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Vol. 26. Núm. 1.
Páginas 1-4 (enero - febrero 2019)
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Cuando las batas se transforman en togas: una breve reflexión sobre la necesidad de recuperar la confianza en la relación médico-paciente
When robes become togas: a brief reflection on the need to regain confidence in the doctor-patient relationship
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Federico de Montalvo Jääskeläinen
Profesor propio agregado Universidad Pontificia Comillas (ICADE), Presidente del Comité de Bioética de España, Miembro del International Bioethics Committee (IBC) UNESCO
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El fenómeno de la responsabilidad médica, es decir, del enjuiciamiento por parte del Derecho de la actividad profesional sanitaria no es un fenómeno nuevo; de hecho, las primeras sentencias sobre la materia tienen bastante más de un siglo e incluso la que es cita casi obligada cuando se aborda la materia ha cumplido más de cien años. Así, es un lugar común afirmar que el Derecho Médico como rama del conocimiento jurídico que se encarga de la regulación de la relación médico-paciente se inicia en 1914, con la Sentencia Schloendorff v Society of New York Hospital del Juez Cardozo, sefardí de origen portugués y Juez de la Corte de Nueva York que años después pasaría a integrar la muy prestigiosa Corte Suprema de Estados Unidos. En su decisión viene a establecer que todo acto médico debe ir precedido del consentimiento informado, construyendo de este modo el primer peldaño que obligaría a la Medicina a alejarse del paternalismo que bajo la consigna de “todo para el paciente pero sin el paciente” había dominado la relación entre el médico y aquél.

En todo caso, el fenómeno de la responsabilidad médica realmente toma verdadera relevancia social en las últimas décadas, acompañada en gran parte de la universalización y socialización del derecho a la protección de la salud. Universalizada y socializada la relación, el conflicto entre el médico y el paciente no es algo insólito y ello exige dotar a la relación de unos derechos, deberes y garantías, aprobándose los correspondientes catálogos, en nuestro país, los artículos 10 y 11 de la Ley General de Sanidad de 1986 y, posteriormente, la Ley de autonomía del paciente de 2002. Dentro del acervo de derechos, cobra absoluta relevancia el consentimiento informado (recuérdese que, aunque confusamente nuestro Tribunal Supremo dijera hace unos años que el consentimiento informado es un derecho, realmente se trata de una garantía del derecho a la integridad física, como más acertadamente estableciera el Tribunal Constitucional recientemente).

Este cambio jurídico-deontológico que en la relación médico-paciente supone el enjuiciamiento por los Tribunales de Justicia de la labor de los galenos, tiene como casi todos los fenómenos sociales aspectos positivos y negativos. Entre los positivos podemos destacar la creación de una verdadera de cultura de respeto a la dignidad y libertad del paciente, lo que además permite colocarle en el centro del sistema. Ello puede decirse que democratiza en cierto modo la relación. Este nuevo sistema jurídico que vendrá a regular la relación médico-paciente destaca, pues, por el protagonismo del principio de autonomía. Este se convertirá en la base esencial de la relación de manera que, a partir de entonces, el médico sólo podrá actuar sobre el cuerpo del paciente cuando haya obtenido del mismo la correspondiente autorización, previa información sobre los riesgos del acto médico. El paciente habrá pasado de ser “objeto” de la atención sanitaria a “sujeto” de la atención sanitaria (Meneu, 2002, p. 3)1. Se utilizará ya un nuevo concepto, atención sanitaria centrada en el paciente (Mira, 2011, p. 35)2.

Sin embargo, también pueden apreciarse aspectos claramente negativos, como es el del denominado paradigma de la autonomía de voluntad, en virtud del cual, la vulnerabilidad del que, repentinamente se expone a un diagnóstico clínico, con el impacto emocional que ello conlleva, se olvida. El paciente se convierte en un ser puramente autónomo sobre el que el médico no podrá ya influir beneficientemente, sino tan solo informar de cuáles son las alternativas y, sobre todo, los riesgos del tratamiento. La conversación que antes venía presidida por la confianza e, incluso, por el afecto, la compasión, se convierte ahora en una conversación, científico-técnica, con características similares a las que tienen lugar en las sesiones clínicas. Y el principal protagonista de este modelo no será ya fundamentalmente la palabra, sino el papel, el documento de consentimiento informado.

