Los derechos son, sin duda, el rasgo más sobresaliente de los sistemas jurídicos contemporáneos. Puede afirmarse, en este sentido, que desde mediados del siglo pasado transitamos una cultura de derechos. Uno de los términos con los que se ha designado este fenómeno es el de “neoconstitucionalismo”. La hipótesis que pretendemos abordar en este trabajo es que los caracteres centrales de esa cultura de derechos —del “neoconstitucionalismo”— no pueden explicarse de modo consistente sin una referencia explícita a un conjunto de a priori de orden sustantivo o material. Se examinará, concretamente, la conexión entre un “orden moral independiente” (OMI) y lo siguiente: a) el reconocimiento de los derechos; b) la relación de los sistemas jurídicos estatales con sistemas jurídicos supraestatales (que nos llevará a proponer un “neoconvencionalismo”); c) las Constituciones como resultado de un entramado de principios y reglas; d) el principio de proporcionalidad; e) el principio de razonabilidad. Los tres primeros caracteres pertenecen a la estructura de los Estados neoconstitucionales; los dos últimos son aspectos de la dinámica judicial y legislativa de los derechos que allí son reconocidos.
Rights are, without doubt, the most salient feature of contemporary legal systems. It can be argued that since the middle of last century we transit a culture of rights. Neoconstitutionalism is one among other concepts that has been used to designate and study this phenomenon. The hypothesis we intend to address in this paper is that some of the central characters of our culture of rights —here called “neoconstitutionalism”— cannot be explained consistently without an explicit reference to a sustantive o material “a priori”.
We will examine in particular the connection between the assertion that there exist natural law principles of justice and the following characters of our culture of rights: a) the recognition of rights, b) the reference of state or national legal systems to supranational legal systems; c) the Constitutions as a result of a network of principles and rules; d) the principle of proportionality; e) the principle of reasonableness. While the first three characters conform the structure of any neoconstitucional practice, the two latter are features of the processes of legal reception and judicial adjudication of rights in such a legal practice.
El reconocimiento de derechos es, sin lugar a dudas, el rasgo más sobresaliente de los sistemas jurídicos contemporáneos. Puede afirmarse, en este sentido, que desde mediados de siglo pasado transitamos a una cultura de derechos. Uno de los términos con los que se ha designado este fenómeno es el de “neoconstitucionalismo”, que ahora bien podría ser complementado con el de “neoconvencionalismo”.1 En este trabajo intentaremos defender la tesis de que los caracteres centrales de esta cultura de derechos manifiesta dos pretensiones, y que estas pretensiones implican, a su vez, una serie de presupuestos lógicos que, en terminología de Reinach, podríamos denominar, respectivamente, los a priori formales y materiales del derecho constitucional y convencional.2
La primera pretensión es la existencia de un orden axiológico y normativo independiente (que denominaremos aquí orden moral independiente [OMI]) de la propia cultura de derechos y de toda praxis humana. La segunda, directamente ligada con la primera, es que la validez de la cultura de derechos depende de su nivel de adecuación a ese orden axiológico y normativo independiente (OMI). El prespuesto lógico de estas dos pretensiones, y especialmente de la segunda, es la inteligibilidad intrínseca tanto del OMI considerado en abstracto como en su relación de adecuación a la cultura de derechos.
Las dos pretensiones aparecen o se manifiestan, al menos, en los siguientes rasgos de la cultura de derechos: a) el reconocimiento de los derechos; b) la relación de los sistemas jurídicos estatales con sistemas jurídicos supraestatales; c) las Constituciones como resultado de un entramado de principios y reglas; d) el principio de proporcionalidad; e) el principio de razonabilidad. Los tres primeros caracteres pertenecen a la estructura de los Estados neoconstitucionales; los dos últimos son aspectos de la interpretación autoritativa de los derechos y de su determinación legislativa.
Se examinará, concretamente, la conexión o imbricación entre un OMI y lo siguiente: a) el hecho de que las normas jurídicas referidas a los derechos expresan que se los “reconoce” (y no que se los instituye, crea o inventa); b) las conexiones cada vez más evidentes y profundas entre los sistemas jurídicos estatales y los sistemas jurídicos supraestatales —el neoconvencionalismo—; c) las Constituciones como resultado de un entramado de principios y reglas (no son, no pueden ser, un modelo puro de principios ni un modelo puro de reglas); d) el principio de proporcionalidad, tanto en su fundamentación como en cada uno de sus tres subprincipios; e) el principio de razonabilidad. De este modo se cubrirán varios de los caracteres o aspectos cruciales de la así llamada por Alec Stone Sweet “fórmula básica” del nuevo constitucionalismo difundido desde los años noventa del siglo pasado: “una Constitución escrita, profundamente arraigada, una declaración de derechos fundamentales, y algún modo de control de constitucionalidad judicial que permita proteger esos derechos”.3
IILAS PRETENSIONES IMPLÍCITAS EN ALGUNOS DE LOS RASGOS DE LA CULTURA DE LOS DERECHOS1Los derechos y su reconocimientoEn un artículo de hace ya varios años, el profesor de la Universidad de Navarra, Javier Hervada, formulaba una observación que con el tiempo no ha hecho más que ganar interés.4 Hervada ponía de relieve que: a) la totalidad de las declaraciones y de los tratados referidos a derechos humanos consignan expresamente que “reconocen” los derechos allí enumerados, y b) que esta circunstancia constituye un “problema” para la filosofía del derecho.5
No le faltó razón al profesor español en ninguna de las dos afirmaciones. En primer lugar, los derechos humanos son reconocidos (esa es la expresión exacta que se recoge en los textos) por el legislador estatal o internacional y por los jueces encargados de su defensa, y es en ese hecho, en el reconocimiento, donde reside precisamente su signo de identidad, es decir, aquello que permite distinguir a los derechos humanos de esos otros derechos que sí son inventados o “puestos” (positum) por el hombre (aunque remitan, también, a instancias que no son fruto de una invención). Veamos algunos ejemplos existentes respecto de esto.
- a)
En la Declaración de Derechos de Virginia (1776) se dice (sect. 1): “That all men are by nature equally free and independent and have certain inherent rights, of which, when they enter into a state of society, they cannot, by any compact, deprive or divest their posterity”.
- b)
En el “preámbulo” de la Declaración de Independencia (1776) de los Estados Unidos se habla de derechos de los que el hombre ha sido dotado por el Creador en función de los cuales se instituyen los gobiernos:
Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se vuelva destructora de estos principios, el pueblo tiene derecho a reformarla o abolirla, e instituir un nuevo gobierno que base sus cimientos en dichos principios, y que organice sus poderes en forma tal que a ellos les parezca más probable que genere su seguridad y felicidad.
- c)
Una idea semejante, referente a unos derechos preexistentes (o “anteriores”) a las leyes positivas en función de los cuales nacerían las comunidades políticas y los gobiernos, se repite en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, en la que aparece la expresión droits de l’homme de la que deriva la de derechos humanos.
Para sus redactores, la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de las desgracias públicas y de la corrupción de los gobiernos, estos derechos son derechos naturales, inalienables y sagrados, la Asamblea Nacional los reconoce y declara —no los otorga, concede o constituye —y su conservación es la finalidad de toda comunidad política; dentro de estos derechos figura la resistencia a la opresión.6
- d)
Más cercanos ya en el tiempo, en la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (1948) se habla repetidamente de derechos esenciales del hombre, y se afirma que “los Estados americanos han reconocido que los derechos esenciales del hombre no nacen del hecho de ser nacional de determinado Estado, sino que tienen como fundamento los atributos de la persona humana”.
- e)
En la Declaración Universal de Derechos Humanos (ONU, 1948) se comienza señalando que “la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”; se dice también que los derechos deben ser “protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”; se afirma en el artículo 1o. que “todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos”; como señala Hervada, “constantemente se habla de reconocimiento, respeto y protección, nunca de otorgar o conceder. Y es obvio que se reconoce, respeta y protege por las leyes lo que preexiste a ellas…, lo que por ellas existe, se otorga y se concede”. Por otra parte, “en el lenguaje de la Declaración Universal, la tiranía y la opresión son los «actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad» originados por «el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos»”.7
- f)
En el “preámbulo” del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales (1950) se habla de reconocer, aplicar, proteger, desarrollar y respetar los derechos humanos; en el artículo 1o. se dice que “las Altas Partes Contratantes reconocen a toda persona dependiente de su jurisdicción los derechos y libertades definidos en el título 1 del presente Convenio”.
- g)
En el “preámbulo” del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Políticos (1966) se dice: “Reconociendo que estos derechos se desprenden de la dignidad inherente a la persona humana...”. La frase, como señala Hervada, se encuentra literalmente reproducida en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.8
- h)
En el “preámbulo” de la Convención Americana de Derechos Humanos se reconoce
que los derechos esenciales del hombre no nacen del hecho de ser nacional de determinado Estado sino que tienen como fundamento los atributos de la persona humana, razón por la cual justifican una protección internacional, de naturaleza convencional coadyuvante o complementaria de la que ofrece el derecho interno.
- i)
Otro ejemplo (yendo más allá de los propuestos por Hervada) lo proporciona la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Contra la Mujer;9 dice en su artículo 1o. que
A los efectos de la presente Convención, la expresión “discriminación contra la mujer” denotará toda discriminación, exclusión o restricción basada en el sexo que tenga por objeto o por resultado menoscabar o anular el reconocimiento, goce o ejercicio por la mujer, independientemente de su estado civil, sobre la base de la igualdad entre el hombre y la mujer, de los derechos humanos y las libertades fundamentales en las esferas política, económica, social, cultural y civil o en cualquier otra esfera.
- j)
Un último caso, entre muchos otros que podrían darse, es el de la Ley Fundamental de Bonn;10 dice en su artículo 1o. (protección de la dignidad humana, vinculación de los poderes públicos a los derechos fundamentales):
- (1)
La dignidad humana es intangible. Respetarla y protegerla es obligación de todo poder público.
- (2)
El pueblo alemán, por ello, reconoce los derechos humanos inviolables e inalienables como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en el mundo.
En segundo lugar, tampoco le faltó razón a Hervada cuando sostuvo que ese rasgo común a todos los documentos sobre derechos humanos generaba (y continúa generando) un problema para la filosofía del derecho. Aunque Hervada se refería en especial al positivismo jurídico ampliamente difundido en la filosofía jurídica española al momento en el que ese artículo fue escrito, su objeción se mantiene contra cualquier teoría del derecho que haga residir la fuente última de la validez jurídica en una praxis social. Si el derecho proviene exclusivamente de una fuente social y los derechos humanos adquieren su condición de “derechos” desde una práctica social que sólo remite a ella misma, entonces no parece haber espacio para derechos pre-existentes: todo el derecho y todos los derechos serían fruto de la libérrima actividad de aquel o de aquellos a quienes se le reconoce socialmente la autoridad de hacerlo, sin más límite que el de su imaginación.
Si esta explicación acerca del origen, del sentido y de la validez de los derechos humanos fuese la única posible, se abrirían entonces dos alternativas. Por una parte, la asimilación de los derechos humanos a derechos positivos, y, por lo mismo, su pérdida de identidad dentro de la propia praxis jurídica; si los derechos humanos no fueran capaces de limitar al poder y de guiar su actuación, entonces no se distinguirían en nada del resto de los derechos, y aunque podrían tener, quizá, relevancia política, carecerían de relevancia jurídica. Por otra parte, propuesta de un discurso jurídico acerca de los derechos que renuncie a la posibilidad de fundamentarlos; los derechos descansarían, desde esta perspectiva, sobre un fundamento ficticio (lo que supondría asumir, por tanto, que los derechos no pueden fundamentarse racionalmente). Sobre este punto volveremos más adelante.
