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Vol. 37. Núm. 5.
Páginas 177 (septiembre - octubre 2010)
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Se denominan alimentos funcionales aquellos que han pasado por diferentes procesos industriales.

Se publicitan indicando que constituyen un refuerzo nutricional, para lo cual se han enriquecido, y llegan a convertirse en elementos imprescindibles, en muchos casos, del consumo diario. Se enriquecen con múltiples ingredientes beneficiosos, como fibra, vitaminas, minerales, ácido fólico, fitoesteroles, isoflavonas, bacterias probióticas y un largo etcétera.

La elaboración y venta de este tipo de producto alimentarios se ha convertido ya en un gran negocio, cuya facturación en España se calcula en unos 3.500 millones de euros anuales, con evolución creciente año a año.

La gran pregunta que surge ante la actual avalancha de este tipo de alimentos destinados a mejorar la salud es si en países que disponen con facilidad de alimentos naturales variados es imprescindible o incluso necesaria su introducción en la dieta.

Realmente la respuesta crítica debe ser negativa, ya que su creciente consumo solo puede ser atribuido al desconocimiento del real valor de la alimentación natural, sin necesidad de añadidos, y a la presión ejercida sobre los consumidores por la industria productora a través de los diversos medios de comunicación, con mensajes, en ocasiones alejados de la ética.

El tema constituye ya un verdadero problema en el que hace tiempo ha entrado la Autoridad Europea para la Seguridad Alimentaria (EFSA), que cada año estudia y analiza varios miles de solicitudes de aprobación de este tipo de productos, la mayoría de las cuales son denegadas por no haber podido demostrar sus supuestas cualidades.

Sin embargo, el problema va más allá y se debe decir que la mayoría de los productos aprobados carece de sentido, por poder ser ventajosamente sustituidos por alimentos naturales al alcance de casi todos y, en general, con un coste menor.

Por otra parte, cuando en la publicidad de este tipo de alimentos se distorsiona la realidad de sus eventuales efectos beneficiosos con expresiones que alaban sus efectos más allá de los tolerable (y ello no es infrecuente), se deberían denunciar o prohibir.

Cuanto acabamos de señalar no es indiferente en el ámbito de la «salud de la mujer», ya que hay ya en el mercado numerosos productos nacidos en la industria alimentaria enfocados precisamente al mundo femenino. A título de ejemplos, se pueden citar aquellos enriquecidos en calcio y vitamina D (para prevenir la osteoporosis), los que contiene ácido fólico (para disminuir el riesgo de malformaciones del tubo neural del feto), los que añaden isoflavonas (para mejorar los síntomas de la menopausia) y muchos otros. Todos estos componentes se hallan en alimentos naturales y en dietas variadas y equilibradas. Si se precisan a dosis terapéutica habrá que administrarlos en forma de preparaciones farmacéuticas adecuadas y bajo prescripción facultativa, y no en forma de estos supuestos suplementos alimentarios.

En definitiva, un nuevo campo sospechoso de la presión que la publicidad, y en realidad el mundo de los negocios, ejerce sobre los hábitos de la población.

Parece ser que la Unión Europea está preparando una nueva normativa que regule con claridad múltiples aspectos hoy controvertidos sobre los alimentos funcionales.

Entretanto, y probablemente también después, es necesario que los profesionales de la salud mantengamos una posición crítica y responsable sobre esta nueva problemática.

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