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Vol. 48.
Páginas 232-247 (enero 2013)
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Hacia la resolución de los conflictos entre la protección de la diversidad cultural y el reconocimiento de los derechos de las mujeres
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Mariana Ardila Trujillo
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Introducción

Ante todo, es necesario recordar que los conflictos entre cultura y derechos de las mujeres no son recientes. Es más: la lucha por el reconocimiento de los derechos de las mujeres es, en sí misma, una lucha en contra de la cultura androcéntrica y patriarcal que domina todas las sociedades del mundo, por lo tanto las contradicciones entre lo que dictamina la cultura y los reclamos por los derechos de las mujeres han sido, son y seguirán siendo una constante. Para poner un ejemplo de la actualidad de los conflictos entre los derechos de las mujeres y la cultura, valga llamar la atención sobre el hecho de que en Colombia la licencia de maternidad es mucho más larga que la de paternidad, lo que responde, en el fondo, a un patrón cultural según el cual es la mujer y no el hombre la que tiene el deber del cuidado de los hijos.

A pesar de que los conflictos entre los derechos de las mujeres y la cultura no son un tema reciente, últimamente ha cobrado una inusitada actualidad, sobre todo en los medios de comunicación internacionales debido a varios factores que no tienen necesariamente que ver con un mayor interés por los derechos de las mujeres. Uno de esos factores es el enfrentamiento entre Occidente y Oriente del cual se ha derivado el interés del primero en acusar al segundo de vulnerar los derechos de las mujeres bajo la excusa de su cultura y su religión, en respuesta Oriente ha acentuado las notas diferenciadoras de su cultura y su religión para permanecer impermeable a las imposiciones de Occidente, imposiciones entre las cuales incluye los derechos de las mujeres. Como se ve, en este conflicto las mujeres están bajo una especie de fuego cruzado en el que ninguna de las partes está en realidad interesada primariamente en la vigencia de sus derechos. Otro de esos factores que han hecho cobrar relevancia al tema es el reclamo de las minorías étnicas y raciales consistente en el respeto y preservación de su identidad, reclamo legítimo que ha tenido eco internacional y que en ocasiones ha chocado con el reconocimiento de la igualdad sexual.

Ahora bien, para empezar a abordar el tema es necesario desentrañar qué se entiende por cultura en el marco de las discusiones entre derechos de las mujeres y cultura. Como indica Engle Merry en su libro Derechos humanos y violencia de género, “aunque cultura es una palabra que está en labios de todo el mundo, rara vez se reflexiona sobre qué se quiere decir cuando se usa” y, en realidad, “tiene muchos significados en el mundo contemporáneo”.1

Entre los posibles significados se destacan tres, para los propósitos del presente artículo:

1. Una primera forma en que se utiliza el término cultura en el marco de las discusiones entre derechos de las mujeres y cultura es para referirse a la existencia de ciertos patrones socioculturales de conducta basados en la idea de la inferioridad del sexo femenino o en funciones estereotipadas de hombres y mujeres, patrones que subsisten en todas las sociedades del mundo. Un ejemplo de ello es que “en el informe de Uruguay al Comité de Supervisión de la Convención de las Mujeres [en el 2000], el Estado lamentó que no hubiera más mujeres que participasen en política, pero lo achacó a las tradiciones culturales [...]”.2 Allí el término cultura se usó como una excusa para indicar que, a pesar del reconocimiento formal de los derechos de las mujeres, estos no tienen efectividad, no debido a la intención del Estado, sino debido a la “cultura”.

Este conflicto entre los derechos de las mujeres y la cultura ya está resuelto porque un derecho a la subsistencia o al respeto de la “cultura an- drocéntrica o patriarcal” es algo que definitivamente no existe jurídicamente y que nadie reivindica, al menos en esos términos. Los estados tienen la obligación de eliminar estas prácticas socioculturales por todos los medios posibles y no pueden justificar la falta de efectividad de los derechos de las mujeres en la existencia de estas prácticas socioculturales; por el contrario, tienen el deber de actuar para eliminarlas.3 Por ejemplo, Dinamarca, frente al mismo obstáculo planteado por Uruguay —la falta de participación de las mujeres en la política a pesar del reconocimiento de sus derechos políticos—, no asumió una actitud pasiva, sino que “ofreció financiación para compensar los gastos de contratar cuidadoras para los niños cuando las mujeres acudiesen a reuniones”.4

En vista de que este conflicto entre cultura y derechos de las mujeres ya está resuelto, al menos jurídicamente, el presente texto no se va ocupar de él.

