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Vol. 49. Núm. 146.
Páginas 427-432 (enero 2015)
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Sergio García Ramírez
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Las profesiones y su ejercicio —así las antiguas como las de reciente aparición en la escena— han sido materia de abundante reflexión, sea para analizar sus características y desempeño, sea para ejercer la crítica sobre sus practicantes y aportar sugerencias en torno a la formación de los profesionales y a la función que debieran cumplir en las cambiantes circunstancias en que se desenvuelven. Este es el caso, obviamente, de la profesión del abogado, o, más ampliamente —para los fines de esta nota—, de las profesiones jurídicas, que comprenden un amplio número de dedicaciones más o menos vinculadas con la aplicación del derecho en distintos espacios: sobre todo, procuración y administración de justicia. Por supuesto, muchos titulados en las escuelas de jurisprudencia optan por declinar los códigos y hacer mejores armas en las letras, la política, el periodismo, la industria y el comercio o la diplomacia.

Periódicamente se renueva el interés en examinar la formación y el desenvolvimiento de los abogados en México, así como la presencia de las agrupaciones, barras, colegios o academias que éstos crean para su representación, desarrollo profesional o gestión social y política. Hoy día se han replanteado antiguas inquietudes, nunca satisfechas plenamente, en las que se alojan diversas posiciones, que reclaman la reconsideración de ciertos extremos en el régimen jurídico del ejercicio profesional, vinculadas con la calidad de la profesión y con el marco ético en el que debe encauzarse su desempeño, siempre sujeto al más severo escrutinio y al juicio riguroso de la opinión pública: no sobra recordar lo mucho y muy grave que encierra la famosa “maldición gitana”: “entre abogados te veas”.

El interés por mejorar en serio la formación y práctica de los profesionales del derecho se ha visto acentuado por una serie de disposiciones, constitucionales y legales, que cargan el acento en esta materia. Es así en lo que respecta a las condiciones que es preciso satisfacer para la asunción de determinados cargos públicos en la impartición de justicia: más allá de los requisitos de nacionalidad, edad o posesión del título profesional, las exigencias de probidad y buena fama que deben caracterizar al juzgador. En cuanto a los abogados, en la misma línea de preocupaciones se inscriben las normas constitucionales, de reciente cuño, sobre defensa de calidad y apoyo a la defensoría pública —vincu-lada a las disposiciones acerca del acceso a la justicia, bajo el artículo 17 constitucional—, y en torno a la defensa adecuada que se pretende en favor de los inculpados ante la justicia —conforme al artículo 20 de la ley suprema—, que también se debe reclamar del asesor instituido por mandato constitucional en beneficio de la víctima del delito.

Últimamente se ha denunciado con creciente frecuencia la proliferación de planteles de “formación” de abogados, que ofrecen a sus futuros estudiantes cursos rápidos y sencillos para la pronta obtención del título que los “habilita” para ejercer esa profesión. La vox populi denomina a estos planteles como “escuelas patito”, o peor todavía —cuando la pretensión del plantel no se detiene en las fronteras de aquella profesión—, “universidades patito”. Evidentemente, la plaga que constituyen tales escuelas, fundadas y sostenidas al vapor, debiera merecer la atención cuidadosa y enérgica de las autoridades públicas y académicas que con extrema liberalidad les otorgan una suerte de patente de corso al través de los mecanismos de incorporación y reconocimiento. Esto atañe tanto a las universidades públicas como a las autoridades educativas, federales y locales, que han incurrido en extrema benevolencia y dañado la excelencia profesional y las justas expectativas sociales de contar con un buen servicio de profesionales competentes y honorables.

Es costumbre o norma que los profesionales se asocien en colegios para acreditar su idoneidad como practicantes de la profesión correspondiente, y lo es que esos colegios cuiden, a través de diversos mecanismos de preparación y supervisión, el desempeño ético de sus integrantes. Se trata de atender una importante responsabilidad frente a la profesión misma, a la sociedad, e incluso al Estado. En México hay diversas corrientes de opinión con respecto a la colegiación profesional en general, y a la de abogados en particular. En estos años ha renacido el empeño favorable a la colegiación obligatoria, cuya implantación requeriría de una reforma constitucional, que muchos profesionales y algunas instituciones han solicitado. Entre éstas figura el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, que ha expuesto su parecer a los órganos competentes del Ejecutivo y del Legislativo federales.

