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Vol. 48.
Páginas 137-151 (enero 2013)
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Jóvenes en la encrucijada contemporánea: en busca de un relato de futuro*
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Rossana Reguillo
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“Hasta aquí, todo va bien”

El odio (Mathieu Kassovitz, 1995)

La pregunta por los y las jóvenes hoy adquiere un carácter de urgencia por diversas razones. Los datos y los indicadores a mano dan cuenta de un complejo, doloroso y difícil horizonte para millones de jóvenes que deben lidiar con un sistema que los excluye, los criminaliza y se muestra torpe, autoritario, pero fundamentalmente ciego, sordo y mudo ante lo que significa ser joven en esta sociedad sacudida por recurrentes crisis.

¿Qué significa ser joven hoy? ¿Cuáles son los territorios, los deseos, los miedos, las apuestas, las alianzas, las prácticas en las que se despliegan sus anhelos? ¿Cómo aproximarse a una comprensión —respetuosa— de los universos en los que emergen nuevas culturas organizativas, comunicativas, políticas, a través de las cuales millones de jóvenes buscan incorporarse de formas alternas a las que les propone un sistema injusto e inequitativo? ¿Cómo comprender sus prácticas, sus cuerpos, su música, sus lenguajes?

A partir de la última década del siglo xx, se produjo un giro radical (al principio de manera silenciosa y casi imperceptible) en las expresiones y culturas juveniles. El llamado ajuste estructural en diferentes países del orbe, para efectos prácticos significó el adelgazamiento del Estado y lo que se llamó minimalismo de las políticas sociales; la aceleración de la tecnología favoreció una rápida globalización cultural, y el creciente poder del mercado con su oferta ilimitada de identidades colocó como valor fundamental el consumo. Estos tres procesos han tenido un impacto profundo en las biografías, trayectorias y prácticas juveniles.

Erosionados los principios rectores de la incorporación y participación que la modernidad privilegió, como la escuela (trampolín hacia la vida productiva) y el trabajo (mediación no solo para la sobrevivencia, sino para la afirmación del sujeto), y cuestionada —al extremo— la política como espacio para la negociación y el pacto social, los jóvenes se convirtieron en protagonistas del cambio social, que para bien y para mal ha reconfigurado la sociedad que conocemos.

Puede decirse que los y las jóvenes se adelantaron “al futuro” y anticiparon estrategias y tácticas para enfrentar y resolver, con los recursos a mano, las enormes dificultades para una inserción posible en un mundo experimentado y percibido como carente de relatos e instituciones confiables.

La narrativa y la experiencia del presente se abrió paso de una manera vigorosa entre innumerables colectivos y grupos de identidad juveniles, como una forma de dotar a la incertidumbre, el desamparo, el desarraigo y los temores frente a un futuro expropiado, de una fuerza y poder articu- lador, de un presente o, mejor, presentismo donde los lazos afectivos y el sentido depositado en el día a día venían a suplir la ausencia de lugar y la experiencia cotidiana para muchas y muchos jóvenes de ser redundantes, de no caber, de estorbar, de ser incómodos.

El futuro dejó de ser una palabra significativa, se convirtió en un lujo, en una palabra borrada de los sociolectos juveniles. Las instituciones, la sociedad, los medios de comunicación, las madres y los padres, las y los maestros continuaron, pese a las evidencias del colapso social, en su obstinada venta de “futuros” como mercancía de cambio para negociar con esos jóvenes, cuyas miradas y preguntas escapaban y escapan a las capacidades instaladas y a la escucha de las instituciones que, les dijeron, estaban para ellas y ellos. Silencio o estruendo ha sido la constante en estos años en los que los y las jóvenes emergen como un espejo retrovisor, como un síntoma del malestar social, como actores y protagonistas del devenir de la sociedad.