2. Una segunda forma de referirse a la cultura en el marco de los conflictos entre derecho de las mujeres y la cultura es cuando se entiende la cultura como lo opuesto a la “civilización”. Cultura es entonces lo que gobierna la vida en los países en vías de desarrollo, no en los desarrollados; en las zonas rurales, no en las urbanas; en las comunidades minoritarias, no en las mayoritarias.5 Como señala la autora antes mencionada, “Cuando aparece [la cultura] en las discusiones relativas a los países europeos o Estados Unidos, se refiere [solamente] a la forma de vida de las comunidades inmigrantes o minorías raciales”.6 Aquí el término no se usa para defender la diversidad cultural de los países en vías de desarrollo, de las zonas rurales o de las comunidades minoritarias, sino en un sentido negativo, para indicar que “esas culturas” no reconocen o practican la igualdad entre hombres y mujeres, por lo que no pertenecen al mundo “civilizado” y para entrar en él deben garantizarles sus derechos.

Este uso del término cultura —como lo opuesto a la civilización—, aunque se revista de un ánimo de lucha a favor de los derechos de las mujeres, resulta sumamente contraproducente porque los miembros de “esas culturas” lo asumen como un ataque y como respuesta se esfuerzan por mantener intactos los rasgos que los diferencian del mundo “civilizado”, rasgos dentro de los cuales incluyen ciertas desigualdades sexuales, generando un rechazo inmediato a cualquier progreso en el reconocimiento de los derechos de las mujeres.

Asímismo, esta acepción da la impresión de que el reconocimiento de los derechos de las mujeres es una bandera del mundo “civilizado” que debe imponerse al resto, lo que recuerda al colonialismo y al imperialismo con resultados verdaderamente nefastos para las mujeres, más aún en el contexto político mundial actual.

Además, este uso del término cultura es sesgado porque desconoce que en ese mundo “civilizado” también existieron y existen aún violaciones de los derechos de las mujeres que se basan en patrones socioculturales. Recientemente —el 23 de septiembre de 2010— se aplicó la pena de muerte en Estados Unidos a una mujer que planeó el homicidio de su esposo y el hijo de éste, llevado a cabo por dos hombres, con uno de los cuales sostenía una relación amorosa, pena que no había sido aplicada desde hacía cinco años en el estado de Virginia. El caso ha sido especialmente polémico porque ninguno de los autores materiales fue condenado a muerte, sino a cadena perpetua, frente a lo cual algunos han manifestado que el género fue un factor en contra de la acusada pues “cuando las mujeres cruzan ciertas líneas y cometen crímenes atroces y se salen del papel que la sociedad les atribuye, son castigadas con más dureza y consideradas más diabólicas que los hombres” —aseguró Richard Dieter, director del Centro de Información sobre la Pena de Muerte (dpic, por sus siglas en inglés)—. Un dato muy indicativo es que la sentencia calificó a la acusada con una referencia bíblica: “la serpiente, que simboliza la tentación”.7

Por último, oponer cultura y civilización secuestra de forma ilegítima la bandera de la lucha de los derechos de las mujeres para el mundo civilizado. Los derechos de las mujeres no son una cuestión occidental. Sostener lo anterior desconoce que no ha sido el mundo civilizado el que ha luchado y lucha por los derechos de las mujeres sino que lo han hecho y lo hacen mujeres —y algunos hombres— provenientes de diversos países, razas, religiones, etnias y condiciones socioeconómicas en sus respectivos contextos y en el ámbito internacional.8

En definitiva, se debe rechazar cualquier planteamiento del conflicto que se presente en estos términos porque es precisamente por ello que los reclamos de avance de los derechos de las mujeres se juzgan como irremediablemente contrarios al respeto de la cultura al presentarse como una imposición del mundo civilizado a las demás culturas.

3. También se usa el término cultura como lo que identifica y distingue a una nación, una etnia o una religión de otras. Es decir, “como base de identidades nacionales, étnicas o religiosas”.9

Bajo este uso del término cultura se presentan los conflictos entre derechos de las mujeres y el principio de respeto a la diversidad cultural. Se presenta una tensión entre estos dos extremos cuando un reclamo de igualdad sexual choca con una característica que se juzga distintiva de una nación, etnia o religión según la cual hombres y mujeres no deben recibir el mismo trato. En otras palabras, una nación, una etnia o una religión enmarcan el mantenimiento de esa desigualdad sexual en la protección de su identidad de modo tal que se sostiene que si desaparece esa desigualdad sexual, la nación, la etnia o la religión empezarán a ser otras distintas.

