de la Escuela Nacional—.

De una etapa más reciente, el libro que debemos a Ángel Gilberto Adame López ofrece las reseñas de Mariano y Salvador Azuela —“soco-rridos” por epigramas del ingenioso amigo Francisco Liguori—, Manuel Borja Soriano, los penalistas Luis Chico Goerne —rector—, José Ángel Ceniceros, Raúl Carrancá y Trujillo, Francisco González de la Vega y Javier Piña y Palacios. Además: Eduardo García Máynez, Eduardo Pallares, Jesús Reyes Heroles —sabio estudioso del liberalismo mexicano y participante estelar en la reforma política iniciada por el presidente López Portillo—, Felipe Tena Ramírez, Antonio Carrillo Flores y Andrés Serra Rojas —cultivadores eminentes del derecho administrativo—, Juan Pérez Abreu y Mario de la Cueva —rector, maestro de generaciones, constitucionalista y laboralista—.

En el elenco recogido en esta obra, tan nutrida y aleccionadora, se hallan personajes que nos dejaron hace muchos años o sólo algunos. Todos imprimieron su huella en el desarrollo de nuestra profesión y de nuestra Facultad, y en nosotros mismos, directa o indirectamente. Por ello —y seguramente por otras razones, buenas razones— merecen hallarse reunidos idealmente gracias a la convocatoria que les formuló el autor de la antología. Les reconoce vigencia, los rescata para la vida y los somete al escrutinio del que nacerán la gratitud y el afecto, del “mundo de estudian-tes” que forman el primer círculo natural de destinatarios de esta obra. Espero que don Ángel Gilberto Adame me permita agregar a las referencias contenidas en su propio trabajo, por la vía de esta nota, algunas líneas de un texto mío, publicado hace varios años, en el que también expreso mi recuerdo —y mi agradecimiento— a profesores de la Facultad en la que cursé la carrera de derecho. Al incluir estas líneas también reitero mi aprecio hacia la intención y la materialización de ésta en la antología que ahora comento. Escribí entonces:

Recordaré a Eduardo García Máynez, imponente y lejano, todo rigor y sapiencia, autor del libro más socorrido, con el que dimos los primeros pasos en el oscuro laberinto; a Roberto Cossío y Cossío —al que llamábamos, irreverentes, “El charro”—, severo examinador, que calificaba a Dios con diez y a los demás con seis; a Hugo Rangel Couto, conductor de nuestra ignorancia a través de las doctrinas económicas; a Juan Pérez Abreu de la Torre, pensador inquietante y original, que permitía a sus alumnos optar entre examinarse con base en su curso o en la Sociología genética y sistemática de Antonio Caso; a Óscar Morineau, el iconoclasta brillante, buen tratadista y excelente abogado; a Luis Armas Farías —otro destinatario de nuestra ocurrencia. “Paco el elegante”, por el bastón, el sombrero, el clavel en el ojal—, que hablaba de cosas tales como el Corpus Juris y las Institutas; a Raúl Carrancá y Trujillo, que comenzaba el curso florido con una invocación de la Venus de Willendorf; a Mario de la Cueva, famoso y celebrado, universitario de pura cepa, que dirigió la Facultad y rigió la Universidad.

Y a Eduardo Pallares, hijo de don Jacinto, tan apreciable como su padre, procesalista, filósofo y melómano; a Antonio de Ibarrola, puntual y laborioso, que recogió en su obra civilista la relación de sus alumnos y la gratitud al Señor; a Celestino Porte Petit, terror de los estudiantes, erudito magistrado y animador permanente del Seminario al que dio lustre y biblioteca; a Roberto Mantilla Molina, mercantilista, director de la Facultad cuando ingresamos a ella, poco antes de que estallara una huelga larga; a Ignacio Burgoa, maestro de los maestros de amparo; a Manuel Pedroso, pozo de ciencia, alegrado por un permanente corrillo de alumnas; a Jorge Sánchez Cordero, enterado profesor de contratos, paciente y prudente notario de elecciones tumultuosas; a César Sepúlveda, erguido, elegante, inasible, que condujo la Facultad con firmeza y excelencia; a Luis Recaséns Siches, expositor elocuente, sociólogo y filósofo; a Alfonso Quiroz Cuarón, que formó, con generoso magisterio, una legión de discípulos; a Guillermo Floris Margadant, historiador y políglota; a Niceto Alcalá-Zamora, procesalista completo y maestro diligente; a Emilio O. Rabasa, uno de los más jóvenes, teórico del Estado y secretario del Doctorado emergente; a Héctor Fix-Zamudio, de quien hemos celebrado una fecunda vida de luminoso magisterio.

Al dar cuenta de tan distinguidos juristas —y de otros más, muchos más, cuyos nombres no he citado ahora, dado el espacio reducido que corresponde a una nota bibliográfica—, el autor de esta antología ha prestado un enorme servicio de la Facultad, a la Universidad, al mejor conocimiento público de una magnífica profesión —en las andanzas de quienes la han ejercido— y a la comprensión de México. En efecto, no sólo hay aquí una guía histórica; también se desprende de ella una lección de mexicanismo.

El mexicanismo ha caracterizado a los académicos de la Facultad de Derecho y a esta misma desde años muy distantes. Así se da testimonio del acierto de don Justo Sierra al pretender —como dijo en su celebrado discurso de 1910— mexicanizar la ciencia y nacionalizar el saber, y rechazar enfáticamente que la Universidad naciente constituyera una patria ideal de almas sin patria, que es un riesgo perenne. Diré que el mexicanismo de buena cepa ha sido una de las mejores enseñanzas que adquirimos en la Facultad de Derecho: una Facultad que se ufana de su raíz —es decir, que no abandona la cruz de su parroquia— y al mismo tiempo abre sus puertas al mundo que nos circunda y se beneficia con él. Concilia, en suma, su particularidad con su universalidad.

Añadiré que es satisfactorio el reconocimiento que hace el prologuista de esta obra, exrector Juan Ramón de la Fuente, porque proviene de un calificado observador externo, que no habla de sí mismo y de sus propios colegas, en sentido estricto, sino formula juicios desde un observatorio imparcial, sin dejarse llevar por la emoción de quienes comparten nuestra casa y nuestra familia profesional.

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