Nos abraza el cálido vaho invisible que despide toda familiaridad. Sentados en familia, conversamos como debe ser: en familia. Con-versamos, pero ¿alguna vez dis-versamos? Hablamos con naturalidad de aquello de lo que se habla: de cosas de mujeres, de cosas de hombres, de cosas de abogados, de cosas de empresarios, de cosas de... Ahora es el momento de hablar de cosas de niños. Mi sobrino de siete años entra a la sala donde todos estamos sentados, con esa espontaneidad tan seductora que lo caracteriza, mientras su madre le pide que cuente a todos acerca de las novias que ha tenido en su escuela. Con una soltura digna de admirarse, Emilio cuenta que ha tenido muchas novias, y que él mismo ha sido el que en muchas ocasiones ha tenido que romper con la relación. “Le dije que si no me podía respetar, teníamos que terminar la relación”, afirma con una elocuencia hilarante. Es imposible no sonreír ante un comentario tan atinado: justo en el centro de lo que diría un adulto, ¡y lo ha dicho un niño!
Por supuesto que siguen las incesantes aprobaciones, las risas, y luego las incansables preguntas. Hay que entrever la carne que se esconde detrás de la seducción de un niño. ¿Cómo puede ser tan encantador? ¿Cuántas novias ha tenido ya a su corta edad? ¿Cómo lo ha logrado? ¿Cuál es la sustancia del don Juan? Entre pregunta y pregunta, Emilio sonríe y responde con una gracia que no deja de sorprender. Cuenta sus técnicas de seducción: agarrarle la mano a la niña cuando “esté tranquilita”, por ejemplo. Ha tenido muchas novias, y su madre explica que en su salón de clases hay más niñas que niños. Mi padre se esfuerza por no gritar: “¡Entonces te toca más de una niña!, ¿verdad Emilio?”. Los hombres presentes se sienten extasiados (entonces, ¿yo no soy un hombre?). Al lado de Emilio, Andrea, su hermana, ríe también, aunque nerviosa. Su madre añade que en el salón de Andrea sucede exactamente lo contrario: son más niños que niñas, y todos piensan que ¡qué curioso! Pero a mí me surge una inquietud. Es eso precisamente: la in-quietud en contra del a-sentamiento. Des-a-siento y digo: “Entonces a ti también te toca más de un niño, ¿verdad, Andrea?”.
No recuerdo bien quién fue la persona que logró superar el incómodo silencio que causó mi comentario. Lo que sí recuerdo es que después de hablar sentí como si hubiese roto con un cuchillo el maravilloso ritmo del tiempo. Nadie supo qué hacer. Ni yo. Un instante después de haberme sentido tan cercano, tan familiar, me sentí en un espacio muy lejano. Toda la atención puesta en mí, como si las miradas pudieran aislar a alguien, arrojándolo hasta los bordes más lejanos de la civilización. Había rajado a la música del seductor, y al transgresor se le castiga con la separación, como imitando su movimiento, pero en un sentido civilizatorio.
No entendí que era momento de hablar de cosas de niños...
Nunca me he sentido identificado con los estereotipos de hombre. Siempre he tenido la firme convicción de que existen distintas formas de ser hombre, o que más bien existen distintas formas de ser, y que estas deben ser respetadas. Soy un ser humano con los caracteres sexuales de un macho, que (sin embargo) prefiere las relaciones sexuales con otro hombre; al cual nunca le han gustado mucho los deportes; y que siempre se ha identificado mucho más con la feminidad, o con aquello que recibe el adjetivo de femenino. Apoyo la lucha por la liberación de la sexualidad y cuestiono, cada vez que puedo, las construcciones sociales que definen comportamientos con base en el sexo. Si los niños pueden tener más de una novia a la vez, ¿por qué no podrían hacerlo las niñas también? ¿Qué no la discusión más bien sería acerca de la moralidad de la poligamia, independientemente del sexo de quien la practique? Esta convicción que tengo, sin embargo, se topa con un silencio atroz en la práctica. Quisiera explorar el silencio, más que la enunciación; la suspensión, más que el significado; la ruptura, más que la separación (que significa en tanto que posiciona).
