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Vol. 48.
Páginas 155-166 (enero 2013)
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Entre memoria o historia de mujeres y de género1
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María Inés García Canal
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Nada puede quedar clauso, terminado, completo en la manera de hacer historia de las mujeres y del género, sino que ese rastrear en el pasado el hacer y el hacerse de las mujeres y las relaciones de género en que se hallaban inmersas ha de abrirse a múltiples interrogantes, como las que, de manera explícita y creativamente insinuante, proponen, desde hace quizá cerca de medio siglo, ese grupo de mujeres que enfrentaron las rutinas de la disciplina histórica y se entregaron con entusiasmo a la producción de una historia de las mujeres y más tarde de género; las feministas que producen historia e historias de mujeres y de su propio movimiento, y se miran retrospectivamente, tanto en su hacer político como en su incesante discusión y enfrentamiento de orden teórico; y la intrusión en el campo de la producción histórica de todo un grupo de mujeres y hombres que ejercen la historia, pero llegados desde otras disciplinas, como la antropología, la etnografía y la sociología, quienes elaboraron una narrativa diferente a la acostumbrada e insuflaron aires y perspectivas que pusieron las formas canónicas de hacer historia en duda.

Estas formas novedosas provocaron desplazamientos en relación a nuevos e insospechados contenidos, a nuevos métodos, lecturas e interpretaciones percibidos por quienes ejercían la disciplina, como el arribo imprevisto de extranjeros a una corporación que produjo cambios, sin aviso, en sus reglas de funcionamiento. Sin embargo, hace ya algún tiempo que la historia como disciplina no corre más por derroteros conocidos y seguros; fue dejando de lado las vías marcadas por teleologías fijas y predeterminadas, y ha puesto en duda las formas tradicionales de escritura como la vía regia de narrar el pasado.

Con base en algunas premisas (tales como, por un lado, la constante interrogante sobre el hacer de las mujeres en la historia en tanto productoras de prácticas que se manifiestan como sujetos o como agentes; y, por el otro, la permanente interrogante alrededor de las mujeres en el ejercicio del historiador que produce una historia de las mujeres y de género en un espacio localizado) intentaré, a partir de esos dos grandes campos de cuestiones, dar un cierto orden plausible a este conjunto de interrogantes, acompañada en esta tarea por las preguntas acuciantes y las reflexiones minuciosas de algunas mujeres que incursionan en el orden de los acontecimientos históricos, a fin de narrarlos, y en la reflexión filosófica, unidas, al mismo tiempo, por un punzante ethos crítico. La actitud crítica caracteriza su hacer.

Hago eco de las preocupaciones de Joan Scott (2006), quien hace historia desde la teoría y la práctica feministas; de Arlette Farge (1991), apasionada del archivo desde hace más de tres décadas, quien ha querido rescatar el habla de las mujeres anónimas del siglo xviii francés que se jugaban la vida y la libertad en la rutina diaria, en el hacer cotidiano, a fin de sacarlas a la superficie plenas de afecciones, de coraje, pasiones y entusiasmo; y de Mariapaola Fimiani (2005), quien, desde una reflexión filosófica que busca conjuntar los planteamientos de Kant y de Foucault en relación a la actualidad en la que estamos sumergidos sin poder escapar hombres y mujeres, etnias, clases y razas, y en la que vivimos y se ejerce nuestra experiencia, abre, desde ahí, la posibilidad de pensar nuestro hacer y quehacer en la historia de mujeres y género, a partir de un triángulo que relaciona y pone en conjunción, copulativa y disyuntiva, la crítica, la clínica y la ética.

Joan Wallach Scott se preguntaba, en 2003, sobre el futuro de la historia feminista, y es su pensamiento crítico y sus preguntas incisivas las que se constituyen en eje de esta reflexión.