Tanto uno como otro camino tienen múltiples dificultades que no es del caso exponer ahora.11 Sí vale la pena insistir en que el lenguaje de la cultura de derechos, y particularmente el uso recurrente del verbo “reconocer”, manifiesta una pretensión de referencia de las praxis jurídicas a un orden axiológico y normativo independiente (OMI), no sólo de la praxis jurídica, sino también de toda praxis humana.12
2La proyección internacional del reconocimiento y la protección de los derechosEn los últimos sesenta años hemos asistido a una aceleración en el proceso de reconocimiento, tutela y promoción de los derechos humanos al interior de los Estados y en sede internacional, 13 que ha llevado a algunos autores a hablar de un “constitucionalismo transnacional”. 14 Se trata, en realidad, de dos movimientos convergentes (uno desde el Estado hacia dentro de sus fronteras; el otro, desde fuera de las fronteras del Estado hacia dentro de sus fronteras) no exentos de aspectos conflictivos. ¿Qué hacer cuando surgen diferencias entre el reconocimiento, la protección y la promoción propuestos por el Estado y desde fuera del Estado? ¿Cuál de esas influencias debe primar? Las alternativas clásicas para esta disyuntiva son tres: para el monismo nacional, la primacía corresponde al derecho estatal; para el monismo internacional, en cambio, debe prevalecer el derecho internacional; para el dualismo, por último, Constitución o normas internas y tratados tienen una validez independiente.15
En el caso del sistema jurídico argentino, por poner un ejemplo, los partidarios del monismo estatal suelen citar en su favor dos textos de la propia Constitución: el artículo 27, que establece que los acuerdos internacionales deben conformarse con los principios de derecho público contenidos en la Constitución,16 y el artículo 31, que cuando se refiere a la “ley suprema de la Nación” las enumera en el siguiente orden: “esta Constitución, las leyes de la Nación que en su consecuencia se dicten por el Congreso y los tratados con las potencias extranjeras”.17
Los partidarios de los otros dos puntos de vista, el monismo internacional o el dualismo, fundamentan sus posiciones en normas de derecho internacional, como, por ejemplo, la Convención de Viena sobre el Derecho de Tratados, que establece en su artículo 27 que “Una parte no podrá invocar las disposiciones de su derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado”.18
Como señala con acierto Carlos Nino, “lo curioso de esta controversia es que las dos posiciones son completamente circulares ya que quienes defienden la prioridad de la Constitución se apoyan en la misma Constitución, y quienes defienden la prelación de las convenciones internacionales se apoyan en una convención internacional”. Esto muestra, continúa diciendo este autor, que la validez de cierto sistema jurídico no puede fundarse en reglas de ese mismo sistema jurídico sino que debe derivar de principios externos al propio sistema. Los jueces o juristas que debaten estas posiciones monistas o dualistas no pueden evadirse de recurrir a principios extrajurídicos, de índole moral en un sentido amplio, para apoyar sus posiciones.19
En tanto que el monismo pondrá el acento sobre la soberanía, el dualismo en sus dos variantes preferirá remarcar la universalidad de los derechos. Esto permite concluir que los sistemas jurídicos actuales no proporcionan respecto de este tema “un sistema cerrado de justificación de soluciones”.20 Una y otra posición asumen la premisa de que o bien la soberanía estatal o bien los valores recogidos en los derechos humanos (que bien podrían sintetizarse en el valor de la justicia) son la fuente última de sentido y validez de todo orden público de conducta. ¿Pero cuál es a su vez la fuente de sentido (o inteligibilidad) y validez de uno u otro valor supremo?
En la medida en que tanto el monismo como el dualismo comienzan y acaban la cadena de justificación e interpretación en aquellos valores (soberanía/justicia), las opciones son las dos que indica Nino: o bien aquellos valores —soberanía o justicia— son intrínsecamente inteligibles —por lo que proyectan su sentido sobre toda la cadena normativa— y poseen fuerza normativa propia —por lo que fundan la validez de toda la cadena normativa—, o bien derivan su sentido y validez de otros valores y normas, que sí tienen sentido intrínseco y títulos propios para validar el resto de las normas. Hay en realidad también una tercera alternativa, que es equiparar la validez con la fuerza y, al mismo tiempo, negar la inteligibilidad de toda norma y valor, en cuyo caso la inteligibilidad y la validez o normatividad de las prácticas jurídicas serían pura ficción.
En esta disyuntiva, el realismo escandinavo puede ser objeto de muchas críticas, pero no de falta de honestidad. El realismo opta por la ficción porque descree de la existencia de normas y valores intrínsecamente inteligibles con fuerza vinculante propia. Kelsen eligió el camino intermedio de la norma hipotética fundamental, que parece situarlo mucho más cerca del realismo que lo que él estaba dispuesto a aceptar. Pues, ¿qué es una hipótesis mientras no sea validada, sino una ficción? Hart también intentó un camino intermedio con no mucha mejor suerte que Kelsen, al situar la fuente última de inteligibilidad y validez de toda norma y valor jurídico en el hecho de que los operadores jurídicos —los jueces en especial— apliquen las normas fundantes de la cadena de validez (las reglas de reconocimiento) con conciencia de obligatoriedad. Sin embargo, por mucho que introduzcamos la frase “obligatoriedad” e incluso “conciencia” en el discurso, lo cierto es que la fuente última de validez en la teoría hartiana no es ninguna normatividad intrínseca, sino el hecho crudo del uso de las normas de reconocimiento por algunos los jueces.
En síntesis, o bien monismo y dualismo asumen la evidencia de la inteligibilidad y la intrínseca normatividad de unos y otros valores y normas, o bien monismo y dualismo son tautológicamente circulares y, en la misma medida en que son circulares, son incapaces de fundar tanto la inteligibilidad como la normatividad de la cultura de los derechos.
Retornando al caso argentino como ejemplo, resulta ilustrativo caer en la cuenta de que frente a los términos algo ambiguos del mencionado artículo 31 de la Constitución, la Corte Suprema, máximo órgano del Poder Judicial, interpretó inicialmente, en 1963, que existía una relación de “igualdad jerárquica” entre tratados y leyes,21 para luego, en 1992, resolver que la primacía del derecho internacional sobre el derecho interno “integra el ordenamiento jurídico argentino”.22 Este criterio sería luego consagrado de modo expreso en la última reforma constitucional, de 1994.23
Ahora bien, ¿cuál es el fundamento último de una y otra posición y, particularmente, del cambio en el tiempo de una hacia otra? Podría decirse con Hart que con el correr del tiempo viró el criterio de los jueces acerca de los fundamentos de la obligatoriedad (y normatividad) del derecho, quienes primero ligaron la praxis constitucional a la soberanía, asumiendo la intrínseca inteligibilidad y normatividad de este valor, y luego con igual convicción asumieron la intrínseca inteligibilidad y normatividad de los valores manifiestos en los derechos humanos. O podríamos argüir con Kelsen que antes y después se asumió la hipótesis —la mera hipótesis no validada ni validable— de la inteligibilidad y normatividad de unos y otros valores, y que el factor tiempo tuvo siempre la última palabra en esta puja: primó la hipótesis que con más eficacia persistió en el tiempo. O puede, en cambio, afirmarse con la sinceridad pasmosa del realismo escandinavo, que una y otra composición de la Corte impuso su convicción acerca de la inteligibilidad y obligatoriedad de unos y otros valores, que no son comprensibles ni obligatorios, al igual que la praxis en su totalidad —o, peor aún, que no impusieron deliberadamente nada, sino que eran simplemente ingenuos, por no decir intelectualmente incompetentes—.
En cualquier caso, la disyuntiva que tan lúcidamente señaló Nino sigue en pie. O bien la puja monismo y dualismo se decide por referencia a un OMI, con inteligibilidad y normatividad intrínseca, o bien una y otra posición son tautológicas, por mucho que Hart y Kelsen hayan pretendido ignorarlo.
3Los derechos y los principios iusfundamentalesEs ya clásica la advertencia de Ronald Dworkin, a fines de la década de los sesenta, acerca de la dualidad de normas jurídicas que integra toda praxis constitucional: principios y reglas.24 Según Dworkin, la filosofía del derecho analítica contemporánea había estudiado las reglas sin tener en cuenta suficientemente la existencia y el rol desempeñado por los principios. Esa inadvertencia condicionaba fuertemente, en su opinión, la plausibilidad de la descripción del derecho propuesta por los trabajos de Herbert Hart y de sus seguidores.25
Con el correr el tiempo se profundizó el estudio de la distinción entre principios y reglas,26 y se cayó en la cuenta de su importancia, de su rol decisivo de cara a una correcta comprensión del funcionamiento del derecho.27 Se sostuvo, con razón, que todo sistema jurídico mínimamente desarrollado incorpora principios, y que en todo sistema jurídico plenamente desarrollado su presencia es fácilmente constatable. 28 Las Constituciones de los Estados democráticos se encuentran, indudablemente, inundadas de principios, a los que Alexy llama “principios fundamentales del derecho natural y racional y de la moral moderna del derecho y del estado”.29
¿Cómo diferenciar principios y reglas? En una apretada síntesis, se propusieron tres criterios.
- a)
El primero se relacionó con el diferente modo de obligar de unos y otras. En el caso de los principios (por ejemplo, el artículo 5o., inc. 1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos: “1. Toda persona tiene derecho a que se respete su integridad física, psíquica y moral”), el destinatario de la norma (todos los órganos del Estado y los particulares) se enfrenta a diversos caminos o alternativas, todos conducentes a cumplir con lo que la norma le indica. La norma, en rigor, no indica ningún curso de acción concreto, sino más bien un estado ideal de cosas hacia el que debe tenderse. Robert Alexy ha llamado a los principios, por eso, “mandatos de optimización”.30 El destinatario de las reglas (por ejemplo, el artículo 4o., inc. 3 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos: “3. No se restablecerá la pena de muerte en los Estados que la han abolido”), en cambio, sólo puede cumplir o no cumplir con lo que la norma prescribe. No hay niveles de cumplimiento, matices ni alternativas. Se cumple o no se cumple.
- b)
El segundo criterio parte del conflicto entre principios y de la colisión entre reglas. Uno y otra: a) se resuelven empleando herramientas distintas; b) tienen consecuencias diversas. La colisión entre reglas se resuelve acudiendo a alguno de los cuatro criterios elaborados por la teoría general del derecho para estos casos: competencia, jerarquía, especialidad, temporalidad. El conflicto entre principios no puede resolverse a través de esos criterios, puesto que las normas-principios han sido dictadas por el constituyente (legislador competente), tienen la misma jerarquía, son igualmente genéricas y fueron dictadas a la vez (no hay distinción desde el punto de vista temporal). Hay que acudir, por tanto, a criterios como el de ponderar un principio y otro (ésa es la propuesta, entre otros, de Robert Alexy).31 Por otro lado, en segundo lugar, la resolución de un conflicto entre reglas conduce a que la norma derrotada sea en cierto modo expulsada del sistema jurídico. No será aplicada a este caso ni a los casos sucesivos. La resolución de una colisión entre principios tiene un efecto distinto: el principio derrotado no es expulsado del sistema. Lo que se ha decidido es algo distinto: la precedencia relativa —en esas concretas circunstancias— de un principio sobre otro. Esa relación de precedencia puede invertirse —ocurre constantemente— si cambian las circunstancias de hecho que dieron lugar al caso.
- c)
Con todo, el eje de la disputa en torno a la distinción entre principios y reglas no estuvo en estos dos criterios de distinción, sino que se generó a partir de lo siguiente: la regla de reconocimiento propuesta por Hart como criterio para identificar el derecho y distinguirlo de otros sistemas normativos es, según Dworkin, incapaz de detectar un tipo o clase de norma —los principios— cuya presencia en un sistema jurídico como el estadounidense resulta evidente —como el propio Dworkin mostraba en una amplia gama de casos que analizaba con detalle—, puesto que su pedigree u origen no era fundamentalmente una institución, sino el reconocimiento por parte de alguna institución de, empleando una expresión de Joseph Esser, la “razonabilidad intrínseca” de esas normas.32
Más allá de los derroteros en los que derivó la discusión, especialmente luego de la publicación del Postscriptum del libro más célebre de Hart,33 lo cierto es que la admisión de principios “intrínsecamente razonables” sólo tiene sentido si se refieren a (es decir, tienen por referente) un OMI cuya inteligiblidad y normatividad no dependen del legislador o del juez que aplican tales principios.34 Dicho con otras palabras: la presencia de principios con esa característica sólo puede ser explicada por remisión a realidades que se encuentran más allá de la ley positiva en la que ellos son reconocidos y de la tarea consistente en interpretarlos en el contexto de un caso concreto.