Los significados escondidosComenzaremos explorando los significados, dado que es lo que mejor conocemos. La escena anterior es un claro ejemplo de lo que Rita Laura Segato denomina la “producción de la masculinidad”. Emilio debe esforzarse para llegar a ser un hombre, y debe demostrar su masculinidad ante otros hombres, pues dicha cualidad es “un estatus condicionado a su obtención —que debe ser reconfirmada por una cierta regularidad a lo largo de la vida— mediante un proceso de probación o conquista y, sobre todo, supeditado a la exacción de tributos” (Segato 2006: 20). En este caso, el tributo simbólico que Emilio paga a los adultos es el de las múltiples niñas a las que ha conquistado con sus encantos: sus novias. El juego de preguntas y respuestas es una prueba que los adultos ponen al niño para saber si este es lo suficientemente hombre.
El análisis de Segato agrega la distinción entre las coordenadas vertical y horizontal de las relaciones (Segato 2006: 21). El juego en el que se encuentra Emilio muestra la dimensión horizontal: la comunicación entre hombres. Al mismo tiempo, se envía un mensaje vertical a las mujeres en el cual se les priva de ciertas posibilidades. Andrea se mantiene callada: con la sexualidad quieta y las risas sosegadas. Las niñas no pueden aspirar a formar la virilidad y encanto seductor que presenta Emilio. A ellas se les premia por mantenerse sumisas, apaciguadas, así reforzando lo que Sherry B. Ortner considera como un hecho universal: “la subordinación femenina”, y el “universal status secundario de las mujeres” (Ortner 1979: 113), que es producto de la relación que se ha fabricado en la cultura entre mujer y naturaleza, según explica la autora (Ortner 1979: 114).
Por último, y en un sentido más general, es posible observar en el ejemplo de Emilio y Andrea los mecanismos de formación del habitus, según la terminología de Bourdieu, quien lo define como un “sistema de disposiciones adquiridas por medio del aprendizaje implícito o explícito que funciona como un sistema de esquemas generadores, [y que] genera estrategias que pueden estar objetivamente conformes con los intereses objetivos de sus autores sin haber sido concebidas expresamente con este fin” (Bourdieu 1990: 141) El lenguaje utilizado por los hombres y por las mujeres, así como sus reacciones y actitudes ante los comentarios de Emilio y el silencio de Andrea, envían mensajes inconscientes que disponen a estos para que actúen de una forma determinada. Al mismo tiempo, las estructuras sociales que se imponen son reforzadas por los mismos niños, mostrándose así siempre naturales.
Silencio que significaLa escena narrada es rica en mensajes ocultos; en códigos dichos sin decir. Podríamos seguir descifrando dichos mensajes y luego traerlos a la luz. Sin embargo, es precisamente cuando surge el cuestionamiento de los significados, que surge también el silencio. Ahora bien, el silencio, asimismo, puede ser, y de hecho es, significativo. Cuando alguien propone un mensaje que transgrede el orden social basado en la dicotomía hombre-mujer, entonces el silencio es un castigo. Al romper las estructuras de género —y así también, al hacer evidente que no son naturales, o que su naturalidad es quebradiza y quebrantable— la sociedad se separa de dicho individuo, aislándolo. Es como si, metafóricamente, la sociedad tradujera el suceso: ruptura o quiebre (del orden) se traducen en separación o aislamiento (del individuo). Si a la estructura social se le considera una estructura natural, entonces aquél que la quiebra debe ser antinatural y, por lo tanto, debemos aislarlo: es como si aquella persona no fuese un ser humano y fuese un peligro. Pero dado que la metáfora quiebre-separación es posible, pues ambas se asocian al vacío y al silencio,1 entonces el asilamiento resulta altamente efectivo. Esto es: si yo rompo con el tiempo social —que se siente tan natural y tan familiar— y, posterior a eso, recibo un silencio, miradas desconcertadas y una incomodidad que aísla, entonces es fácil pensar que yo fui el que creó la separación que siento; que la separación se sigue necesariamente de mi acto, pues al romper el ritmo social se evidencia una separación real que existe entre los humanos naturales y yo, que no lo soy. Por lo tanto, el significado del silencio es el de la separación. La separación es, a su vez, un castigo por mostrar lo antinatural. De aquí se derivan también sentimientos de culpa y de vergüenza.