Diversidad y diferencias desiguales

Los y las jóvenes no constituyen un todo homogéneo, ni una categoría universal, por mucho que compartan la experiencia en un mundo globalizado que amplía las ofertas al tiempo que achica las posibilidades de acceso. La comprensión de los universos juveniles, me parece, debe partir del reconocimiento de la tensión que opera esta paradoja: más y mejores medios para la comunicación, dispositivos tecnológicos cada vez más poderosos, disponibilidad de enormes recursos para la información y el conocimiento, aunados al empobrecimiento creciente de numerosas zonas del planeta, agravamiento de las condiciones de exclusión, a las que se suma la eufemísticamente llamada brecha digital, que condena a millones de jóvenes a nuevas formas de analfabetismo comunicacional y social.

Por ello es fundamental partir de la diversidad de los mundos juveniles, para comprender las estrategias, condiciones, contextos y formaciones socioculturales en los que los sujetos experimentan y viven su condición de jóvenes. Más que intentar una tipología de los y las jóvenes en la sociedad contemporánea, me interesa colocar un esquema con el que he venido trabajando los últimos años, para no perder de vista la relación del contexto con las expresiones diferenciadas de las y los jóvenes. Así, planteo que hay cinco circuitos (no estáticos) que dan concreción tanto a la condición como a las culturas juveniles, según su lejanía o mayor cercanía con los procesos de incorporación social.

  • a)

    El circuito de los inviables, por el que transitan jóvenes que carecen de cualquier tipo de inserción social y opción de futuro, los cuales abundan en México, Guatemala, y El Salvador, así como también en muchos países de África. Una juventud precarizada, desafiliada, sin opciones, que constituye, por ejemplo, el inerme ejército de migrantes.

  • b)

    El circuito de los asimilados a los llamados mercados flexibles, por donde caminan los jóvenes que han asumido las condiciones del mercado y que aceptan las lógicas y mecanismos a su alcance para incorporarse, con dificultades, a las dimensiones productivas de la sociedad. Jóvenes, por ejemplo, que aceptan el llamado 3D job (dirty, dangerous and demeaning: sucio, peligroso, denigrante).

  • c)

    Un tercer circuito, nada desestimable, es el que recorren los jóvenes que han optado por el narcotráfico, la violencia, el crimen organizado, como formas de acceso y afirmación social. Es el circuito de la paralegalidad. En el México de hoy, por ejemplo, estos jóvenes han incorporado a su vocabulario la palabra sicariar, que nombra —sin nombrar— el trabajo de un sicario: matar.

  • d)

    El circuito de los incorporados, en el que se mueven jóvenes que gozan —aún— de garantías sociales y formas de inserción laboral y educativa dignas.

  • e)

    Y finalmente, un circuito de jóvenes en zonas de privilegio, conectados al mundo, con amplio capital social y cultural.

Insisto en que este no es un esquema puro, ni una tipología de los jóvenes, sino un recurso para mantener en tensión analítica la heterogeneidad cultural de los universos juveniles con la desigualdad estructural. Es decir, no es lo mismo ser un joven punk que va a la universidad por muchas críticas que tenga o experimente la misma incertidumbre que sus pares frente al futuro, que ser una joven punk migrante salvadoreña que no cupo en su país. La complejidad de las formas identitarias en los jóvenes, no puede dejar de lado la dimensión de los anclajes estructurales. Toda diferencia es una diferencia situada.

Sin embargo, es fundamental asumir que el cansancio y el desencanto juvenil frente a las instituciones y los problemas que enfrentan desbordan el problema cuantitativo de la carencia de espacios o accesos. Aunque los datos son alarmantes, considero que pensar los problemas de los jóvenes exclusivamente en términos de exclusión o marginación de carácter económico, estructural, al margen del análisis cultural, pospone o aleja la posibilidad de someter a crítica reflexiva un proyecto que no parece capaz de resistir más tiempo.