Un típico caso de tensión entre los derechos de las mujeres y la diversidad cultural se da en el caso de una práctica desarrollada en las comunidades indígenas de Fiyi denominada bulubulu, conflicto que fue advertido por el Comité de la Convención para la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer en 2002.10 De acuerdo con esta tradición, cuando una persona comete un delito se disculpa ante la víctima y ofrece un diente de ballena y un regalo para que se le perdone y sobre la víctima recae cierta presión para que acepte la disculpa y “haga las paces”. Tal costumbre es un elemento central de la vida de la comunidad pues se usa para consolidar los vínculos del clan, para que los miembros del mismo no vivan con resentimiento y para evitar la venganza y restaurar la paz. El conflicto con los derechos de las mujeres se da cuando se utiliza en los casos de violación sexual ya que las autoridades judiciales, si se demostraba que había tenido lugar el bulubulu, no acusaban al agresor ante los tribunales o los tribunales no imponían la pena prescrita en la legislación o imponían una más baja en reconocimiento de la diversidad cultural. A ello se agrega el que, como el delito de violación es considerado un delito contra el esposo o la familia más que contra la mujer, las disculpas eran ofrecidas y aceptadas por los mayores de la familia no por la víctima o el victimario, pues, además, en la comunidad no existen estrictamente conflictos interpersonales sino entre familias.

Otro caso de tensión entre los derechos de las mujeres y la diversidad cultural se da en el caso del matrimonio privignático en la comunidad indígena wichí en Argentina,11 en el que se entiende que el hombre se casa tanto con la madre como con las hijas de esta. El conflicto se presentó por las relaciones sexuales, sin consentimiento, de un indígena con su hijastra de nueve años, lo que es considerado por la ley penal un abuso sexual al ser una violación de la libertad e integridad sexual de la niña.

De este tipo de conflictos es de los que se ocupa el texto porque son los que presentan una verdadera tensión entre extremos que tienen reconocimiento jurídico internacional.

El propósito de las líneas que siguen es sentar algunos puntos de partida para abordar la solución de los conflictos que se presentan entre los derechos de las mujeres y el respeto y protección de la diversidad cultural. De este objetivo, se resaltan los siguientes tres puntos:

  • 1.

    Por la complejidad misma del asunto, no se pretende dar una respuesta unívoca para todas las situaciones de conflicto que se puedan presentar, según la cual siempre priman los derechos de las mujeres sobre la diversidad cultural o viceversa.

  • 2.

    Al hablar de los derechos de las mujeres se hace referencia fundamental, aunque no exclusivamente, al derecho a la igualdad. Ello porque gran parte de los conflictos con la diversidad cultural se generan debido a que se reconocen derechos, se adscriben deberes o se desarrollan ciertas prácticas de forma diferenciada según el sexo, distribución en la cual las mujeres siempre tienen menos derechos, más deberes y son el sujeto, o más bien el objeto, de prácticas perjudiciales.

  • 3.

    Para los propósitos del texto, se incluye dentro del concepto de diversidad cultural la diversidad religiosa, aunque evidentemente son conceptos distintos. La causa de esta inclusión es que los conflictos más conocidos con los derechos de las mujeres se han dado en países en los que el estado no es laico, es decir, adopta una religión oficial, ya sea jurídicamente o en la práctica, lo que hace que confluyan los conceptos de cultura nacional y religión.

ILa construcción de algunas pautas para resolver los conflictos entre el reconocimiento de los derechos de las mujeres y la protección de la diversidad cultural

Al revisar los instrumentos internacionales producidos en el marco de la Organización de Naciones Unidas, se advierte que, aunque reconocen el respeto de la diversidad cultural, parecen optar por dar primacía a los derechos de las mujeres ante un conflicto. El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos reconoce el derecho a igualdad entre hombres y mujeres —artículo 13— y el derecho a la igualdad en el matrimonio — artículo 23— pero también reconoce la libertad religiosa —artículo 18— y el respeto a la diversidad cultural y religiosa—artículo 27—.12 Sin embargo, la Convención para la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer (cedaw, por sus siglas en inglés) toma partido por uno de los extremos de este conflicto, obviamente por los derechos de las mujeres. En el artículo 5.°, numeral a, obliga a los Estados parte a tomar todas las medidas apropiadas para: “a) Modificar los patrones socioculturales de conducta de hombres y mujeres, con miras a alcanzar la eliminación de los prejuicios y las prácticas consuetudinarias y de cualquier otra índole que estén basados en la idea de la inferioridad o superioridad de cualquiera de los sexos o en funciones estereotipadas de hombres y mujeres”. Y en el artículo 2.°, literal f, indica que “Los Estados Partes condenan la discriminación contra la mujer en todas sus formas, convienen en seguir, por todos los medios apropiados y sin dilaciones, una política encaminada a eliminar la discriminación contra la mujer y, con tal objeto, se comprometen a: [...] f) Adoptar todas las medidas adecuadas, incluso de carácter legislativo, para modificar o derogar leyes, reglamentos, usos y prácticas que constituyan discriminación contra la mujer”. Más explícita aún es la Declaración y el Programa de Acción de Viena producidos en el marco de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Derechos Humanos celebrada en Viena en 1993. Esta defendió “[...] la erradicación de cualquier conflicto que pueda surgir entre los derechos de las mujeres y los efectos perjudiciales de ciertas prácticas tradicionales o consuetudinarias, prejuicios culturales y extremismo religioso”.13