Joan Scott se siente consternada por lo que hemos dejado atrás en el quehacer como historiadoras de las mujeres y del género. Perseguía, en su momento de irrupción, “revelar una verdad sobre las relaciones humanas, sobre las relaciones de género y de poder” y buscaba con ahínco modificar la historia e incidir en la disciplina desde la posibilidad de narrar a las mujeres bajo otras formas alejadas de las maneras tradicionales y consideradas canónicas. Observa con preocupación que esos objetivos netamente políticos se diluyeron a lo largo de estos últimos 30 o 40 años, a partir de una cierta y constante institucionalización de la historia de las mujeres, que fue absorbida por un orden académico y universitario resistente a los retos críticos. Sin duda, esa habría de ser la finalidad a procurar en todo espacio académico: abrir el debate, promover la crítica, dudar y hacer dudar, acabar con las certezas, abrirse a nuevas e insospechadas vías en el hacer y en el pensar. La academia tendría que aparecer como el espacio idóneo para ejercer el atrevimiento y el coraje a pensar de otro modo; sin embargo, el proceso de institucionalización en el que se hallan sometidos este tipo de estudios, sin que se cuestione el modelo existente de universidad, los convierte —dice Joan Scott, citando a Derrida— en “otra celda en el panal de la universidad”.

Poner a jugar a las mujeres, personajes oscuros, inciertos, sometidos a la ausencia y el silencio en las narrativas históricas tradicionales, según Joan Scott, no tiene ningún sentido si no se someten a crítica ciertos supuestos que no han sido cuestionados, y es solo acompañadas por un conjunto de teorías críticas que podremos dudar de ellos y producir teorías que contribuirán a hacer tambalear esquemas aceptados sin discusión, a salir de las certezas, a provocar deslizamientos... Propone introducir la noción de agencia y dejar de lado la noción de sujeto: las mujeres como agencia y no como sujetos de la historia. Lo anterior no ha de extrañarnos, ya que su postura teórica permite ubicarla en una de las tres grandes líneas que dividen y enfrentan al feminismo de hoy, en la discusión que se centra alrededor de la categoría de sujeto (¿quiénes son las mujeres?, ¿cómo se definen?, ¿por su sexo?, ¿por el género?, ¿qué se entiende por género?) y alrededor de ciertas categorías políticas —en particular democracia, hegemonía, ciudadanía—, vistas desde una perspectiva de política feminista y surgidas ante los acontecimientos del presente en que se inscriben y desde el cual participan — retroalimentadas, sin duda— en la discusión abierta por aquellas que realizan historia desde otro lugar, desde otra temporalidad, desde lo local, desde una postura que hoy se conoce como poscolonialismo.

La noción de agencia pone en duda al sujeto soberano de la metafísica tradicional, ya que el agente no se halla determinado por la voluntad y no permite olvidar el papel fundamental del lenguaje y de las relaciones de poder en la constitución misma de los sujetos y, en nuestro caso, del sujeto mujeres. La identidad, si es que existe alguna, no es más que una construcción histórica que asume características propias en cada espacio y tiempo.

Las mujeres, vistas desde la perspectiva de la agencia y del agenciamiento, actúan, realizan prácticas, elaboran estrategias, generan tácticas minúsculas, cotidianas, hacen trampas al poder y al orden de los símbolos. Pero, a pesar de ese hacer disruptivo, no pueden ser consideradas sujetos soberanos, sino que actúan dentro de un campo lingüístico delimitado, en el cual emergen órdenes y normas que someten y excluyen; que proponen formas de hacer y estilos de conducta, formas de mirar y de hablar, un tipo dado de ges- tualidad. Al mismo tiempo, recaen sobre ellas un sinnúmero de exigencias éticas y morales que juegan un papel de importancia en la constitución de sí mismas, prescripciones a las que estamos sometidos y compelidos todos, hombres y mujeres, en nuestros vínculos y relaciones, por el simple hecho de compartir un espacio y un tiempo. Este campo es, sin duda, un espacio de restricciones, pero, al mismo tiempo, es también un lugar de posibilidades en el cual pueden emerger la trasgresión, la revuelta y la resistencia. Es en esta tensión que se abre la posibilidad de la agencia, solo existente al interior del campo de lo que puede ser dicho, actuado, pensado, construido, habitado, deseado, o inclusive soñado. Solo dentro de ese campo posible, las resistencias emergen y fecundan.

Por otro lado, Joan Scott hace evidente la necesidad de reflexionar alrededor de las disputas que se generan en la disciplina histórica en relación al poder interpretativo de las narrativas de la misma: cómo y de qué manera la forma de narrar los acontecimientos lleva ya, en sí misma, una manera de interpretar. Narración e interpretación se entretejen, superponen y confunden. Las preguntas alrededor de las formas de narrar la historia han puesto en jaque, durante varias décadas, las maneras de hacer historia y dividen, enfrentan y ponen en tensión también a todas aquellas que ejercen y buscan ejercer la historia. La manera de narrar a las mujeres lleva ya una manera de interpretarlas; se halla marcada por el sello de una elección teórico-metodológica y de una postura ética y política.