Intentaré ahora situarme en los territorios juveniles para marcar cuatro procesos que atraviesan la condición juvenil contemporánea: violencias, migración, tecnologías y activismo; mismos que interrogaré a su vez con dos cuestiones que, a mi juicio son claves para aproximarse a una comprensión profunda de las y los jóvenes: la subjetividad y la socialidad, que entiendo como jóvenes comunicándose y que distingo de sociabilidad, la cual encara la pregunta por los y las jóvenes organizándose.

Gramáticas de la violencia

Las violencias (en plural) se han entronizado en los territorios juveniles. Desde finales de la década de los 80 del siglo pasado, en diversas regiones del mundo, los jóvenes se volvieron visibles (mediáticamente) como operadores de la violencia, victimarios, principalmente. Pero ya en la primera década del siglo xxi se volvía evidente que los jóvenes eran protagonistas centrales de procesos violentos, como víctimas y victimarios. Las altas tasas de mortalidad juvenil por violencia en países como Brasil, Colombia, El Salvador, México, para referirme a una región que conozco bien, llevaron a las y los investigadores a proponer el término de juvenicidio para aludir a la gravedad de la situación.

¿Qué pasó en los últimos 20 años? ¿Por qué los jóvenes fueron cayendo en una espiral de violencias sin control, responsables de asesinatos terribles o asesinados de formas terribles? La opción por la violencia se convirtió para muchos jóvenes de los circuitos precarizados y asimilados en una cuestión de sobrevivencia elemental, una gramática que aprendieron a manejar con soltura frente al acecho constante de una sociedad que les dio la espalda y los dejó solos. Salvo honrosas excepciones, las instituciones no estuvieron ahí para ellas y para ellos. Es cierto que enfrentamos una creciente disolución del vínculo social que golpea de maneras diversas y nunca suaves el ámbito de la socialidad juvenil y los procesos de subje- tivación. Sí, pero la disolución del vínculo social no es una causa, es más bien el efecto de la ausencia de sentido, de la falta de un relato capaz de volver inútil la opción por la violencia, capaz de restituir la confianza y un mínimo horizonte de futuro.

Al monopolio de la violencia legítima que ejercían los estados nacionales se le opone hoy el estallido de numerosos dialectos violentos que irrumpen en la escena social. Se trata no solamente de aquellas violencias que se articulan a los problemas estructurales como el binomio pobreza-exclusión, sino de aquellas que se gestan y gestionan desde el desafío a la legalidad y la crisis de legitimidad. Considero que hay tres claves analíticas que posibilitan entender las violencias juveniles en su entramado sociocultural y calibrar su impacto para el futuro de las sociedades: la erosión de los imaginarios de futuro, el aumento exponencial de la precariedad tanto estructural como subjetiva y la crisis de legitimidad de la política.

A través de muchas etnografías, entrevistas en profundidad, seguimiento atento de las trayectorias y biografías juveniles en contextos de violencia, he podido formular tres nociones que resultan útiles para entender (e intervenir) los territorios juveniles signados por las violencias: la precarización subjetiva, el desencanto radical y la desapropiación del yo.

  • Por precarización subjetiva entiendo la enorme dificultad de la o el joven para pronunciarse con certeza sobre sí mismo, la experiencia límite de la incertidumbre y la desconfianza en las propias capacidades, la contingencia como el eje que organiza la vida diaria. El único recurso a mano es el presente.

  • El desencanto radical refiere a una ausencia total de confianza en las instituciones y en la sociedad. Su impacto es producir en el o la joven la certeza de que está sola o solo frente a un mundo hostil. Es un vacío que solo puede ser llenado en el vértigo de la experiencia límite.

  • La desapropiación del yo, el más complejo y doloroso de estos procesos, alude a la ira, el miedo, la angustia que se experimentan ante lo que los jóvenes perciben como fallas propias e individuales, la negación de la identidad, las tácticas de borramiento de ese yo culpable.

