Monsiváis amó a su país, amó a sus gatos, amó a sus escritos, pero NO amó a las mujeres. Ni de chiste, ni una vez, ni un día, ni un ratito. A pesar del rechazo, las mujeres que somos llevadas de la mala lo amamos con pasión tormentosa y, entre más rechazadas, más lo seguimos. Hoy somos diez sus adoratrices para hablar del libro Misógino Feminista, a casi tres años de su muerte. Su publicación es una prueba contundente de nuestra insistencia y de su rechazo.
Como lo dice el título de un libro en inglés, somos “mujeres que aman demasiado”. También, la verdad, somos un poco dejadas; por eso les digo a todas: no se engañen ratoncitas, no se hagan ilusiones, el gato Monsiváis no nos quiere.
La profesora emérita de la Universidad de Davis, Linda Egan, que debería haber sido convocada porque es la número once de estas diez presentadoras, también fue una malquerida. Monsi la hizo dar vueltas y más vueltas que la ardilla de la fábula hasta que por fin aceptó que ella recogiera sus aforismos después de haber escrito: “Carlos Monsiváis, cultura y crónica en el México contemporáneo”.
Si hoy nos viera Monsi, nos convertiría de inmediato en las once mil vírgenes repudiadas por la historia oficial del feminismo. ¡A lo mejor, en vez de once mil vírgenes, somos once mil machos nomás que muy sentimentales, sobre todo ahora en que el último sexenio convirtió a México en un valle de lágrimas!
Linda Egan es la mujer más femenina de la tierra. Bonita, su pelo rojo la corona, viste suaves muselinas, tiene bolsas que hacen juego con sus zapatos, aretes que hacen juego con su collar y su pulsera, miradas que hacen juego con su sonrisa, sus dientes de perla y su sentido del humor, palabras que hacen juego con su generosidad. Gatita de muy buenos bigotes, suave pelaje dorado y orejas alertas y puntiagudas, decidió en el año de 1990 decodificar la escritura de Monsiváis, intricada, difícil, deslumbrante, y se propuso darlo a conocer a los lectores de Estados Unidos porque allá solo habían oído la voz de Octavio Paz y Carlos Fuentes. Linda descubrió “el género Carlos Monsiváis” y lo celebró como Octavio Paz al considerarlo “inclasificable”.
Lo primero que Linda escribió entre zarpazos y ronroneos es que Monsiváis amó desesperadamente a su país y por eso mismo logró un análisis profundo del México que todavía hoy se mantiene en la pobreza, el México de carne y hueso, el de todos los días, el de las manifestaciones, el del relajo, el de la calle, el del pueblo. Mejor que nadie y antes que nadie, Monsiváis se propuso romper el estancamiento en el que vivimos, unos por hambre y otros por incapacidad social (iba a decir que moral) y lo hizo a través de sus crónicas.
No fue fácil. Linda Egan padeció a Monsiváis, sus horarios sin tiempo, sus citas fallidas, su horrible impuntualidad, sus “llámame mañana”, sus “nos vemos a la cinco” (de qué día, de qué mes, de qué año, de qué siglo), su teléfono convertido en confesionario abierto día y noche a los incautos penitentes, su risa de pájaro caído del nido, su ironía feroz, su mordacidad, su sarcasmo. De tropiezo en tropiezo, Monsi azotó a Linda en una ciudad en que todos se azotan o son azotados
Así como lo dijo Los Angeles Times ningún otro escritor mexicano puede presumir de tanto reconocimiento público como Monsiváis. Habrá otros que venden más libros y otros más celebrados en los salones literarios, pero nadie es más héroe público que Carlos Monsiváis, el periodista poeta más prominente y el crítico cultural más respetado.
Durante más de 25 años, Monsiváis fue tanto la conciencia nacional de México como el analista del pulso de nuestro país. Marta Lamas decidió recoger sus ensayos publicados en la revista debate feminista y lo llamó Misógino Feminista. Este libro —bonito físicamente—, nos brinda un nuevo conocimiento de los lazos de la sociedad que se organiza, de la cultura popular y de la literatura que da fe de la vividera y no de quienes en el aire la componen. Monsi escribe del llanto de Rosario Castellanos y del ejemplar activismo de Nancy Cárdenas. Susan Sontag, Frida Kahlo, Simone de Beauvoir, son otros tantos capítulos como lo son los festejos nacionales: el 10 de mayo que entroniza a la Santa Madrecita Abnegada, las muertas de Juárez y el extraordinario Huesos en el desierto de Sergio González Rodríguez.
El “México de las mujeres al poder” es por demás festivo a pesar de que Rosa Luz Alegría al perder su poder como Secretaria de Turismo, nombrada por López Portillo, confiesa su depresión posparto: “No me llamaba la atención absolutamente nada. Ni siquiera se me antojaba leer o ver televisión. Simplemente me la pasaba, no sé, viendo por la ventana”. Rosario Robles, en cambio, ignora lo que es la depresión y muerde la jugosa manzana que le brinda la serpiente del pri para quién el poder no es ningún fruto prohibido, sino una fuente de enriquecimiento personal que Rosario recibe y festeja al declarar que “hay que comerse las manzanas; son riquísimas”.
Monsiváis recibe un nuevo homenaje: el de las mujeres encabezadas por Marta Lamas, quien ofrece una imagen de un Monsiváis imprescindible y esperanzador cuya sabiduría se conjuga con todos los géneros y todas las disciplinas y nos recuerda que “si todo el Eden se habría desnudado al mismo tiempo no habría pecado original”
fin