El autor, catedrático de Derecho eclesiástico del Estado en la Universidad Complutense de Madrid, pasa por el tamiz del análisis crítico la neutralidad del Estado y el espacio público, en el contexto europeo y estadounidense. Es un avezado tanto de la jurisprudencia de Estrasburgo, del Tribunal Constitucional español, como de la del Tribunal Supremo de Estados Unidos y de la doctrina angloamericana en esta materia. El sello de la renombrada editorial encargada de divulgar este libro, es una muestra de su calidad académica. A continuación enfatizo el fondo del volumen, objeto de esta reseña.
Capítulo primero: “La religión en el mundo actual”. Un aporte de este capítulo, se podría resumir en la frase “la presencia de la religión en el mundo del siglo XXI… crece de modo constante con la población” (p. 22). El autor no evade presentar algunos conflictos suscitados por cuestiones religiosas en Europa, la llamada “islamofobia”, debido al aumento considerable de musulmanes en el viejo continente y su contrapartida, la denominada “des-cristianización” de algunos países europeos.
La globalización ha cambiado el modo de ver la religión en occidente; por esta razón, el autor afirma que el “expresivismo individualista imprime su huella en la religiosidad actual” (p. 42) y su nota característica es la no necesaria dimensión comunitaria de una “Iglesia” para la relación con lo sagrado. Tratándose de “moral”, el individualismo expresivo es compatible con el disenso en cuestiones morales y disciplinares.
En otro orden de ideas, también cabría destacar que la religión es un “marcador débil de protección jurídica, porque es de libre elección; se puede no tener, se puede cambiar, o se puede ignorar por completo” (pp. 51 y 52).
Capítulo segundo: “Religión, secularización y derecho”. Durante el siglo XX, el mundo atestiguó el retorno de la religión al panorama público internacional. El autor se pregunta ¿en qué medida estos sucesos desmienten la teoría de la secularización, que protagonizaron las ciencias sociales en el siglo XX? Además, él mismo proporciona las respuestas con un análisis de las teorías de secularización. Algunas de ellas marcan el “declive de la religión: símbolos, doctrinas e instituciones, aceptadas antaño [que] hoy pierden su prestigio e influencia; el culmen de la secularización sería una sociedad sin religión” (p. 64). Y todo esto tiene valor ya que el elemento religioso no desapareció con la modernidad ni con la posmodernidad.
Aunado a lo anterior, sería importante aclarar que aporta un dato por demás interesante: la secularización es un fenómeno de impronta occidental (p. 67). Ante el pluralismo de credos surge el “formateo” o “estandariza-ción” de lo religioso. Sin embargo, el presunto trato igualitario dispensado a todas las religiones para actuar en el espacio público no es neutral porque en ocasiones las anatemiza a la irrelevancia.
Capítulo tercero: “Las religiones y el poder político en occidente”. Palomino hace una revisión detallada de los estereotipos predominantes en occidente sobre la religión. A la vez, enfatiza el nuevo ateísmo caracterizado por la postura contra la religión, la cual no debería ser simplemente tolerada sino llevada al análisis y crítica mediante argumentos racionales. También, resulta interesante el caso de los “ateos 3.0” para quienes la religión pudiera llegar a ser beneficiosa para los individuos y para la sociedad, al grado de admitir la presencia de símbolos religiosos estáticos en el ámbito público.
Por otra parte, escudriña el ideal liberal de que todos desarrollen al máximo sus planes de vida personales, aun si éstos se oponen a los planes de vida de los demás. Ese modelo demanda una racionalidad preferentemente política con alusión a lo que Rawls llamó razón pública. Representada sólo por las razones de la estructura constitucional y las exigencias básicas de justicia, prescinde de la condición de acudir a concepción alguna del bien y desde luego apela también a “la exclusión de la arena pública de las cos-movisiones” (p. 111). Aunque Rawls sólo reconozca la razón común de los ciudadanos, dicha eliminación resulta incompatible con el ideal de la razón pública y, por tanto, contraria a lo que puede justificarse racionalmente.
Palomino expone las razones por las cuales no es aceptable el principio de exclusión de los argumentos religiosos en la deliberación democrática (pp. 111-113). Sin duda, interesante y actual, se ha convertido en lugar común descalificar, a priori, a una persona por invocar razones religiosas bajo el supuesto que éstas no aportan razones públicas.
Capítulo cuarto: “Lo público, lo privado, la religión y las creencias”. El discurso se plantea “que la religión debe confinarse a la esfera privada y negarle presencia en la esfera pública” (pp. 130 y ss.). El autor marca una distinción esencial: lo privado corresponde a la relación entre iguales, (léase, personas) en cambio, lo público corresponde a la desigualdad entre Estado y ciudadanos (p. 132).