En síntesis, tratándose de las violencias, aunque el tema podría llevarnos horas o páginas de discusión, podemos apelar a la idea de que, tratándose de las violencias difusas, caóticas, terribles que marcan los territorios juveniles, enfrentamos algo mucho más complejo que un asunto policiaco o disciplinario. Enfrentamos lo que varios autores coincidirían en llamar la inadecuación del yo, es decir la insuficiencia biográfica, la narrativa precariza- da de la propia vida, la sensación de ser culpable de algo inaprensible, que aplica de manera nítida a las expresiones y testimonios de muchos jóvenes que en diferentes circuitos —precarios, asimilados, paralegales— lo viven como experiencia cotidiana.

Las violencias que protagonizan los jóvenes, ya sea como víctimas o como victimarios, deben ser calibradas en los contextos de los proyectos sociopolíticos y los modelos económicos contemporáneos, en un declive acelerado de las instituciones y la ausencia de un orden inteligible.

Las violencias juveniles se instalan justo en el vacío de legitimidad y, desde ahí, desde esa nada percibida, desafían la legalidad, pero al hacerlo confrontan una ausencia, no una presencia. Hay ahí un dato clave para la intervención.

Migraciones peligrosas

La migración se ha convertido en marca de época. No hay espacio aquí para analizar en profundidad causas, procesos y efectos de lo que podríamos llamar la marcha hacia una promesa de futuro. Voy a centrarme en el análisis de los procesos culturales que van aparejados con la migración y el desplazamiento forzado para las y los jóvenes.

Estamos frente a un abanico complejo de procesos migratorios juveniles que reconfiguran no solamente sus identidades, sino también las comunidades de origen (o puntos de expulsión), las comunidades de llegada, las ciudades, y una transformación en los estilos de vida, formas de consumo y visiones del mundo.

Hoy, en el continente americano, cuatro de cada diez migrantes son jóvenes.1 Se van porque no encuentran lugar, por las altas tasas de desempleo, por la falta de oportunidades, por miedo a la violencia, “porque no les queda de otra” (como me han dicho muchos jóvenes migrantes).

Me centraré en la migración juvenil no autorizada, la cual se convierte en una llamada de atención al sistema, al modelo sociopolítico y económico, porque señala un fracaso, un quiebre, una angustia vital. Migrar es para muchos jóvenes la única opción.

Quisiera destacar aquí un problema que me parece relevante, el de la extrema vulnerabilidad de estos jóvenes. No son ciudadanos con plenos derechos en sus países de origen y es muy difícil que adquieran una ciudadanía plena en los países o lugares de llegada; esto significa que la experiencia cotidiana es siempre la de un déficit de derechos, que deviene en la permanente sensación de ser redundantes. El gran drama en todo esto es la ausencia de pertenencia tanto legal como social. Los nómades son percibidos como amenaza en muchas de los lugares de llegada y sometidos a procesos vejatorios y discriminantes, o convertidos en carne de cañón por el crimen organizado y la trata de personas, como ha venido ocurriendo con los migrantes centroamericanos que cruzan por México hacia Estados Unidos. La migración no autorizada se ha convertido en un riesgo mortal para muchas y muchos jóvenes.

La inestabilidad en estos mundos juveniles es la moneda de cambio cotidiana, en donde me interesa destacar el recurso de la creencia. A través de mi trabajo etnográfico he podido constatar la recurrencia y el fervor hacia dos figuras a las que se invoca en el trance de “cruzar a la mala”: Juan Soldado y la Santa Muerte, también conocida como Niña Blanca.

Juan Soldado, personaje complejo, fue un soldado raso del Ejército Mexicano acusado injustamente de violación. Hoy ha sido erigido por el fervor popular como santo y milagrero. Al santo sin papeles, se le pide el único milagro de poder cruzar sin que los agentes de la migra, es decir la policía migratoria, los detenga. La estampita de Juan Soldado se convierte en amuleto protector y compañía para un viaje que no saben cómo terminará.

