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Vol. 47.
Páginas 205-234 (enero 2013)
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Ciudad Juárez, tiradero nacional de muertos: entre el discurso del guerrero y el caballero1
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Julia E. Monárrez Fragoso
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¡Qué horribles espectáculos tengo que contemplar en el cumplimiento de mi deber, cuán dura es mi misión!

Hannah Arendt

En 2008, Ciudad Juárez, Chihuahua fue llamada “el tiradero nacional de muertos” (Turati 2009: 11). Ese año fueron asesinadas en México 14 007 personas, y 18.6% de estas muertes violentas tuvieron lugar en el estado de Chihuahua. Ciudad Juárez fue el escenario de 61% de las mismas a nivel estatal, y de 11.35% a nivel nacional (inegi 2010).2 Cabe hacer mención que, el 28 de marzo, esta ciudad recibió la noticia de la conformación del Operativo Conjunto Chihuahua. En el citado mes, la confrontación entre los grupos del crimen organizado había dejado 117 personas asesinadas, en comparación con las 46 y 49 que habían sido aniquiladas en enero y febrero, respectivamente (Molloy 2012). En el contexto de esta estrategia, la ciudad se vio inundada de miles de soldados y fuerzas federales que combatirían a las organizaciones criminales. Paradójicamente, al finalizar el año, la pérdida en vidas humanas ascendió a 1 608 personas: 1 510 hombres y 98 mujeres (Monárrez 1998).3 Esta cifra equivale a un incremento de 508% en comparación con 2007; así fue como Juárez se convirtió en el tiradero nacional de muertos.4

La estrategia de este operativo —pedido y respaldado por el gobierno estatal y municipal de Chihuahua— fue parte de la lucha frontal declarada por el ejecutivo federal a finales de 2006 y principios de 2007 contra la delincuencia organizada, con el propósito de recuperar la seguridad pública para la ciudadanía de todo el país. Con las expresiones de lucha frontal y seguridad pública, recupero algunas palabras del discurso pronunciado por el presidente Felipe Calderón el 7 de marzo de 2007, durante el Anuncio de la Estrategia Integral para la Prevención del Delito y Combate a la Delincuencia. En este acto manifestó, entre otras cosas, que la “inseguridad y la violencia, el narcotráfico y las adicciones son de las mayores amenazas” que padece la ciudadanía mexicana. Por lo tanto, ante el hartazgo de la sociedad por la inseguridad que se vivía en el país, expresó su compromiso: “Mi Gobierno está firmemente decidido a garantizar la seguridad que todos los mexicanos demandan para vivir en un país libre de violencia y criminalidad”. Al mismo tiempo, señaló: “Desde el primer día de mi mandato, me comprometí a encabezar una lucha frontal contra la delincuencia y el crimen organizado. Dije que en esa batalla estaría yo al frente” (Sala de prensa del gobierno federal 2007a). Es en este contexto de la inconmensurable pérdida de vidas humanas —datos no oficiales revelan que son 10 876 las y los sucumbidos de 2008 a 2012 (Molloy 2012)— y el discurso protector y beligerante, donde sitúo la reflexión de “Ciudad Juárez, tiradero nacional de muertos: entre el guerrero y el caballero”.

La importancia de este ensayo surge de la violencia que acaece en mi ciudad: Ciudad Juárez. Este es el espacio geográfico en el que me coloco como académica feminista para escribir de problemas muy concretos que suceden en mi entorno. Y, como ya lo he dicho en otras ocasiones, no encuentro mejor argumento para resaltar la importancia de investigar el caso de Ciudad Juárez, y de ahí trasladarme a otros espacios geográficos que se hallan en la misma situación, que la cita que hace Giorgo Agamben de Soren Kierkegaard “La excepción explica lo general y se explica a sí misma. Y si se quiere estudiar de verdad lo general, no hay sino que mirar a la excepción real” (Agamben 2006: 29). Hace años que esta ciudad explica lo general y se explica a sí misma. El tema de análisis es de suma importancia, ya que Ciudad Juárez se convirtió en el epicentro de esta lucha y en el más claro ejemplo del fracaso de una estrategia dual frontal/beligerante/guerrera vs. una segura/benefactora/caballerosa para emprender la lucha contra la delincuencia y garantizar la protección de la sociedad. Es la ciudad que representa “el punto culminante de un proceso de deshumanización y de industrialización de la muerte” (Mbembe 2011: 25), lo que la convierte al mismo tiempo no sólo “en un caso de estudio, sino en un estudio para muchos casos” (Payán 2011: 132). Es la ciudad que fue testigo de las palabras del entonces Secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño, quien declaró: “Iniciamos la Operación Conjunta con el objetivo de fracturar y desmantelar las redes operativas, logísticas y financieras de los grupos criminales [...] Demostraremos que ningún grupo criminal será capaz de resistir la fuerza del Estado mexicano” (Rodríguez 2008). Es la ciudad que atestiguó las falacias de estas palabras frente a la “maquinaria del miedo” (Padilla 2011: 308), del discurso de los poderes fácticos a través de los narcomensajes que dejaron en cadáveres, escuelas, iglesias, bardas, televisoras, internet, edificios públicos, etcétera. Es la ciudad que atestiguó la forma en que los grupos criminales, organizados y desorganizados, resistieron la fuerza del Estado, aniquilándose entre ellos mismos y sometiendo a un segmento considerable de la población a otros crímenes violentos, contra su persona y contra su patrimonio, como son: la extorsión, el secuestro, el pago por protección, el incendio de negocios, el robo de vehículos con violencia, la violencia sexual contra las mujeres, las agresiones a transexuales, la desaparición de niñas, mujeres (véase fotografía 1) y hombres, el incremento del feminicidio (Monárrez 2008).5 Así como también, juicios sumarios extralegales difundidos a través de las televisoras o del internet, la entrada de los comandos a los hospitales para aniquilar a sus rivales heridos y el desplazamiento de sus habitantes hacia otras ciudades de México, hacia Estados Unidos o dentro de la misma ciudad. Es la ciudad que tiene un número todavía no revelado, en su totalidad y oficialmente, de huérfanas y huérfanos,6 viudas y —en menor medida— viudos, y padres y madres sin hijas e hijos, producto de los ajustes de cuentas y daños colaterales, y donde “[c]ada familia resuelve el duelo como puede o como culturalmente le fue enseñado” (Turati 2011: 55). Es la ciudad a la que se le dice que la estrategia del Operativo Conjunto Chihuahua era el precio que tenía que pagar porque “todos somos y fuimos culpables de esta descomposición social” (Gallegos 2010), y porque quienes murieron andaban en malos pasos o les tocó la mala suerte de estar en el lugar y la hora equivocados. Por último, es importante resaltar que, ante las diferentes expresiones de la violencia que vivimos en Ciudad Juárez, “la muerte es uno de los personajes principales del reparto y reaparece en cada acto” (Bauman 2007: 65). Por otro lado, la muerte violenta es uno de los indicadores más confiables para medir el grado de violencia que las sociedades experimentan. Asimismo, nos permiten indagar quiénes mueren y quiénes viven, quiénes garantizan su vida o permiten su muerte, y cómo se construye una identidad comunitaria a través de la indefensión de las víctimas o la incapacidad del Estado para evitar que los contrarios se aniquilen entre ellos o proporcionarles una política ultima ratio para que lo hagan.

