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Abusos mentiras y videos. A propósito de la niña wichí
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Mónica Tarducci
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Con admiración y respeto a Mumi Morey, que nunca tuvo dudas en este caso

Introducción

El 13 de setiembre de 2012 se estrenó en Buenos Aires la película documental El etnógrafo, con guión y dirección de Ulises Rosell. Este hecho actualizó la discusión sobre el tema que ocupa gran parte de sus 85 minutos de duración, y que ya había sido motivo de otro film documental, en 2009, producido para el canal de la televisión pública Encuentro, realizado por el mismo equipo. Me refiero al embarazo de una niña por su padrastro en la comunidad de Hoktek T’oi (Lapacho Mocho), a 18 kilómetros de Tartagal, en la provincia de Salta, motivo por el cual el acusado estaba preso al momento de ambas filmaciones.

Decimos que se actualiza el tema porque vuelven a aparecer en los medios de comunicación masiva, en este caso en el diario Página 12 del 22 de octubre de 2012, opiniones acerca de la pertinencia o no del castigo a alguien que no habría hecho más que actuar según leyes ancestrales dictadas por la cultura, en este caso la cultura wichí.1

Otra vez, pudimos comprobar la casi inexistencia de etnografías que den cuenta de la vida cotidiana de las mujeres, de los niños y niñas de las comunidades originarias, por un lado, y de los “silencios” etnográficos acerca de los abusos y violencia en la esfera íntima, cuando son cometidos por sus propios miembros.

Por otro lado, la discusión, incluso desde los mismos colegas, se presenta como algo novedoso, ignorando la vasta producción sobre antropología, relativismo cultural y derechos humanos que existe desde la declaración de Hermán Herskovits en 1947 para la Asociación Americana de Antropología (aaa),2 y que es actualizada constantemente por los desafíos que nos plantea un mundo global con una justicia que también pretende serlo y con cambiantes actores que dinamizan el campo con sus demandas específicas.

También fue asombrosa la ausencia de un examen de las relaciones de poder implicadas en los hechos, por sobre todas las cosas las que relacionan a un adulto y a una niña, y que están presentes, como veremos, en la voz autorizada del antropólogo de Oxford o la del líder de la comunidad. Ni siquiera los críticos de cine más agudos pusieron en duda el relato cinematográfico realizado con base en la voz de los varones, ni reaccionaron ante los esfuerzos patéticos del etnógrafo para que las mujeres (en los contados segundos en que aparecen) repitieran lo que él les iba indicando.

Ni legos ni profesionales, salvo honrosas excepciones, vieron las incongruencias y mentiras del relato “oficial”, tanto cinematográfico como el presentado en las numerosas publicaciones, como veremos. O que, los hechos fueran descritos como si sucedieran en las Trobriand y no a 15 minutos de la ciudad de Tartagal, con una población evangelizada por iglesias protestantes, algunas de cuyos miembros cobran planes estatales, en la que los niños y niñas van a la escuela y con personas activas que demandan justicia en el lenguaje universal de los derechos, dejando bien claro que la exclusión no significa aislamiento. La única y solitaria voz, fue la de la líder Octorina Zamora, quien tuvo claro desde un principio la gravedad de los hechos.

Abusos

Según podemos reconstruir recurriendo al expediente judicial (Expte N° 28.526/06) y las crónicas de Página 12 (13/10/2006; 2/07/2007; 7/12/2007), en junio de 2005 la madre de una niña wichí de la comunidad de Hoktek T’oi (Lapacho Mocho), a 18 kilómetros de Tartagal, en la provincia de Salta, denuncia que su concubino (en el expediente judicial dice ex concubino, ya que el referente Miranda en su exposición ante la justicia afirmó que la pareja se había separado en diciembre de 2004) de 28 años había abusado de su hija de 9 años, que estaba embarazada de 36 semanas. Ella siempre afirmó que su hija en realidad tenía 11 años en ese momento, y no los 9 que delataba su documento de identidad. El juez de Tartagal ordenó la detención de este hombre, llamado Fabián Ruiz, conocido como Qa’tu.