Mi propuesta, siguiendo la perspectiva de Mariapaola Fimiani, no es otra que reflexionar sobre la necesidad de elaborar una postura crítica, clínica y ética en relación a la historia de mujeres y de género,2 en tanto que la crítica no puede desprenderse de las preguntas y problematizacio- nes que constituyen nuestra actualidad, hechas desde un presente desde el cual se narra el pasado y que se encuentra atravesado por aquello que consideramos, conceptualizamos e imaginamos como nuestro presente y nuestra actualidad. Solo desde ese presente es posible observar y narrar el pasado... ¿qué es ese presente, el nuestro, desde el que miramos el pasado y construimos o recuperamos su historia?, ¿cuáles son las diferencias entre ese hoy y el ayer?, ¿en qué difiere el ayer del hoy?

La crítica, entonces, no puede desprenderse de la manera en que cada sociedad experimenta un orden del tiempo. Así como en cada sociedad existe un orden del discurso —sobre el cual Michel Foucault centró su reflexión filosófico-histórica durante mucho tiempo—, también aparece un orden del tiempo, al que somos compelidos/as a inscribirnos. Entendemos por orden del tiempo la forma en que cada sociedad, desde su propio presente, enlaza los tiempos —el pasado, el presente y el futuro— y provoca relaciones disímiles entre los campos de la experiencia y los horizontes de expectativas.

La clínica, por su parte, exige adentrarse en el campo de las prácticas —en nuestro caso, de las mujeres en un espacio-tiempo determinado— y rastrear la forma que han asumido las mismas. Al mismo tiempo, exige reflexionar sobre nuestras propias prácticas, al ejercer como historiadoras, y nuestro hacer en el presente, en nuestro aquí y ahora. Es hacer de las prácticas de las mujeres y del género el objeto privilegiado de análisis: las prácticas concretas, aun las más cotidianas y rutinarias de esas mujeres que nos precedieron, pero también las propias, en tanto mujeres que, ejerciendo un oficio —el de la historia—, buscamos rescatar a aquellas del pasado del silencio al que fueron conminadas y encontrar en la historia su presencia, inmersa en un hacer transido de tensiones y conflictos. Esto que hemos denominado clínica exige, entonces, pensar y rescatar los espacios de la experiencia, producida —tanto en el pasado como en el presente— por múltiples y disímiles relaciones atravesadas, indiscutiblemente, por determinados saberes de orden social, por tipos determinados de ejercicio del poder y por las muy variadas formas de resistencia, sin dejar de lado las prácticas alrededor del sí mismo y la producción de la propia subjetividad.

La ética, por su parte, permite vislumbrar el cómo y el hacia dónde de nuestro hacer, y el de las mujeres en el pasado: es una reflexión sobre el sí mismo, sin perder de vista los horizontes de expectativas, de ellas y de nuestro trabajo en y con la historia de las mujeres y del género.

Estas tres posturas —la crítica, la clínica y la ética— se interpenetran de tal manera que, por momentos, se confunden entre sí. Clínica y ética aparecen entrelazadas como una misma cuestión, a veces, sin distinción entre sí; ambas aparecen sostenidas y mantenidas por la crítica que, al tiempo que les sirve de guía, se alimenta de ellas. Me detendré a reflexionar sobre la crítica, en tanto postura, y la clínica, en tanto práctica.

¿Qué significa una postura crítica?

La postura crítica exige —tal como se ha apuntado— reflexionar sobre el orden del tiempo, sobre las características que asume el presente en el que vivimos y realizamos nuestra experiencia, desde donde leemos e interpretamos el pasado, desde ese hoy en el que intentamos sacar a la luz a las mujeres sepultadas en el silencio de la historia, hacer presente una ausencia. Nuestro presente, sin duda alguna, sobrepasa los acontecimientos del día a día, se halla inmerso en un orden del tiempo, orden diferente según los espacios. En cada espacio, el tiempo encuentra su localización, adquiere su propia singularidad, órdenes imperativos y coactivos a los cuales nos plegamos con o sin conciencia, a los cuales accedemos o a los cuales nos enfrentamos e intentamos resistir...