Argumentos y perspectivas teóricas

Los homicidios son clasificados como muertes violentas. Y, desde la óptica de Baudrillard, la muerte merece una definición social, es por eso que “la materialidad real de la muerte [...] descansa en su forma, la cual es siempre la forma de una relación social” (Baudrillard 1993: 131).7 En este tenor, la relación social está formada por las redes criminales del tráfico de drogas en una economía global ilegal organizada y enfrentada militarmente por parte del Estado. El patriarcado gravita sobre ambos.

En las recomendaciones hechas en el documento Elementos para la construcción de una política de Estado para la seguridad y la justicia en democracia, se reconoce que las acciones del crimen organizado son un problema para la seguridad y el bienestar de las poblaciones, y que es necesario que el Estado las combata. También es obligatorio reconocer que la dinámica de estas redes delictivas forma parte de una red criminal globalizada y local, y que estas organizaciones presentan un complejo entramado en el cual es necesario también reconocer a los grupos y las personas que no son visibilizadas como parte del crimen organizado, pero que amasan grandes fortunas al amparo de los negocios lícitos y de los negocios sombra. Igualmente, debe reconocerse que dentro de esta estructura económica delictiva se encuentran personas que ocupan los escalafones más bajos, con ganancias precarias. Al mismo tiempo, se debe reconocer la atención que requieren las personas que son consumidoras y adictas de las sustancias tóxicas, las cuales no deben ser vistas como criminales, sino más bien como una ciudadanía en espera de atención social (unam/iidc 2011).

Hannah Arendt ratifica que “el cuidado de la existencia sólo puede tener lugar mediante un Estado que posea el monopolio de la violencia y evite la guerra de todos contra todos” (Arendt 2012: 68). Por su parte, Zygmunt Bauman fortalece esta postura cuando confirma que, si el Estado decide y amenaza con utilizar la violencia, no hay nada que permita distinguir la violencia ejercida por uno contra el otro. No obstante, una vez que el Estado se ha vuelto el arbitro, su “misión fundamental, así como la tarea más urgente de la coerción legítima, es precisamente extirpar toda posible violencia, prevenir que se produzca y castigarla cuando ocurre” (Bauman 2006: 12). Sin embargo, de acuerdo con Fionnuala Ai Aolin, la violencia basada en el sexo, la cual implica una “amplia variedad de actos violentos y victimizantes dirigidos a las mujeres por su género”, pasa desapercibida en tiempos de paz y en tiempos de guerra (Ai Aolin 2000: 44). En este sentido, es necesario destacar que:

[...] [l]a militarización de la vida diaria, en donde los Estados promueven los aparatos militares, como la solución para la estabilidad, la seguridad y el desarrollo; el uso de la violación sexual como un arma de guerra y los efectos desproporcionados de la violencia sobre algunas mujeres en particular, son tres ejemplos de una concepción generizada del poder (Nayak y Suchland 2006: 471).

Al respecto, menciono que se ha informado, documentado y denunciado, a través de organizaciones nacionales e internacionales de derechos humanos, la tortura sexual que han sufrido las mujeres por parte de los agentes del Estado y otros no estatales. “Las violencias sexuales son otro aspecto de las torturas que está siempre vigente. En particular, están dirigidas a las mujeres, aunque los hombres también son víctimas de este tipo de violencia” (acat 2012: 39).

Una vez expuesta la forma social de la violencia en la cual descansan los homicidios perpetrados por el crimen organizado,8 o los feminicidios cometidos por hombres conocidos o también por miembros del crimen organizado, me centro en analizar el tema de la seguridad que se deprende de algunas de las narrativas que se dieron en torno a la aplicación del Operativo Conjunto Chihuahua en esta ciudad por parte de los tres niveles de gobierno. Mis conceptualizaciones teóricas representan una combinación del feminismo que reflexiona acerca del estado de seguridad masculino (Young 2003), en conjunción con el análisis de la conformación cultural del cuerpo (Schilling 2003) y del estudio de la muerte como relación social dentro de un intercambio simbólico (Baudrillard 1993). Mi objetivo es dar otra mirada sobre los asesinatos perpetrados contra hombres y mujeres, en el escenario de la lucha del gobierno contra el crimen organizado. Deseo proporcionar elementos de análisis que nos ayuden a comprender esta clase de ultrajes a la dignidad humana, que se intensifican ante el fracaso del Estado mexicano al poner en práctica el monopolio de la coerción ante los embates del crimen organizado.

Mi discusión gira alrededor de tres temas. El primero de ellos, siguiendo a la teórica feminista Iris Young, es la lógica masculina de la protección a través de un dispositivo doble: el guerrero y el caballero. El mecanismo del guerrero inicia con una guerra que implica la defensa del territorio nacional, en nuestro caso particular la nación mexicana, por medio de un autoritarismo aguerrido. Le sigue el mecanismo del caballero que salvaguarda a las familias (Young 2003), en el caso que nos ocupa a las mexicanas y en especial a niñas y niños, de los peligros del crimen organizado, específicamente del narcotráfico. El segundo tema se centra en el análisis de la muerte pública; la de aquellos cuerpos que han sido aniquilados o abandonados en lotes baldíos, en áreas desérticas, en las calles o banquetas, y también en espacios públicos privados o privados públicos, i.e. bares, cantinas, restaurantes, billares, iglesias, etc., y, por supuesto, en el espacio privado por excelencia: los hogares. Estos cadáveres nos llaman la atención, de acuerdo con Baudrillard (1993), porque son del todo diferentes/opuestos a las muertes naturales y al deterioro biológico del cuerpo humano. En palabras breves, lo hacen porque son muertes artificiales, producto de “la voluntad del grupo” (Baudrillard 1993: 165), y esta voluntad ha sido, a su vez, producto de la construcción de un killable subject.9 Por último, analizo este mismo cadáver mediado por las desigualdades sociales y económicas que lo devalúan (Azaola 2012) y el discurso de las autoridades que lo convierten en símbolo de victoria. Estas pérdidas en vidas humanas son el intercambio simbólico de la muerte y una forma de dar y recibir (Baudrillard 1993) entre los diferentes actores de esta contienda: el Estado y la delincuencia organizada.

La lógica masculina de la protección: de guerreros a caballeros

Interpretar el Operativo Conjunto Chihuahua a través de la mediación del género cruza por la lógica de la protección del Estado masculino en la esfera de lo público.10 Iris Marion Young argumenta que este discurso está encuadrado en las relaciones de intercambio que se dan entre el hombre, jefe de familia, que protege de peligros, temores, amenazas, miedos, asechanzas, etc., a la mujer e infantes dentro de la esfera del ámbito doméstico. Esta vigilancia que ejerce el guardián sobre las y los miembros de su familia le reditúa la obediencia irrestricta por parte de la unidad familiar. Esta misma lógica de género también es aplicable entre quienes detentan el poder y quienes carecen de él. Vale para un estado masculino que protege a su ciudadanía en temas de seguridad pública y se corresponde con la dinámica patriarcal del Estado como sujeto masculino y autoritario que espera la obediencia irrestricta de la comunidad a la cual protege y salvaguarda. La política de seguridad de este Estado patriarcal se fundamenta en la construcción de la maldad de enemigo y en la defensa de las y los más indefensos: la familia y la niñez. El manejo político de la seguridad gravita alrededor de dos figuras, una de ellas muy visible, que es la autoritaria y guerrera, y una más sutil y poco evidente, la del gentil hombre caballeroso. Con todos estos elementos a su disposición, el Estado espera y obliga la sumisión y obediencia de la sociedad a cambio de la protección que le brinda (Young 2003).