Algunos de nuestros insignes médicos y a la sazón humanistas, como el Doctor Gregorio Marañón, ya habían manifestado mucho tiempo atrás que el mejor instrumento con el que contaba un médico en su relación con el paciente era un silla, tratando de expresar lo importante que era para el profesional no sentirse deslumbrado por la nueva tecnología sanitaria que ya iniciaba su avance en aquellos años, so pena de olvidar la importancia de la conversación con el paciente, la denominada técnicamente anamnesis o, en palabras de Laín Entralgo, coloquio anamnésico (1985, p. 381) 3. Este coloquio ser diluye en una serie de folios que se convertirán en los protagonistas de la relación, por encima del médico e, incluso, del propio paciente.

La transformación de una relación inicialmente basada en el lenguaje oral a una relación basada en un papel ha afectado muy profundamente la relación médico-paciente por varios motivos:

En primer lugar, el profesional estará más atento a la debida cumplimentación del deber de obtener la prueba escrita de la información y autorización que de conversar con el paciente. El médico deja de hablar con el paciente y coloca entre ambos un documento, lo que deteriora la relación. El médico ya no satisface la principal demanda del paciente que no es otra que conversar.

En segundo lugar, el paciente percibe que la excesiva atención que el médico presta al documento escrito no viene presidida por su interés en garantizar los derechos y valores del paciente, sino por proteger los propios intereses del médico ante el novedoso fenómeno que surge parejo al consentimiento informado, que es el fenómeno de la responsabilidad profesional y su reverso que es la medicina defensiva. Si en algo han coincido los médicos y pacientes en relación a los documentos de consentimiento informado es que ambos consideran que éstos cumplen un fin primordial de salvaguardar al médico del fenómeno de la responsabilidad. Esta tendencia, según apuntan los estudios más recientes, va en aumento (Carrascosa Bernáldez y otros, 2011, p. 258)4.

En tercer lugar, transformado el documento de consentimiento informado en un instrumento esencial para eliminar o, al menos, mitigar el fenómeno de la responsabilidad profesional, el lenguaje contenido en el mismo avanza hacia formas más complejas y técnicas. Si dicho documento ha de permitir que el médico pueda exonerarse de responsabilidad en la medida que el paciente no podrá negar ya que era (o, al menos, debía ser) conocedor de los riesgos del tratamiento, cuanta más información contenga el documento y cuanto más precisa sea técnicamente dicha información mejor cumplirá los fines hacia los que ha evolucionado. Así, sobre el documento caerán multitud de sujetos e instituciones, bioeticistas, sociedades científicas, comités éticos, y, sobre todo, los juristas, jueces y abogados, los cuales ayudarán a conformar un documento que si alguien acabará por no entender bien es su principal protagonista y destinatario, el paciente.

Como apunta acertadamente Pelayo González-Torre en uno de los primeros trabajos en nuestro país que aborda la figura en clave crítica, esta implantación generalizada de los protocolos de consentimiento informado, conforme a lo que parecía exigir la propia Ley General de Sanidad, no implicó, necesariamente, que se estuviera cumpliendo mejor con dicho deber legal. Así, el autor cita un estudio en Reino Unido sobre los protocolos de consentimiento informado, el cual permite concluir que éstos se han convertido en un mero recurso procesal contra las reclamaciones judiciales. Dichos protocolos han evolucionado a remolque de la Jurisprudencia en un intento de exonerar de responsabilidad a los médicos, los enfermeros y los directivos de los centros hospitalarios. Por eso, señala que lo que en realidad está ocurriendo es que los médicos han conseguido domesticar el principio del consentimiento informado. Esta sacralización de los protocolos dio lugar en Estados Unidos a lo que se denominó “modelo puntual de consentimiento informado”, en virtud del cual, lo importante era obtener la firma del paciente, en perjuicio de la satisfacción de su derecho a recibir información (1997, P. 108)5.

Este modelo derivará, como hemos anticipado, en la denominada medicina defensiva. El médico se ve atrapado entre las paredes de la norma y su reacción será la de apreciar que el nuevo instrumento del que se ha dotado la relación, el consentimiento, lejos de ser su enemigo puede verse transformado en el mejor mecanismo para evitar incurrir en responsabilidad, en detrimento de la conversación y a la postre de la confianza.