La Santa Muerte, cuyo culto se ha expandido rápidamente de sur a norte, precisamente por los procesos migratorios, juega un papel central en la experiencia de indefensión de estos jóvenes migrantes. Algunos jóvenes me han dicho que entregan su penosa travesía a su santa para obtener su continua protección.

El glamour del nómada derridiano se aleja de la realidad cotidiana de estos jóvenes que deben hacer del desarraigo una condición de vida en donde encuentran pocas ayudas para confortar el desamparo y la ansiedad frente a un futuro incierto. No es entonces extraño que, vinculados a la migración, aparezcan, se reconfiguren, se expandan, cultos y devociones capaces de ofrecer un trocito de esperanza.

En el caso concreto de las y los jóvenes migrantes, la biografía se constituye en una historia compleja de desapropiaciones, historias en las que la realidad y los contextos se imponen como condición tan inestable como tiránica, tan imprevisible como angustiosa, lo que deja poco o ningún margen para la agencia y, por consiguiente, para una acción sustentada en la anticipación de posibilidades, lo cual especialmente anula o disminuye el peso de los capitales de los que un joven se siente portador o poseedor.

Culturas enREDadas

Muchas cosas cambiaron a lo largo de la primera década del siglo xxi, entre ellas el aceleramiento tecnológico tanto en lo referente a lo soft como a lo hard, tanto en los dispositivos de soporte como en las lógicas de los consumos propiciadas por estos soportes. No es mi intención discutir el conjunto de maravillas tecnológicas que de maneras diferenciales y desiguales han impactado el mundo que conocemos, sino el de interrogar a través de estos dispositivos la cultura que emerge, las nuevas subjetividades juveniles.

La red y sus intrincados y rizomáticos2 laberintos constituyen un espacio privilegiado para analizar la configuración de mundos juveniles en los que es posible aprehender dos cuestiones claves: la agencia y la subjetividad.

De cara a los desafíos que plantean las transformaciones en las culturas juveniles, voy a centrarme en tres cuestiones centrales:

  • a)

    El fortalecimiento del yo-autor que desestabiliza el monopolio tanto de los saberes legítimos, autorizados, como el de los centros de irradiación o emisión “acreditados”. Los blogueros, los cibernautas, no piden permiso. Se trata de un espacio en el que los jóvenes acceden a una posición de autoridad, de empoderamiento desde un yo que, sin timidez, asume los riesgos de su enunciación. Indudablemente puede contra-argumentarse que hay problemas y que, en muchos casos, los sitios o lenguajes del blog terminan por reproducir esquemas antidemocráticos, excluyentes, racistas y xenofóbicos; esto es cierto. Pero incluso en estos umbrales es posible encontrar la voz que introduce la nota crítica, el desacuerdo, la llamada serena o encendida a otro punto de vista posible.

    Rompiendo el sistema de jerarquías establecido por la modernidad letrada, los jóvenes blogueros encuentran un espacio clave para otorgar valor a dos cuestiones fundamentales en la constitución de su subjetividad; primero, la posibilidad de la (auto)elección de aquellos problemas, procesos, acontecimientos que con carácter histórico se introducen en sus biografías particulares, cuestión que se inscribe en una tendencia creciente a involucrarse en causas intermitentes, contingentes, que significan y que marcan su distancia frente a las lógicas de participación institucionalizadas, partidizadas; y, por otro lado, refieren a lo que es personalmente relevante, en este sentido, el nombre propio (así sea un nickname) sí importa. Se trata de un compromiso en primera persona.

  • b)

    La segunda es la disolución de las fronteras entre lo objetivo y lo subjetivo. Al revisar y analizar numerosos blogs, muros de facebook, páginas de muchos jóvenes, es posible advertir que existe una solución de continuidad en la manera de encarar esta tajante separación, fruto de la modernidad. Lo personal, lo subjetivo, las emociones y lo cotidiano se articulan con el mundo de lo público. A través del uso de la red, los jóvenes construyen no solamente grupos para conversar, sino, de manera especial, comunidades de sentimiento (un grupo que empieza a sentir e imaginar cosas en forma conjunta, como grupo).