Teodora Tejerina denunció el hecho en la Fiscalía Penal N° 2 del Distrito Judicial Norte, luego de que la maestra de la pequeña notara el embarazo y le preguntara a la mujer sobre su origen. Teodora señaló a Ruiz, su concubino e hijo del chamán de la comunidad, como autor de la violación de su hija. En el expediente judicial consta un acta labrada por el fiscal en lo penal N° 2, donde se consigna que la mujer afirmó que fue amenazada por Roque Miranda, cacique de su comunidad, quien le dijo que si denunciaba a Ruiz ella también quedaría presa y que la sacaría de la comunidad. Tejerina agregó que se sentía atemorizada por la denuncia que estaba haciendo, pero que temía que su ex concubino “les haga lo mismo a sus otras hijas”. La acompañó a radicar la denuncia la directora de la Escuela Paraje Km 14 N° 4744, Dora Elena Carrizo, a donde aistía la niña.

Hasta ahí, una historia desgraciadamente común en nuestro país (y en muchos otros). Pero los hechos posteriores la transforman en algo diferente.

A la semana que la niña diera a luz, la madre, que había denunciado el hecho, y algunos miembros de la comunidad, pidieron la libertad del abusador, entre otras cosas alegando que la mujer había sido influenciada por la maestra del colegio al que asistía la niña a hacer la denuncia. También se manifestaron en la escuela del lugar, logrando la remoción de la directora.

Pero lo más sorprendente del caso fueron las alegaciones de la defensa del acusado, que, además de insistir sobre la interferencia de la directora de la escuela, se apoyó en el peritaje de un antropólogo de la Universidad de Salta, Víctor Márquez, que si bien no fueron tenidas en cuenta en el fallo por el cual se procesó al acusado, llegaron a la Corte salteña y lograron anular la detención del acusado José Fabián Ruiz.

La Corte Suprema Provincial, que justificó su decisión con la excepción de una jueza, adujo que las pautas culturales de la comunidad wichí conforman un modo de vida conocido como “matrimonio privignático” (matrimonio de un hombre tanto con la madre como con la hija) y que el acusado no tuvo conciencia del incumplimiento de norma jurídica alguna.

Después del fallo de la corte provincial, el Juez de Instrucción Formal N° 2 de Tartagal resuelve procesar nuevamente a Ruiz por el mismo delito que fuera procesado anteriormente, y permaneciendo detenido hasta el año 2012.

En el año 2007, la niyat Octorina Zamora y la Coordinadora de la Comunidad Indígena Wichí Honat Le’Les, solicitaron la intervención del Instituto Nacional contra la Discriminación (inadi) frente al dictamen del Supremo Tribunal de la Provincia de Salta, que sostuvo que el “abuso sexual debía ser interpretado dentro de las costumbres ancestrales de nuestro pueblo wichí”. Las denunciantes sostuvieron que el argumento esgrimido por la Corte provincial era una aberración (sic) para los/as miembros de la comunidad wichí, en tanto el mismo no expresaba la moral de su pueblo, la cual condena tanto la práctica sexual a temprana edad, como el matrimonio privignático y las prácticas incestuosas.

“Como mujeres, madres, hermanas, es doloroso desde las propias entrañas aceptar un dictamen como este, poniendo a nuestros hijos y mujeres en total desamparo porque la misma consideración muestra un racismo y una actitud xenofóbica, porque la Corte utiliza una fábula para justificar vaya a saber qué intereses”, argumentaron las dos mujeres en su presentación ante el inadi, en enero último (Carbajal 2007).

El inadi realizó un análisis detallado de la normativa vigente en materia indígena y el debate en torno a la compatibilidad entre los derechos humanos de sus integrantes y el sistema normativo argentino. Así, argumenta que “la Ley de Protección Integral de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes, sienta como principio que cuando exista conflicto entre los derechos e intereses de los chicos frente a otros igualmente legítimos ”prevalecerán los primeros”. “Esto nos lleva a concluir que, en la dilucidación del conflicto planteado ante los estrados judiciales, debe prevalecer el supremo interés de la niña frente a la posible conculcación de los derechos del Sr. Ruiz, en tanto miembro de la comunidad wichí” (Dictamen 85/07).