La organización Jackson Healthcare, autora de uno de los principales estudios sobre la incidencia de la medicina defensiva en Estados Unidos (“A costly defense: physicians sound off on the high price of defensive medicine in the US”, en www.defensivemedicine.org.), ha definido ésta en los siguientes términos: “the practice of ordering medical tests, procedures or consultations of doubtful clinical value in order to protect the prescribing physician from malpractice lawsuits”. Así pues, se considera que el temor al litigio es lo que preside la misma (“Fear of litigation has been cited as the driving force behind defensive medicine”), adoptando, además, dos modalidades de conducta: la de excesiva cautela o precaución y la de evasión (assurance behavior and avoidance behavoir). En el primer caso, el profesional solicita más servicios de los necesarios con el fin de reducir los resultados adversos, disuadir al paciente de reclamar o poder acreditar que actuó de acuerdo con las exigencias de la buena praxis. En el segundo caso, en el que se desarrolla una conducta de evasión, el profesional rechaza llevar a cabo determinados actos de riesgo o participar en ellos por la posibilidad de verse envuelto en el futuro en un litigio de responsabilidad. Ambas conductas tienen un impacto notable en el gasto sanitario, ya que, si bien la primera de las descritas produce un incremento de pruebas y tratamientos sin beneficio terapéutico relevante, la segunda también afecta desde un punto de vista económico porque supone la aplicación de pruebas o tratamientos que con un diagnostico o tratamiento precoz se hubieran evitado o al menos minorado desde la perspectiva del coste.

Otra definición de medicina defensiva sería la dada por la Oficina de Evaluación Tecnológica del Congreso de los Estados Unidos (U.S. Congress Office of Technology Assessment) en un informe de 1994: “when doctors order tests, procedures, or visits, or avoid certain high-risk patients or procedures, primarily (but not solely) because of concern about malpractice liability”.

Son precisamente el excesivo autonomismo y la medicina defensiva los que dan lugar a un vasto corpus jurídico en una profesión que tradicionalmente había carecido de atadura jurídica alguna y los que explican el porqué de los problemas que han aparecido en esta compleja relación entre Medicina y Derecho, entre médico y paciente. La crisis, el deterioro surge cuando el profesional percibe que la comunicación con el paciente no es elemento de unión, sino instrumento de defensa en una relación que empieza a presumirse conflictual. Se da lugar así, como gráficamente nos explica Tauber en sus Confesiones un modelo político-judicial de autonomía del paciente que incrementará la confusión de la experiencia vivida de la enfermedad y a las realidades de la clínica6.

Los trabajos realizados sobre los deseos de los pacientes muestran que los problemas de comunicación de la información sobre la enfermedad y el tratamiento suelen ser la causa más frecuente de su insatisfacción. Muchos trabajos destacan también, entre los aspectos más valorados por los pacientes, el recibir una información clara y comprensible, especialmente sobre el tratamiento y sus efectos, así como que el médico les aclare dudas y les facilite el conocimiento y la comprensión de su problema (Gutiérrez Fernández, 2005, p. 7)7. Y no es que los médicos no informen, antes al contrario, el problema radica en que se informa de aquello que parece interesar al Derecho y no a la Medicina, cuando la relación no es jurídica.

Se ha llegado a apuntar el original argumento de que la verdadera puerta de entrada de muchas de las denominadas medicinas alternativas en una sociedad como la nuestra que precisamente se ha caracterizado por el éxito sin precedentes de la denominada medicina tradicional no es otra que la falta de satisfacción de los deseos de información del paciente. El sentimiento anticientífico que evoluciona en ciertos sectores de la sociedad no sólo es mera expresión de posmodernidad sino también de que en el marco de dichas medicinas alternativas el paciente es tratado como persona (Tauber, 2011, p. 50) 8. A ello coopera notablemente el ya citado modelo político-judicial que preside la relación médico-paciente, modelo que ataca directamente a la clave de bóveda de dicha relación, la confianza. El paciente no aprecia la presencia del diálogo político-judicial en su conversación con el chamán.

Una muestra palmaria de esta evolución la encontramos en un Auto dictado por la Audiencia Provincial de Sevilla de 21 de octubre de 2003 que manifiesta que “el documento en cuestión (protocolo de consentimiento informado) parece redactado como un instrumento no al servicio de la autonomía privada del paciente, sino de la exoneración de responsabilidad del facultativo”.