Aunque la apuesta del derecho internacional es clara a favor de los derechos de las mujeres cuando estos se enfrentan al respeto de la diversidad cultural, la solución de estos conflictos no es tan sencilla. Dada la complejidad del tema, se debe desechar la opción de dar una única respuesta, una respuesta de todo o nada, para todos los conflictos pues ello significaría desconocer el valor normativo del respeto a la diversidad cultural. Al abordar los conflictos entre los derechos de las mujeres y la diversidad cultural se deben tener en cuenta al menos las siguientes cinco pautas.

1. En primer lugar, es necesario desechar la noción de la cultura de las naciones, etnias o religiones como algo inmodificable, de lo contrario el respeto a la diversidad cultural excluiría cualquier cambio y, en ese sentido, cualquier avance en el reconocimiento de la igualdad sexual y, en general, de los derechos de las mujeres. Si la cultura no es susceptible al cambio, en el conflicto entre los derechos de las mujeres y la cultura siempre primaría la cultura y entonces no habría nada que discutir.

La realidad demuestra lo contrario. La cultura, como producto humano, no es inamovible. Las prácticas culturales varían con el paso del tiempo debido a que son permeables y se amoldan a los factores económicos, sociales, ambientales y políticos, tanto internos como externos. También varían porque los mismos miembros de una cultura o actores externos la critican y proponen una modificación de las prácticas.

Como señala Engle Merry “durante el pasado siglo los antropólogos se dedicaron a elaborar teorías sobre la cultura y la manera como cambia. Ese marco define la cultura como algo producido históricamente en lugares concretos, influenciada por las fuerzas y los acontecimientos locales, nacionales y globales. Las culturas consisten en conjuntos de ideas y prácticas que no son homogéneas, sino que cambian continuamente debido a las contradicciones entre ellas o debido a que nuevas ideas e instituciones son adoptadas por los miembros de esa cultura. Por lo general, incorporan valores y prácticas conflictivas. Los límites de la cultura no son estables, y están abiertos al paso de nuevas ideas y son permeables a las influencias de otros sistemas culturales [...]”.14 Añade la autora que no se puede hoy en día defender “la idea de una sociedad aislada, homogénea y consensual [pues] hay relativamente pocas comunidades que vivan en ese aislamiento [...]”.15 Finalmente se pregunta “por qué solo cuando las mujeres quieren producir cambios en su propio beneficio es que la cultura y la costumbre se convierten en algo inalterable”.16

Ejemplo de cambios en la cultura de las naciones, las etnias o las religiones hay muchos y el avance en el reconocimiento de los derechos de las mujeres es uno de los más evidentes. Es posible sostener que ninguna nación, etnia o religión practicó, desde sus inicios, la igualdad sexual y es posible sostener que hoy en día muchas ya la reconocen. Por ejemplo, en la Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 se excluyó de forma consiente a las mujeres, lo cual no impidió que después de una ardua lucha, se reconociera en Francia la igualdad sexual.

La autora que he mencionado trae a colación un ejemplo de un cambio en la cultura en Hong Kong.17 Cuando Hong Kong fue arrendado al Reino Unido por China —en 1899—, se hizo un acuerdo según el cual se respetarían las costumbres y el derecho consuetudinario chino, que incluía el derecho exclusivo de los varones a heredar terrenos. La razón de la norma era que tradicionalmente las mujeres abandonaban su pueblo natal y adoptaban la línea familiar del marido como propia y, en ese sentido, la prohibición para las mujeres de heredar aseguraba que la tierra no quedara en manos de otro linaje. Aunque esa regla se cambió posteriormente en China, el gobierno colonial británico la mantuvo en Hong Kong. En 1994 un grupo de mujeres pobres y en su mayoría analfabetas afectadas con la prohibición logró que se levantara.