4La justificación y los alcances del principio de proporcionalidadEl reconocimiento de los derechos humanos en las Constituciones (como derechos fundamentales o derechos constitucionales) ha ido de la mano de la extensión del llamado “control de constitucionalidad”. Como es sabido, se trata de una creación de la Corte Suprema de los Estados Unidos que asigna a los jueces la función y el poder de declarar la inconstitucionalidad de todas aquellas normas dictadas por el legislador que vulneren los derechos reconocidos en la Constitución —es decir, de invalidarlas—.35 No viene al caso, en el contexto de este trabajo, dar cuenta del desarrollo que tuvo esa institución y de sus diversas variantes históricas.36 Sí vale la pena reiterar que su arraigo actual en los sistemas constitucionales es innegable,37 más allá de las críticas,38 por un lado, y de los elogios,39 por otro, que esta situación ha recibido.40
Ahora bien, ¿cómo se lleva a cabo ese control de constitucionalidad?, o dicho con otras palabras, ¿qué razonamiento despliegan los jueces para determinar que la regulación de un derecho fundamental o constitucional viola lo establecido por la Constitución? La práctica constitucional de buena parte de los países occidentales ha respondido a este interrogante con la elaboración del principio de proporcionalidad41 o principio de razonabilidad de la ley42 —cuya conexión con la idea de proporción y de igualdad, como se ha afirmado, es bastante clara—.43 En efecto, de un modo u otro, la máxima de proporcionalidad es aplicada en todas las prácticas constitucionales, continentales y del common law, y por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, la Corte Internacional de Derechos Humanos y el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas.44 Es, en suma, un elemento cuya presencia es evidente en el derecho constitucional comparado.45 La razón de esta presencia estriba, en primera instancia, en lo siguiente: como ha sostenido con razón Alexy, una comprensión correcta de los principios constitucionales —reconocidos en todas las Constituciones—, que los concibe como mandatos de optimización, “conecta a los derechos constitucionales de modo necesario con el análisis de la proporcionalidad”.46
Ahora bien, ¿en qué consiste, concretamente, el principio de proporcionalidad? De acuerdo con él, para que una norma que afecta derechos constitucionales pueda ser considerada respetuosa de la Constitución debe atravesar con éxito tres juicios o sub- principios: a) debe ser adecuada o idónea, es decir, capaz de causar su fin (subprincipio de adecuación);47b) debe ser necesaria o indispensable, esto es, la menos restrictiva de las igualmente eficaces (subprincipio de necesidad); 48c) debe ser, por último, proporcionada stricto sensu, es decir, el resultado de una ponderación proporcionada o razonable de los beneficios y de los perjuicios que se causan con su dictado.49
Más allá de una explicación detallada de cada uno de los subprincipios, que aquí no viene al caso, lo cierto es que el principio de proporcionalidad remite a instancias valorativas que se encuentran más allá de los textos que constituyen su objeto (es decir, más allá de las normas cuya constitucionalidad se analiza y de la Constitución en la que se reconocen los derechos). Esto se percibe al menos en lo siguiente.
- a)
En primer lugar, la conexión entre el principio de proporcionalidad y las instancias valorativas aludidas se detecta en la justificación del principio. ¿Por qué la constitucionalidad es proporcionalidad y no más bien desproporción? Esta pregunta no se puede responder en última instancia desde la Constitución misma,50 o, dicho con otras palabras, el reconocimiento del principio de proporcionalidad por parte de una Constitución e incluso de un grupo de Constituciones (sea a través de su recepción expresa en el texto constitucional o mediante su aplicación por los jueces) no explica por qué esa Constitución o esas Constituciones deberían reconocerlo —es decir, qué razones justifican su reconocimiento más allá de una o varias Constituciones concretas—. Preguntarse por la proporcionalidad en un sentido como el que aquí se sugiere conduce necesariamente a la distinción entre principios y reglas desde la perspectiva que ofrece el tercero de los criterios de distinción propuestos más arriba, es decir, a responder, al menos inicialmente, que el principio de proporcionalidad debe su existencia al hecho de que los sistemas jurídicos son un entramado de principios y reglas. Pero ésta no puede ser la respuesta definitiva, porque cabe aún interrogarse acerca del porqué de la existencia de los principios. Es decir, acerca de cuál es la razón que justifica que todo sistema contenga principios y reglas, y no sólo reglas.51 Esto último, a su vez, conlleva la necesidad de preguntarse qué es lo que hace que un enunciado normativo sea intrínsecamente razonable, lo que si bien permite partir del plano normativo exige no quedarse en él, sino trascenderlo, porque en última instancia, razonabilidad intrínseca o extrínseca sólo puede predicarse de aquellos bienes o valores cuyo carácter de bien reside en sí y no en el hecho de que una norma se lo adjudique, esto es, de un OMI independiente de toda praxis humana.
- b)
En segundo lugar, el examen de cada uno de los subprincipios que componen el principio de proporcionalidad permite llegar a una conclusión parecida a la del párrafo precedente, puesto que todos ellos hacen referencia a fines —aunque desde perspectivas no enteramente coincidentes—, cuya determinación y justificación no es fruto exclusivo de un análisis de las normas.52 En el caso del subprincipio de adecuación, se busca la eficacia, es decir, la conexión entre un determinado fin y los medios que conducen a su logro. El bien que subyace al segundo subprincipio es la eficiencia, puesto que se asume como deseable que en aras de alcanzar un fin se emplee el medio eficaz que menos daño cause a otros bienes distintos de aquel que se persigue como fin de la norma; en el caso del tercer subprincipio se apunta en una primera instancia a la justificación de la medida, que reside, tal como se interpreta a la proporcionalidad stricto sensu, en la existencia de un balance entre costos y beneficios.
¿Por qué hemos de buscar el modo más eficaz y eficiente de distribuir los costos de la coordinación social sobre los derechos fundamentales? ¿Por qué no dispendiar pródigamente costos en la realización de metas comunes? ¿Por qué no optar por el camino más difícil, costoso e inepto, apuntando a un balance final entre costos y beneficios, donde pierdan los segundos? La sorpresa que genera la sola formulación de estas preguntas manifiesta que tanto el valor como la obligatoriedad de la eficacia, la eficiencia y la proporcionalidad stricto sensu como cualidades de la coordinación social, se comprenden, se “ven”, son inteligibles en sí mismas. Es evidente o visible en sí mismo que la eficacia, la eficiencia y la proporcionalidad son cualidades valiosas del obrar humano social. Y es evidente o visible en sí mismo que la eficacia, eficiencia y proporcionalidad son metas exigibles, vinculantes, obligatorias, en el uso de la fuerza pública. Por ello, parafraseando a Wittgenstein, ni su valor ni su exigibilidad pueden explicarse, sino sólo mostrarse.53
- c)
Por último, en tercer lugar, también se percibe la conexión entre el principio de proporcionalidad e instancias valorativas extra-normativas en lo siguiente: la posibilidad de que el principio cumpla con el fin para el que fue concebido (ser “límite de los límites” que el legislador impone a los derechos humanos)54 depende de que el tercer subprincipio no sea sólo un balance entre costos y beneficios. Si fuera eso y nada más,55 entonces bastaría con dar con una finalidad lo suficientemente alta para que los perjuicios “justificados” fuesen (o pudiesen ser) violaciones de los derechos.56
Por ejemplo, alcanzaría con decir que se persigue como fin algo tan relevante como acabar con el terrorismo internacional para “justificar” —desde la perspectiva que aquí se critica— violaciones del debido proceso legal. Para evitar esto, en otro lugar hemos propuesto que a la dimensión de “justificación” de la medida se le agregue una segunda dimensión que atienda a la intangibilidad del derecho (o de los derechos) en juego,57 es decir, a su contenido, que si se pretende indisponible deberá asociarse a un referente cuya existencia no dependa de su reconocimiento normativo, ni de la pura discrecionalidad del intérprete.58 El mejor modo de progresar por este camino, cuya elucidación desborda los límites del presente estudio, será esbozado en el último punto de este trabajo.
5La razonabilidad como exigencia de la decisión judicialUn quinto rasgo de la dinámica de la “cultura de los derechos” en que estamos inmersos es la exigibilidad del principio de razonabilidad en el ámbito de la decisión judicial, que a su vez se despliega en dos planos: el fáctico y el normativo. Luego de que en el siglo XIX campeara a sus anchas el formalismo jurídico, es decir, una serie de teorías del derecho que pretendieron reducir todos los problemas jurídicos a través de la lógica aplicada a las normas, en el siglo XX se cayó en la cuenta de que tanto el establecimiento de los hechos de cada uno de los casos que debían resolver los jueces como la determinación de las normas aplicables a ellos exigían de su parte tomar partido entre distintas alternativas prima facie idénticas desde el punto de vista de su corrección formal.59
En efecto, aunque se espera que los operadores jurídicos identifiquen los hechos de los casos, lo cierto es que la pretendida identificación, el sustrato fáctico, tiene tanto de hallazgo como de construcción. La dimensión constructiva se despliega en una serie de elecciones: a) de los hechos jurídicamente relevantes entre un entramado casi infinito de hechos; b) de los medios de prueba conducentes; c) de los medios de prueba más convincentes. Por otro lado, jueces y abogados se enfrentan a la necesidad de: a) seleccionar las normas aplicables; b) seleccionar el o los métodos de interpretación con los que interpretarán esas normas; c) seleccionar los resultados a los que esos métodos de interpretación conducen.60
En realidad, las elecciones ínsitas en la comprensión de los hechos no están desconectadas de las elecciones ínsitas en la interpretación de las normas. Como bien apuntó Kelsen en las primeras páginas de su Reinerecthslehre, los hechos humanos no son hechos jurídicos —son puro acontecer— hasta que no son interpretados a la luz de una norma jurídica que les imprime sentido.61 De forma que la identificación de una situación fáctica como situación jurídica o como caso jurídico, ya es en sí misma el resultado de una interpretación jurídica. En Kelsen, la norma jurídica cumpliría una función similar a la que Kant atribuye a las categorías a priori del entendimiento puro: son el molde formal a través del cual se imprime o sella sentido a la conducta humana.
Por seguir el mismo ejemplo de Kelsen (y de Wittgenstein): la presencia de un grupo de personas levantando el brazo en una sala puede interpretarse de muchos modos,62 por ejemplo, como un grupo de personas saludando, o protestando, o “votando” a favor de la sanción de una norma en un Parlamento. La última interpretación sólo es plausible si existe una norma que imprima ese sentido a ese hecho, es decir, una norma que haya establecido que cuando un determinado número de personas levanta el brazo en el recinto del Parlamento y en determinadas circunstancias, entonces ese hecho significará que estará votando a favor o en contra de la sanción de una norma por el Parlamento.