Es menester aquí hacer un paréntesis para explicar la diferencia que encuentro entre la ruptura y la separación. Sería fácil pensar que cualquier ruptura es necesariamente una separación, pues visualmente es imposible pensar en el acto de romper algo, y que ello no implique la separación, en partes, del objeto. De hecho ambas palabras son, en su definición, muy cercanas. Sin embargo, si lo pensamos en términos de relaciones interpersonales, romper no necesariamente implica separar. Al contrario, podemos concebir cómo romper con una ideología o una costumbre puede unirnos más a determinadas personas. O bien, en ocasiones la muerte de una persona nos puede unir más a ella. Al mismo tiempo, es evidente que hay una separación en la ruptura: romper con una ideología es separarnos de ella, y la muerte de una persona nos separa de su existencia física. No obstante, la distinción que quiero establecer, más que sobre la naturaleza de las palabras, es sobre su utilización: mientras que decimos que la sociedad nos separa o aísla de ella, por otra parte afirmamos que esta se rompe, y dicha ruptura es un suceso más bien involuntario. En pocas palabras: la sociedad aparta de sí a ciertos individuos, mientras que el individuo rompe construcciones sociales. En el ejemplo anterior, yo rompo el ritmo social, mientras que la sociedad me separa de ella.
Silencio que es silencioExiste un no-significado del silencio también. El silencio es ruptura, no significa ruptura. Se rompe el sonido: cesa, se suspende. Al infringir las normas de la sociedad, hay un silencio que castiga, pero, al mismo tiempo, hay un silencio inherente a la ruptura misma. Para ilustrar mejor esta distinción, me gustaría introducir y redefinir un término que utiliza Erich Fromm: el de la separatidad.2 Es un término interesante, dado que el autor lo sugiere como una condición de la existencia humana. Sin embargo, al mismo tiempo, es curioso observar cómo Fromm separa muy bien la descripción del término, de sus efectos. En cuanto a la descripción, observamos una “conciencia de sí mismo [del ser humano] como una entidad separada, la conciencia de su breve lapso de vida, del hecho de que nace sin que intervenga su voluntad y ha de morir contra su voluntad, de que morirá antes que los que ama, o estos antes que él, la conciencia de su soledad y su separatidad, de su desvalidez frente a las fuerzas de la naturaleza y de la sociedad” (Fromm 2004: 19). En cuanto a los efectos, la separatidad “provoca angustia; es, por cierto, la fuente de toda angustia. Estar separado significa estar aislado, sin posibilidad alguna para utilizar mis poderes humanos. De ahí que estar separado signifique estar desvalido, ser incapaz de aferrar el mundo —las cosas y las personas— activamente” (Fromm 2004: 19).
Me parece que al término separatidad lo definen mejor sus efectos que su descripción. Redefiniendo, entonces, la separatidad, o estado de separación, es la cualidad que tiene un individuo de sentirse aislado e imposibilitado para aferrar(se) a la sociedad, pues esta aísla al sujeto que la amenaza; mientras que, por otro lado, está la condición existencial del ser humano como entidad rota, más que separada. El ser humano se rompe a cada instante del tiempo, con la muerte, y también se quiebra en relación con el otro. Nos en-contramos con el otro: el otro rompe la totalidad de nuestro ser, pues el otro es diferente. Nos diferenciamos, pero la diferencia no siempre implica separación. Por lo tanto, en una nueva definición, la separatidad no es necesariamente una condición existencial del humano, tanto como un estado de separación metafórica, causado por el castigo social, y que conlleva ciertos sentimientos como lo son la angustia o la vergüenza. Es decir que Fromm une una condición contingente con una existencial y las funde en un solo concepto: para el autor, la perpetua ruptura del individuo es también su perpetua separación con respecto de lo otro. Sin embargo, pareciera más bien que mientras que lo primero es una condición ineludible “la muerte y el tiempo nos rajan inevitablemente”, lo segundo es una condición fabricada socialmente, y que corresponde a la interpretación, anteriormente mencionada, que se ha dado de la ruptura —aquellos que transgreden están separados de aquéllos que siguen el flujo social—. En pocas palabras, de la ruptura no se sigue necesariamente la separación, aunque el ser humano sí tiene la capacidad de asumirse en dicho estado de separación. El silencio significa separación, mientras que es ruptura.