En el caso que nos ocupa, el Estado mexicano no hizo ningún acuerdo11 con la sociedad mexicana para militarizar la nación y derrotar al enemigo. No se habló de correspondencia, mucho menos de un trato entre Estado y sociedad para obedecer y recibir la anhelada protección y paz social. Así, la conducta de la jefatura patriarcal se extendió de forma unilateral desde la jefatura del Estado masculino hasta las jefaturas del estado de Chihuahua y el municipio de Ciudad Juárez, con dos imágenes clave: la del guerrero y la del caballero. La primera de ellas es la figura agresiva, autosuficiente y dominante del presidente Felipe Calderón, y las fuerzas militares y federales que acompañaron el operativo. Durante el Desayuno Conmemorativo del Día del Ejército, el 17 de febrero de 2007, el presidente señaló que: “México necesita hoy a sus soldados para garantizar la seguridad interior y la defensa en lo exterior de la Nación, para proteger sus instalaciones estratégicas, para salvaguardar la vida, el patrimonio y el futuro de los mexicanos” (Sala de prensa del gobierno federal 2007b). No obstante, pareciera que él no tomó en cuenta la paradójica situación que prevalece en el entorno exterior de nuestra nación: que Estados Unidos tampoco ha podido resolver el consumo y la prohibición de las drogas, y no tiene disposición alguna de lanzar un ataque frontal contra la delincuencia organizada en su territorio. Mucho menos plantea el tema de las drogas como un tema de seguridad pública. De hecho, el presidente Barack Obama ha expresado su insatisfacción con la guerra contra las drogas en su país, la cual debe verse desde un enfoque de “problema de salud pública” (Madison 2012).

Sin duda, el presidente Calderón estuvo al frente como Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas; sin embargo, él no estuvo sujeto a perder la vida. Son otros a quienes se les privó de ella o quienes la dieron en estos enfrentamientos, ya sea porque formaban parte de la delincuencia organizada, eran elementos de las fuerzas públicas que combatían al narcotráfico o simplemente fueron víctimas tangenciales de esta contienda bélica. Entonces, ¿cómo le fue posible defender a nuestra nación de los peligros externos, permitiendo este derramamiento inagotable de sangre que dejaron estos cuerpos inertes al interior del territorio nacional, y al mismo tiempo ser el hombre más resguardado de la nación?

Pues bien, en estos recortes del discurso se puede apreciar con nitidez la figura del gran líder guerrero de la cruzada contra las drogas. En este sentido, el eje del gobierno calderonista fue la guerra contra el narcotráfico y la salvaguarda de la ciudadanía de la droga, y sirvió como la justificación para esta ofensiva de militares contra delincuentes. Las y los sujetos a quienes estuvo dedicada esta protección son las familias, la juventud y las niñas y niños. Este llamado por parte del Estado guardián espera la obediencia de esta ciudadanía, objeto de su política de seguridad pública. Esta estrategia se fundamenta en la construcción de la maldad de los otros y la defensa de los más indefensos (Young 2003). La primera de estas figuras son los traficantes de drogas, quienes pueden ocasionar daños a la segunda, que es la sociedad mexicana, en particular la infancia y la juventud.

La otra estampa es la del caballero, el que —en la línea de Young— no es autosuficiente ni agresivo, ni quiere terminar con los otros por ser quienes son: narcotraficantes. El caballero es un hombre de autosacrificio que se enfrenta a peligros y dificultades —los cuales ningún estadista anterior a él había confrontado— para salvar a la niñez mexicana de los peligros de las drogas (véase fotografía 2). Es por eso que el primer mandatario de la nación mexicana, también afirmó: “recuperar la seguridad pública es uno de mis principales objetivos como presidente y ha sido un propósito mayor del gobierno, habida cuenta de la situación que prevalecía en el país al iniciar mi mandato” (Sala de prensa del gobierno federal 2007a). Pues no, no la recuperó, sino que la llevó a extremos jamás imaginados de inseguridad humana y de los cuales no quiere ver los resultados. Por eso dogmatizó y elogió los avances de la estrategia en contra del crimen y, después de aseverar que no iba a cambiar la forma de llevar esta lucha, admitió que: “La única batalla en la que reconozco que no vamos avanzando bien es en la de la percepción” (La explosiva 590 am 2010). Esto, según él, se debe al impacto que causa entre la población el número de muertes, sobre todo por el grado de violencia con las cuales se cometen. Me pregunto si 24 734 homicidios en toda la nación (inegi 2012) y, dentro de esta cifra, 6 000 asesinatos en Ciudad Juárez en dos años del Operativo eran sólo una percepción; si ocupar el sexto lugar a nivel mundial por el número de homicidios era también una percepción y una valoración subjetiva de las estadísticas comparativas. O bien, ¿pedía ver las muertes como sinónimo de victoria y no de estrategia fallida?

El llamado del caballero apeló en su lucha a la ley “por encima de la violencia”, y esperó recuperar los espacios públicos, para la familia, para la niñez; sin embargo, requirió que: “todos los mexicanos asumamos nuestra responsabilidad, nuestra tarea en esta labor y que brindemos un apoyo decidido a las acciones de quienes están en el frente de batalla” (Sala de prensa del gobierno federal 2007a). Aun así, reconoció que quienes controlan el monopolio de la violencia legítima en los estados y municipios no son los ciudadanos, y por tanto llamó “a los gobiernos locales y municipales [...] de manera decidida [a] esta causa de la cual depende el futuro de esta gran nación” (Sala de prensa del gobierno federal 2007a).

Y vaya que tuvo el apoyo, unas veces medroso y encogido, y otras insensato y atrevido. Como primer ejemplo, vale citar las palabras de la procuradora Patricia González Rodríguez, quien con la incipiente presencia del ejército en el estado de Chihuahua, en enero de 2008, explicó que la aparición de las fuerzas armadas en esta región era petición del estado de Chihuahua y que la misma sería temporal, siempre y cuando se necesitara su colaboración. Sin embargo, no dejó de precisar los términos de esta asistencia bélica.

Pensamos que [los homicidios y atentados en Juárez] son producto del contexto nacional de violencia que vive el país, de enfrentamiento entre narcotraficantes. No es contra el estado de Chihuahua, son los efectos de la estrategia nacional del presidente Felipe Calderón, quien decidió hacer un frente común con los estados y con todos los cuerpos de seguridad pública federales, estatales y municipales contra las organizaciones criminales, lo cual vamos a apoyar (Salmón y Quintero 2008).