El imperio de la información escrita y su principal problema, la difícil comprensión de este lenguaje médico escrito, queda patente en los estudios que se han realizado al efecto. Así, se afirma que más del ochenta por ciento de la comunicación en la relación médico-paciente no es verbal (Echenique, 2001, p. 64)9. Y a este respecto, un estudio realizado en varios hospitales sobre la comprensión del lenguaje médico por parte de la población general ha puesto de manifiesto que la legibilidad de los informes clínicos de alta hospitalaria y de distintos documentos sanitarios excede la capacidad de lectura de la mayoría de pacientes, sobrepasando la alfabetización en salud de la población. La dificultad en la comprensión por parte de los usuarios puede residir tanto en la modalidad de estilo de redacción de los informes sanitarios, como en la utilización de términos y vocablos técnicos, denominados como palabras blindadas de la jerga científico-médica que, naturalmente, resultan incomprensibles para la mayoría de la gente (Gutiérrez Fernández, 2005, p. 8; y Narín Gámez y otros, 2006, pp. 245 a 248)10. En el estudio se analizaron ciento sesenta y seis informes, siendo el índice de legibilidad muy inferior al recomendado. Se destacó que una insuficiente comprensión del informe clínico de alta puede tener consecuencias relevantes, pudiendo suponer un aumento de los costes asistenciales y un escaso cumplimiento terapéutico. Se concluyó que la legibilidad de los informes de alta excede la capacidad de lectura de la mayoría de los pacientes y que estilo narrativo es más comprensible que el descriptivo.

Otros estudios indican que la percepción que tienen los médicos acerca de si sus pacientes han entendido sus explicaciones e indicaciones no se corresponde con la realidad. En un estudio llevado a cabo en la Facultad de Medicina de la Universidad de Kansas se concluye que mientras que un ochenta y nuevo por ciento de los médicos consultados consideraban que los pacientes habían entendido sus explicaciones sobre los efectos adversos de los medicamentos que prescribían, sólo un cincuenta y cinco por ciento realmente lo había comprendido (Rogers, 1999) 11.

Estas dificultades en la comprensión por parte del paciente del lenguaje médico escrito se acrecientan en los últimos años con el uso indiscriminado de términos foráneos (fundamentalmente, procedentes de la lengua inglesa) y su traducción literal a la lengua castellana. Como destaca Campos, en el ámbito de la salud, la incorporación de términos en inglés –lengua en la que se expresan muchos de los nuevos conceptos y términos con los que actualmente se ensancha el conocimiento médico– crea un problema mucho más grave que en el resto de los ámbitos del saber. Y ello se debe a que el traslado de estos términos a la historia clínica, al diálogo con el enfermo y a los medios de comunicación es prácticamente inmediato (2001, p. 2)12.

Así pues, el documento de consentimiento adopta la forma del lenguaje de la precaución, del temor a la demanda, de la desconfianza, es decir, de la medicina defensiva. Y no es el que lenguaje del médico que se expresa en dicho documento no sea ya técnico y complejo, sino, peor aún, no genera confianza.

Jovell, quien desgraciadamente nos dejó demasiado pronto y a quien mucho debemos por su lucha en mejorar la relación médico-paciente, conectaba, siguiendo al filósofo Bernard Williams, la confianza con la verdad, de manera que aquella viene definida en torno a algo que se espera que sea cierto (2007, pp. 41 y 42)13. Sin embargo, como el propio Jovell apuntaba, la confianza que el paciente deposita en el médico es algo más compleja, ya que no sólo se fundamenta en la esperanza de verdad, sino, además, en la esperanza de la curación. Hay un componente emocional en la confianza del paciente que deriva tanto de la situación de vulnerabilidad en la que le sitúa la enfermedad como de la superioridad que muestra el profesional por poseer unos conocimientos de los que carece el paciente (2007, pp. 46 y 47)14. Se trata de una confianza más emocional que racional lo que ha de incidir necesariamente en el lenguaje. La confianza racional puede producirse a partir de un lenguaje más técnico porque la relación será necesariamente, sino simétrica, bastante horizontal. El que aspira a desarrollar un sentimiento de confianza espera del comunicador un lenguaje que muestre un conocimiento de la materia sobre la que versa el diálogo. Sin embargo, cuando el receptor de la información pretende promover una confianza emocional necesita no sólo convencerse de que el comunicar es un experto en la materia concreta de que se trate, sino además que le entiende y se coloca en su situación. Más aún, en tal escenario de la confianza emocional, el comunicador no sólo ha de saber transmitir confianza, sino algo más complejo, promover la confianza del otro en sí mismo. El médico a través de la conversación con el paciente ha de transmitir al paciente confianza en su profesionalidad, ha de saber situarse en la posición del propio paciente y ha de promover que el paciente confíe en sí mismo como elemento esencial para superar la enfermedad.