Otro ejemplo de cambio en la cultura se presentó en Uganda en 1999 respecto de una tribu denominada sebei, que practicaba la cisura de genitales femeninos. Esta práctica formaba parte de las ceremonias de iniciación de las mujeres sebei y consistía en cortar el clítoris y los labios menores de niñas y mujeres entre los quince y los veinticinco años. Era un acto de purificación y un símbolo de prestigio. A las mujeres que no se la practicaban se les trataba igual que a las niñas, no podían asistir a las reuniones del clan y no les era permitido hablar en público. De modo tal que, a pesar de que muchas jóvenes no deseaban someterse a la cisura, existía una fuerte presión social. Se pensaba que una abolición de esta práctica dañaría la cultura, los valores y la identidad del pueblo sebei. Sin embargo, luego de una fuerte campaña, en la que participaron las propias mujeres sebei y en la que se hizo énfasis en los efectos perjudiciales para la salud de reproductiva, Uganda logró eliminar la ablación en las ceremonias de iniciación sebei.

Ni siquiera las religiones están exentas al cambio y las críticas internas. Dentro de una misma religión existen divergencias en cuanto a la interpretación y aplicación del texto sagrado que han producido cambios. La Tor á de los judíos ordena la lapidación pública de los adúlteros, pero esa medida no es seguida por el judaísmo actual.18 Lo mismo pasa con los textos evangélicos que prescriben a los fieles cortarse las manos y los pies y sacarse los ojos si son ocasión de pecado.19

El cambio no destruye la cultura de las naciones, etnias o religiones. Nadie se atrevería a sostener que el reconocimiento de derechos de las mujeres se tradujo en que los franceses dejaron de ser franceses, los habitantes de Hong Kong dejaron de ser chinos, los sebei perdieron su cultura y los judíos y los evangélicos su religión. Es evidente que “la integridad cultural no ha dependido nunca de una práctica o de un ritual único, y mucho menos cuando significa daño para las mujeres”.20

2. Como segunda pauta para abordar la solución de los conflictos entre los derechos de las mujeres y la diversidad cultural, es imprescindible develar lo que a veces se esconde detrás de los argumentos de protección a la cultura. En ocasiones las razones que se dan para frenar el avance de los derechos de las mujeres no se basan, en realidad, en la protección de la identidad de la nación, la etnia o la religión sino, en el fondo, en el ánimo de mantener un statu quo patriarcal, androcéntrico o sexista que concede privilegios al sexo masculino, los cuales no se quieren perder.21 Se usa el argumento cultural para “conservar el control masculino sobre las mujeres”.22 En otras palabras, la cultura también se usa como una “forma de legitimar pretensiones de poder y autoridad”.23

Para “descorrer el velo” de un argumento cultural resulta fundamental hacer tres análisis:

  • a.

    “[...] examinar [...] quién ha producido o está produciendo esas creencias culturales [...] cuyos intereses se ven beneficiados por esas pretensiones”.24

  • b.

    “[...] historizar las prácticas culturales”25 en el entendido de que en ocasiones la tradición no es tan antigua o tan auténtica como se presenta y su significado varía con el paso del tiempo.

  • c.

    Analizar “la manera en que ciertos rasgos (y no otros) son seleccionados como representativos de una cultura o esenciales de una identidad”.26 Ello porque hay que “apreciar la manera en que ciertos rasgos de la cultura cambian sin que nadie considere que esto pone en peligro la identidad cultural (al incorporar, por ejemplo, los automóviles, la tecnología agrícola, los medios de comunicación, etc.) mientras que de forma selectiva se decide que otros cambios si constituyen una pérdida cultural [...]”.27

Resulta evidente que la protección a la diversidad cultural no puede servir como justificación para mantener un statu quo de privilegios28 ni para impedir cambios benéficos para los que no gozan de derechos.29 Así, ante un conflicto entre los derechos de las mujeres y el respeto a la diversidad cultural de una nación, etnia o religión se debe desentrañar si, efectivamente, una desigualdad sexual forma parte de la identidad de esa nación, etnia o religión o si lo que se está tratando de defender es un statu quo de privilegios al sexo masculino, caso en el cual el reconocimiento de los derechos de las mujeres debe primar pues la diversidad cultural no protege el mantenimiento de ese statu quo discriminatorio. Este argumento no resulta válido solamente en el caso de las mujeres. Nadie sostendría, por ejemplo, que merecería protección —en virtud del respeto a la diversidad cultural— la esclavitud de una determinada raza practicada por cierto grupo étnico.