En otras palabras, la lectura jurídica de los hechos presupone la existencia y la interpretación de normas que imprimen sentido jurídico a esos hechos. Por supuesto, los mismos hechos pueden ser leídos o comprendidos desde otros universos de sentido: el político, el económico, el moral, etcétera. Pero así como los mismos hechos pueden interpretarse simultáneamente desde distintas perspectivas interpretativas, así también cada perspectiva interpretativa ofrece distintas lecturas de cada hecho. El hecho de un grupo de personas levantando el brazo en el recinto parlamentario puede interpretarse como la emisión válida o inválida del voto positivo para la sanción de una norma, según cómo se interpreten las normas que rigen el procedimiento parlamentario, y según qué normas se “elijan” como perspectiva para imprimir sentido a ese hecho.63
Esas múltiples selecciones que se producen en uno y otro nivel (el fáctico y el normativo), ¿con arreglo a qué criterio o criterios se deben llevar a cabo? Mientras las teorías del derecho del siglo pasado oscilaron entre la práctica equiparación entre discrecionalidad e irracionalidad,64 por un lado, y la negación de toda discrecionalidad,65 por otro, lo cierto es que, poco a poco, la jurisprudencia constitucional comparada ha respondido esa pregunta con la elaboración del principio de razonabilidad, contracara de la arbitrariedad —proscrita de modo expreso por algunas Constituciones, por ejemplo la Constitución española en el artículo 9.3—.66
De acuerdo con este principio, cada una de las elecciones a las que se enfrenta el operador jurídico debe ser afrontada por él con “razonabilidad”. Esto significa que el operador jurídico está obligado a dar razones, a justificar la adopción del camino que escogió en cada una de las encrucijadas por las que transitó. Una decisión a favor de la que no se han dado razones es irrazonable, arbitraria y, por eso mismo, violatoria del derecho al debido proceso (due process of law) o, con expresión de las Constituciones europeo-continentales, del derecho a la tutela judicial efectiva.67
Una descripción consistente del funcionamiento del principio de razonabilidad nos enfrenta, nuevamente, a preguntas cuya elucidación sólo puede hacerse conectando a las normas jurídicas con bienes o valores que se encuentran más allá de los textos. Veamos.
- a)
Como ocurría con el principio de proporcionalidad, cabe preguntarse acerca de la justificación normativa del principio de razonabilidad. ¿Por qué la razonabilidad y no más bien la no-razonabilidad o, incluso, la irrazonabilidad? ¿Cómo justificar el empleo de este principio? Esto presupone la inteligibilidad y la deseabilidad de lo razonable.68 Una y otra cosa remiten a consideraciones extra-normativas —a razones más básicas— que el operador jurídico da por sentadas cuando aplica el principio de razonabilidad.69 Una vez más, como con el principio de proporcionalidad, lo absurdo de la pregunta acerca de la conveniencia de la razonabilidad manifiesta que tanto su valor como su obligatoriedad son evidentes, y, por lo mismo, no se deducen de otras instancias valorativas o normativas. Se muestran, no se explican.
- b)
En segundo lugar, la pregunta acerca del origen de las razones que justifican el establecimiento de los hechos y la determinación del sentido de las normas tampoco puede responderse sin acudir a valoraciones que se encuentran más allá de los textos. La respuesta, en efecto, no puede provenir de las normas mismas, porque si así fuera incurriríamos en la falacia de la circularidad entre causa y consecuencia (puesto que la causa de la indeterminación son las normas), o, dicho con otras palabras, como el problema que debíamos enfrentar consistía en determinar lo que las normas no determinan, la solución no puede estar en estas últimas, sino en algo ajeno a ellas, aunque conectado.
- c)
Por otra parte, también se perciben las estrecheses de un análisis exclusivamente normativo si se cae en la cuenta de que las razones a las que nos venimos refiriendo —es decir, las razones que el intérprete utiliza tanto para determinar el sentido de las normas jurídicas como para comprender la conducta humana a partir de estas normas— son distintas de las que cabría dar si el problema no fuese práctico sino teórico. El influjo de la filosofía moderna condujo a que durante muchos años se negara la existencia de razones morales, políticas y jurídicas. Todo lo más a lo que podía aspirarse en el ámbito práctico era a acuerdos basados en consensos que a su vez se asentaban en emociones compartidas. La práctica jurisprudencial del principio de razonabilidad presupone, en cambio, la existencia de un ámbito de razonabilidad para el derecho, distinto, como se dijo, del correspondiente a la teoría. Esa diferencia se percibe, sólo por poner un ejemplo, en el hecho de que el derecho posee un campo de “desacuerdo razonable”,70 cuya extensión y contenido son interrogantes a los que los operadores jurídicos se enfrentan de modo cotidiano. Las respuestas a estas preguntas cruciales (puesto que se trata, en definitiva, de preguntas acerca de cuál es el ámbito de lo jurídico) remiten al intérprete de modo constante a las conexiones del derecho con la moral y con la política71 —y plantean como problema latente el de la identidad del derecho, es decir, el de qué es lo que el derecho en definitiva aporta al razonamiento práctico—.
El recorrido seguido hasta aquí nos permitió tratar la primera hipótesis de fondo del presente trabajo: los elementos centrales de la “cultura de los derechos” en la que están inmersos los sistemas jurídicos occidentales no pueden explicarse de modo consistente sin una referencia a alguna instancia axiológica y normativa independiente tanto de las normas concretas que los componen como de toda praxis humana. En lo que sigue se profundizará en la segunda parte de esta última tesis, es decir, se expondrán las razones para fundar la aserción de que el orden moral al que refiere la cultura de derechos es independiente no sólo de esta cultura, sino de toda praxis humana. A través de esta profundización se pretende también concretar el alcance de la “independencia”, sobre todo a la luz de la segunda hipótesis de este trabajo, a saber, que la cultura de derechos conecta su propia validez y obligatoriedad con el nivel de adecuación al OMI.
1Derecho y OMI¿En qué sentido preciso es “independiente” el orden moral con el que se relaciona la cultura de derechos? Sólo respondiendo a esta pregunta podrá entenderse qué se pretende afirmar cuando se dice, como aquí se ha hecho, que las instancias valorativas a las que remite cada uno de los elementos considerados en este trabajo implican una referencia al OMI. Pues bien, el concepto de independencia es relativo: implica distinción entre dos polos, aunque no necesariamente separación. Describir el sentido preciso de la independencia del orden moral exige, pues, determinar qué es aquello de lo cual se distingue el orden moral, en qué sentido, y con cuánta fuerza o extensión.
El dilema del regreso al infinito sólo puede sortearse si el orden moral es independiente no sólo respecto del derecho positivo, sino también de cualquier otra práctica normativa convencional, tanto desde un punto de vista epistémico como desde un punto de vista moral. A las dos primeras preguntas cabe, pues, responder: el orden moral es independiente de todo sistema normativo tanto en el orden del conocimiento como en el orden de la justificación u obligatoriedad.
En el orden epistémico, autores de tradiciones y escuelas tan distintas, como Alejandro Llano y Fernando Inciarte de un lado, o Simon Blackburn, Stephen Laurence y Eric Margolis de otro, coinciden en que el intento por explicar la inteligibilidad y comunicabilidad de los conceptos prescindiendo de conceptos primitivos o básicos que son inteligibles en sí mismos (y por ende no se construyen), acaba de forma casi insorteable en la disyuntiva de la circularidad o del regreso al infinito.72
En el sentido epistémico, la independencia implica, pues, inteligibilidad intrínseca tanto del significado —y la extensión— de los bienes o valores últimos a los que apunta el orden moral como de los tipos de conductas imperados. La inteligibilidad intrínseca implica, a su turno, que los bienes y los tipos de acción morales no son el resultado de construcciones discursivas convencionales, sino el objeto de la aprehensión intelectual de (a) la real naturaleza valiosa o apetecible de los bienes humanos, y (b) la real relación de impacto positivo entre los tipos de acción imperados y la actualización de los bienes.
En el sentido justificativo, la independencia implica que la naturaleza obligatoria o debida de las proposiciones morales que imperan realizar estas acciones se autojustifica, porque no se deriva de proposiciones morales más abstractas.73
La tradición que más ha insistido en la existencia de un OMI que imprime sentido y a la vez justifica la validez (y obligatoriedad) del derecho positivo es, sin lugar a dudas, la tradición del derecho natural. Un modo de aproximarse al tercer problema, el de la fuerza de la “independencia”, es, pues, averiguar su sentido y alcance dentro de esta misma tradición.
A este respecto, Javier Hervada ha dicho que el derecho natural no debe ser entendido —aunque esto ocurra con frecuencia— como “un sistema jurídico, orden u ordenamiento jurídico que subsista separado y paralelamente al derecho positivo, que sería otro sistema jurídico”.74 En efecto, el derecho natural “no es un sistema jurídico sino el núcleo básico, primario y fundamental de cada sistema de derecho u ordenamiento jurídico”.75 Contra lo que en ocasiones se asume sin demasiada discusión, cuando en la tradición iusnaturalista se habla de derecho natural y de derecho positivo no se hace referencia a “dos sistemas de derecho, el ordenamiento jurídico natural y el ordenamiento jurídico positivo, sino que el sistema jurídico es único, un sistema jurídico unitario constituido por el derecho natural y el derecho positivo, o dicho con más precisión, formado por factores jurídicos naturales y factores jurídicos positivos”.76
Una comprensión del iusnaturalismo como la que critica Hervada, consistente en afirmar que para esta posición existen dos sistemas jurídicos: el positivo, que estaría en los códigos, y el natural, que nadie habría visto jamás (se encontraría, aventurarían quizá algunos en tono de broma, en las sacristías de determinadas iglesias), es falsa respecto de los iusnaturalistas más relevantes,77 lo que justifica la queja de algunos de ellos.78
Si en lugar de referirnos al derecho natural nos limitamos a afirmar que la cultura de derechos se vincula con un OMI, siguiendo la propuesta de Hervada, a modo de “núcleo básico”, ¿qué significa exactamente que el OMI es un “núcleo básico”?
Significa, entre otras cosas, que en cada una las normas que componen un sistema jurídico se conjugan dos fuentes de juridicidad: por una parte, la juridicidad que proviene de la relación de determinación o concreción entre la materia o contenido del derecho positivo y la materia intrínsecamente razonable del OMI; por otra, la juridicidad que proviene del hecho de que la determinación o concreción del OMI haya sido realizada por la autoridad competente con arreglo al procedimiento válido y eficaz. Esta mezcla o entrelazamiento se encuentra presente tanto en el caso de los principios, en los que a primera vista la autoridad o el operador jurídico parecen secundarios, como en el de las reglas, que parecen prima facie obra exclusiva de la decisión del operador jurídico.
A continuación se analizará cómo esto último se verifica en un caso concreto. Se podrá percibir, así, el modo en que los jueces típicamente determinan el OMI, tanto en lo que respecta a los principios como a las reglas.
Se trata del caso Saguir y Dib, resuelto por la Corte Suprema de la Argentina. Los hechos se dieron del siguiente modo: un joven de veinte años necesitaba un transplante de riñón y que la única persona histoidéntica —es decir, compatible— identificada era su hermana menor, de diecisiete años y diez meses de edad. La norma que regulaba por entonces este tipo de transplantes establecía que “Toda persona capaz, mayor de 18 años, podrá disponer de la ablación en vida de algún órgano o de material anatómico de su propio cuerpo para ser implantado en otro ser humano, en tanto el receptor fuere con respecto al dador, padre, madre, hijo o hermano consanguíneo...”. Como salta a la vista, a la dadora le faltaban dos meses para cumplir la edad referida en la ley, por lo que la joven y sus padres pidieron autorización judicial para suplir ese requisito y realizar la intervención. En el caso debía examinarse, por tanto, la interpretación correcta de la regla transcripta. Junto con la regla que directamente regía el caso, fueron alegadas por los demandantes y por el Ministerio Público, como herramientas a tener en cuenta para la decisión judicial, otras normas: las que reconocen el derecho a la salud (del joven), a la integridad física (de su hermana) y a la vida (de ambos).
Los críticos de la conexión entre la cultura de derechos y un OMI —quienes critican, dicho de otro modo, la tesis de la conexión entre derecho y moral— lo hacen desde dos perspectivas: a) afirmando que los sistemas jurídicos contienen sólo reglas jurídicas y no principios; b) afirmando que los sistemas jurídicos contienen reglas y principios. Tanto para unos como para otros no hay conexión porque la existencia y el contenido de las reglas (primera perspectiva), o de las reglas y principios (segunda perspectiva) dependen exclusivamente del legislador, es decir, tanto unos como otros niegan que las reglas o las reglas y los principios remitan o se relacionen de algún modo con un OMI. El caso Saguir y Dib es un ejemplo de que la tesis de la separación entre derecho y moral es falsa en el nivel de las reglas y en el de los principios. Veamos.