Por lo tanto, la procuradora reconoció pero hizo la diferenciación de quién inició y quién apoyó esta guerra.12

El entonces gobernador de Chihuahua, José Reyes Baeza, declaró que la violencia que se vivía en Juárez en marzo era pasajera y conminó a la población a mantener la calma y la solidaridad ante la llegada del gabinete de seguridad pública federal (Milenio Diario 2012). Sus palabras fueron desmentidas por la reacción de las fuerzas del crimen organizado en Chihuahua, en particular en esta ciudad fronteriza, máxime que él habló de que la situación por la cual atravesábamos respondía a que “estos eventos tienen que ver con las acciones que esta (sic) emprendiendo el gobierno federal. Hay una acción a una reacción, pero requerimos un apoyo pleno y que las cosas vuelvan a la normalidad”. Esta situación no fue temporal, ni mucho menos pasajera. A principios de 2009, el presidente municipal, José Reyes Ferriz, declaró, “con conocimiento de causa”, la continuación de esta política bélica por parte del presidente Felipe Calderón, la cual convirtió a la ciudad en un campo de batalla. Aseveró: “nos sumamos, respaldamos y aplaudimos la decisión” (Bustamante 2009). Así, todos fueron coautores de convertir a Ciudad Juárez en un espacio de cuerpos inanimados. Unos y otros, representantes de los tres poderes, permitieron que esta comunidad entrara en un estado de excepción, y que el gobierno federal, a través de las fuerzas militares y federales, decidiera el curso de la vida de la ciudadanía (Padilla 2011: 306), el curso de la muerte ciudadana, la política generizada de “se están matando entre ellos” (Wright 2011: 719).

La muerte pública: símbolos y dadores de identidad

En esta industrialización de la muerte violenta, es necesario reconsiderar que, en 2008, una de cada cuatro personas ejecutadas13 en México fue aniquilada en el estado de Chihuahua (Ortega 2009). En 2009, fueron asesinadas en Ciudad Juárez 2 643 personas, de las cuales 201 fueron mujeres (Monárrez 1998); en 2010, 3 084 casos de homicidios dolosos fueron documentados por la prensa, y 304 de estos fueron feminicidios. En este año, la tasa nacional fue de 4.0 defunciones femeninas con presunción de homicidio por cada 100 mil mujeres. Chihuahua ocupó el primer lugar, con una tasa de 32.8, seguida de Durango, con 10.7 mujeres. Para los hombres, la tasa nacional de defunciones masculinas con presunción de homicidios fue de 40.9 por cada 100 mil hombres. Chihuahua se colocó en primer lugar, con 331.2, y Sinaloa en segundo, con una tasa de 156.3 (onu Mujeres 2012). En Chihuahua, el problema es sumamente grave, si tomamos como referencia que, de 2007 a 2009, las defunciones con probabilidades de feminicidio se incrementaron el doble, de 12.2% a 33.9%, 2.2 veces el promedio nacional. Además, el municipio de Ciudad Juárez es el que registra la mayoría de las defunciones femeninas con presunción de feminicidio (onu Mujeres 2011). En 2011, la cifra descendió a 1 820, de la cual se contabilizan 216 mujeres (Guerrero 2012).14 Sin embargo, basta recordar que en 2011 se cometieron 27 199 homicidios, 5.6% más que el año anterior, y Chihuahua ocupó el primer lugar (inegi 2012), con Ciudad Juárez a la cabeza. El año 2012 termina con una cifra de 749 asesinatos, 80 de los cuales fueron feminicidios. Independientemente de esta significativa reducción en las muertes violentas de mujeres y hombres, el homicidio y el feminicidio seguirán siendo una constante en la vida de la población juarense y seguirán situando a esta urbe como una de las más letales del país. Por lo tanto, es muy probable que esta ciudad continúe siendo, si no el tiradero nacional de muertos, si uno de los tantos tiraderos en que se han convertido algunas zonas de México en donde se encuentran, exhiben o esconden las y los que han sucumbido en “el sexenio de los cuerpos” (Merino y Gómez 2012: 39).

El cuerpo, asevera Chris Schilling, ha emergido a finales del siglo xx como un fenómeno capaz de ser objeto de un detallado estudio. El cuerpo, en estos momentos —aunque no por primera vez—, ha surgido como una especie de símbolo, en el cual se personifica tanto el bienestar (tranquilidad, satisfacción, contento) como el malestar (tormento o congoja) (Schilling 2003). Es así como la sociedad mexicana-juarense queda personificada y simbolizada con la congoja por esos cadáveres molestados y atormentados producto de las llamadas guerras, ya sea de baja intensidad, entre narcotraficantes,entre el Estado y los narcos, entre los buenos y los malos, y entre los nuevos señores feudales del crimen organizado y los cruzados contra las drogas. Pero también es una sociedad personificada por el contento que le da la tranquilidad del exterminio de los malos. Y ante estas conflagraciones bélicas, los cuerpos/ cadáveres dejan de ser posesiones individuales y se convierten en dadores de identidades sociales para las comunidades que los vieron nacer y se resignan, se rebelan o aceptan con gusto verlos morir con total impunidad en el tiradero nacional de muertos.

Desde otra óptica, la muerte para Baudrillard (1993) es, ante todo, un intercambio simbólico. Estos homicidios representan una forma de dar y recibir entre diferentes actores, así como la colocación actual del Estado o del Operativo Conjunto Chihuahua y, desde principios de 2010, la Operación Coordinada Chihuahua en la guerra contra el narcotráfico. Estos cadáveres son todo un sistema de representaciones, en ellos mismos y en la sociedad; son, en suma, el receptáculo y el espectáculo de la violencia (Mackinnon 1991) que se ejerce contra ellos y la exhibición que se hace de estos despojos a una sociedad sobrecogida, espantada e intimidada. Estos cuerpos ejecutados, lacerados, mutilados, decapitados, violentados sexualmente y torturados han sido conformados a través de las violencias que se les han infligido; pero, al mismo tiempo, han conformado a la sociedad que los mira con pena, dolor, tristeza, miedo, indiferencia, beneplácito o en silencio. Quienes decidieron poner fin a la vida de los otros, desarticulándolos por completo, saben que

[...] [e]sta es precisamente la forma en que el poder será posteriormente instituido entre el sujeto separado de su cuerpo, entre el individuo separado de su cuerpo social; [...] el arquetipo de esta operación es la separación entre el grupo y su fallecido, o entre cada uno de nosotros hoy y nuestras propias muertes (Baudrillard 1993: 130).

Sin embargo, hay otros cadáveres que no fueron dejados a la vista de la ciudadanía como parte del espectáculo. Son aquellos cuerpos que fueron desaparecidos o levantados para ser destruidos en lugares ocultos, y que comienzan a ser encontrados. En Ciudad Juárez, la memoria histórica nos remonta a la década de los 90 del siglo xx, con las primeras narcofosas. La intervención de la que fueron objeto en el proceso corporal de la vida a la muerte ha sido enmarcada en los sitios de destrucción de cuerpos, en las fosas clandestinas; son estos cadáveres a los cuales se les ha llamado “los ningún nombre del sexenio”, “los cientos de borrados del narco” (Michel 2012). Creo que, con el tiempo, aparecerá un mayor número de ellos en las fosas clandestinas:

[...] Sitios de destrucción química y mecanizada de cuerpos. Cabezas sin dueño y extremidades huérfanas. Osamentas. Cadáveres que fueron dañados a propósito para que nunca se les pueda identificar. Un resumen de la barbarie que se configura en herida permanentemente abierta. Al final del sexenio, incontables personas han sido víctimas de una de las acciones más atroces que pueda emplear el crimen organizado: la anulación (Michel 2012).