Además, tampoco debemos olvidar que el lenguaje en la relación médico-paciente tiene incidencia en el propio desarrollo y evolución de la enfermedad y en las posibilidades de curación (Domínguez Nogueira y otros, p. 2005, p. 37) 15. En palabras de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos, “la comunicación es una herramienta terapéutica esencial que da acceso al principio de autonomía, al consentimiento informado, a la confianza mutua, a la seguridad y a la información que el enfermo necesita para ser ayudado y ayudarse a sí mismo. También permite la imprescindible coordinación entre el equipo cuidador, la familia y el paciente. Una buena comunicación en el equipo sanitario reduce ostensiblemente el estrés generado en la actividad diaria. Una familia con accesibilidad fácil a la información de lo que está sucediendo es más eficaz con el enfermo y crea menos problemas” (Moreno, 2005, p. 80)16.

El efecto terapéutico de una buena comunicación con el médico no sólo alcanza al propio paciente, sino también a su entorno familiar. Existen ya estudios que, utilizando una metodología científica, establecen una relación entre el estrés postraumático sufrido por los familiares de los pacientes fallecidos en unidades de cuidados críticos y la duración de la conversación mantenida con el médico, siendo los familiares que se vieron menos afectados los que no sólo mantuvieron conversaciones más largas, sino los que pudieron hablar más tiempo (Lautrette y otros, 2007, p. 469; y Llubiá Maristany, 2008, p. 13)17.

La hoja de consentimiento en modo alguno es útil a los pretendidos fines que parece pretender cumplir. Un interlocutor que aspira a una confianza racional se mostrará satisfecho con la hoja (véase, por ejemplo, un médico que vive temporalmente la condición de paciente). Por el contrario, el paciente aspira a algo que la hoja no le ofrece y que sólo puede ofrecerle el lenguaje verbal en los términos que hemos planteado.

Además, resulta una verdadera paradoja que un instrumento que se desarrolla para evitar la responsabilidad médica se acabe convirtiendo a la postre en uno de los principales motivos del incremento de la responsabilidad. En todo caso, lo que se muestra aparentemente como una paradoja no lo es tanto. La generalización de los consentimientos informados genera, a priori, cierta sensación de seguridad en el médico. Esta sensación se le transmite principalmente desde el mundo jurídico. Los Tribunales vendrán a desarrollar una doctrina casi unánime en virtud de la cual el médico no incurre en supuestos de responsabilidad profesional cuando hace un uso preciso de la hoja de consentimiento informado y, así, el médico termina por convencerse de que lo importante en su relación con el paciente, desde un punto de vista legal, es satisfacer documentalmente el deber de informar y obtener la autorización para el acto médico.

Sin embargo, ello, si bien provocará una reducción de las condenas contra los médicos, en la medida que estos contarán con la hoja de consentimiento como elemento probatorio sustancial para dilucidar su actuación en el caso concreto, también afectará notablemente a la relación con el paciente y la insatisfacción de este se expresará en un incremento de las reclamaciones contra los médicos.

Desde el mundo anglosajón se viene insistiendo desde hace más de una década que el buen manejo de la relación médico-paciente y, más aún, del diálogo y la comunicación verbal son el principal elemento para reducir la responsabilidad, más allá, de meras estrategias puramente legales (Eastaugh, 2004, pp. 36 a 38; y Flaherty, 2002, pp. 10 y 11)18.

En este ámbito anglosajón se ha destacado que una buena comunicación médico-paciente ha de cumplir con las cuatro És, Empathy, Engagement, Education, and Enlistment, es decir, empatía, compromiso, educación e implicación (Eastaugh, 2004, p. 36)19. Así, se recomienda que el profesional muestre empatía hacia el paciente recibiéndole antes de que el paciente se haya desvestido. Además, debe escucharse al paciente mirándole a los ojos, compartiendo su historia y empleando las propias palabras del paciente para resumir lo que el mismo ha pretendido transmitir. Es muy importante no interrumpir al paciente durante el primer minuto. A este respecto, la mayoría de médicos interrumpen a los pacientes a los dieciocho segundos de conversación (Eastaugh, 2004, p. 37)20.

La propia reforma sanitaria promovida por el Presidente Obama y materializada en la Patient Protection and Affordable Care Act hace referencia a la cuestión que nos ocupa, recogiendo una previsión sobre el lenguaje sencillo (Plain Language) en el ámbito de la información que las compañías aseguradoras de servicios médicos han de facilitar a sus asegurados (Sunstein, 2011, p. 1379) 21.