Para Palomino, “si de lo que se trata es debatir la presencia de las religiones en el ámbito de lo público, probablemente el derecho estatal no es la mejor herramienta para decidir en un sentido o en otro” (p. 134). La política, como presupuesto del derecho estatal, es donde encontramos las pistas para referirnos a la esfera privada y al espacio o esfera pública. Esta última no es propiedad exclusiva del Estado, entendido como el conjunto de órganos de gobierno de un país soberano. Por supuesto, existen elementos de carácter colectivo que no rebasan lo personal o individual y contienen un interés público que no puede ser absorbido por el Estado; de ahí que la esfera pública sea una especie de ágora de los asuntos de interés colectivo.
El tópico de la neutralidad estatal se refiere a aquellas funciones propias y exclusivas del Estado entendidas como producción legislativa, administración de justicia, defensa territorial. Por tal motivo, dicha neutralidad no apela necesariamente a aquellas funciones realizadas de manera conjunta con sujetos privados, por ejemplo, la beneficencia, la educación, entre otras (p. 139).
Neutralidad y espacio público son los asuntos centrales de la obra del profesor Palomino. Por esta razón, afirma que los “espacios públicos” o de uso común, por ejemplo, son aquellos en los que entran los ciudadanos para satisfacer sus necesidades básicas sin una intención política definida. Dicha actitud de los ciudadanos no responde más que a la finalidad de adquirir bienes o servicios que propician los códigos elementales comunitarios facilitadores del intercambio de mensajes de carácter religioso o no. Además, el autor defiende que los “espacios políticos”, en los que tiene lugar la discusión de aquellos asuntos relacionados con el interés común, no se cierren a las argumentaciones religiosas e, incluso, puedan estar abiertos a la simbología estática religiosa.
Palomino admite que “por el derecho de libertad de expresión en el ámbito público cada ciudadano puede expresarse (dentro de los límites de todo derecho fundamental) como desee, y corresponde a los demás ciudadanos aceptar o rechazar dicha expresión” (p. 141). Por lo demás, subraya que no sería neutralidad estatal excluir las creencias religiosas de un espacio público de uso común o político.
Capítulo quinto: “Estado, espacio público y neutralidad”. Un argumento que cobra fuerza en este capítulo es que el espacio público es distinto del espacio estatal. El Estado está presente en el espacio público como titular de una parte del mismo pero en concurrencia con otros sujetos. Simultáneamente postula que no todo sujeto u objeto comprendido en el espacio estatal se ve sometido a las mismas reglas de neutralidad.
El autor señala dos formas posibles de entender la neutralidad del Estado ante el factor religioso. Por una parte, como imparcialidad formal; es decir, “la neutralidad significa imparcialidad del Estado respecto de todas las religiones, pero no distanciamiento respecto de la religión” (p. 177). Por otra, el autor inserta la incompetencia o abstención del Estado, así que “la neutralidad epistemológica ordena al Estado tratar la religión de forma objetiva, lo que cabe entender aquí como abstenerse acerca de emitir juicios relevantes (verdad/falsedad) acerca de las creencias religiosas” (p. 164).
A propósito de la neutralidad en materia religiosa como principio, Palomino se remite a la doctrina española para indicar que ésta resulta de una apuesta terminológica en aras de la superación de términos como laicidad o no confesionalidad y así lograr una vinculación más ágil entre la actitud del Estado y el factor religioso. Ciertamente esta actitud involucra un diálogo entre los contenidos religiosos y las cosmovisiones no religiosas.
En este capítulo, encontramos referencias acerca de la neutralidad y de la escuela en el ámbito estrictamente español. Especial atención merece este asunto por la importancia que tiene no sólo en los lindes del territorio español, sino también en su injerencia al otro lado del Atlántico. Desde este punto, la neutralidad no versa exclusivamente sobre la imparcialidad respecto de los institutos con una orientación religiosa o ideológica. Tampoco se agota en la neutralidad epistemológica respecto de las diversas cosmovisiones involucradas en la transmisión de conocimientos.
Para Palomino, es una neutralidad como exigencia de la actuación estatal por encima del pluralismo interno y del pluralismo externo. En estos términos impone a los docentes una obligación de renunciar a cualquier forma de adoctrinamiento ideológico, que resulta la única actitud compatible con la libertad de las familias. Serán ellas que por decisión libre o forzada, dadas las circunstancias, elijan para sus hijos los centros docentes con una marcada orientación ideológica (p. 189).