En este orden de ideas, los cuerpos dejan de ser posesiones individuales con identidades que les distinguieron y se transforman, una vez que son pedacería oculta, en posesiones colectivas con identidades cambiadas y distorsionadas por los otros que los convirtieron en los borrados, los anulados, los desintegrados. “Son estos grupos los que, de manera legal o extralegal, actúan bajo las coordenadas de un modelo de masculinidad apoyado en la fuerza y el ejercicio de la violencia; modelo que, en última instancia, es inherente a la constitución patriarcal del Estado y al funcionamiento de sus aparatos represivos” (Padilla 2011: 315).

Los cuerpos/cadáveres, cuerpos biológicos, cuerpos culturales, fragmentos y restos de osamentas, y millares de desaparecidos (Propuesta Cívica 2012)15 forman parte de una sociedad inmersa en una crisis social y violenta que “[n]o hizo sino traer a la superficie, exhibir dramáticamente y catapultar a la esfera pública desarrollos subterráneos que estaban incubándose desde hacia mucho tiempo y cuya maduración demoró algunas décadas” (Bauman 2006: 113). Estos desarrollos subterráneos (la desigualdad social y económica de grandes segmentos de la población juarense) se agravan sobre todo desde 2008, entre la ausencia del Estado de derecho y la presencia de las fuerzas militares y federales que se han reflejado en múltiples violaciones a los derechos humanos de una ciudadanía fronteriza. Pero se intensifican, en particular, en lo que Víctor Quintana ha llamado el juvenicido generalizado de una juventud desolada con expectativas de desarrollo humano canceladas (Quintana 2010), en donde 30% de los 4 500 homicidios cometidos en Juárez entre 2007 y 2008 corresponde a menores de 19 años (Miroslava Breach, citada en Quintana 2010). A nivel nacional, entre 2007 y 2010, las “víctimas de homicidio más frecuentes fueron hombres entre 25 y 29 años, con tasas de 49.3, 155.3, 181.3 y 171.5. En segundo lugar se ubicaron los hombres entre 30 y 34, con tasas de 46.4, 122.1, 160.3 y 174.6” (México Evalúa 2012: 60). “En el caso de las mujeres [...] en 2007 el grupo más afectado fue el de las mujeres entre 70 y 74 años (11.9), en 2008 fue el grupo de mujeres entre 45 y 49 (15.0), en 2009 fue el de mujeres entre 20 y 24 (29.8), en 2010 fue el de mujeres entre 40 y 44 (15.3)” (México Evalúa 2012: 60). Tanto el feminicidio como el homicidio, si bien tienen en común la violencia terminal, requieren de explicaciones distintas.

La muerte violenta tiene un impacto diferencial por género. Años atrás, el feminicidio convocó al análisis académico de las estructuras de la violencia en esta localidad. Rosa-Linda Fregoso habló de un orden necropolítico que impera en el estado de Chihuahua. En este orden, había ya una concordancia y encuentro de “fuerzas y procesos plurales que incluían la militarización, la desnacionalización, el neoliberalismo y la ingobernabilidad” (Fregoso 2006: 109). Rita Laura Segato habló del feminicidio juarense como parte de un pacto que celebran entre pares “los miembros de la fratría mafiosa”, los cuales son las piezas clave del “segundo Estado” (Segato 2004: 9).

Salvador Cruz refiere que, en este conflicto bélico, las autoridades han reportado que más de 90% de los hombres víctimas de violencia, eran, en su gran mayoría, jóvenes de estratos socioeconómicos bajos y condiciones de alta marginalidad, según reportes periodísticos. Al parecer, la información no es muy diferente en relación con quienes fungen como victimarios (Cruz 2011).

Es evidente que ni mujeres ni hombres reciben justicia; la impunidad a nivel nacional para el homicidio es de 84% (México Evalúa 2012). En este sentido, se puede afirmar que hay igualdad de indiferencia frente a la injusticia para hombres y mujeres en una nación marginada, segregada, arrinconada y diferenciada por la violencia extrema. Melissa Wright destaca la importancia de llamar a esta matanza discriminada de mujeres y hombres jóvenes feminicidio y juvenicidio. Estos términos ponen el acento en la impunidad que atraviesa todas las violencias a lo largo y ancho del país, no así el homicidio.16 En este sentido, hablar sobre el tiradero nacional de muertos nos ayuda a resignificar y resimbolizar las necropolíticas que asumen los líderes políticos en contra de sus poblaciones.

Estos juvenicidios y feminicidios, siguiendo la línea de Alejandro Cussiánovich (2005), son el resultado, entre otros, de sociedades desiguales a nivel institucional y jurídico, negadoras de todo pacto social moderno que garantice la igualdad de derechos de toda su comunidad. Ellos, los asesinados y las asesinadas, son seres humanos sin protección, seres humanos para el despojo de la vida, para el blanco de las balas, de la tortura, así como objeto de escarnio y ridiculización. Una vida desprovista de tales condiciones —del respeto a los derechos humanos sociales, políticos, culturales y económicos de las niñas y los niños, de los hombres y las mujeres— no será digna, como dice Judith Butler, de ser vivida, ni su muerte digna de ser llorada. Será una vida precaria, vulnerable, indigna, efímera, desechable y prescindible. Estas condiciones —el respeto a los derechos de los y las humanas— se asientan en instituciones sociales, políticas y económicas que aborden las necesidades de las poblaciones y las relaciones sociales que de ellas se desprendan para que no mueran a destiempo (Butler 2010).

Las relaciones sociales de la crisis y la violencia en los cadáveres de la victoria

Pierre Salama asevera que la violencia en la mayoría de los países latinoamericanos se manifiesta con mayor intensidad y severidad. Y, aunque es muy difícil medir los varios grados de la misma, el homicidio es un indicador confiable. También explica que en cada país la violencia tiene una distribución espacial. Esta distribución es resultado de un Estado que se encuentra fuera de acción debido a la crisis de la década de los 80 y a las coacciones neoliberales de los 90. Bajo estas restricciones económicas, los Estados privilegiaron el mercado y redujeron sus roles en las funciones sociales, dejando a un lado el gasto en infraestructura urbana, escuelas y cuidado de la salud, entre otras cosas. En este escenario, “el Estado controla cada vez menos la nación, el territorio se torna entonces poroso” (Salama 2008: 4).

Esta permeabilidad, siguiendo a Salama, en la cual el Estado abandonó algunos barrios o regiones, es la causa de la presencia de un poder paralelo, personificado en una población juvenil que forma parte de las guerrillas, las maras, o las mafias, las cuales carecen de un poder oficial, mas no de un poder de facto. Sus actividades van de la mano con el tráfico de drogas, el secuestro y los juegos clandestinos. Ellos son generadores de extrema violencia. Pero eso no es todo; en estos países hay una profunda desconfianza hacia las instituciones. El acceso a los derechos es una quimera, y la brecha entre diferentes ciudadanos está caracterizada por la exclusión y la falta de políticas públicas que compensen las inequidades, aunadas a “un control incompleto del mantenimiento del territorio nacional por el Estado” (Salama 2008: 4).