Decir orden es referirnos no solo a un suceder y devenir, sino lleva implícita también la idea de dirección, de prescripción, de imposición. A estos órdenes del tiempo diferenciados e imperativos en que se inscribe el presente de cada sociedad, François Hartog (2003) los nomina regímenes de historicidad. Cada sociedad y cada tiempo construye y produce el propio, a fin de constituirse en el orden dominante que no solo busca regir nuestra experiencia personal y colectiva en ese espacio-tiempo dado, sino que rige e impera, a su vez, en la operación narrativa de la historia. La operación crítica exige pensar el tiempo como un orden, tiempo que paradójicamente se ha vuelto en lo impensado de la disciplina histórica que no cesa de utilizarlo como un instrumento taxonómico, siendo esta una de las preocupaciones centrales del trabajo de Michel de Certeau, quien busca “pensar lo impensado del tiempo”.

La operación crítica exige, entonces, partir de una interrogación del presente, ese presente en el cual vivimos y desde el cual miramos y narramos el pasado. Pensar el presente, darle forma y contenido, es también centrar nuestra atención en las articulaciones que este establece con su pasado y futuro, relaciones que articulan los tiempos, que adquieren una singularidad propia en cada espacio-tiempo y signan nuestra experiencia. Los espacios diferenciados provocan órdenes disímiles, superpuestos unos a los otros: ciertos órdenes hegemónicos globalizados buscan colonizar órdenes locales, órdenes locales que resisten, establecen pactos y compromisos, cohabitan unos con otros, se superponen con articulaciones propias, locales, singulares. Este trabajo lo vienen realizando los estudios poscoloniales, los cuales buscan hacer evidentes sus propios y singulares regímenes de historicidad.

Pareciera, entonces, que las narraciones históricas producidas por lo local, por la invitación a hacer participar de los acontecimientos a los ausentes de la historia, son una manera de resistir y enfrentarse al orden dominante del tiempo del mundo occidental y occidentalizado, que desde las tres o cuatro últimas décadas del siglo xx, aproximadamente, se constituye como un espasmo, como una contracción del tiempo. Si bien se continúa poniendo en duda la categoría de progreso, se cierran las posibilidades de imaginar un futuro diferente: lo que nos resta es este presente que toma la forma de un presente omnipresente, el cual se retrotrae a un pasado que no termina de pasar, siempre presente y presentificándose a cada paso, y se extiende hacia un futuro incierto sin esperanzas, percibido como amenaza.

En este orden del tiempo dominante del mundo occidental, la historia ya no avanza hacia un progreso interrumpido. No es tampoco una vuelta ineludible al pasado, sino que estamos inmersos en un presente estático en el que es casi todo, y también casi nada: casi todo ya que se mantiene sin cambios ni modificaciones, y casi nada al caracterizarse por su inmediatez y volatilización. Joan Scott (2003) hace referencia a lo amenazante que nos resulta pensar las articulaciones de nuestro presente con un futuro, de tal manera que nuestros horizontes de expectativas parecieran haberse clausurado, y esa clausura atraviesa también nuestras narrativas de la historia.

Pareciera una tarea política urgente en la producción de una historia de las mujeres y de género rescatar otra versión del orden del tiempo, capaz de afirmar la discontinuidad y de negar las formas de continuidad, ya sea en su versión heroica inmersa en la idea de progreso hacia un mañana triunfante y utópico, o bien en su versión dramática, en la que la victimización constante de las mujeres se vuelve un presente eterno sin escapatoria. También lo es intentar reencontrar otra versión del orden del tiempo, tal vez aquella que Hannah Arendt (2002: 19) trajo en los años 50 del siglo xx, el presente como una brecha entre el pasado y el futuro, en la cual se juegan cosas que no son ya más y cosas que no son todavía; es decir, un presente por impugnar y construir. El presente, entonces, es vivenciado como intervalo.

Esta concepción guarda una cierta analogía con la noción de actualidad puesta en juego por Foucault (1994) desde fines de los años 70 y que tuvo un carácter rector en su trabajo como historiador. La actualidad, para Foucault, es el espacio mismo de problematización, la inminencia de lo que ya no somos y de lo que aún no hemos llegado a ser; es el esbozo de lo que vamos siendo y es, al mismo tiempo, el espacio mismo de un franqueamiento posible.

