Aquellos que iniciamos a finales del siglo XX nuestra relación profesional con el mundo de las lipoproteínas plasmáticas y su relación con la enfermedad cardiovascular, hemos vivido en un mundo simple y seguro, en el que el patrón de referencia era la relación existente entre la cantidad de colesterol-LDL, o bien colesterol-Apo B, en circulación y el riesgo cardiovascular. Durante muchos años nuestro marco mental ha estado condicionado por el axioma, confirmado en múltiples estudios clínicos realizados con estatinas y otros fármacos hipocolesterolemiantes, de que si reducimos la cantidad de colesterol-LDL en circulación, reducimos el riesgo de padecer accidentes cardiovasculares de origen aterosclerótico. La cantidad de colesterol-LDL en circulación es lo que importa. Con este marco mental, aplicado a los resultados de estudios epidemiológicos que asociaban un incremento del colesterol-HDL en circulación con una menor incidencia de accidentes cardiovasculares y el desarrollo de la teoría del transporte reverso de colesterol, fijamos igualmente el axioma de que a mayor cantidad de colesterol-HDL en circulación, menor riesgo de padecer accidentes cardiovasculares de origen aterosclerótico.
El siglo XXI, como en otros muchos campos, ha roto este marco mental y nos ha devuelto a la realidad de un mundo mucho más complejo y ambivalente. Todavía podemos confiar en el valor predictivo del colesterol-LDL, pero el campo del colesterol-HDL, o de las HDL en general, ha cambiado sustancialmente. Hoy hablamos no sólo de cantidad de colesterol-HDL en circulación, sino también de calidad de dichas HDL, entendiendo como tal una adecuada composición en lípidos, apolipoproteinas y dotación enzimática asociada que permita manifestar en toda su extensión la creciente lista de propiedades beneficiosas adscritas a estas lipoproteínas, como son su participación en el eflujo celular de colesterol y el metabolismo de lipropoteinas remanentes, o su actividad antiinflamatoria, antioxidante, antiagregante plaquetaria, vasodilatadora, etc. Entre las evidencias científicas que se han publicado en las dos primeras décadas de este siglo y que han propiciado el cambio de paradigma en la visión del papel de las HDL en las patologías cardiovasculares, cabe destacar:
. El estrepitoso fracaso de la apuesta en fármacos inhibidores de la actividad de transferencia de ésteres plasmáticos de colesterol como la nueva revolución en el tratamiento farmacológico de la enfermedad cardiovascular de origen aterosclerótico, a despecho del ingente incremento en la concentración plasmática de colesterol-HDL inducido. Incluso en el caso del único fármaco que demostró una reducción significativa en los eventos coronarios, anacetrapib, dicho efecto puede atribuirse perfectamente a la reducción en el colesterol-LDL asociada al tratamiento1.
. La publicación de datos epidemiológicos sólidos que indican que niveles muy elevados de colesterol-HDL se asocian a un incremento en la mortalidad cardiovascular y por cualquier causa, presentando de hecho una relación en forma de U.
. La evidencia de que, en lo que se refiere a la prevención de la enfermedad cardiovascular, en el caso de las HDL prevalece la capacidad de facilitar el eflujo de colesterol de la periferia del organismo hacia el hígado, a través del transporte reverso de colesterol clásico y facilitando el metabolismo de las lipoproteínas remanentes ricas en colesterol, el denominado transporte reverso de los remanentes de colesterol (RRT)3
El estudio publicado por Lahoz y col4 en el presente número de Clínica e Investigación en Arteriosclerosis, incide en otro de los posibles efectos pleiotrópicos de las HDL como factor preventivo de enfermedades infecciosas. En concreto, Lahoz y col4 evidencian, en una población de alto riesgo frente a la infección por COVID-19 (población con edad superior a los 75 años), la existencia de una asociación inversa y dosis dependiente entre la concentración de colesterol-HDL y el riesgo de infección por COVID-19. Además, dicha asociación se mantiene cuando se ajusta por diversos factores, entre los que se incluyen factores de riesgo cardiovascular como la diabetes, obesidad, hipertensión, tabaquismo, etc. Precisamente muchos de dichos factores se asocian a una mala calidad de las HDL, en cuanto a su potencial antiinflamatorio, antiagregante plaquetario, etc, por lo que podríamos asumir que, tal como indican las conclusiones del estudio, la reducción del riesgo de infección depende de forma determinante de la cantidad de colesterol-HDL circulante. Obviamente, nos queda mucho camino por delante para tener una visión correcta del sutil equilibrio entre cantidad y calidad funcional en lo que al papel de las HDL se refiere.