No debo ir más lejos en el tratamiento de estas cuestiones, a las que dediqué algunas líneas como introito —que me permitirá el lector— al breve comentario que ahora emprendo sobre una obra en torno a los abogados, pulcramente elaborada por un distinguido universitario que no es jurista de profesión, pero conoce como pocos los laberintos de la práctica profesional del derecho, a la que ha dedicado varios trabajos importantes. Me refiero al libro que debemos al profesor Omar Guerrero, siempre cercano al Instituto de Investigaciones Jurídicas, al que ha servido como calificado asesor, y en cuyo acervo bibliohemerográfico figuran varios títulos suyos.

Guerrero es notable cultivador de la ciencia de la administración pública, que investiga y profesa como académico de la UNAM. Egresado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de esa Universidad Nacional, en la que es profesor de tiempo completo, recibió la prestigiada medalla “Gabino Barreda”. Fue el primer mexicano que obtuvo el doctorado en administración pública en la UNAM. Es investigador, nivel III, del Sistema Nacional de Investigadores del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, y cuenta con múltiples reconocimientos a su desempeño académico. Se le deben varias obras relevantes en el ámbito de su disciplina, entre ellas algunas relacionadas con cuestiones de abogacía y servicio público en el campo de la justicia: La Secretaría de Justicia y el Estado de derecho en México (1995), El funcionario, el diplomático y el juez (1998) y La Ley del Servicio Profesional de Carrera en la Administración Pública Federal. Por supuesto, en su producción son amplia mayoría los trabajos dedicados inmediatamente a temas de la ciencia administrativa, que no menciono en este momento.

En el libro al que me refiero en esta nota, El abogado en el bufete, el foro y la administración pública, Guerrero deja constancia de un hecho bien sabido, que contribuye a explicar su interés por la abogacía y los abogados: éstos “son quienes pueblan y colonizan a la Administración Pública” (pp. 211 y 212). En efecto, la administración ha sido y sigue siendo —aunque cada vez menos— un terreno dominado por los profesionales del derecho, del modo que años atrás fue la Facultad de Derecho la generadora de lo que sería Escuela Nacional de Ciencias Políticas y Sociales —y más tarde Facultad— y, en su momento, de la Escuela Nacional —y después Facul-tad— de Economía.

Me parece interesante —y seguramente lo será para los lectores de Guerrero— la atención que éste ha brindado a los clásicos de su disciplina. Ha explorado con acuciosidad y notable acierto esta vertiente histórica y “genética” de la administración, principalmente a través de la obra de Charles Jean Bonnin. Promovió la traducción y publicación del texto más relevante del tratadista francés, cuya primera edición vio la luz en 1808, y que ha sido publicada en México, gracias al empeño de Guerrero, por el Fondo de Cultura Económica: Principios de administración pública. Asimismo, analiza otro texto descollante del mismo maestro: “De la importancia y necesidad de un código administrativo”. En lo personal, me es grato mencionar esta materia en la atención de Omar Guerrero, porque tuve el privilegio de dar respuesta a su discurso de ingreso al Seminario de Cultura Mexicana, que versó precisamente sobre la persona y la obra de Bonnin.

También incursiona el tratadista Guerrero en el estudio de otros clásicos y contemporáneos, en este caso mexicanos, que conviene destacar como factores del derecho administrativo nacional y promotores, por esta vía, de los estudios en torno a la administración pública. Se refiere a Teodosio Lares, en sus Lecciones de derecho administrativo, de 1852, jurista que se halla en el origen del procedimiento contencioso-administrativo en nuestro país; y menciona a Eduardo Ruiz, en su Curso de derecho constitucional y administrativo, de 1888.

El examen del abogado —o bien, ya lo dije, de los profesionales del derecho, más ampliamente— refleja figuras diversas. Hace las veces de un caleidoscopio que opera en el tiempo y varía al impulso de las circunstancias, confiriendo dinámica y recomponiendo a ese personaje, bajo sus diversas vocaciones: el juzgador, el asesor, el legislador, el catedrático, el investigador, el jurisconsulto, que es la figura más solemne. Es así que se despliega la tipología del hombre de leyes, pariente cercano del hombre de letras y muy distante del hombre de armas. A este respecto, el autor abreva en la enseñanza de otro notable tratadista —personaje del proceso constitucional de Francia—: Louis Marie de Cormenin, Timon, que identifica las especies dentro del género del abogado: civiles, criminales, fiscales, de tribuna.

Omar Guerrero carga el acento donde el buen abogado carga, a su vez, el talento, o eso debiera. Dice que aquél es un rethor. Le atribuye el dominio de la persuasión y la convicción, a través de la voz y de la pluma (pp. 1, 79 y ss.). De ahí —explica— que en la Edad Media española se le llamase “vocero”. En ocasiones—reconozcamos— la voz o las voces son vocerío. Otra expresión que Guerrero recoge: “todo decir, para el abogado, es un contradecir” (p. 10).