Podría pensarse, a primera vista, que el operador jurídico —en particular el legislador— es omnímodo en lo que se refiere a las reglas, en el sentido de que no tiene ningún límite a la hora de crearlas ni de fijar su contenido. Lo cierto es que, consideradas todas las circunstancias, se advierte que cuando el legislador crea una regla lo hace decidiendo dentro de unos márgenes con los que él se encuentra, y frente a los que sólo le corresponde su reconocimiento y respeto. Tomando la regla transcripta (según la cual para ser donante de un órgano hay que ser capaz y mayor de dieciocho años) como ejemplo, resulta posible afirmar que el legislador podría seguramente haber establecido como “piso” una edad diferente (veintiún años, por caso, o dieciséis), pero no podría haber dispuesto la inexistencia de una edad mínima, o la obligatoriedad de los trasplantes, o la incapacidad como exigencia para su procedencia, alternativas todas ellas irrazonables porque supondrían traspasar el límite que los principios que gobiernan la relación jurídica subyacente imponen a la actuación legislativa.
Las reglas son, pues, el resultado de una decisión del legislador o del operador jurídico no entre todas las alternativas imaginables, sino sólo entre varias alternativas razonables. Dicho con otras palabras, la razonabilidad, que proviene de la finalidad dentro de la que las reglas se inscriben (por ejemplo, en el caso de las reglas de tránsito, asegurar que el tránsito sea seguro y veloz, razón por la que sería irrazonable que una regla estableciese que todas las calles de una ciudad tienen una misma dirección), impone un límite a la voluntad del operador jurídico; ese límite es, precisamente, el OMI.
Sin él resultaría imposible distinguir dentro del elenco de alternativas disponibles el grupo de las alternativas razonables.
La sentencia de la Corte Suprema en Saguir y Dib pone de manifiesto, por otro lado, que los principios que utilizan los jueces a la hora de resolver los casos no siempre provienen del derecho positivo (entendido como las normas, en este caso constitucionales). Los jueces ponderaron los principios que reconocen el derecho a la salud, el derecho a la integridad física y —nada más y nada menos— el derecho a la vida; sin embargo, y esto es lo que cabe resaltar, ninguno de ellos tenía reconocimiento constitucional expreso en la Constitución argentina tal como regía cuando este caso fue resuelto.79 Los jueces, en definitiva, usaron principios no enumerados de forma expresa como si formaran parte de la Constitución. ¿Significa esto que los principios no necesitan ningún tipo de positivación para existir? ¿Podríamos concluir que en este caso los jueces usaron el OMI para colmar una laguna del derecho constitucional? Es un modo posible de mirar el caso, pero ciertamente no es el más convincente. Las veces en las que, como ocurrió aquí, los jueces hacen referencia a un OMI, lo hacen desde su autoridad de jueces constitucionales. Lo hacen, en otras palabras, desde el sistema constitucional, presuponiendo en forma explícita o implícita la referencia del sistema constitucional al OMI. Afirmando, en otras palabras, algo así como un mandato del derecho constitucional de interpretar el sistema jurídico en su totalidad a la luz del OMI.
Esta práctica muestra, en fin, la convicción típica de los jueces según la cual el derecho constitucional y el OMI no son dos órdenes paralelos, que actúan uno en subsidio del otro. Son más bien dos órdenes que casan o se funden entre sí formando un sistema único, de forma tal que, bien miradas las cosas, los jueces no se proponen “incorporar” principios “nuevos”, sino explicitar o manifestar la vigencia (y validez) de principios aún no manifestados del todo.
Los principios son, pues, el resultado del reconocimiento por parte del legislador o de un operador jurídico (un abogado, un juez…) de la razonabilidad intrínseca de un determinado bien humano (la salud, la integridad física, la vida) y, fundamentalmente, de su compatiblidad o ajuste lógico con el sistema constitucional en su totalidad. No cualquier principio intrínsecamente razonable forma parte del sistema constitucional, sino únicamente aquellos que, a juicio de quien tiene autoridad para crear derecho, conforman una malla de inteligibilidad y sentido para el sistema en su totalidad. Nuevamente, como con las reglas, nos enfrentamos a una mixtura entre positividad (aportada por el juicio del legislador y del juez, según el cual un principio casa con el sistema) y razonabilidad (aportada por el bien humano básico cuyo reconocimiento es el objeto del principio).
2Hacia las razones últimasEn definitiva, la cultura de derechos hace referencia a un OMI no sólo de la praxis jurídica, sino también de toda praxis humana en el sentido preciso de que se trata de un orden que no es instituido por el hombre. Esta referencia se manifiesta, en primer lugar, en el lenguaje típico de esta cultura —“reconocimiento”, “proporcionalidad”, “razonabilidad”, etcétera— y, en segundo lugar, en la circularidad o regreso al infinito a que conduce todo intento de eludirla y de pretender, simultáneamente, dar cuenta de la inclusión de principios en el orden jurídico (y justificar la cadena de validez que conecta a los principios con las reglas y/o su obligatoriedad jurídica) o describir y explicar las exigencias de proporcionalidad y de razonabilidad.
La referencia de la cultura de derechos a un OMI, por otra parte, no es una referencia a un orden paralelo, sino a un orden axiológico y normativo intrínsecamente entrelazado con la cultura de derechos en un sistema único.
Llegados a este punto, las preguntas que siguen se imponen por su propia fuerza: ¿por qué razón o conjunto de razones una explicación consistente de varios de los elementos centrales de los sistemas normativos actuales requiere ir más allá de la mera normatividad o positividad? ¿Podría la cultura de derechos no hacer referencia alguna a un OMI? ¿Por qué no alcanza con la instauración normativa y/o con la eficacia —cualquiera sea la dosis que empleemos para relacionar uno y otro elemento— para dar cuenta del fenómeno jurídico tal como lo observamos en los elementos precedentemente expuestos? Por otro lado, luego de las respuestas a las preguntas anteriores, ¿qué cualidades debería tener este OMI? ¿La cultura de derechos refiere a cualquier OMI o refiere, en cambio, a un OMI con cualidades formales y/o materiales mínimas?
Sobre la necesariedad o contingencia de la referencia a un OMI, Robert Alexy ha argüido que “todo sistema jurídico mínimamente desarrollado contiene de modo necesario principios”80 (tesis de la incorporación), y que los principios en un sistema jurídico conducen a una conexión necesaria entre el derecho y alguna moral, puesto que al menos algunos de los principios que los jueces emplean para resolver los casos dudosos pertenecen a “alguna moral” (tesis de la conexión).81 En los párrafos anteriores hemos profundizado en las razones para defender la conexión entre principios y un OMI.
Asumiendo como válida esta última tesis, conviene ahora profundizar en los argumentos de Alexy a favor de lo que podríamos denominar su tercera tesis, la tesis de la corrección, según la cual la conexión entre el derecho y el OMI no es sólo con “alguna moral”, sino con una moral “que se considera correcta”.82
Alexy sostiene, en este sentido, que “tanto las normas aisladas y las decisiones judiciales aisladas como así también los sistemas jurídicos en tanto un todo formulan necesariamente una pretensión de corrección”. 83 Los sistemas normativos que no formulan una pretensión de corrección no son sistemas jurídicos. Se trataría, pues, de una pretensión que permite clasificar a algunos sistemas normativos como sistemas jurídicos, negando este último carácter a aquellos sistemas normativos que, incluso teniendo cualidades formales comunes con los sistemas jurídicos, no formulan una pretensión de corrección.
En apoyo de esta aserción, Alexy señala que los sistemas, las normas y sentencias que no formulan una pretensión de corrección hacen incurrir a sus autores en contradicciones performativas. Propone dos ejemplos ficticios: el de una Constitución que estipulase en su primer artículo que “X es una república soberana, federal e injusta”, y el de una sentencia en la que se dijese que “El acusado es condenado, en virtud de una falsa interpretación del derecho vigente, a prisión perpetua”. “Los dos ejemplos muestran que los participantes en un sistema jurídico formulan necesariamente una pretensión de corrección. En la medida en que esta pretensión tiene implicaciones morales, se pone de manifiesto una conexión conceptualmente necesaria entre derecho y moral”.84
El argumento de la contradicción performativa implica algo que Alexy da por supuesto, pero que desde otras tradiciones se ha desarrollado de modo expreso, a saber, que todo acto jurídico, toda participación en el derecho, implica una elección. En palabras de Sergio Cotta, quien opta por actuar conforme a derecho realiza una opción más fundamental por la razón o verdad práctica como modo de interacción social, y deja de lado la violencia. Desde esta perspectiva, el argumento de Alexy podría completarse del siguiente modo: como actuar conforme a derecho es elegir lo razonable por oposición a la violencia, es pragmáticamente contradictorio usar el derecho para hacer violencia. Si el derecho es la opción por lo razonable en lugar de la violencia, todo uso del derecho orientado de forma deliberada y consciente a realizar lo irrazonable (injusto) es una contradicción performativa, o, si se quiere y en línea con Searle, un acto fallido.
Con esto, sin embargo, desde la perspectiva peculiar que adopta Alexy no queda demostrada la “tesis de la vinculación”. Este autor reconoce que un positivista podría estar de acuerdo con el argumento de la corrección y mantener, sin embargo, la tesis de la separación.
Para ello dispone de dos estrategias. Puede, primero, aducir que la no satisfacción de la pretensión de corrección no implica la pérdida de la calidad jurídica. La pretensión de corrección fundamentaría —prescindiendo del caso límite del sistema normativo que no la formula de modo alguno— una conexión cualificante pero no clasificante. Por ello, si se prescinde del mencionado caso límite, la tesis de la separación no queda afectada en la medida en que apunte a una conexión clasificante. Se elige la segunda estrategia cuando se sostiene que la pretensión de corrección tiene un contenido trivial que carece de implicaciones morales y, por ello, no puede conducir a una conexión conceptualmente necesaria entre derecho y moral.85
Alexy propone rebatir una y otra objeción a través del argumento de la injusticia y del argumento de los principios, respectivamente.
Según el argumento de la injusticia, cuando una norma aislada o un sistema jurídico considerado como un todo traspasan un determinado umbral de injusticia pierden el carácter jurídico. La ley extremadamente injusta no es derecho, y el sistema normativo extremadamente injusto no es un sistema jurídico. El argumento de los principios, por su parte, se refiere no a una situación excepcional sino a la vida jurídica cotidiana. De acuerdo con Alexy, existe un camino que une la distinción entre principios y reglas con la tesis de la conexión necesaria entre derecho y moral. Esa vía cuenta con tres tesis sucesivas, cada una de las cuales complementa a la anterior, especificándola: la “tesis de la incorporación”, la “tesis moral” y la “tesis de la corrección”. Según la primera, como se dijo líneas más arriba, “todo sistema jurídico mínimamente desarrollado contiene necesariamente principios”;86 de acuerdo con la segunda, la presencia (“la incorporación”) de principios en un sistema jurídico conduce a una conexión necesaria entre el derecho y alguna moral, puesto que al menos algunos de los principios que los jueces emplean para resolver los casos dudosos pertecen a “alguna moral” (aunque no sea la moral “correcta”).87 Según la tesis de la corrección, por último, la conexión entre el derecho y la moral no es sólo con “alguna moral”, sino con la moral “que se considera correcta”. Se trata de “una aplicación del argumento de la corrección dentro del marco del argumento de los principios”.88 Alexy pone de manifiesto de modo contundente cómo los distintos argumentos que pueden esgrimirse contra las tres tesis no resisten el peso opuesto de argumentos contrarios. No entraremos aquí en este debate porque nos desviaría de nuestro objetivo central. La conclusión es que desde la perspectiva del participante de un sistema normativo, el sistema en su conjunto y cada una de sus normas se encuentran conceptualmente vinculados con un OMI, como consecuencia de los tres argumentos mencionados (el de la corrección, el de la injusticia y el de los principios).