Pensar la actualidad es ya una actitud crítica, un esfuerzo “por hacer problemáticas y dudosas las evidencias, las prácticas, las reglas, las instituciones, los hábitos que se hallan sedimentados por el tiempo” (Foucault, 1994). En esa brecha, en ese intervalo se inscribe el trabajo crítico del historiador; es pensar el pasado contra el presente, resistir al presente, no para un retorno del pasado, sino en favor de un tiempo futuro. Es una manera de articulación del pasado, el presente y el futuro, en la que el conocimiento del pasado ha de servir, en tanto diagnóstico, para sacudir los cimientos de nuestro presente y vislumbrar formas inéditas todavía.

Se hace imprescindible someter a crítica nuestro propio trabajo, rastrear dónde se ubican nuestros discursos y narrativas, bajo qué régimen de historicidad, desde qué articulación de los tiempos producimos y narramos la historia. Es necesario preguntarnos, también, por la manera en que enfocamos a las mujeres en nuestras narrativas, si las percibimos como objetos de la historia, como sujetos o quizá como agentes —y de qué manera ubicarnos en cada una de estas perspectivas modifica nuestra narrativa—, y preguntarnos por el contenido que otorgamos en nuestros análisis a la categoría de género. ¿Lo asimilamos lisa y llanamente a la diferencia sexual, o adquiere, tal vez, otra dimensión? Cuestionarnos sobre la eficacia de la categoría género, ¿es fructífero para dar cuenta de las tensiones producidas por las muchas diferencias de carácter social y político que la categoría mujeres, en nombre de una unidad imposible, deja de lado, tales como la etnicidad, la raza, la inserción social, lo poscolonial (para darle algún nombre), lo local...? ¿Esa categoría permite acceder a los múltiples vínculos sociales atravesados, como toda relación, por diferentes juegos de poder y saber? ¿Posibilita preguntarnos sobre los discursos que nos constituyen y que constituyeron a esas mujeres de quienes queremos hacer la historia? ¿Permite aprehender sus prácticas inmersas en los acontecimientos y en el devenir, sabiendo que muchas de esas prácticas no necesariamente serán políticamente correctas?

Debemos interrogarnos, también, por la eficacia de las categorías utilizadas para vislumbrar los conflictos, para observar las formas que asumen las relaciones de poder, el carácter que toman los estados de dominación a los que las mujeres están sometidas en cada espacio-tiempo, su eficacia para alcanzar las prácticas resistentes, para descubrir sus tensiones y conflictos, para hacernos accesibles sus horizontes de expectativas. Es necesario reflexionar si esas categorías de las que echamos mano hacen posible la emergencia de múltiples formas de resistencias, desde las más conocidas y esperadas, hasta las más inesperadas e inéditas. Nos preguntamos si es posible, a través de ellas, aprehender el valor performativo de los discursos hegemónicos en la conformación de las subjetividades; si podemos, con ellas, en tanto instrumentos de análisis, acercarnos y vislumbrar el trabajo ético de las mujeres, sus formas de hacerse.

La actitud crítica exige, por un lado, un análisis riguroso tanto del contenido como de la eficacia de las categorías mujeres y género, utilizadas en el trabajo de hacer historia. Al mismo tiempo, exige una reflexión audaz de nuestras formas de hacer historia y de narrar los acontecimientos, como un esfuerzo insistente de volver incierto lo que se nos presenta bajo el manto de lo familiar. Es también un desafío para quienes llegamos desde otras disciplinas a la historia, asumiendo que no podemos imponer automáticamente, y sin discusión, métodos y prácticas de la disciplina de la cual llegamos sobre otra ya existente, ni poner en discusión y diálogo ambas formas de hacer en nombre de la multidisciplinariedad. Es aprender a jugar en los límites y en los intersticios, a someter a crítica los métodos y prácticas, a establecer necesariamente un diálogo productor de lo otro. La obra de Michel de Certeau se encuentra inmersa en ese diálogo enriquecedor y en ese deslizamiento, pleno de rigor, de los métodos y prácticas de una a otra disciplina, ya que su trabajo es ejemplar, en tanto que supo moverse entre la historia, la antropología, la filosofía, la teología, la sociología, la literatura y el psicoanálisis.