Mentiras (y videos)

A diferencia de la mayoría de los casos en que se confrontan posiciones relativistas y universalistas respecto a la violación de derechos, en este caso la edad de la víctima y el carácter del delito le otorgan características especiales, por lo cual el caso está plagado de, y lo digo con todas las letras, mentiras lisas y llanas. Inexactitudes y estratagemas usuales en los abogados defensores, pero que aquí, curiosamente, son avaladas y transmitidas por líderes comunitarios, etnógrafos de Oxford, etnógrafos locales, directores de cine y opinadores de diverso tipo. Esas mentiras, o si se prefiere, elaboraciones a posteriori de los hechos para salvar al acusado, giran alrededor de tres temas: la edad de la niña al ocurrir el hecho; la existencia de un fantasmático “matrimonio privignático” y las licenciosas costumbres de las niñas wichí, que las hacen buscar compañeros sexuales apenas tienen la primera menstruación.

Respecto de la edad de la niña, tanto la justicia como el periodismo, desde el primer momento dejaron de lado la edad del documento, porque la misma madre afirmó siempre que la niña tenía 11 años al momento de la denuncia. Así consta en el expediente N°28.526/06:

Que se imputa también arbitrariedad al fallo al aplicar un criterio restrictivo en el análisis de la edad de Estela Tejerina. Cabe señalar que conforme surge de la copia de su documento nacional de identidad de fs. 2, ella nació el 31 de diciembre de 1995, mientras que su madre señala a fs. 7 y vta. que, en realidad, nació el 31 de diciembre de 1993, fecha que también surge del informe del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas obrante a fs. 182.

A pesar de que la madre nunca se desdijo, (lo que nos lleva a que el embarazo se produjo cuando la niña tenía diez años) la estrategia de la abogada defensora del acusado fue tratar de elevar la edad de la niña a 13 años para que no fuera un delito de violación, con John Palmer operando para que la madre modifique la declaración, como lo podemos ver tanto en el documental televisivo como en la película El etnógrafo. Incluso Palmer seguía hablando como si los tribunales no reconocieran la equivocación en la inscripción.

[...] según un dato que teníamos que era la fecha en que la madre nos dijo, nació 31 de diciembre de 1993. No tenía nada, ningún papel de eso, lo tenía en la memoria porque alguien le habrá dicho. Y se le quitaron dos años en el acto de la inscripción y eso terminó siendo el punto más fuerte en contra de Fabián porque se consideraba que era una niña de 9 años. (Palmer s/f)

Pareciera que en este caso la “voz de la nativa”, de la madre, no es importante y puede tranquilamente no tener idea de cuándo nació la hija. Lo mismo sucede en El etnógrafo, donde en las contadísimas ocasiones en que aparecen Teodora Tejerina (la madre) y Estela, ya una joven, es mostrando los intentos denodados de Palmer para explicar la necesidad de cambiar el documento de Estela y ante la insistencia, la madre termina aceptando. Si el documento dice que tenía 13 años cuando fue hecha la denuncia, no sería abuso la figura legal. Palmer asegura que no hay delito si la mujer no es menor.

“Si se establece la edad a Estela puede cambiar la imputación a Qa’tu, o puede desaparecer de acuerdo a la edad que se establezca”, afirma la abogada defensora en el documental de Encuentro.

Lo que vemos cada vez que se hace referencia a la edad de Estela son dos estrategias para salvar al acusado: tratar de elevar la edad de la víctima o afirmar, como lo hace Palmer, que:

Ellos (los wichí) determinan la edad con base en lo que es el desarrollo biológico y en términos de clase de edad. Uno es miembro de una clase de edad: bebé o niño o que para nosotros es adolescente, para ellos es un adulto. La justicia cuestiona la edad, que sea 11 o 12 años es igual, es menor de 13, así que es violación. Qa’tu condenable, preso. Y ahí es la falta de respeto a la pauta cultural que dice que la mayoría no depende de la edad, de una edad cronológica (Encuentro 2009).

Sin embargo en el propio libro de Palmer se refiere a ritos de iniciación que convierten a las niñas en mujeres (Palmer 2005: 79). Lo mismo sucede cuando las antropólogas Barúa, Dasso y Franceschi (2008) plantean, respecto al problema de la definición de niñez entre los wichí. En primer lugar las autoras hablan de ritos de iniciación para dejar la niñez y se refieren a “adolescentes” con responsabilidades concretas en la vida familiar. “Quizá la mayor diferencia con el mundo adulto reside hoy en la escolaridad, que se prolonga en esta etapa y cierta risueña liberalidad de conducta, que aunque los padres reprueban, no impiden” (Barúa, Dasso y Franceschi 2008: 124).