Vale la pena, partiendo de estas ideas, avanzar un paso más. ¿Qué significa, sin embargo, la tesis de la conexión o de la vinculación desde la perspectiva precisa del Estado constitucional, en el que los derechos son una “política” que vincula “a todos los poderes públicos”? ¿Cuándo el gobierno reconoce o identifica, protege y promueve efectivamente esos derechos? ¿Cuándo lleva adelante esa “política de derechos”?89 O, dicho con otras palabras, ¿cómo llegar a un concepto, a un catálogo, a una fundamentación y a una interpretación de los derechos humanos que asegure el reconocimiento efectivo de los derechos —que evite inconsistencias—? En la exposición precedente cada uno de los problemas tratados —tomados del derecho constitucional comparado— involucró de modo directo estas preguntas. Su respuesta, tal como se intentó mostrar y sirve como conclusión global de lo ya dicho, requiere indispensablemente del recurso a instancias que van más allá de los textos normativos en los que los derechos son reconocidos. Podría pensarse, quizá, como hizo por ejemplo Norberto Bobbio, que la instancia aludida es el consenso,90 puesto que la moral con la que el derecho se conecta sería sólo una construcción social a la que se llegaría mediante acuerdos; allí se encontrarían el fundamento de los derechos humanos y el lugar en el que debería buscarse la superación de las indeterminaciones semánticas que aparecen a la hora de interpretarlos. Hay un argumento, sin embargo, que quita todo atractivo a esta alternativa: el discurso de los derechos se ha presentado históricamente como el límite de “lo acordable” o, parafraseando al Tribunal Constitucional alemán, como “límite de los límites” que el consenso (incluso el consenso democrático) puede legítimamente imponer a la autonomía de la acción humana. Es decir, si el sentido de los derechos dependiera del consenso, los derechos carecerían de sentido. La solución, entonces, hay que buscarla en otro lado.
¿Dónde? Lo expuesto hasta aquí permite aventurar que una respuesta posible pasa por advertir que todo sistema jurídico formula no una sino dos pretensiones: por un lado, la pretensión de adecuación a un OMI; por otro, una pretensión de objetividad semántica o conceptual, que imprime inteligiblidad en el derecho, y una pretensión de objetividad moral que imprime justificación a la cadena de validez y obligatoriedad (normatividad).91 Por las razones expuestas a lo largo de este trabajo, sin una y otra el discurso de los derechos se torna autorreferente y, por eso, infundado e ininteligible.92
3Los presupuestos lógicos de las pretensiones de corrección y de objetividadAmbas pretensiones presuponen al menos lo siguiente:
- a)
Que la validez, obligatoriedad y razonabilidad de un sistema jurídico no dependen enteramente de quien opera con él (legislando, adjudicando o traficando con el derecho), sino que descansan en parte en su capacidad para realizar bienes o valores humanos con los que los operadores se encuentran, y que son verdaderos “universal y necesariamente, es decir, aplicables a todos los seres humanos en todo tiempo y lugar”.93 A esta afirmación se opone el relativismo, y plantea “que no puede darse ninguna verdad absoluta, universal y necesaria, sino que la verdad hay que concebirla en virtud de un conjunto de elementos condicionantes que la harían particular y mutable siempre”.94
- b)
Que la razón es capaz de conocer esos bienes o valores, así como el valor positivo o negativo del obrar humano en función de su mayor o menor capacidad para realizar esos bienes o valores. A esta afirmación se opone el escepticismo,95 que “sostiene que la verdad existe o podría existir; pero no podremos alcanzarla, es decir, si existe o no una realidad es algo sobre lo que se ha de suspender el juicio. Algunas formas mitigadas de escepticismo sostienen que solamente podemos alcanzar la realidad como opinión probable, pero sin certeza”.96
La proposición formulada requiere al menos de dos precisiones complementarias. En primer lugar, la afirmación de que es posible conocer el bien no necesariamente supone la aceptación de “hechos” a los que la razón debería acomodarse o debería reflejar. Esta es también una equivocada caracterización de la teoría del derecho natural en la que se suele incurrir.97 El conocimiento práctico difiere del especulativo precisamente en este punto:
la razón directiva de la conducta humana es una razón con fundamento en la realidad, lo que no significa que conozca sus proposiciones por estricta correspondencia con unos supuestos “hechos morales”; por lo tanto, hay en la razón práctica… una dimensión constructiva o constitutiva, pero se trata siempre de una razón no meramente constructiva, sino que formula sus proposiciones a partir de la aprehensión de las estructuras de la realidad extramental.98
En segundo lugar, por tanto, los principios jurídicos son el resultado de una formulación de la razón práctica (no son árboles, piedras o animales)
a partir de un elemento material dado por el conocimiento experiencial de las realidades humano-sociales, y de un elemento formal provisto por los primeros principios autoevidentes de la razón práctica… De este modo, la objetividad que se pretende para los principios jurídicos es más radical que la meramente transubjetiva, ya que depende de modo decisivo e inexcusable de una realidad independiente del sujeto.99
- c)
Lo anterior implica, a su vez, lo que podríamos denominar la “inteligibilidad intrínseca de la acción”, que se despliega, al menos, en los siguientes postulados: i) el obrar humano se hace comprensible a la mirada externa a través de su ubicación en tipos o clases de acciones; ii) los tipos en parte se abstraen y en parte se construyen, en función de la relación de impacto de la conducta tipificada sobre los bienes humanos básicos; iii) la inteligibilidad intrínseca de la acción es la condición de su comunicabilidad.
- d)
La condición de esta comunicabilidad del lenguaje sobre la acción implica, a su vez, la primacía de la referencia sobre el significado socialmente construido. Se oponen a esta posición quienes reducen el lenguaje al uso, y la apoyan autores como Michael S. Moore, quien propone una “teoría realista de la interpretación constitucional”,100 para cuya consecución una teoría semántica realista es un componente central.101
La remisión propuesta —la pretensión de objetividad semántica y moral— y cada uno de los tres presupuestos anteriores a ella poseen un innegable aire de familia con las antiguas teorías de la filosofía clásica acerca de la razón práctica y el derecho natural. Frente al relativismo, “el universalismo clásico, como el de Platón y Aristóteles, San Agustín y Santo Tomás de Aquino, admite la existencia de verdades particulares y contingentes, además de las verdades universales y necesarias”;102 frente al escepticismo, el cognitivismo clásico, “aunque admite la limitación del conocimiento humano y la dificultad o imposibilidad de alcanzar certeza en muchos casos, afirma la capacidad de la razón humana para alcanzar con certeza las realidades más básicas y también otras que son objeto de conocimiento científico o de reflexión racional en el ámbito teórico y en el práctico”.103 Lo que se ha expuesto hasta aquí partiendo de elementos tomados del derecho constitucional comparado permite intuir, en fin, que la “tradición central de Occidente” preserva aún un atractivo difícilmente igualable a la hora de hacer frente al desafío de hallar un discurso jurídico consistente104, que dé cuenta de las relaciones del derecho con la moral y con la política, y evite su confusión con la violencia, el caos y la anarquía.
El carácter supremo o definitivo de las Constituciones estatales y de las decisiones de los órganos judiciales supremos de cada país se ha visto desplazado en lo referente a los derechos humanos por la evolución de los sistemas de protección internacional. Es el caso, por ejemplo, del sistema interamericano de derechos humanos, ámbito en el que desde el 2000 la Corte Interamericana inició un proceso progresivo de reconocimiento del así llamado “control de convencionalidad”, mediante el cual la Corte interpreta una norma jurídica “y la analiza a la luz de las disposición de la Convención”. El resultado de esta operación será siempre un juicio en el que se dirá si tal norma o tal hecho es o no compatible con la Convención Americana” (CIDH, caso Las Palmeras vs. Colombia, sentencia del 4 de febrero de 2000, párr. 33). Cfr. Rey Cantor, Ernesto, Control de convencionalidad de las leyes y derechos humanos, México, Porrúa, 2008. En este sentido preciso es que puede hablarse, creemos, de “neoconvencionalismo”.
Reinach, Adolf, Los fundamentos a priori del derecho civil, edición, traducción y estudio preliminar de Mariano Crespo, Granada, Comares, 2010. Sobre el interés en el estudio de los a priori, cfr. Recaséns Siches, Luis, “Situación presente y proyección de futuro de la filosofía jurídica”, Anales de la Facultad de Derecho, tercera época, vol. III, núm. 5, enero-diciembre de 1956.
Stone Sweet, Alex, “Constitutional Courts”, en Rosenfeld, Michel y Sajó, András (eds.), The Oxford Habdbook of Comparative Constitutional Law, Oxford, Oxford University Press, 2012, pp. 816-830, 816.
Cfr. Hervada, Javier, “Problemas que una nota esencial de los derechos humanos plantea a la filosofía del derecho”, Persona y Derecho, 9, 1982, pp. 243-256.
Sostuvo textualmente Hervada: “Por derechos humanos se entiende comúnmente aquellos derechos —sin entrar ahora en si ese apelativo es exacto— que el hombre tiene por su dignidad de persona —o si se prefiere, aquellos derechos inherentes a la condición humana—, que deben ser reconocidos por las leyes; en caso de que esos derechos no se reconozcan, se dice que se comete injusticia y opresión. E incluso se admite que la falta de reconocimiento —el hecho de que no se respeten esos derechos— genera la legitimidad del recurso a la resistencia, activa o pasiva. Si se trata de derechos que deben ser reconocidos, cuya contravención genera injusticia e incluso el derecho a la resistencia, la conclusión parece evidente: por derechos humanos entendemos unos derechos que preexisten a las leyes positivas. Por eso, de estos derechos se dice que se declaran; y de ellos se dice también que se reconocen —no que se otorgan o conceden— por las leyes positivas” (ibidem, p. 244).
Adoptada y abierta a la firma, ratificación y adhesión por la Asamblea General de las Naciones Unidas en su resolución 34/180, de 18 de diciembre de 1979. Entró en vigor el 3 de septiembre de 1981, de acuerdo con lo establecido en su artículo 27. Cfr. Zumaquero, José Manuel y Bazán, José Luis (eds.), Textos internacionales de derechos humanos II. 1978-1998, Pamplona, EUNSA, 1998, pp. 87-100.
Ley Fundamental de la República Federal de Alemania, del 23 de mayo de 1949 (Boletín Oficial Federal, I, p. 1) con las 52 revisiones realizadas desde aquella fecha, última revisión del 28 de agosto de 2006 (Boletín Oficial Federal, I, p. 2034) (Boletín Oficial Federal, III pp. 100-101), Herausgeber: Deutscher Bundestag, editado por Bundestag Alemán —Verwaltung—, Referat Öffentlichkeitsarbeit, Sección de Relaciones Públicas, Berlín, 2009, www.bundestag.de.
Serna Bermúdez, Pedro, “El derecho a la vida en el horizonte cultural europeo de fin de siglo”, en Massini, C. I. y Serna, P. (eds.), El derecho a la vida, Pamplona, EUNSA, 1998, pp. 23-79; Serna Bermúdez, Pedro, Positivismo conceptual y fundamentación de los derechos humanos, Pamplona, EUNSA, 1990, passim.
Cfr., al respecto, Harrington, Alexandra, “Don’t Mind the Gap: the Rise of Individual Complaint Mechanisms within International Human Rights Treaties”, Duke Journal of Comparative Law, 22, 2012, pp. 153-182. El proceso ha sido particularmente intenso en Europa y en América Latina. Es interesante, en este sentido, el análisis de los cambios ocurridos en México, sobre todo a partir de la reforma constitucional que fuera publicada en el Diario Oficial de la Federación el 10 de junio de 2011, que —entre otras cosas— otorga rango constitucional a los tratados internacionales. Cfr. Herrerías Cuevas, Ignacio Francisco, Control de convencionalidad y efectos de las sentencias, México, Ubijus, 2011.
Cfr. Jackson, Vicki, Constitutional Engagement in a Transnational Era, Oxford, Oxford University Press, 2010, esp. pp. 257-285.