Por ejemplo, en el caso del bulubulu en Fiyi, un análisis más profundo del tema concluyó que su uso en casos de violación sexual era una práctica relativamente nueva, no antigua, y, por tanto, no hacía parte de la identidad de la comunidad. Su utilización en estos casos se debió a un incremento de las penas por violación sexual, a raíz de lo cual se empezó a usar no solo para restaurar los lazos de las familias de la comunidad, sino fundamentalmente, para impedir la acción de las autoridades judiciales bajo el argumento del respeto a la identidad cultural que no era su fin tradicional.30 En este sentido, para respetar los derechos de las mujeres víctimas de violación sexual basta prohibir que el bulubulu sea una razón para no hacer la acusación o dejar imponer las penas legales; no es necesario acabar con esta tradición, que, sin duda alguna, es un elemento central de la vida de la comunidad, parte de su identidad cultural. El bulubulu y el castigo penal no se excluyen.

Otro ejemplo, que devela lo que se esconde detrás de los argumentos culturales, se dio en Uganda en 1998. Las mujeres, aunque proveen casi toda la fuerza de trabajo de la tierra y son las responsables de mantener a la familia, no pueden ser propietarias de esta. Su esposo es el único propietario. La situación se agrava porque en Uganda la tierra es el recurso más importante ya que la mayoría depende de ella para vivir. Así, las mujeres viudas o divorciadas y que solamente tienen hijas no cuentan con propiedad sobre la tierra. Esta regla tenía el propósito de que la tierra permaneciera en el clan a la muerte del esposo o padre. Cuando se propuso una copropiedad de la tierra en el matrimonio, se rechazó bajo argumentos culturales, pero lo que en realidad primaba era el interés económico de los hombres de mantener la propiedad exclusiva de un recurso tan valioso como la tierra porque, para entonces, la propiedad ya no era del clan sino privada.31

La manipulación del argumento cultural es particularmente evidente cuando se trata de la religión. En muchas ocasiones, se legitiman prácticas violatorias de los derechos de las mujeres debido a que están prescritas por el texto sagrado y, por tanto, son ordenadas por dios, cuando en realidad no están en él o se derivan de una interpretación del texto sagrado. A lo que se debe añadir el hecho de que, en la mayoría de las religiones, por no decir en su totalidad, las mujeres han estado excluidas “de la elaboración doctrinal (teología), de los puestos de responsabilidad (organización) y del espacio sagrado (culto)”,32 lo que sin duda favorece una interpretación sexista de los textos sagrados. Por ejemplo, en el caso de la muerte por lapidación como castigo al adulterio, que se ha aplicado en la mayoría de las ocasiones contra mujeres, el Corán no ordena este castigo, sino que ha sido prescrito gracias a la labor interpretativa de los ulemas.33 Es más: el castigo de la lapidación había desaparecido hasta hace pocas décadas y solo en algunos países islámicos, no en todos, se ha reimplantado recientemente (Irán, Pakistán, Arabia Saudí, Sudán, Afganistán, el norte de Nigeria).34 Algo similar sucede con las mutilaciones genitales femeninas y los crímenes de honor, practicados en algunos países islámicos.35 Asimismo, el Corán señala que sus fieles deben vestir decentemente, pero en ningún momento menciona que las mujeres tienen que cubrirse el cabello, la cabeza o la cara.36

3. Como tercera pauta, es fundamental que el conflicto por resolver esté histórica y geográficamente situado ya que las razones por las que se lleva a cabo una práctica cultural se modifican con el tiempo y en el espacio y, en ese sentido, “situaciones superficialmente similares pueden tener explicaciones radicalmente distintas y específicas históricamente, y no pueden tratarse como idénticas”.37

Así, “resulta problemático hablar de una visión de las mujeres compartida por las sociedades árabes y musulmanas (es decir, más de veinte naciones distintas)”.38 Para poner otro ejemplo, “las mujeres iraníes de clase media adoptaron el velo durante la revolución de 1979 para mostrar su solidaridad con sus hermanas de la clase obrera que se velaban, mientras que en el Irán contemporáneo las leyes del Islam obligan a todas las mujeres iraníes a usar el velo [...] los significados concretos ligados a las mujeres iraníes que usan el velo son claramente distintos en ambos contextos históricos. En el primer caso, el uso del velo es un gesto revolucionario y de oposición por parte de las mujeres iraníes de clase media; en el segundo se trata de un mandato restrictivo e institucional”.39