En el mismo texto, las autoras hacen constantes referencia a los conflictos del antes y el ahora, incluso testimonios de abuelas que lamentan que sus nietas se embaracen “tan jovencitas”.

Entonces, no solo no habría ese salto a la adultez con la primera menstruación, sino que la concurrencia a la escuela las define como niñas. Recordemos que la directora de la escuela es quien acompaña a la madre a hacer la denuncia. A propósito de esta, el ya citado líder Roque Miranda, afirma:

Los chicos van a la escuela, porque es Ley en Argentina. La Estela ya iba a la escuela y después, al tiempo, se embarazó. Teníamos una directora que estaba trabajando en la escuela, que esa directora era muy buena amiga de nosotros, se juntaba con nosotros a hablar. Cuando ha visto que a la chica la han llevado al hospital, por supuesto que ella dice que era alumna de ella. Está bien, pero no ha habido consulta. No sabíamos nada nosotros. Me llamó un día, “Miranda, dice, vení un ratito, te vengo a avisar que aquí, ¿sabés qué? Nosotros hemos hecho una denuncia, bueno, Qa’tu va a estar preso, me dice. Pasó 2 días, venían los milicos, llevó todo, se llevó a Qa’tu (Encuentro 2009).

Es una pena no poder contar con el testimonio de la maestra, para poder entender por qué una “buena amiga de los wichí, que se sentaba a hablar con ellos”, desconoce “costumbres ancestrales” y acompaña a la madre a hacer la denuncia.

Por otro lado, siguiendo con los puntos oscuros o cuanto menos contradictorios, tenemos que hacer mención a las declaraciones de Miranda cuando es citado, el 2 de julio de 2005, recién efectuada la denuncia. Si bien afirma que las relaciones entre niñas y adultos son frecuentes, agrega que “la madre se había separado de Ruiz en diciembre de 2004 y que “la menor tiene 11 años, en diciembre de este año cumplirá 12 años; por lo que le habían recomendado a Ruiz que no tuviera relaciones con la niña, porque podría tener problemas” (Expediente N°28.526/06, fs. 222). Queda claro entonces no solo que la edad de la niña siempre fue la que la madre reconoció, que no existía tal cosa como matrimonio privignático y que había plena conciencia de que Qa’tu (Ruiz) estaba cometiendo un delito.

Esto nos permite introducirnos en el tema del famoso matrimonio, solo sostenido enfáticamente por John Palmer, ya que el referente Miranda, lo hace para referirse a “esos tiempos”, siempre en pasado, aclarando además, que “siempre hay acuerdo en la familia”. Según el propio Palmer:

Es una práctica conocida la de matrimonio con dos mujeres, aceptada, no muy común, pero permitida no solamente dentro de los wichí, sino en varios pueblos indígenas. En Norteamérica hay 36 pueblos que lo reconocen y aceptan que ha sido estudiado y comprendido, a nosotros nos faltaba conocerlo en el pueblo wichí” (Palmer s/f).

O sea, 30 años viviendo entre los wichí y el etnógrafo recién se entera por el caso de Estela. Tampoco el antropólogo de la Universidad de Salta, Francisco Ruiz, hace mención a ese tipo de matrimonio. A su vez, en la larga reseña realizada por Diego Villar del libro de John Palmer La buena voluntad wichí. Una espiritualidad indígena (Villar 2009) no se hace referencia al matrimonio privignático ni a ninguna “costumbre” de sexualidad entre niñas y adultos y menos todavía a la libertad sexual de las niñas y adolescentes wichí.

Octorina Zamora siempre negó esa liberalidad de las niñas wichí y en 2007 afirmaba:

En cualquier lugar del mundo, las mujeres desde la primera menstruación están en condiciones de tener vida sexual, pero son niñas y no quiere decir que se consienta su abuso sexual o violación. Yo me eduqué con otra concepción con respecto al sexo. A nosotros nos educan a través de la religión wichí, a través de mitos. Y hay uno en el que se prohíben terminantemente las relaciones incestuosas y prematuras. Esto es religioso. Lo otro es defender a un sinvergüenza (Carbajal 2007).