Cfr., al respecto, Boggiano, Antonio, Introducción al derecho internacional. Relaciones exteriores de los ordenamientos jurídicos, Buenos Aires, La Ley, 1995, pp. 1-12 y 123-129; del mismo autor, Teoría del derecho international. Las relaciones entre los ordenamientos jurídicos, Ius inter iura, Buenos Aires, La Ley, 1996, “Presentación”, pp. 1-13 y passim.
Se dice textualmente en el artículo 27: “El Gobierno federal está obligado a afianzar sus relaciones de paz y comercio con las potencias extranjeras por medio de tratados que estén en conformidad con los principios de derecho público establecidos en esta Constitución”.
Se dice en el artículo 31 que “Esta Constitución, las leyes de la Nación que en su consecuencia se dicten por el Congreso y los tratados con las potencias extranjeras son la ley suprema de la Nación; y las autoridades de cada provincia están obligadas a conformarse a ella, no obstante cualquiera disposición en contrario que contengan las leyes o constituciones provinciales, salvo para la provincia de Buenos Aires, los tratados ratificados después del Pacto del 11 de noviembre de 1859”.
Dentro de la parte III de la Convención (Observancia, aplicación e interpretación de los tratados), sección primera (Observancia de los tratados), se establece: “Artículo 26. «Pacta sunt servanda». Todo tratado en vigor obliga a las partes y debe ser cumplido por ellas de buena fe. Artículo 27. El derecho interno y la observancia de los tratados. Una parte no podrá invocar las disposiciones de su derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado. Esta norma se entenderá sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo 46”. A su vez, en el artículo 46 se establece que “Disposiciones de derecho interno concernientes a la competencia para celebrar tratados. 1. El hecho de que el consentimiento de un Estado en obligarse por un tratado haya sido manifiesto en violación de una disposición de su derecho interno concerniente a la competencia para celebrar tratados no podrá ser alegado por dicho Estado como vicio de su consentimiento, a menos que esa violación sea manifiesta y afecte a una norma de importancia fundamental de su derecho interno. 2. Una violación es manifiesta si resulta objetivamente evidente para cualquier Estado que proceda en la materia conforme a la práctica usual y de buena fe”.
Nino, Carlos S., Derecho, moral y política. Una revisión de la teoría general del derecho, Barcelona, Ariel, 1994, p. 62.
Cfr. los casos CSJN, Sociedad Anónima Martín y Cía. Ltda., fallos 257:99 (1963) y Sociedad Anónima Pretrolera Argentina Esso, fallos 271:7 (1968).
Cfr. los casos CSJN, Ekmekdjian, fallos 308:647 (1992); Fibraca, fallos 316:1669 (1993), Hagelin, fallos 326:3268 (1993); Cafés La Virginia, fallos, 317:1282 (1994).
Como una de las derivaciones evidentes de la jurisprudencia mencionada en la nota anterior, se estableció en el artículo 75, inc. 22, de la Constitución reformada que corresponderá al Congreso: “22. Aprobar o desechar tratados concluidos con las demás naciones y con las organizaciones internacionales y los concordatos con la Santa Sede. Los tratados y concordatos tienen jerarquía superior a las leyes. La Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre; la Declaración Universal de Derechos Humanos; la Convención Americana sobre Derechos Humanos; el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales; el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y su Protocolo Facultativo; la Convención sobre la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio; la Convención Internacional sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial; la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer; la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes; la Convención sobre los Derechos del Niño; en las condiciones de su vigencia, tienen jerarquía constitucional, no derogan artículo alguno de la primera parte de esta Constitución y deben entenderse complementarios de los derechos y garantías por ella reconocidos. Sólo podrán ser denunciados, en su caso, por el Poder Ejecutivo nacional, previa aprobación de las dos terceras partes de la totalidad de los miembros de cada Cámara. Los demás tratados y convenciones sobre derechos humanos, luego de ser aprobados por el Congreso, requerirán del voto de las dos terceras partes de la totalidad de los miembros de cada Cámara para gozar de la jerarquía constitucional”.
E incluso se aplicó al estudio de subsistemas específicos. Cfr., por ejemplo, Alais, Horacio, Los principios del derecho aduanero, Madrid-Barcelona-Buenos Aires, Marcial Pons, 2008; Mármol, Pablo, “Los principios jurídicos como fuente del derecho concursal. Teoría general y análisis particular de los cinco principios que vertebran e iluminan el sistema alimentario”, tesis doctoral defendida en la Universidad Austral el 28 de marzo de 2012; especialmente, Sánchez-Ostiz, Pablo, Fundamentos de política criminal. Un retorno a los principios, Madrid, Marcial Pons, 2012.
Cfr. Alexy, Robert, “Rights and Liberties as Concepts”, en Rosenfeld, Michel y Sajó, András (eds.), op. cit., pp. 283-297. Por lo apuntado en el texto, la diferencia entre principios y reglas es, según este autor, “mucho más que una discusión de un problema teórico-normativo” (291).
Alexy, Robert, El concepto y la validez del derecho y otros ensayos, trad. de J. M. Seña, Barcelona, Gedisa, 1997, pp. 75-79.
Concretamente, “optimization requirements”. Cfr. Alexy, Robert, “Rights and Liberties as Concepts”, cit., pp. 283-297, 291.
Cfr. Alexy, Robert, A theory of constitutional rights, trad. J. Rivers, Oxford, Oxford University Press, 2002, pp. 394-414. Cfr. una explicación del funcionamiento del balancing test en los Estados Unidos en Aleinikoff, A., “Constitutional Law in the Age of Balancing”, The Yale Law Journal, 96, 1987, pp. 943-1005. Cfr. un análisis de la posición de Alexy en Jestaedt, Matthias, “The doctrine of balancing – Its Strengths and Weaknesses”, en Klatt, Matthias (ed.), Institutionalized Reason. The Jurisprudence of Robert Alexy, Oxford, Oxford University Press, 2012, pp. 152-172.
Cfr. Massini Correas, Carlos Ignacio, “Razón práctica y objetividad del derecho. El debate contemporáneo acerca de los principios jurídicos”, en Sapientia, 2004, pp. 224-241.
Existe otra dimensión del control de constitucionalidad que no será analizada aquí, referida a las competencias que la Constitución asigna a diferentes órganos del Estado, o al Estado y a los Estados en los que el Estado se subdivide.
El leading case que dio lugar la creación de la judicial review fue “Marbury v. Madison”, 5 U. S. 137 (1803).
Urbina, Francisco, “A Critique of Proportionality”, American Journal of Jurisprudence, 57, 2012, http://ssrn.com/abstract=2173690.
Cfr. Schlink, Bernhard, “Proportionality in Constitutional Law: Why Everywhere but Here?”, Duke Journal of Comparative Law, 22, 2012, pp. 291-312.
Una referencia a la extensión de la difusión del principio en Alvez Marin, Amaya, “Proportionality Analysis at the Intersection of Comparative Law and Socio-Legal Studies?”, Conference Papers - Law & Society, 1, 2010.
Cfr. Linares, Juan Francisco, Razonabilidad de las leyes. El “debido proceso” como garantía innominada en la Constitución Argentina, Buenos Aires, Astrea, 1989; Cianciardo, Juan, El principio de razonabilidad. Del debido proceso sustantivo al moderno juicio de proporcionalidad, 2a. ed. actualizada y ampliada, Buenos Aires, Ábaco, 2009.
Cfr. Schlink, Bernhard, “Proportionality (1)”, en Rosenfeld, Michel y Sajó, András (eds.), op. cit., pp. 718-737, 719.
Cfr., sobre este punto, Schwarze, J., European Administrative Law, Luxembourg, Sweet and Maxwell, 1992, pp. 680-702; Emiliou, N., The Principle of Proporcionality in European Law. A comparative Study, London, Kluwer Law International, 1996, passim; Akehurst, M., “The application of general principles of law by the Court of Justice of the European Communities”, The British Year Book of International Law 1981, Oxford, Clarendon Press, 1992, pp. 29-51, esp. pp. 38 y 39; Boyron, S., “Proportionality in English Administrative Law: A Faulty Translation?”, Oxford Journal of Legal Studies, 12, 1992, pp. 237-264; Barnes, J., “Introducción al principio de proporcionalidad en el derecho comparado y comunitario”, R.A.P., 135, septiembre-diciembre de 1994, pp. 495-499; Bermann, G. A., “The Principle of Proportionality”, The American Journal of Comparatice Law, XXVI 1978, pp. 415-432; Braibant, G., “Le principe de proportionnalité”, en Varios autores, Mélanges offerts a Marcel Waline. Le juge et le droit public, París, Librairie Générale de Droit et Jurisprudence, 1974, t. II, pp. 297-306; Auby, J. M., “Le contrôle jurisdictionnel du degré de gravité d’une sanction disciplinaire”, Revue de Droit Public et de la Sciencie Politique en France et a l’étranger, enero-febrero de 1979, pp. 227-238; Linares, J. F., Razonabilidad de las leyes..., cit., passim; Gavara de Cara, J. C., Derechos fundamentales..., cit., pp. 293-326; Alexy, R., Teoría de los derechos fundamentales, cit., pp. 111 y 112; Willoughby, W. W., The Constitutional Law of the United States, Nueva York, Baker, Voorhis and Company, 1929; Georgiadou, A. N., “Le principe de la proportionnalité dans le cadre de la Jurisprudence de la Cour de Justice de la Communauté Européenne”, A.R.S.P., 81, 1995, pp. 532-541; Jiménez Campo, J., “La igualdad jurídica como límite al legislador”, R.E.D.C., 9, 1983, pp. 71-114, 72. La importancia de la proporcionalidad es actualmente tan grande que se ha podido afirmar que es “el principio general más importante del derecho comunitario” (Gündisch, J., “Allgemeine Rechtsgrundsätze inder Rechtsprechung des Europäischen Gerichtshof”, Das Wirtschaftsrecht des Gemeinsamen Marktes in der aktuellen Rechtsentwicklung, Baden-Baden, 1983, pp. 97 et seq., p. 108, citado por Schwarze, J., op. cit., p. 677.
Reconoce esto David Landau en su trabajo “Political Institutions and Judicial Role in Comparative Constitutional Law”, Harvard International Law Journal, 51, 2010, p. 319, p. 363.
Cfr. Alexy, Robert, “Rights and Liberties as Concepts”, en Rosenfeld, Michel y Sajó, András (eds.), op. cit., pp. 283-297, 292.
Rivers, Julian, “Proportionality Variable Intensity of Review,” Cambridge Law Journal, 65, 2006, p. 181.
Para una respuesta definitiva a estos interrogantes no alcanza, en mi opinión, con un análisis puramente lógico como el que propone Robert Alexy. Cfr. Alexy, Robert, A theory of constitutional rights…, cit., p. 47. Siguiendo en este punto a Alexy, cfr. Barak, Aharon, “Proportionality 2”, en Rosenfeld, Michel y Sajó, András (eds.), op. cit., pp. 738-755, 741 y 742.
Cfr. Barak, Aharon, “Proportionality (2)”, en Rosenfeld, Michel y Sajó, András (eds.), op. cit., pp. 738-755, 740 y 741.
Incluso si se aceptase que es “sólo eso”, estaríamos ante “el corazón del análisis de proporcionalidad”, porque están en juego aquí “no hechos sino valores”, lo que hace de este subprincipio “el más desafiante” (Schlink, Bernhard, “Proportionality (1)...”, cit., pp. 718-737, 724).
Partiendo de consideraciones similares, Francisco Urbina encuentra dificultades insalvables en el principio de proporcionalidad (cfr. Urbina, Francisco, op. cit. Otra crítica en Webber, Grégoire C. N., “Proportionality, Balancing, and the Cult of Constitutional Rights Scholarship”, Canadian Journal of Law and Jurisprudence, vol. XXIII, núm. 1, enero de 2010, pp. 179-202. Se ha intentado mostrar en otro lugar que resulta posible una comprensión alternativa superadora (cfr. Cianciardo, Juan, op. cit., cap. 3).