Silencio ambivalenteRegresemos al ejemplo de Emilio y Andrea. Si expresé la inquietud que provocó el silencio fue porque quise liberarla: expresar mi individualidad contraria a la música social. En dicha liberación, puedo redimirme yo, y también puedo liberar a Andrea. Dicha redención corresponde a la ruptura: romper el orden establecido, contrapuesto a mi forma de ser, que es distinta —y quizás también lo sea la de Andrea—. Ruptura del ritmo social. Al mismo tiempo la liberación provoca un sentimiento de vergüenza, una incomodidad, una separatidad. Es en este punto que emerge mi necesidad de explorar el silencio: un silencio ambivalente que, por una parte, produce un sentimiento liberador, y por la otra, produce una angustia que, en muchas ocasiones, invita a la contención de tal libertad. ¿Qué sucede cuando preferimos no quebrar ningún orden, pues el sentimiento de vergüenza es insoportable? ¿Cómo saber que la liberación de la sexualidad es siempre un bien mayor al bien que provoca continuar con el ritmo de la sociedad? ¿Por qué no seguir riendo y afirmando la hombría de Emilio, cuando provoqué un momento de suma incomodidad? Si una persona homosexual vive en una comunidad que rechaza su preferencia sexual tajantemente, ¿no sería mejor que dicha persona viviera negando su homosexualidad? Es decir: ¿por qué es deseable, en sí misma, la liberación sexual?
Las trampas del lenguaje moralPareciera que la confusión anterior viene precisamente de confundir al silencio, con lo que este significa (con su utilización); de confundir un nivel existencial con un nivel contingente. Cuando decimos que para alguna determinada persona es mejor no asumir su preferencia sexual, ¿qué queremos decir exactamente? Queremos decir, quizás, que la persona tendrá una mejor vida. Esto puede ser cierto, suponiendo que para una sociedad determinada, la homosexualidad sea algo insoportable. Salir del clóset puede implicar vivencias terribles: rechazo, violencia, destierro, o la muerte incluso. O bien, supongamos un caso menos radical: supongamos el caso de un hombre que no quiere hacer pública su homosexualidad, debido a que esto le permite tener un mayor éxito profesional. Abrir la preferencia sexual implicaría ganar menos dinero, tener menos posibilidad de acceso a redes sociales importantes, etc. En este caso, podríamos afirmar que la persona, en un balance cuasi-económico, valoró más su éxito profesional que su liberación sexual. Por lo tanto, la valoración que se podría hacer de una vida deseable para una persona sería estrictamente relativa: dependería de lo que el individuo valore más; dependería de su escala personal de valores. Es decir, un individuo podría valorar más el éxito social, que su liberación. Mejor se vuelve un adjetivo económico, y de ahí que, contextualizando, no siempre sea mejor la liberación de la sexualidad.