Tampoco se refieren a este tipo de uniones personas que han trabajado en comunidades wichí como miembros de ong. A propósito, me comentaba el integrante de una de ellas “si alguna vez se nombró algo parecido al matrimonio privignático fue respecto a ’los antiguos’. No te olvides del proceso de evangelización. Además, no es verdad que las chicas encaran a los hombres”.

Sin embargo, Palmer en todo momento llama “esposa” a la niña abusada, que según su relato tomó la iniciativa, siendo una mujer “recién adulta” (o sea, a los 10 años). “Hubo recelos por parte de la madre en un primer momento...bueno, típico de una mujer. También puede pasar con un varón que tiene que compartir una mujer. Pero esos recelos se superaron y durante toda la gestación vivieron Estela con su madre y Qa’tu” (Encuentro 2009). En otras entrevistas también hace mención del “recelo” de la madre al enterarse de la “relación” de la niña con su marido. Lo que nos obliga a preguntarnos, ¿cómo es que se “entera”? ¿No es una relación formal y pública ese tipo de matrimonio? También plantea como una violación a los derechos humanos de Estela el no permitirle elegir marido. “Está bien, es el marido de su madre, de eso después hablamos” (Palmer s/f). Por supuesto, nunca habló de eso, ni de las relaciones de poder entre un adulto y una niña que además es la hijastra. No hay tampoco en Palmer ninguna referencia a la separación de Teodora y sus motivos.

Llama también la atención que cuando aparece Qa’tu, tanto en el documental de Encuentro como en El etnógrafo, habla sobre la injusticia de estar preso sin proceso, cosa con la que coincidimos y además se escucha su voz en off afirmando que “la madre se la ofreció” y que “la niña se metió en su cama”. Afirmaciones canallescas típicas de los abusadores, pero sin mencionar ningún tipo de “matrimonio”.

Discusión

Como hemos tratado de mostrar, el “caso de la niña wichí”, no es un caso más de los tantos en los que se enfrentan el relativismo cultural y los derechos humanos, porque no solo hubo mala fe sino también irresponsabilidad en las personas que repiten las afirmaciones de quienes quieren salvar al acusado a toda costa y que no quieren escuchar otras voces, incluso desde la misma comunidad wichí. Por sobre todas las cosas, lo que está en juego es la integridad sexual de una niña y es una banalización, entre las muchas que ha habido con el caso, no preguntarse, como mínimo, quiénes hablan representando a “los wichí”. Si Octorina Zamora afirma contundente que “la ley de protección a la niñez va más allá de cualquier derecho consuetudinario”, ¿por qué no es escuchada?

¿En qué momento los antropólogos y antropólogas se transforman en relativistas morales insensibles al sufrimiento? ¿Por qué se desconoce la cantidad de estudios realizados sobre la situación de las niñas en muchas partes del mundo, que enfatizan su mayor exposición a situaciones de acoso sexual, maternidad temprana, a la sobrecarga de trabajo tanto hogareño como extra-hogareño, a los niveles de explotación en el servicio doméstico y al riesgo de violaciones a las que están expuestas (perdón, no serían violaciones porque es una “costumbre” que el patrón o su hijo tengan relaciones sexuales con las “sirvientas”)?

Quienes hacemos antropología debemos movernos entre el reconocimiento de la agencia de los niños y niñas, y a su vez tener presente que están situados entre el grupo más vulnerable. Debemos entender los contextos particulares en que llevan a cabo su vida cotidiana y reconocer al mismo tiempo, los documentos internacionales que tratan de protegerlos.

A propósito, ¿por qué la existencia de niños y niñas soldados está mal y el abuso sexual está en discusión? Horroriza ver turistas sexuales occidentales con niños y niñas en Tailandia, un horror anticolonial podemos decir, pero una niña embarazada por su padrastro, se considera una costumbre ancestral.