En este punto aparece el examen del abogado componedor o conciliador, previsor, avenidor. Esta versión del abogado seguramente contará con la simpatía de quienes consideran que más vale un mal arreglo que un buen pleito, y entre ellos surgirá el aplauso de los panegiristas de la desjudicalización de los conflictos, asunto de moda en México gracias al énfasis que en él pone el llamado “nuevo sistema de justicia penal”, que bajo la bandera de los juicios orales hospeda algo totalmente distinto al juicio: el arreglo, bajo la palanca de la economía de tiempo, de esfuerzo, de instrumentos, que también puede ser economía de justicia.

Guerrero cita de nuevo a Timon: “se haga más con transacciones que con pleitos”. El defensor actual, aclara, es un “juez de paz oficioso, que concilia a las partes con el dinero adelante” (epígrafe, p. VII). Pero esto, vale insistir, representa no poco riesgo para la justicia. Hay que tomarlo en cuenta, con máxima responsabilidad, en el esfuerzo que hoy se está hacienda por renovar el sistema de justicia penal, como dije en el párrafo anterior, que puede naufragar —aunque no en la estadística judicial— si el paradigma de la justicia se sustituye por el paradigma de la economía.

En una parte de su libro, Omar Guerrero aborda el papel del abogado en la construcción del Estado. Aquí hay un interesante despliegue histórico, político y ético. Si la ley es el refugio de la decisión política (la voluntad general), el abogado es su implementador (pp. 75 y ss.). En esta expresión habría que recoger varias vertientes: autor de la ley, ejecutor de sus mandamientos, juzgador, crítico y reconstructor. Es relevante el examen que se hace acerca de la intervención de los abogados en la formación de las instituciones en México, así como en torno a la formación jurídica de los funcionarios públicos (pp. 131 y ss).

Siguiendo el hilo del pensamiento abierto en esta parte de la obra, podríamos observar los pasos de la república —y más aún los pasos de la nación— en el tránsito que cumplió la enseñanza del derecho: de los seminarios y las universidades reales y pontificias a los institutos liberales del siglo XIX —en los que se forjó el jurista liberal y republicano— y luego en las instituciones públicas creadas o recreadas bajo el viento —o los vientos, porque nunca fueron uno solo— de la etapa revolucionaria.

Veamos ahora la voz crítica, el juicio severo de la abogacía por parte del pueblo, al que ya aludí en las primeras líneas de esta nota. Las críticas menudean dentro y fuera de la ciudadela forense. Se ha planteado la exclusión, el repliegue o la desaparición de los abogados. A este respecto, Guerrero ofrece varios datos: Hernán Cortés solicita al emperador no enviar abogados al Nuevo Mundo; será mejor el envío de franciscanos. En Prusia y en España disminuye el número de abogados en el servicio público. La Comuna de París (1871) elimina la carrera judicial (p. 6).

En la crítica de la abogacía se alojan varias expresiones: son muchos los abogados, medran con la desventura, hay demasiadas leyes, los abogados son inadaptables a la arquitectura social moderna, son improductivos y prescindibles, etcétera (pp. 161 y ss.). En todo caso, hay que ponderar el perfil del abogado indispensable, moderno, y del abogado del porvenir: bien preparado —parafraseando a Gabino Barreda, citado por Guerre-ro— para desenvolverse en la fisiología social y no sólo en la patología.

Concluyo con un apunte sobre algunas inquietudes que suscita la obra comentada. Sigue ocurriendo que hay demasiados abogados, como lo definió y por las razones que dijo Piero Calamandrei. En la obra de Guerrero se recuerda que ya resultaba excesivo el número de abogados a finales del siglo XVIII en la ciudad de México: doscientos; para Guadalajara bastaban doce (p. 170). Pero además de ser demasiados, se siguen produciendo con alegre diligencia y notoria incompetencia. Ya señalé que proliferan las escuelas indignas de este nombre y lesivas para la sociedad. Se presenta, a menudo, una formación fraudulenta. Si es así, ¿de qué sirve que la Constitución hable, en reformas sucesivas, de defensa adecuada y defensa de calidad?

Por otra parte, como también se advirtió, la organización profesional es inadecuada. Se quiere —enhorabuena— ir a una colegiación obligatoria, que apoye la calidad profesional y vigile la ética en el desempeño de la profesión. Hay que saludar la iniciativa y proveer las condiciones para que tenga éxito y no nos exponga a una nueva decepción.

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