Sin embargo, si profundizamos un poco más, nos damos cuenta de que en realidad, el hombre que prefiere su éxito profesional por encima de su liberación sexual, está teniendo un conflicto más allá de una simple balanza de pagos. Dicho ser humano siente atracción por las personas del mismo sexo, pero esto implica no poder obtener el éxito deseado en el ámbito profesional. Aquí, de nuevo, encontramos una separación. La sociedad separa a la figura del profesional exitoso de la figura del homosexual, como si fuesen dos entes que se excluyen mutuamente. Ante dicha separación, el individuo debe elegir entre una de las dos figuras, pues de lo contrario vivirá en una perpetua separatidad interior: será de dos naturalezas distintas a la vez; será y no será. Ahora bien, dicha elección, en realidad no es una elección. El individuo en realidad querría quedarse con las dos figuras, pero debe decidirse para no sentirse expulsado de sí mismo. La elección que hará de una figura sobre la otra, entonces, tendrá un alto grado de arbitrariedad, pues dependerá no de una valoración económica, sino más bien, de lo terrible que esté siendo para la persona, en un momento concreto del tiempo, no poder asumirse como alguna de las dos figuras. Es decir, su decisión será relativa al tiempo en que se tome; sin embargo, bien puede ser que posteriormente quiera cambiar, y se decida por la otra figura. Su vida se observará, entonces, como un vaivén de jerarquizaciones, como un cambio de valores en el tiempo, pero esto no es un ejemplo de lo contingente de sus valoraciones, sino más bien, del carácter temporal que presenta su deseo hacia cada una de las dos figuras. De hecho, sería de esperarse que en cuanto elija el éxito profesional, comenzará a valorar mucho más su liberación sexual, y viceversa, pues así funciona el deseo: deseamos lo que perdemos. La persona no elegirá; elegirá la situación temporal de sus emociones, de su anhelo. Asimismo, esto nos lleva a cuestionar la idea de que para una persona pueda ser mejor no liberar su preferencia sexual. ¿Cómo podríamos hablar de una situación mejor si no existe una capacidad de elegir? O en dado caso, mejor significaría posterior. Esto es, lo mejor sería lo que dicta el tiempo.
Pensemos en sor Juana Inés de la Cruz. Toda su vida quiso dedicarla a las letras y al conocimiento. No obstante, ser mujer en su época estaba separado del acceso al conocimiento. Aun así, siendo monja, encontró la forma de poder acceder a las palabras. Llegó el día en que esto fue insostenible, por su confrontación con el obispo de Puebla. Entonces eligió renunciar a los libros. ¿Eligió? Sí, el tiempo y la circunstancia eligieron. Privarse de la escritura fue mejor (posterior) que (a) escribir, en una situación mucho más cercana al encarcelamiento que a la libertad.
Un bien existencialRompo con la figura que se me impone de ser hombre, y de pasada con la que se le impone a mi sobrina de ser mujer. Elijo la libertad (¿no es esto una tautología?). Elegir es liberar, y en ese sentido, la liberación es un bien en sí mismo, al menos para el ser humano, en tanto le otorga la posibilidad de autodeterminarse. Es un bien en sí mismo, también, en tanto que es una condición existencial: romper es liberar, y la ruptura nos sucede todo el tiempo. Entre elegir y no elegir, Andrea decidirá elegir. Aquí sí hay una jerarquización. Pero resulta que todavía no se nos deja elegir. Al silencio que crea mi ruptura se le traduce en separación. Separado estoy, y debo resolver3 hacia dónde me dirijo. Si quiero seguir en familia, dejo de hacer ese tipo de comentarios. Si quiero (per)seguir a la figura de hombre distinto que tanto anhelo, me busco otro círculo social que acepte dicha figura. La resolución que tome seguramente estará oscilando todo el tiempo entre las dos anteriores, o entre ambas y alguna especie de combinación lineal de ambas, en un movimiento que simulará a los comportamientos económicos. Se dirá que estoy tomando la mejor decisión. No es cierto. No estaré eligiendo, y difícil será saber si fue la mejor decisión, en tanto nunca conocí qué habría pasado si hubiera tomado una decisión distinta.