En el marco de esta relación que altera su carácter fiduciario surgen además los medios de comunicación, dando cuenta sin verdadera rigurosidad del fenómeno. Hoy en día no es raro encontrar noticias acerca de casos de responsabilidad médica que se describen lo aparentemente acaecido desde la perspectiva del paciente y nunca del profesional, y ello, no sólo porque el periodista es o será paciente, por lo que empatiza más con la posición de éste, sino porque el análisis riguroso de los hechos exige un esfuerzo intelectual que ni hay tiempo ni ganas de afrontarlo. A la pena de banquillo en la que se traducen muchos de estos casos que acaban ventilándose en fase judicial, sobre todo, las causas penales, pero que muy excepcionalmente concluyen con una condena efectiva para el profesional (la temida pena criminal de inhabilitación profesional), se suma la pena de noticia. Los medios dan cuenta de los casos, pero sólo en su fase inicial y rara vez del resultado final, dado que éste es normalmente favorable para el profesional.

Ello, sin embargo, no es exclusivo del mundo de las llamadas negligencias o errores médicos, sino que puede apreciarse en prácticamente todos los ámbitos de la vida social (véase, el caso de políticos, profesionales, etc). Se trata de una sociedad que, en palabras del filósofo francés, Gilles Lipovetsky, se caracteriza por la ligereza y ésta conlleva el aprecio por el espectáculo, el entretenimiento y la verdad sencilla.

Todo lo descrito permite comprobar cómo dos saberes llamados a entenderse, como son el Derecho y la Medicina, que, además, constituyen los dos estudios universitarios más antiguos, han desarrollado una relación abrupta y compleja, en la que el perjudicado ha sido a la postre el propio paciente. La gran pregunta que el paciente quisiera ver siempre abordada y contestada en la consulta, “¿qué haría usted, doctor, en mi caso?”, parece que no puede ser planteada, ya que ética y jurídicamente es rechazada. Los valores se muestran como personales, no intercambiables, de manera que el profesional no puede aproximarse a los rincones del corazón del paciente, sino tan sólo a su cerebro, como si el hombre autónomo que ha pretendido crear el Derecho no tuviera corazón. El médico no debe, como parecía proponer décadas atrás Gregorio Marañón, mentir en beneficio del paciente, pero ello no significa que la verdad se convierta en instrumento maleficiente.

Parece oportuno recuperar la frase que pronunciara Latimer hace ya más de dos décadas cuando nos decía que “la verdad da soporte a la esperanza mientras que el engaño, independientemente de su amable motivación, conforma la base del aislamiento y la desesperación. El escalón crítico yace en balancear esperanza y verdad en una combinación que no sólo refleje la realidad sino que también conforte y dé fuerzas al paciente para resituar sus fines y para que pueda continuar expresándose como la persona única que es”.

Y ¿cómo podemos recuperar dicha confianza de nuevo? ¿Cómo instaurar un modelo que consiga equilibrar autonomía y confianza sin volver al paternalismo? El Derecho ahí no debe tener la iniciativa, sino venirle dada por la reflexión que al respecto deben desarrollar los médicos, sus sociedades científicas, y los pacientes a través de la asociaciones de pacientes que, felizmente, en España constituyen una realidad y además pueden ser consideradas ya un interlocutor válido y honesto. El macrodiálogo debe impulsar el nivel micro y, a partir de ahí, exigir que el Derecho a través del legislador y los Tribunales lo plasme normativamente. El pacto por la confianza puede que sea uno de los retos prioritarios de nuestro sistema de salud que en estos cuarenta años de Constitución tantas alegrías y, sobre todo, tanta salud nos ha dado.

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[13]
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Ibidem.
[15]
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[16]
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[17]
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[18]
EASTAUGH, S.R., “Reducing litigation costs through better patient communication”, The Physician Executive, mayo-junio 2004, pp. 36 a 38; y FLAHERTY, M., “Good communication cuts risk”, Physician's Financial News, vol. 20, núm. 2, 2002, pp. 10 y 11.
[19]
EASTAUGH, S.R., “Reducing litigation costs through better patient communication”, The Physician Executive, mayo-junio 2004, pp. 36 a 38.
[20]
Ibidem.
[21]
SUNSTEIN, C.R., “Empirically Informed Regulation”, University of Chicago Law Review, vol. 78, issue 4, pp. 1349 a 1429.
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