El homicidio y feminicidio de jóvenes en Ciudad Juárez no están lejos de esta concepción. Ahora bien, en esta ciudad, cerca de “120 mil jóvenes [...] entre los 13 y 24 años —45% del total de este rango de edades— actualmente no tienen acceso al aparato escolar, ni eventualmente al mercado laboral” (El Colegio de la Frontera Norte 2010: 4). Son estos jóvenes residentes de sectores con grandes déficits de infraestructura urbana y de ingresos económicos entre quienes se presenta una mayor vinculación entre edad y conductas delictivas (véase mapa 1). Asimismo, es posible que sean las áreas en donde algunos de estos grupos juveniles ingresan al sicariato. Si bien no hay una relación mecánica entre estos rezagos estructurales y la incidencia delictiva (El Colegio de la Frontera Norte 2010), son factores que debieron tomarse en cuenta antes de iniciar la guerra y no después, porque este deterioro cultural y material cancela las expectativas de un desarrollo humano digno, debido a un presente fallido y un futuro incierto para una juventud excluida. “En Juárez, pero no sólo en Juárez, en la nación entera, ya sean asesinados, ya sean gatilleros, todos nuestros jóvenes son víctimas. Son el Modelo Juvenicida” (Quintana 2010). Los hombres que fueron asesinados entre los 25 y 34 años de edad en todo el territorio nacional tenían poca o nula escolaridad; las mujeres asesinadas de todas las edades también tenían poca o nula escolaridad (México Evalúa 2012). Entonces, ¿cuál es la juventud que se trataba de salvar de las garras de la droga? O ¿es que será salvada siempre y cuando un segmento de ella sea asesinada y desaparezca del interior del territorio nacional? Sin embargo, aún queda otra pregunta: ¿son todos los muertos iguales? La operación simbólica de convertir a todos los muertos en víctimas entraña peligros. Si todos son víctimas, entonces desaparecen los victimarios (Aguilar 2011).

En esta necrópolis moderna, el derecho, el deseo y la necesidad de una población de ser protegida se desvaneció día con día frente a un Estado desarticulado que utilizó la violencia organizada; el Estado de jure se tambaleó frente al Estado de facto a través de actos brutales e inhumanos de tortura y rapiña. Se nos dijo que todo esto era parte del acuerdo o compromiso que teníamos que pagar por ser protegidos, que esto era sólo un periodo difícil y que pronto las instituciones de seguridad pública funcionarían; de hecho, los primeros días de abril de 2010, las fuerzas castrenses fueron dejando las operaciones de seguridad a la policía federal, debido, entre otras cosas, a que la presencia de los militares causó una significativa precarización de la vida cotidiana y a que fueron denunciados por miles de abusos contra los derechos humanos de la población (Mauren 2010). Sin embargo, el cambio no fue diferente y tampoco devino en el abatimiento de las muertes violentas (Gaytán 2010).17 Las palabras pronunciadas el 7 de marzo de 2007 por el presidente Calderón tomaron mayor resonancia para Ciudad Juárez en 2010: “El combate no es por 100 días, sino que se trata de una lucha permanente”. Y el gobernador José Reyes Baeza, en la misma línea que el primer mandatario y de forma paralela a las declaraciones de su procuradora y a dos años de distancia, en 2009, hizo las siguientes declaraciones a los medios de comunicación que le cuestionaban el fin de la guerra:

Esta guerra contra el narcotráfico no ha terminado, es lo que nos dijo el presidente Felipe Calderón, y seguramente que esto continuará durante un buen rato más, y nosotros no tenemos una fecha que darles a ustedes de cuándo terminará, pues ni el presidente sabe, aun y cuando él tiene todo un aparato de inteligencia y son los que encabezan esta guerra (Ibarra 2009).

Estas declaraciones ponen de manifiesto la falta de una postura política y ética, de una política de inteligencia en materia de seguridad ciudadana de un líder que está obligado a acompañar y velar por la seguridad de su pueblo. Entre el buen rato más, la indefinición de fechas y su ausencia física, el gobernador debió reconocer a una ciudadanía que sufría física, moral, emocional, psicológica y económicamente, por decir sólo algunos de los agravios. No obstante, no hay que olvidar el duelo que viven miles de familias que han perdido a sus seres queridos, sean delincuentes o víctimas inocentes. Cabe resaltar que, frente a estas violencias y ante los abusos, atropellos y falta de respeto a los derechos humanos que ha sufrido la población —entre ellos el más importante y sin el cual los otros no tienen razón de ser: el derecho a la vida—, las autoridades estatales y municipales —constituidas también como dependientes y en una posición feminizada ante el gran poder masculino— desviaron la mirada y cerraron la boca frente a un acuerdo/ promesa/compromiso de protección y seguridad fallido. Sin recato alguno, mostraron a la ciudadanía la desarticulación y porosidad de los tres niveles de gobierno ante la incontrolable embestida del crimen organizado.

Con un resignado fatalismo, el alcalde José Reyes Ferriz sugirió, en la desesperanza, que la guerra terminaría cuando los dos grupos, el encabezado por el Chapo Guzmán y el Cártel de Juárez, terminaran aniquilándose entre ellos mismos: “Es más probable que una decisión de los dos grupos termine con esto que esta intervención por parte del gobierno”. Mientras tanto, defendió que la población podía vivir una vida normal. Él despachaba en Ciudad Juárez y vivía en El Paso, Texas, mientras el gobernador se aseguraba en la ciudad de Chihuahua.

Ante estas formas de otorgar o prometer seguridad a la población, Iris Marion Young manifiesta:

Una ciudadanía democrática debe admitir primeramente que ningún Estado puede ofrecernos absoluta seguridad a ninguno de nosotros, y que los líderes que prometen esto son ellos mismos sospechosos. El mundo está lleno de riesgos. La prudencia dicta que los asumamos, busquemos información acerca de sus fuentes, y tratemos de minimizarlos; y nosotros esperamos, en todo nuestro derecho, que nuestro gobierno haga la mayor parte de esto. En una democracia, la ciudadanía no tiene por qué negociar esta responsabilidad pública por la sumisión a la vigilancia, a las decisiones arbitrarias y al sofocamiento de la crítica (Young 2003: 21).