4. Como cuarta pauta, hay que considerar la posición de las mujeres pertenecientes a esa nación, etnia o que son practicantes de esa religión. Ello porque no se puede asumir que un determinado concepto de igualdad o de derechos es compartido por todas las mujeres del mundo. Incluso dentro de una misma nación, etnia o religión existen divergencias entre las posiciones de las mujeres porque la cultura y la religión no afectan de igual manera la vida todas las mujeres: existen componentes sociales, económicos y geográficos que inciden en su estatus. La visión de lo que debe ser la igualdad sexual o los derechos de las mujeres debe considerar necesariamente las diferencias que existen entre las mismas mujeres debido a la raza, la posición social y económica, el origen nacional, la orientación sexual, entre otros. Las mujeres también tienen derecho al respeto de su diversidad y su autonomía no puede ser anulada bajo la idea de una “libertad” impuesta.

Por ejemplo, “en la década de los setenta, en contraste con las demandas de las feministas blancas de clase media que pedían el desmantela- miento de la institución de la familia nuclear por ser un elemento clave en la opresión de la mujer, las feministas indígenas y afroamericanas argumentaban que para ellas la libertad consistía en poder formar una familia, puesto que la larga historia de esclavitud, genocidio y racismo había operado precisamente rompiendo sus comunidades y sus familias”.40

Otro ejemplo, más actual, se da con el uso del denominado “velo islámico”.

Hay varias clases de velo, y las mujeres lo usan por razones distintas, lo cual cambia dependiendo del país, de sus creencias religiosas o de su posición social y económica. Cada una de estas situaciones merece una consideración distinta a la luz de los derechos de las mujeres. Unas lo usan como un instrumento de su propia liberación porque con él obtienen libertad de movimiento, sobre todo en las ciudades —en el transporte público, en el mercado, en la calle—. Otras lo ven como un instrumento de seducción que ayuda a lucir el cuerpo y a estilizarlo. Las mujeres que viven en los ámbitos rurales desean llevarlo por considerarlo un símbolo de la ciudad. Otras lo entienden como una señal de proclamación de su virginidad, como una forma de cultivar la modestia, que es considerada una virtud en el islam, o como un signo de afirmación islámica frente a las imposiciones de la cultura occidental.41 Resulta cuestionable tachar el uso del velo como un atentado contra los derechos de las mujeres al no ser una imposición sino una elección personal de modelo de vida. Sería tanto como negarles su autonomía.

Y es necesaria aquí la aclaración. No se está defendiendo el uso del velo islámico en todos los casos, menos cuando es impuesto, simplemente, debido a que existen varias clases de velo y las mujeres los usan por razones distintas dependiendo del país, de sus creencias religiosas o de su posición social y económica, un juicio general al respecto no es correcto. Este conflicto, como todos los demás, debe ser situado histórica y geográficamente y debe tener en cuenta la posición de las mujeres al respecto.

5. Como quinta pauta, cuando se trata de violencia contra la mujer, la protección de la diversidad cultural debe ceder. La violencia aplicada a las mujeres por el hecho de serlo no puede ser parte de ninguna identidad nacional, étnica o religiosa. Prácticas como la mutilación genital femenina, la muerte por lapidación o los crímenes de honor no pueden ser aceptadas desde ningún punto de vista. Esta es la posición adoptada en el seno de la Organización de Naciones Unidas. La Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer de 1993 prohíbe a los Estados invocar la costumbre, la tradición o consideraciones religiosas para evadir la obligación de prevenir, investigar y castigar los actos de violencia contra la mujer (artículo 4°). De la misma forma, la Plataforma de Acción de la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer celebrada en Beijing en 1995 indicó que los Estados deben “condenar la violencia contra la mujer y refrenarse de invocar cualquier costumbre, tradición o argumento religioso para evitar sus obligaciones con respecto a su eliminación como establece la Declaración de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer”.42 Agregó que deben “Adoptar medidas urgentes para combatir y eliminar la violencia contra la mujer, que constituye una violación de los derechos humanos, derivada de prácticas nocivas relacionadas con la tradición o la costumbre, los prejuicios culturales y el extremismo”.43