Pudimos comprobar en una investigación de la que formamos parte,3 la peligrosa utilización de la “cultura” para explicar distintas situaciones de desigualdad y discriminación, como bien lo alertaban representantes wichí en referencia al caso que estamos discutiendo. Entre los operadores/as de una institución de albergue de niñas en la provincia de Salta, algunos opinaban, por ejemplo, acerca de “no se las puede evaluar mucho a las familias porque en su cultura (wichí y chorote) no hay el mismo apego con los chicos que nosotros”. Cuando el tema es la violación de niñas (según nuestras informantes, bastante común) expresaron que:

Dentro de la cultura hay miembros que justifican estas situaciones por ser parte de “las prácticas culturales”, y que hay otros que entienden que la violación no es parte de sus prácticas culturales. En uno de los casos (de violación de una chica por parte de adultos que eran del linaje del cacique), la Secretaría de Pueblos Originarios defendió a la comunidad en vez de a la niña y su mamá, que fueron separadas de la comunidad. Tampoco se aplicó el Protocolo para casos de abuso, por lo que fue revictimizada de nuevo.

Si bien había distintas posiciones entre las personas entrevistadas, nadie se indignó cuando una de ellas dijo “los casos de violación de una chica wichí no son tan graves porque la forma en la que una criolla internaliza la situación de la violación no es la misma que la de una aborigen, que tiene esta situación más naturalizada”.

Muchos y muchas colegas que son críticos del relativismo cultural, titubean cuando el tema es la violación a la integridad de las mujeres y niñas en el llamado ámbito privado.

Coincidimos con la abogada Analía Monferrer, cuando afirma:

Es interesante hacer notar que no existen prácticas culturales que ocasionen un daño a un varón. Si se analizan las acciones que intentan caracterizarse como manifestaciones de una cultura, podrá observarse que las que ocasionan un daño a personas, sin su consentimiento, en la gran mayoría de los casos, cuando no siempre, tienen como destinatarias a las mujeres. Es verdad que muchas veces las mujeres prestan su consentimiento, pero ¿puede hablarse de un consentimiento que no se encuentre viciado cuando la negativa a llevar adelante la práctica conlleva la pérdida de su dignidad en la comunidad en la que ha nacido y vivido? (Monferrer 2008: 4).

Y aquí, debemos considerar dos movimientos paralelos, por un lado, en momentos en que las mujeres organizadas han logrado una ampliación en la concepción de derechos humanos para incluir los crímenes cometidos contra la integridad y el bienestar de las niñas y mujeres, surgen las voces airadas de quienes no quieren respetarlos y apelan a la “cultura”, que es vista como esencial y por lo tanto inalterable. Una concepción de cultura como un sistema coherente de ideas, significados y valores que son compartidos por todo el grupo, concepción que ha sido y sigue siendo criticada desde la antropología. Un esencialismo cultural que no deja espacio para la disidencia interna y sirve a los intereses de quienes detentan el poder al interior de las comunidades.

Como se ha dicho muchas veces, ningún grupo social ha sufrido mayores violaciones de sus derechos humanos en nombre de la cultura que las mujeres y las niñas. Ellas cargan con algo así como de un plus de etnicidad y las relaciones de género se consideran la “esencia” de la comunidad, más allá de cualquier convención de derechos humanos que las proteja, aun cuando la misma comunidad utilice el arsenal de herramientas provistas por una justicia universal y el lenguaje de los Derechos Humanos para demandar derecho a la tierra, a la protección del medio ambiente, al respeto a la propia cultura.

¿Qué decimos como antropólogos/as cuando los valores de una cultura que no es la dominante, contribuyen a la opresión de los miembros más vulnerables de esa misma comunidad?4 ¿Por qué el respeto a la identidad cultural puede ir en contra de la integridad de quienes viven en dichas culturas? ¿No es necesaria entonces una ética global por encima de los derechos de los grupos culturales? En ese sentido, el tan citado Convenio 169 de la oit5 deja establecido que los métodos a los que los pueblos interesados recurren tradicionalmente para reprimir (o no) los delitos cometidos por sus miembros, deberán respetarse “en la medida en que ello sea compatible con el sistema jurídico nacional y con los derechos humanos internacionalmente reconocidos” (art. 9.1), aun cuando, a la hora de imponerse sanciones penales previstas por la legislación general a miembros de dichos pueblos, se tengan en cuenta sus características económicas, sociales y culturales (art. 10.1).