Sin embargo, en México, una de las problemáticas de honda raíz social tiene que ver con el deterioro de las instituciones públicas, el quebranto de la aplicación de la ley y la ausencia de rendición de cuentas para la función pública en esta nación. Frente a esta atrocidad inédita —una autopsia realizada cada 2.50 horas (Sosa 2010)—,18 el presidente Felipe Calderón propuso, en febrero de 2010, el cambio de estrategia al Operativo, a la cual llamaron Todos somos Juárez. Reconstruyamos la ciudad. Esta política surge después de la masacre de las y los 15 jóvenes de Villas de Salvárcar que llevó a cabo el crimen organizado en enero de 2010. Ante la indignación por esta matanza de jóvenes deportistas y estudiantes, la comunidad nacional e internacional exigió el alto a la violencia o el cambio de estrategia. El gobierno federal respondió con la promesa de cambios en 100 días a través de 160 compromisos.19 Por lo demás, la estrategia necesita ser evaluada y tomar en cuenta la pérdida de vidas humanas, sean de delincuentes o producto de la violencia colateral. Privilegiar la memoria o la inocencia de unas víctimas deja en el olvido a las otras y a sus familiares, a quienes no se les ha prometido justicia. Alguien tiene que responder por todas ellas. Alguien tiene que otorgar justicia a todas. En un Estado de derecho, los quebrantos a la ley se dirimen en los tribunales, y los encargados de hacer valer la legislación juzgan y sancionan, no matan, ni tampoco permiten la matanza generalizada por quienes detentan la violencia ilegitima o la legítima. Resignificando a Arendt: “También es preciso consignar que este criterio, en cuya virtud se hace una distinción entre el asesinato de gentes cultas y el de gentes primitivas, no es monopolio del pueblo alemán” (Arendt 1967: 140). Ciudad Juárez lo vive igual que el resto del país.

También en 2010, ante el incremento de víctimas colaterales, en un encuentro con el sector turístico nacional e internacional, el presidente Felipe Calderón aseveró que dentro de los asesinatos registrados en la nación había habido policías y militares caídos, pero estos representaban menos de 5%, y también gente inocente, que constituía menos de 10% (El Universal 2010). El 12 de abril, en la Universidad de Texas, en Austin, ante el cuestionamiento que se le ha hecho al ejército mexicano por múltiples violaciones a los derechos humanos de la población, el alcalde manifestó que quienes se quejan, en su gran mayoría “son los padres de criminales empedernidos que se ganan la vida matando”. A estos criminales duros no se les puede tratar con cortesía (Norte 2010). En abril de 2011, ante el asesinato de unos agentes de tránsito por parte del crimen organizado, Julián Leyzaola Pérez, exmilitar al mando de la Secretaría de Seguridad Pública Municipal, habló así:

[...] los que mataron a los agentes de tránsito son unas cucarachas que les gusta vivir en la suciedad, se alimentan de desorden, de la anarquía, necesitan de lo sucio para poder sobrevivir.

Ellos seguramente no son humanos, porque de serlo hubieran nacido de una mujer, y ellos no lo son [...], esa gente [.] no se merece estar entre la comunidad, seguramente ni convivir con sus propios hijos, ni ir a sus piñatas, ni con su familia, tenemos que echarlos afuera, ustedes los que saben en dónde están metidos, denuncien, digan dónde están, no los cubran, no los solapen.

Existe una gran diferencia que hay entre recoger el cuerpo de un delincuente en las camas frías del Semefo y honrar el cuerpo presente a un servidor público. A los asesinos cobardes, nadie los reclama; a su familia, si es que la tienen, les da vergüenza ir por ellos, y no con la muerte van a pagar el error de vivir fuera de la Ley (Bustamante 2011).

En diciembre de 2011, en el último desayuno que le ofreció la Secretaría de Marina al presidente, este justificó su ofensiva bélica comparando a la nación con una casa llena de cucarachas que había que sanear. Las cucarachas eran obviamente los criminales a los cuales había que exterminar; sin embargo, se cuidó de usar la palabra matar o exterminar, y más bien utilizó los eufemismos de neutralizar, limpiar, reconstruir y sanear (Rodríguez 2011). El 12 de noviembre de 2012, el entonces Secretario de Gobernación, Alejandro Poiré, habló de los criminales en la misma tónica del fanatismo animalista y les llamó ratas. Al respecto, el periodista Pedro Miguel apunta:

Volviendo a Poiré, su parábola de las ratas constituye una perfecta radiografía de la miseria ética y mental del calderonato. Por principio de cuentas, Calderón y su grupi- to —incluido el propio Poiré— no llegaron a una casa en calidad de extraños (adonde tuvieron que irrumpir como intrusos y por la puerta de atrás fue, en todo caso, al Palacio Legislativo de San Lázaro), sino que se criaron y surgieron en ella, y en ella fueron alimentados y aupados por Fox, Salinas, Televisa, la embajada de Estados Unidos, la Coparmex, el cacicazgo gordillista y sabrá Dios qué otros poderes fácticos incluso menos presentables; en consecuencia, la metáfora misma introduce la duda de si los calderonistas son exterminadores de plagas o parte de la infestación (Miguel 2012).

Si bien las acciones criminales merecen todo nuestro rechazo y la acción de la justicia, esta retórica es una genealogía de la discriminación, sobre la base de lo inhumano, en comparación con lo normal humano (Baudrillard 1993: 125-126). Esta forma de hablar de los funcionarios públicos recuerda a Hannah Arendt, cuando explica que en la Alemania Nazi se utilizó lo que se llama normas idiomáticas, las cuales eran códigos que obligaban al uso de palabras tales como solución final, cambio de residencia y tratamiento especial, en vez de matar o enviar a los campos de concentración a la población judía para su exterminio. Estos discursos tienen el efecto de no mantener ignorantes a las personas de lo que están haciendo, pero las previene para que no lo relacionen con su conocimiento del asesinato (Arendt 1967: 140). Del mismo modo, mandan mensajes a la ciudadanía para que no se identifique ni se indigne con el dolor de quienes sufren, para que no padezca crisis de conciencia (Arendt 1967: 151).

Melissa Wright retoma los aportes de Hannah Arendt y, desde la política sexual, permite dar luz a la política de la muerte como la última ratio de la construcción de un sujeto ejecutable, o killable subject. A lo largo de los años, a quienes han sido asesinadas y asesinados en esta ciudad se les ha llamado las prostitutas o los narcos. De ninguna manera se les llama juarenses o mexicanas/os. Con esto, se les niega legitimidad de sujetos públicos, a la vez que es una manera de matar la democracia en nuestra ciudad.20 Al mismo tiempo, es una forma de “desandar parte del camino andado” (Robles 2010: 54). El feminicidio juarense convocó a todo un movimiento nacional e internacional feminista y de derechos humanos que logró llevar el caso hasta la Corte Interamericana de Derechos Humanos. El Estado mexicano fue sancionado a través de la Sentencia del Campo Algodonero. Sin embargo, en la actualidad, no sólo hay un mayor número de mujeres asesinadas y desaparecidas, sino que sus casos se desvanecen junto al número de hombres asesinados y levantados.21 Sin embargo, ambos, mujeres y hombres, son dejados impunemente en el tiradero nacional de muertos mientras continua el discurso del guerrero y el caballero.

Conclusiones

La violencia que se vivió y se vive en Ciudad Juárez ha dejado una secuela de pérdidas de vidas humanas. Si bien el feminicidio y el modelo juvenicida son la parte más visible, sólo son la punta del iceberg de la secuencia acumulada de violencias de un operativo fallido en contra del crimen organizado. La inseguridad no se abatió, se incrementó; los espacios públicos no se recuperaron, se perdieron; la violencia contra las mujeres no disminuyó, está presente cada día. Miles de familias quedaron fragmentadas; miles de ciudadanas y ciudadanos se atrincheraron en sus hogares (envipe 2012); los que más han muerto y más han sufrido son las y los miles de pobres y carenciados a quienes se les negó una ciudadanía en derechos humanos. Y ¿dónde están quienes amasaron las grandes fortunas en esta ciudad al amparo del narcotráfico y las figuras políticas que fueron acusadas de tener nexos con el crimen organizado?