IIA modo de conclusión

Las actuales discusiones en torno a los derechos de las mujeres y el respeto a la diversidad cultural no son radicalmente distintas de las discusiones que se han dado a la largo de la historia cuando las mujeres han reclamado el reconocimiento de sus derechos. En todas las naciones, etnias y religiones se han dado, se dan y se darán discusiones de este tipo. Algunas de estas discusiones han producido cambios significativos y otros están pendientes. Como se indicó, la lucha por el reconocimiento de los derechos de las mujeres es, en sí misma, una lucha en contra de la cultura androcéntrica y patriarcal que domina todas las sociedades del mundo, por tanto las actuales discusiones no son más que una continuación de este reclamo por la igualdad sexual, y así deben ser entendidas y resueltas. En este orden de ideas, los conflictos entre los derechos de las mujeres y el respeto a la diversidad cultural deben resolverse caso por caso, evitando las generalizaciones, que son peligrosas tanto en uno como en otro sentido, salvo los casos de violencia contra la mujer en los cuales siempre se debe estar a favor de su eliminación. Como se señaló, los conflictos deben situarse geográfica e históricamente y no pueden dejar de considerar la posición de las mujeres pertenecientes a esa etnia, nación o religión, todo partiendo de la base de que las culturas son cambiantes y conflictivas y de que también son usadas, en muchas ocasiones, para mantener espacios de poder

Sally Engle Merry. Derechos humanos y violencia de género. El derecho internacional en el mundo de la justicia local, Colección Derecho y Sociedad, Bogotá, Siglo del Hombre-Universidad de los Andes, 2010, p. 36.

Ibíd., p. 45.

Al respecto, ver los artículos 2.f y 5.a de la Convención para la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer (cedaw, por sus siglas en inglés) y la recomendación general número 3 del Comité cedaw.

Engle Merry, op. cit., p. 45.

Ibíd., p. 36.

Ibíd., p. 39.

AI respecto, ver vv. aa. Descolonizando el feminismo. Teorías y prácticas desde los márgenes. Feminismos, España, Cátedra, Universitat de Valencia, Instituto de Ia Mujer, 2008.

Engle Merry, op. cit., p. 36.

Ibíd., p. 203 y ss.

Cristina Motta. "Ciudadanía", en La mirada de los jueces. Género en la jurisprudencia latinoamericana, tomo i, Bogotá, Siglo del Hombre, 2008, p. 95.

"Artículo 27. En los Estados en que existan minorías étnicas, religiosas o lingüísticas, no se negará a las personas que pertenezcan a dichas minorías el derecho que les corresponde, en común con los demás miembros de su grupo, a tener su propia vida cultural, a profesar y practicar su propia religión y a emplear su propio idioma.”

Sección ii, párrafo 38.

Engle Merry, op. cit., p. 38. En similar sentido, Rosalba Aída Hernández Castillo. "Feminismos poscoloniales: reflexiones desde el sur del Río Bravo", en Descolonizando elfeminismo. Teorías y prácticas desde los márgenes, cit., p. 100 y ss.

Engle Merry, op. cit., p. 33.

Ibíd., pp. 43-44.

Ibíd., p. 327 y ss.

Dolors Bramón, Ser mujer y musulmana, Biblioteca del Islam Contemporáneo, España, Bellaterra, 2006, p. 47.

Ídem.

Aili Mari Tripp, ”La política de los derechos de las mujeres y la diversidad cultural en Uganda”, en Descolonizando el feminismo. Teorías y prácticas desde los márgenes, cit., p. 325.

Hernández Castillo, op. cit., p. 100 y ss.

Engle Merry, op. cit., p. 62.

Ibíd., p. 33.

Ibíd., p. 68.

Hernández Castillo, op. cit., p. 100.

Ibíd., p. 101.

Ibíd., p. 100.

Engle Merry, op. cit., p. 49.

Ibíd., p. 34.

Ibíd., p. 203 y ss.

Tripp, op. cit., p. 298 y ss.

Bramon, op. cit., p. 11.

Ibíd., p. 48.

Ibíd., p. 55.

Ibíd., pp. 107 y 112.

Ibíd., p. 129.

Chandra Talpade Mohanty, "Bajo los ojos de Occidente: academia feminista y discursos coloniales”, en Descolonizando el feminismo. Teorías y prácticas desde los márgenes, cit., p. 147.

Ibíd., p. 136.

Ibíd, p. 146.

Saba Mahmood, "Teoría feminista y el agente social dócil: algunas reflexiones sobre el renacimiento islámico en Egipto", en Descolonizando el feminismo. Teorías y prácticas desde los márgenes, cit., p. 180.

Bramon, op. cit., p. 123.

Párrafo 124.

Párrafo 232.

Copyright © 2013. Universidad Nacional Autónoma de México, Programa Universitario de Estudios de Género
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