La actitud crítica, entonces, se convierte en atrevimiento, pasión, entusiasmo y también en infidelidad (a pesar de lo horrible que pareciera ser esta palabra): un trabajo por ser infiel a las certezas que nos constituyen, a los discursos que nos conforman, a las dicotomías obligadas entre víctimas y heroínas. La actitud crítica en la historia, impugnando el régimen de historicidad hegemónico en que reina un presente omnipresente y eterno, permitirá que el trabajo histórico sirva como diagnóstico de nuestro propio presente, al hacer posible la visualización de aquello que nos ha ido conformando, y, al mismo tiempo, permitirá examinar las vías posibles de su franqueamiento. También, consiste en observar los órdenes dominantes y subordinados del tiempo, y de qué manera, en sociedades como las nuestras, diferentes órdenes se superponen, se tensan y luchan entre sí. Es en esta perspectiva donde podremos inscribir una historia de las mujeres y del género en México.

¿En qué consiste la clínica?

La clínica es una interrogación sobre nuestra práctica en el hacer historia, sin olvidar nuestra inserción en el medio académico e institucional, en este aquí y ahora desde y a partir del cual rastreamos las prácticas de las mujeres en otro tiempo. Para ello, habrá que encontrar el pasado en el documento, el documento en un archivo, y el archivo en una institución que lo guarda, reconoce y le otorga el valor de documento histórico. La sociedad ya ha hecho su tarea: ha instituido el archivo, el documento y la práctica del historiador.

Las mujeres siempre están presentes en el archivo, siempre están en escena; aparecen en el ámbito doméstico, en el intelectual, en el laboral, en los conflictos cotidianos, en los espacios lúdicos, en la política, en los acontecimientos que transforman o desgarran una sociedad, en las luchas, en las guerras, en las batallas, en las muertes, en las torturas, en el dolor, en la enfermedad... En toda práctica, toda relación y todo vínculo se encuentran siempre en la escena, abierta o soterradamente; aun en la exclusión, aparecen como ausencia.

Pueden estar ausentes en el documento, ser borradas de la escena, sin que sea posible encontrarlas. Sin embargo, si bien se les desaparece de las prácticas narradas y descritas en los documentos, de ellas se habla, el documento habla de ellas, se convierten en sujeto del enunciado, en objeto del discurso: de ellas hablan los médicos y los políticos, los administradores del Estado y de la Iglesia, los poetas y los productores de imágenes. Ocupan un gran espacio en el campo de los discursos verbales y visuales, alrededor de ellas se crean fábulas y sermones, son inventadas y definidas, buscan controlarlas, dominarlas, negarlas.

De esta manera, en el archivo las hallamos doblemente: de manera oscura o transparente en las prácticas cotidianas, siempre en interacción, ya sea en enfrentamiento, ya estableciendo alianzas o compromisos, ya sometidas a un orden que las prescribe y proscribe. También aparecen en los discursos que hablan y no paran de hablar de ellas, de construirles una imagen, de prescribir sus conductas, de dominar sus cuerpos, de ordenar su sexualidad.

Por lo tanto, la clínica en la historia de las mujeres y de género ha de rastrearlas tanto en sus prácticas como en los discursos que de ellas se dicen, ya que estos intentan ser performativos, influir en sus maneras de ser y de hacer, prescribirles autoritariamente un tipo de vida. Por su parte, en las prácticas se les ve actuar, vivir una cotidianidad, establecer vínculos y relaciones, hacer trampas y resistirse... pero también se perciben sus dolores y sus penas. Al observarlas desde esta doble faz, surge algo prodigioso: se hace evidente la tensión que mantienen entre sí discursos y prácticas, prácticas que disienten y desmienten los discursos, discursos insistentes y machacones que buscan producir prácticas, dirigir y ordenar. Y en ese hilo tenso que liga prácticas y discursos ha de inscribirse nuestro trabajo.

Si en esta forma de encontrar a las mujeres en el terreno mismo de la historia ponemos a jugar la perspectiva de género, las fuentes adquieren inmediatamente otro carácter: aparecen inmersas en los acontecimientos políticos y sociales como agentes que actúan, pactan, luchan, aceptan o disienten, inmersas en sus relaciones con los hombres y con las instituciones. Se las ve aparecer no solo en el enfrentamiento y la lucha, no solo en el sometimiento, sino también en sus pactos y compromisos, y en la elaboración de formas singulares de resistencia. De esta manera, la relación entre géneros se convierte en una producción social de la cual puede hacerse historia.