El autor, distingue los símbolos religiosos activos y pasivos. Según él, la tendencia española es dejar la dicotomía entre símbolos activos/pasivos, calificando a los últimos de “estáticos”. A guisa de ejemplo, la presencia de crucifijos en colegios públicos, remitiéndonos a la primera sentencia Lautsi y otros contra Italia, ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (p. 200).
Así, la neutralidad es un principio que promueve la laicidad con el fin de hacer efectivo el derecho fundamental de libertad religiosa e ideológica: la igualdad y libertad religiosa son los principios-finalidad. En tanto, laicidad y neutralidad constituyen los principios de actuación.
Capítulo sexto: “Un Estado poco neutral: el laicismo como religión polí-tica”. La obra se culmina con este capítulo. Aquí, el autor clasifica y explica los términos pluralismo, secularismo, laicidad y laicismo. Del primero, cabe entender una situación en la que una sociedad se encuentra dividida en grupos o sub-sociedades con tradiciones culturales distintas (p. 205). Se presenta como un hecho o un valor; así, el campo de la súper diversidad religiosa corresponderá a un dato de hecho, ante el cual, el Estado puede favorecer variedad de posturas.
El origen del término secularismo, de la lengua inglesa, es el equivalente de laicismo en las lenguas romances; tiene como característica no ser un término neutro; más bien, tiene una connotación de hostilidad hacia el factor religioso. Asimismo, tiene mucha carga ideológica en su cometido, que es instaurar en la sociedad una visión autonomista del hombre y del mundo, así como prescindir radicalmente de la dimensión del misterio religioso. Por tanto, siguiendo el argumento del autor, una degradación de la secularización correspondería al término secularismo.
Palomino entiende la expresión “laicidad” como la prohibición de cualquier tipo de confusión entre fines religiosos y estatales. Sin embargo, el Estado no asume la laicidad como ideología, sino que reconoce una frontera —mayormente conflictiva— entre actividades estatales y funciones de corte religioso. En tal virtud, los órganos estatales no actúan con parámetros religiosos, sino que se adecúan al sentido de neutralidad ante las diversas actitudes religiosas, de creencias o ideológicas (p. 210).
Por otro lado, el laicismo propone una drástica separación entre los poderes públicos y cualquier elemento de orden religioso. Concibe el ámbito civil como absolutamente ajeno a la influencia de lo religioso. Entonces, el laicismo puede llegar a ser —en la actualidad— una suerte de “religión de la democracia” (p. 213). La última palabra la tienen los ciudadanos, y las instituciones democráticas. Por consiguiente, el panteón de esta nueva religión de Estado diviniza en abstracto a los ciudadanos, los principios, valores y derechos —de la democracia— como los dioses de nuestro tiempo.
También expone los tres niveles que desde la ciencia política propician al laicismo. Primero, la polémica antirreligiosa, más popular que intelectual, presente en la atmósfera de los medios de comunicación cuyo cometido es el laicismo polemista, defensor de eliminar la influencia de la religión en la vida pública. Segundo, el laicismo como marco de análisis de los fundamentos intelectuales para sostener el discurso opositor de lo religioso/ secular y para la distinción público/privado. En una tercera línea, opera el laicismo vinculado a un modelo político-jurídico donde la religión forma parte de la tríada de libertades (pensamiento, conciencia y religión) pero previene a los grupos religiosos de ejercitar algún tipo de hegemonía política (pp. 215 y ss.)
Por último, el autor presenta las notas distintivas del fundamentalismo secularista americano a partir de la teoría del liberalismo rawlsiano. En específico comenta la adopción de ideologías y prácticas denominadas “políticamente correctas” hasta llegar al descarte de quienes defienden convicciones fuertes, so pretexto de considerarlos “fundamentalistas” (p. 223).
A la hora de abordar el laicismo como religión política de la democracia, Palomino cierra con una cita de Bobbio: “el laicismo que necesite armarse y organizarse corre el riesgo de convertirse en una iglesia enfrentada a las demás iglesias” (p. 227). El laicismo puede convertirse en religión pública oficial, que coloniza el aparato público estatal.
La obra reseñada merece ser leída para entender los derroteros hacia donde las sociedades democráticas actuales son conducidas, así como enterarse del papel que juega la religión en el espacio público. Aunada a lo anterior, agregaría la necesidad de disociar con razones la neutralidad estatal del laicismo. El argumento general del autor abona ideas para el debate actual, relacionado con la imposición de políticas y conductas —soportadas por un Estado neutral— también presentes en muchos países occidentales que resultan contrarias a las convicciones morales de un amplio sector de la población.