Desde el campo de la antropología también y como consecuencia de muchas discusiones internas, la American Anthropological Association afirmó en su declaración sobre Derechos Humanos de 1999, (sepultando la vieja declaración de 1947) que como antropólogos/as respetan la diversidad cultural ante la uniformidad legal de Occidente, y que tienen una concepción dinámica de los Derechos Humanos. Sin embargo, en términos prácticos hay un piso que hay que respetar y desde el cual comenzar a trabajar: la Declaración Universal de ddhh, la Convención Internacional de Derechos de los Niños y Niñas y Adolescentes, las Convenciones sobre Derechos Sociales y Políticos, sobre Derechos Económicos y Culturales, Contra la Tortura, a favor de la Eliminación de toda forma de Discriminación de la Mujer, la de Derechos Sexuales y Reproductivos, entre otras (aaa 1999).

Es que cada vez existe mayor conciencia de que el relativismo cultural en realidad es moral, y en un mundo comunicado y global, sirve a los intereses que provocan sufrimiento. Si bien las identidades son útiles para la lucha política por reivindicaciones específicas, es necesario, a los fines analíticos, que el foco esté puesto en las relaciones sociales que convierten a esa diferencia en opresión. No se puede tratar a la diversidad como parte exclusiva de la cultura. El resultado es que deja de lado los problemas materiales y las relaciones de poder.

En este sentido sería importante como antropólogos y antropólogas pensar los criterios que utiliza Elizabeth Zechenter (1997) para investigar la diversidad cultural desde una perspectiva crítica. Ella considera que en lugar de utilizar la cultura como explicación y justificación de todos los comportamientos, sería más fructífero analizar: a) a qué intereses sirven las costumbres tradicionales y a quiénes perjudican; b) por qué algunas costumbres son abandonadas y otras se mantienen o recuperan y por quiénes; c) quiénes se benefician con los cambios en las prácticas culturales y quiénes con el mantenimiento del statu quo; d) quiénes están influyendo en la dinámica y la dirección interna del cambio cultural y hasta qué punto beneficia a los más desprotegidos.

Insistimos en que determinadas prácticas culturales tienen consecuencias graves sobre la salud y la vida de las mujeres. Negar la posibilidad de cambios al respecto es no tener en cuenta que, como afirma Segato (2004), el derecho moderno, no solo entra en tensión con las diversas culturas que habitan en el continente, sino que también con las costumbres del propio Occidente, que tuvo y tiene que modificar patrones socioculturales de conducta. “En todos los contextos, la ley se encuentra, o debería encontrarse, en tensión con la costumbre cuando cualquiera de los dominios del sistema jerárquico de estatus arraigado en la vida social de todos pueblos es puesto en cuestión —género, raza o religion— entre otros” (Segato 2004: 5).

Por último, y como tengo muy clara la diferencia entre etnocentrismo y solidaridad y creo que la empatía con quienes son víctimas de la desigualdad y la opresión es un imperativo para cualquier cientista social, cito a Judith Stacey para concluir este artículo: “Dudo que una concepción radicalmente relativista del conocimiento o de la verdad sea compatible con cualquier forma de ética o compromiso político. Rara vez las verdades múltiples son al mismo tiempo, verdades éticas” (Stacey 1994: 419)

Bibliografía
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Journal of Anthropological Research, 53 (1997),

Véase http://www.feministasantropo.com.ar para ver la actividad que se desarrolló en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y el suplemento de Página 12, Las 12, con algunas de las respuestas a esa nota. También puede consultarse en: http://cosecharoja.org/argentina-abuso-sexual-en-la-etnia-wichi-expertos-e-indigenas-debaten/.

Puede seguirse la historia de la relación entre ddhh y la aaa en American Anthropologist, vol. 108, núm. 1, 2006, entre una cantidad importante de producción de los últimos años.

"Discriminación en instituciones de cuidado de niños, niñas y adolescentes", llevada a cabo por relaf, con el apoyo de unicef, cuyo trabajo de campo se llevó a cabo en el año 2012 en varios países de America Latina, incluyendo Argentina.

No tengo espacio aquí para referirme al discurso de "respetar los tiempos de las mujeres indígenas”, por ejemplo, cosa con la que estamos de acuerdo pero que no es el tema de la discusión, sino qué pensamos nosotras, cuál es nuestra posición ética, como antropólogas y personas comprometidas ante hechos como el abuso sexual de una niña.

De la Organización Internacional del Trabajo sobre Derechos de los Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes, adoptado por la 76a Conferencia Internacional del Trabajo, Ginebra, 1989, ratificado por nuestro país por la ley 24071 de 1992; en vigencia con rango constitucional desde el año 2000.

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