Los líderes políticos necesitan repensar con urgencia el sentido y el significado de la vida. Detener esta guerra es una necesidad humana, social, ética y urgente para Ciudad Juárez y el país en su totalidad. No son estas palabras, “Esta es una lucha. Esto es una guerra. Nosotros estamos ganando la guerra” (Chacón 2011), por parte del nuevo alcalde de Ciudad Juárez, Héctor Murguía; ni las de Horacio Duarte, gobernador en turno de Chihuahua, “A pesar de las campañas negras, Juárez se recupera” (Varela 2012), las que ayudan a construir el camino de justicia en esta ciudad, habida cuenta de que el estado de Chihuahua tiene otros sitios neurálgicos de violencia que se deben atender, como Guadalupe y Calvo, Creel, el Valle de Juárez. En este sentido, toman fuerza las palabras dirigidas por Human Rights Watch a Enrique Peña Nieto, nuevo presidente de México: “Abordar los abusos cometidos durante el mandato de su predecesor e impedir que se reiteren en el futuro, requerirá de atención inmediata en los niveles más altos de su administración” (hrw 2012). Los líderes políticos están obligados a resignificar y resimbolizar esos cuerpos mutilados, incinerados, torturados y colgados en los puentes y mallas ciclónicas de nuestra ciudad, de nuestro país. Esto equivale a saber que son parte de la “insignificancia política de las grandes mayorías” (Cussiánovich 2005: 17) y que no fueron necesarios para definir y orientar un futuro de relaciones de respeto, de justicia y de la vida de la cual fueron despojados en el tiradero nacional de muertos en una estrategia de guerreros y caballeros

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Este artículo es producto del financiamiento otorgado por Fondo Mixto conacyt-Chihuahua para el proyecto de investigación “Estrategias para la prevención e intervención del feminicido juarense”, clave chih -2007 coi-79934. Fue presentado inicialmente como ponencia en la quinta sesión del Seminario Interdisciplinario de Estudios de Género: “El homicidio masculino una mirada desde la medicina forense, el género y la crisis social”, Ciudad Juárez, 19 de agosto de 2009. La autora desea agradecer la asistencia académica de las becarias Diana Lizeth García Salinas y Miriam Saldaña, así como los dictámenes anónimos. Por supuesto, asume los errores del artículo.

Si bien menciono las cifras oficiales, debo aclarar que a partir de esta violencia letal, son los medios de comunicación: locales y nacionales e internacionales quienes llevan el recuento de estos asesinatos y las cifras que proporcionan siempre son mayores a las oficiales. Por tal motivo utilizaré ambas fuentes.

El comparativo de mujeres asesinadas con relación al homicidio la tomo de la base de datos "Feminicidio", la cual construí desde el año 1998.

Esto de ninguna manera implica que la muerte violenta de mujeres y hombres no estuviera presente en esta ciudad antes de la ofensiva contra las drogas. De hecho, en 2007 se registró una tasa de 25.5 hombres asesinados por cada 100 mil, y 2.8 mujeres por cada 100 mil. Sin embargo, en 2008, las tasas ascendieron a 215 y 16, respectivamente (inegi 1994-2008). Tanto el homicidio como el feminicidio tenían ya hondas raíces en esta población.

En los cuatro años del Operativo Conjunto, que comprenden de 2008 a 2012, fueron asesinadas 931 mujeres, en comparación con las 500 que fueron ultimadas de 1993 a 2007.

No hay cifras oficiales al respecto. Sin embargo, se ha creado el Fondo de Atención a Niños y Niñas Hijos de las Víctimas de la Lucha contra el Crimen, para la atención, todavía de un número muy pequeño, de estas víctimas colaterales de la guerra contra el narcotráfico.

Todas las traducciones de los textos en inglés son mías.

Debido a la falta de transparencia en las estadísticas, siempre será difícil poder decir cuántas de estas muertes violentas son producto del narcotráfico, aunque el Dr. Salvador Cruz, en su ponencia "Poder y violencia: expresión de las masculinidades en el homicidio intencional en Ciudad Juárez", presentada en la quinta sesión del Seminario Interdisciplinario de Estudios de Género: "El homicidio masculino una mirada desde la medicina forense, el género y la crisis social”, con datos oficiales y fuentes periodísticas estima que 80% de estos asesinatos cometidos en Ciudad Juárez son producto del crimen organizado.

Agradezco a la profesora Melissa Wright este término, producto de la conversación electrónica que sostuvimos sobre la conceptualización de la muerte pública en Jean Baudrillard, el 8 de febrero del 2012.

En esta sección, me baso en gran medida en las aportaciones que Iris Marion Young hace a la interpretación de la lógica protectora del Estado masculino.

Es un acuerdo entre las partes, en el cual convienen qué es lo que cada una da y recibe en una transacción entre ellas, o sobre el curso de acción o política que cada una coloca/establece/ posiciona en relación con la otra (Merriam Webster's Dictionary).

El primer operativo se realizó en Michoacán, en diciembre de 2006.

De acuerdo al diccionario de la Real Academia Española, ejecutar es dar muerte al reo.

Eduardo Guerrero indica que esta disminución obedece a que: "Desde mediados de 2011, la violencia tendió a estabilizarse e incluso disminuyó de modo sistemático". Esto se debió a cuatro factores: las organizaciones criminales se ven con problemas para reclutar sicarios; surgen movimientos sociales que denuncian la violencia, las desapariciones y violaciones a los derechos humanos; los operativos que se extienden a otras ciudades son más eficaces y con mayor coordinación con los gobiernos locales; y los arrestos y abatimientos que se dan a las organizaciones criminales se hacen sopesando la reacción de la violencia con la que pueden responder.

Propuesta Cívica ha compartido, a través de su sitio en internet, la base de datos de más de 25 mil personas desaparecidas.

Agradezco a la profesora Melissa Wright este análisis, producto de la conversación electrónica que sostuvimos el 12 de marzo de 2012.

Los abusos cometidos contra la población por elementos de la policía federal incluyen: violencia sexual contra mujeres y hombres, extorsión, secuestro, tortura y ejecuciones, entre otros daños.

Este artículo menciona que, de un total de 3 315 autopsias, 2 626 fueron por muertes violentas.

El profesor José María Ramos, de El Colegio de la Frontera Norte, afirma que algunas de las debilidades que presentan estos compromisos es que no derivan de procesos de planeación estratégicos y participativos sólidos. La política preventiva no existe, y se ha dejado a un lado la integración de la variable transfronterizo (comunicación personal, marzo de 2010). Y para nada se tomó en cuenta las diversas formas de violencia que sufren desproporcionadamente las niñas y mujeres.

Conversación electrónica, 8 de febrero de 2012.

Así se les denomina a los hombres que son desaparecidos por el crimen organizado.

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