Como parece ocurrir en el caso de Alexy. Cfr. la observación, a este respecto, de Schlink, Bernhard, en “Proportionality (1)…”, cit., pp. 718-737, 724-725. La propuesta de Alexy en “The Construction of Constitutional Rights”, Law and Ethics of Human Rights, 4.
Cfr., al respecto, Peczenik, Aleksander, On Law And Reason, 2a. ed., Dordrecht, Springer Netherlands, 2009, passim.
En efecto, “la noción de «lo razonable» es usada… en cada uno de los pasos del razonamiento judicial: la determinación de los hechos, la cualificación e interpretación de las reglas aplicables, el uso de variadas fórmulas retóricas y lógicas” (Corten, Olivier, “The Notion of «Reasonable» in International Law: Legal Discourse, Reason and Contradictions”, The International and Comparative Law Quarterly, vol. 48, núm. 3, julio de 1999, pp. 613-625, 613.
Kelsen, Hans, Teoría pura del derecho, 2a. ed., trad. de R. Vernengo, México, UNAM, 1981, pp. 15-37.
Se establece allí que “La Constitución garantiza el principio de legalidad, la jerarquía normativa, la publicidad de las normas, la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales, la seguridad jurídica, la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos”.
Lo dicho permite avizorar la importancia del estudio de la razonabilidad desde los inicios mismos de la formación en derecho. Cfr., al respecto, Painter, Suzanne R., “Improving the Teaching of School Law: A Call for Dialogue”, Brigham Young University Education and Law Journal, 213, 2001, en especial la “Conclusion”.
Sobre la inteligibilidad de lo razonable, cfr. Murphy, Mark C., Natural Law and Pactical Rationality, Cambridge University Press, 2001, pp. 96-138.
Cfr., al respecto, Besso, Samantha, The Morality of Conflict. Reasonable Disagreement and the Law, Oxford and Portland, Hart Publishing, 2005, pp. 91-119.
Véase Llano, Alejandro e Inciarte, Fernando, Metafísica tras el final de la metafísica, Madrid, Ediciones Cristiandad, 2007, pp. 60-62; Margolis, Erick y Laurence, S., “Concepts and Cognitive Sciences”, en Margolis, E. y Laurence, S. (eds.), Concepts: Core Readings, Mit Press, 1999, p. 10; Blackburn, Simon, Spreading the Word. Groundings in the Philosophy of Language, OUP, 1984, p. 44.
La Nueva Escuela de Derecho Natural se ha dedicado desde hace algún tiempo al análisis del sentido justificativo de autoevidencia, especialmente a través del estudio de los conceptos de bienes humanos básicos; de principios premorales que expresan el carácter apetecible de los bienes humanos básicos, y de principios morales evidentes que expresan la vinculación debida entre ciertos tipos de acciones humanas y ciertos bienes humanos básicos. Véase especialmente Finnis, J., “Introduction”, en Finnis, J. (ed.), Natural Law, Dartmouth, vol. I, 1991, p. xi. La proposición según la cual los valores humanos básicos son la última referencia de las proposiciones morales aparece en el trabajo fundacional de la Escuela, Grisez, G., “The First Principles of Practical Reasons: A Commentary on the Suma Theologiae, 1-2, Question 94, Article 2”, Natural Law Forum, 44 (4), 1965, p. 44; y más tarde en Grisez, G. et al., “Practical Principles, Moral Truth, and Ultimate Ends”, American Journal of Jurisprudence, 99 (32), 1987, p. 99. Esta proposición fue arduamente discutida dentro y fuera de la Escuela, como surge de J. Finnis, “Introduction”, op. cit., caps. 12 a 16 y, diez años más tarde, los artículos publicados en ocasión del simposio “Natural Law and Human Fulfillment” en 2001, American Journal of Jurisprudence, p. 46. La dimensión semántica o conceptual de la evidencia de las proposiciones morales ha sido, en cambio, mucho menos estudiada dentro de esta Escuela o, más bien, estudiada incidentalmente a través de la discusión del problema de la definición de los tipos de acción. Entre otros muchos trabajos en este sentido, puede consultarse Finnis J. et al., “Direct and Indirect: A Reply to Critics of Our Action Theory”, The Thomist, 65, 2001, pp. 1-44, republicado en Finnis, J., Collected Papers, Oxford University Press, 2011, vol. II, cap. 13. Para una profundización en el sentido conceptual o epistémico de evidencia, y su distinción respecto del sentido justificativo, cfr. Zambrano, Pilar, “Principios fundamentales e inteligibilidad del derecho. Entre el realismo semántico y una teoría objetiva del bien y de la acción”, Dikaoin, 23, 2014, pp. 423-445.
Hervada, Javier, Lecciones propedéuticas de filosofía del derecho, 4a. ed., Pamplona, EUNSA, 2008, p. 511.
Aunque no lo es respecto del llamado “iusnaturalismo racionalista”. La afirmación de dos órdenes normativos separados condujo en última instancia —aunque a primera vista parezca paradójico— a la confusión entre derecho y moral. Esto se observa, por ejemplo, en Cathrein, Victor, El derecho natural y el positivo, 2a. ed., trad. de A. Jardón y C. Barja, Madrid, Reus, 1926, pp. 268-286, y passim. Sostiene este autor que “el Derecho es una parte esencial del orden moral” (272), y que “no se puede abarcar enteramente el orden moral sin referirlo al orden del Derecho” ni, inversamente, “comprender el orden de Derecho sin entrar inmediatamente en el campo de lo moral” (274). Afirma, asimismo, que “como el restante orden moral, también el orden jurídico tiene su raíz y fundamento en la voluntad racional de Derecho, ordenadora del mundo; el cumplimiento de los designios divinos es su fin, y en la voluntad divina tiene su límite infranqueable” (277). Cfr., sobre este autor, recientemente, Brieskorn, Norbert, “Viktor Cathrein S. J. Naturrechtliche Strömungen in der Rechtsphilosophie der Gegenwart”, Archiv für rechts-und sozialphilosophie, 116, 2009, pp. 167-185.
Cfr., al respecto, el agudo análisis de Finnis, John, Natural Law and Natural Rights, cit., pp. 23-55. Este tipo de confusiones y caricaturizaciones son, sin embargo, muy frecuentes. En una de ellas incurre Alexy cuando afirma que “quien no conceda ninguna importancia a la legalidad conforme al ordenamiento y a la eficacia social y tan sólo apunte a la corrección material obtiene un concepto de derecho puramente iusnatural o iusracional” (Alexy, Robert, El concepto y la validez del derecho…, cit., p. 21). No hay, en efecto, autores iusnaturalistas de trascendencia que excluyan del concepto de derecho una de estas dimensiones (o ambas) como el propio Alexy reconoce poco después. Este autor explica, además, que “con la tesis según la cual existe una conexión entre derecho y moral pueden querer decirse cosas muy diferentes… En la polémica acerca de las relaciones necesarias entre derecho y moral se trata de una serie de aseveraciones diferentes. Una explicación de la esterilidad de esta polémica es probablemente el hecho de que, a menudo, sus participantes no reconocen que la tesis que ellos defienden es de un tipo totalmente distinto al de la tesis que atacan, es decir, que mantienen diálogos paralelos” (ibidem, pp. 33).
Fueron derivados, por eso, del artículo 33 de la Constitución, en el que se reconoce la existencia de derechos “no enumerados”. Su texto es el siguiente: “Las declaraciones, derechos y garantías que enumera la Constitución, no serán entendidos como negación de otros derechos y garantías no enumerados; pero que nacen del principio de la soberanía del pueblo y de la forma republicana de gobierno”.
Ibidem, p. 81. Un desarrollo de la posición de Alexy en Sieckmann, Jan, “Human Rights and the Claim to Correctness in the Theory of Robert Alexy”, en Pavlakos, George (ed.), Law, Rights and Discourse. The Legal Philosophy of Robert Alexy, Hart Publishing, Oxford and Portland, Oregon, 2007, pp. 189-205. Las raíces de la propuesta se encuentran en la conocida “fórmula de Radbruch”. Un estudio reciente e interesante sobre el tema en Bix, Brian, “Radbruch's Formula and Conceptual Analysis”, Am. J. Juris, 56 (1), 2011, pp. 45-57, doi: 10.1093/ajj/56.1.45.
Zambrano, Pilar, La inevitable creatividad en la interpretación jurídica. Una aproximación iusfilosófica a la tesis de la discrecionalidad, México, UNAM, 2009, passim.
Como se ha señalado recientemente, llama la atención que la aceptación de la presencia de elementos morales en el razonamiento jurídico por parte del neoconstitucionalismo y del positivismo incluyente no haya conducido a una reflexión más extensa y profunda sobre la objetividad de la moral. Por lo primero, una respuesta negativa a esta última pregunta implicaría la negación de la objetividad jurídica. Cfr., al respecto, Etcheverry, 2008, pp. 1 y 2, y passim; del mismo autor, 2006, passim.
Orrego, Cristóbal, La doble cara del liberalismo político. Ensayos críticos sobre el debate contemporáneo, México, Porrúa, 2010, p. 25.
De un modo paralelo a lo expuesto en estas primeras “proyecciones”, Robert Hartmann ha definido al no- cognitivismo como la posición que niega alguna de estas dos proposiciones: a) hay valor; b) el valor es cognoscible. Cfr. Hartmann, Robert S., El conocimiento del bien. Crítica de la razón axiológica, México, Fondo de Cultura Económica, 1965, p. 37.
Massini Correas, Carlos Ignacio, “Razón práctica y objetividad del derecho…”, cit., p. 229. Desde una perspectiva complementaria se ha precisado que “actuar… significa que el agente se ve obligado a introducir un orden en esos bienes [en un conjunto de bienes que, «considerados en sí mismo, no dicen nada acerca de la moralidad de la acción»], y esto ya es tarea de la razón práctica. Ese orden se llama intencionalidad. En efecto: el orden de una acción depende de la razón práctica tanto como la realidad depende de la voluntad. En la medida en que la intencionalidad de una acción puede estar o no en conformidad con el último fin, comienza a ser posible hablar de bien o mal moral. Éste, el bien de la acción, no se confunde con el bien de las tendencias o inclinaciones naturales… El bien de las inclinaciones naturales presenta todavía una cierta ambivalencia desde el punto de vista moral, una ambivalencia que es constitucional, porque responde a la necesaria apertura de la naturaleza humana a los múltiples fines proyectados por la razón” (González, Ana Marta, Moral, razón y naturaleza. Una investigación sobre Tomás de Aquino, Pamplona, EUNSA, 1998, p. 177).
Cfr. Moore, Michael S., “Interpretation and Aspirations to a Good Society: Justifying the Natural Law Theory of Constitutional Interpretation”, en Fordham Law Review, 69, 2001, 2087. Cfr., del mismo autor, “Interpreting Interpretation”, Moore, Michael S., Educating Oneself in Public: Critical Essays in Jurisprudence, pp. 424-52, 2000; “The Interpretive Turn in Modern Theory: A Turn for the Worse?”, Moore, Educating Oneself in Public, supra, en 335-423; “The Constitution as Hard Law”, Const. Comment., 6, 1989, 51; “Do We Have an Unwritten Constitution?”, S. Cal. L. Rev., 63, 1989, 107; “A Natural Law Theory of Interpretation”, S. Cal. L. rev., 58, 1985, 277; “Originalist Theories of Constitutional Interpretation”, Cornell L. Rev., 73, 1988, 364; “Plain Meaning and Linguistics-A Case Study”, Wash. U.L.Q, 73, 1995, 1253; “The Semantics of Judging”, S. Cal. L. Rev., 54, 1981, 151; “The Written Constitution and Interpretivism”, Harv. J.L. & Pub. Pol’y, 12, 1989, 3. Más recientemente, cfr. “The Various Relations between Law and Morality in Contemporary Legal Philosophy The Various Relations between Law and Morality in Contemporary Legal Philosophy”, Ratio juris, 25, 4, 2012, p. 435.