Elegir a la muerteCisma: muerte. La diferencia mata. La liberación del ser humano derriba construcciones, suposiciones, imposiciones, ideologías... Dice Elias Canetti: “El momento de sobrevivir es el momento del poder. El espanto ante la visión de la muerte se disuelve en satisfacción pues no es uno mismo el muerto. Este yace, el superviviente está de pie” (Canetti 2003: 266). A la muerte, quizá, la hemos interpretado como si fuese una extraña; como lo antivida. Es como si la muerte no fuera parte también de la vida del ser humano; como si se nos presentara como algo completamente ajeno, aunque ha estado aquí durante toda la historia de nuestra existencia; como si quisiéramos tener poder sobre ella. También han estado siempre aquí las prostitutas, los homosexuales, y un sinfín de seres silenciosos que estuvieron siempre aquí, pero solo eso. Silencios que se vivieron como separaciones del organismo social, más que como rupturas inherentes a este. En dicha separación, una super-vivencia: el momento de poder en el cual nada murió; la sociedad permaneció intacta. La sociedad sobre-vive al separar. Sin embargo, tal como afirma Octavio Paz: “El culto a la vida, si de verdad es profundo y total, es también culto a la muerte. Ambas son inseparables. Una civilización que niega a la muerte, acaba por negar a la vida” (Paz 2004: 65). La liberación de la sexualidad es un bien en el mismo sentido en que sería un bien liberar a la muerte. Debemos observarla como lo que es, y no como algo extraño a nuestra vida. El día que observemos al silencio que está presente todos los días, quizás seremos capaces de elegir. Esto recuerda a Heidegger en El ser y el tiempo cuando habla de la angustia por la muerte, pero me pregunto si la muerte necesariamente se vive como una angustia, y es precisamente lo que, en parte, he intentado refutar al separar el carácter existencial roto del ser humano, de la separatidad que puede provocar la sociedad, la cual está más ligada a la angustia. Confieso que en ocasiones la muerte de ciertas imposiciones sociales ha resultado más bien un momento de suma redención: le ha permitido nuevas posibilidades a mi ser.
Asimismo, es necesario apuntar que de considerar la liberación del ser humano como un bien en sí mismo, y de ligar a esta con la liberación de la muerte, surgen muchos cuestionamientos y dilemas éticos. No es posible considerarlos ahora, pero sí es posible precisar un poco más. Lo primero que habría que aclarar es que la liberación probablemente no sea el único bien que existe, y que en ese sentido, no es la única pauta a utilizar en una consideración ética. Por otra parte, la muerte es una característica existencial del ser humano. Liberar a la muerte quiere decir eximirla de la separación en la que la tenemos y traerla al frente como lo que es: como una ruptura. Sin embargo, liberar a la muerte no quiere decir matar. Precisamente lo que la muerte le da al ser humano es la posibilidad de una ruptura que se le escapa de las manos. Yo no maté a las estructuras sociales; ellas murieron dentro de mí.4 Expresar dicha muerte es crear un silencio que ya me albergaba. Por lo tanto, la muerte ocurre sola, y su liberación se da cuando a esta se le acoge como elección. Elijo que la persona que mis padres creen que soy, muera. Empero, dicha elección no puede completarse como tal si mi nuevo ser es desterrado. En tal caso, la muerte no será muerte, sino antivida, y las creencias previas sobrevivirán. Ocurrirá, quizás, una liberación parcial.
Hablar con el silencioDe ninguna manera propongo la imposición de la liberación de la sexualidad. No es posible pensar en imponer algo que se escapa de nuestras manos. Un bien no lo imponemos. En cambio sí propongo hablar con el silencio en las manos. O como en el poema de Fernando Denis: “... con sueño en las manos, con hambre en los oídos, / con la ebriedad de este silencio más fuerte que yo, / que me obliga a arder en los bosques de la página” (Denis 2013), y que nos invita a escribir nuevas historias, y luego a contarlas en voz alta. Si aún no nos es posible elegir, sí nos es posible nadar en el vaivén de la historia, y de vez en cuando, cuando nos sea soportable, encontrar un espacio para romper(nos): morir frente a una familia o morir frente a una cultura. Entre más se muestre la muerte como una realidad ineludible y propia, más difícil será negarla. Hablar para callar a una música que lleva sonando siglos enteros. Quizás algún día aprenderemos a observar al silencio: al viento que sopla arrancándole las hojas a los árboles en un movimiento que nos rebasa, a la vez que nos desprende de ataduras. La libertad es, a su vez, fatalidad
Quebrar un sonido es experimentar un silencio. Asimismo, separar un sonido de otro en el tiempo es experimentar un silencio entre ambos.
Separateness en inglés. Utilizo este término porque me parece que describe bien un sentimiento muy especifico. Véase Fromm (2004: 19).