La categoría de género cobrará vida y movimiento. Podrá ser vista, entonces, como un espacio de conflicto que asume caracteres diferenciados según los momentos y los acontecimientos. En algunos, el conflicto será abierto, claro, evidente; en otros, disimulado, cual si hubiese sido resuelto, cual si no existiese. Pero el conflicto está ahí, dibujándose de manera clara, o bien siendo opacado por ciertos hechos y acontecimientos que se imponen, tomando formas singulares y específicas conforme los grupos sociales, las razas, las etnias, las hegemonías, los localismos.

Ese espacio abierto de conflicto se encuentra siempre en movimiento, en transformación, en idas y vueltas, en tensiones extremas o en su aflojamiento. Hay momentos en que se presenta como alianzas y matrimonios que expresan el funcionamiento de la sociedad. En otros, el cuerpo de las mujeres toma forma relevante, se problematiza, constituyéndose en referente obligado de discursos de diferente índole. En otros más, se les ve seguir los dictados de la moda, las prescripciones médicas en nombre de la salud, tanto de ellas como de sus hijos. Se las observa, así, obedeciendo normas y, como al descuido —siguiendo a Arlette Farge—, se abren, ante nuestros ojos, prácticas ínfimas en las que se juegan sus deseos.

La pregunta inmediatamente surge para quienes queremos ejercer la historia: ¿cómo aprender a ser testigos de su presencia, de su hacer, de sus alianzas y compromisos, de sus cuerpos y deseos? ¿Cómo dar testimonio de ello? Ante estas preguntas, surge de inmediato otro cuestionamiento: ¿no será que hemos transformado la disciplina histórica en un trabajo testimonial del pasado, y como historiadoras hemos asumido la posición de testigo, al cual se le solicita, como es debido, la memoria?

Desde esta perspectiva: ¿hacemos historia?, o bien ¿damos testimonio de una memoria? Volvamos a la postura crítica para enlazarla con la práctica clínica: ¿será que hemos aceptado como orden hegemónico del tiempo ese presente omnipresente que hace del pasado un presente y se extiende hacia un futuro sin esperanzas ni cambio? Si el presente ha dejado de ser en nuestra concepción del tiempo un intervalo, una brecha entre lo que vamos dejando de ser y lo que no somos todavía, entonces el estudio del pasado ya no tendrá más el valor de diagnóstico del presente. Solo puede asumir la forma de testimonio, y aquellos/as que ejercen o intentan ejercer la historia se convierten en testigos, a los cuales se les solicita, como se debe, la memoria: traer la voz y el rostro de una víctima, de un sobreviviente a quien escuchamos, a quien hacemos hablar o prestamos nuestra voz y nuestra palabra.

Estas reflexiones nos ubican de lleno en el centro de una discusión que actualmente se debate en la disciplina histórica y que plantea la equiparación, distinción o enfrentamiento entre historia y memoria, entre hacer historia o rescatar la memoria, distinción marcada por el tipo de régimen de historicidad al que adscribimos y desde el cual narramos el pasado.

Dejo aquí la cuestión abierta, algo desde dónde pensar nuestro hacer y quehacer

Bibliografía
[Arendt, 2002]
Hannah Arendt.
La crise de la culture.
Gallimard, (2002),
[Farge, 1991]
Arlette Farge.
La atracción del archivo.
Intitució Valenciana d’Estudis i Investigació, (1991),
[Fimiani, 2005]
Mariapaola Fimiani.
Foucault y Kant. Crítica-Clínica-Ética.
Editorial Herramienta, (2005),
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“Qu’est-ce que les Lumières?” y “What is Enligthment?”.
Dits et écrits 1954-1988 tomo TV, Gallimard, (1994),
[Hartog, 2003]
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Régimes d’historicité. Présentisme et expériences du temps.
Editions du Seuil, (2003),
[Scott, 2006]
Joan Wallach Scott.
Historia del feminismo.
Orden social e identidad de género. México siglos xix y xx,

Ponencia de clausura del Congreso Internacional de Historia de las Mujeres y de Género, Zamora, 14 de marzo de 2007.

Desde la perspectiva planteada por Mariapaola Fimiani, quien busca las conexiones entre Kant y Foucault, he reflexionado sobre estos tres ejes estructurantes del saber inmersos en la historia y en la actualidad: la crítica, la clínica y la ética, tomando una cierta distancia de los planteamientos de la autora y haciendo jugar en ellos las reflexiones de Joan Scott, Arlette Farge y algunas otras teóricas del feminismo deconstruccionista, tales como Judith Butler, pensando estos ejes desde un enfoque y objetivos diferentes a los perseguidos por la autora.

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