  • c)

    Y una tercera cuestión, estriba en su capacidad de articular relaciones que trascienden los movimientos territoriales y hacen de la globalización más que un concepto económico o una metáfora sociocultural. La construcción de ciber-identidades que se alimentan de la diversidad, de la conversación planetaria que, a través de la bitácora personal, descentran y desterritorializan los sentidos que se producen, contribuyen a producir extrañamiento, que bajo mi perspectiva es la condición fundamental para producir reflexividad. Dicho en otras palabras, acceder a otras visiones del mundo contribuye a desnaturalizar la visión sobre el propio, y eso posibilita un nivel de reflexión que es difícil de conseguir cuando el mundo se circunscribe a la reproducción de las dinámicas, estructuras y sentidos locales o cercanos.

Para los adultos, la experiencia era algo que se adquiría para algo, con un sentido teleológico, finalista; la experiencia era una dimensión mediadora entre un antes y un después. Hoy, uno de los ejes sustantivos de la idea de los repertorios múltiples, veloces, cambiantes, que favorecen la red, es que la experiencia se ha convertido en algo per se; la experiencia no solo constituye subjetividad, sino que además es la argamasa que posibilita el intercambio. Es la experiencia armada en trayectorias itinerantes, la que vale. La red es en este sentido no un continente de información, sino pasaje y pasadizo que conecta, a la manera de rizomas, experiencias múltiples.

La red es una gigantesca conversación colectiva, donde los y las jóvenes apelan a sus propios códigos sin dejarse secuestrar por una política de la palabra específica o pautada.

En sus Seis propuestas para fin de milenio, Calvino (1998) decía que: “Para cortar la cabeza de la Medusa sin quedar petrificado, Perseo se apoya en lo más leve que existe: los vientos y las nubes, y dirige la mirada hacia lo que únicamente puede revelársele en una visión indirecta, en una imagen cautiva en un espejo”.

¿La levedad como estrategia para enfrentar la petrificación del mundo analógico? ¿De una realidad que los agobia? La metáfora de Calvino me parece poderosa para comprender la transformación de las subjetividades juveniles en relación con las redes y su diversidad de plataformas. Sigue diciendo Calvino “la relación entre Perseo y la Gorgona es compleja: no termina con la decapitación del monstruo. De la sangre de la Medusa nace un caballo alado, Pegaso; la pesadez de la piedra puede convertirse en su contrario; de una coz, Pegaso hace brotar en el Monte Helicón la fuente donde beben las Musas”. Puede decirse entonces que lo leve emerge de la pesadez, y al mismo tiempo afirma que la levedad no es una huida, sino un cambio de enfoque, de lógica, de otras formas de conocimiento.

La tecnología es un marcador central en las identidades juveniles y un dispositivo que arma, forma y da sentido a su vida y a sus prácticas. En la primera década del siglo xxi, la tecnología ha mostrado ser su estrategia principal para encarar los desafíos que se les presentan; es clave asumir que los jóvenes y las diferentes tecnologías confluyen en un carril que está generando profundos cambios. Las tecnologías en sus diferentes vertientes operan como conectores, prótesis, plataformas, catapultas, experiencias cotidianas para interactuar con el mundo: del plumón para graffitear una pared a la computadora con internet que permite acceder a la producción de autoría (es decir a la voz propia) y a múltiples redes sociales. La tecnología es la marca de época de una juventud que la utiliza tanto para afirmar sus pactos con la sociedad de consumo, como para marcar sus diferencias y críticas a esa sociedad.

Un fantasma acecha al capitalismo: de indignaciones y subjetividades emergentes

Tanto 2011 como 2012 se convirtieron en años de agitación juvenil. Con expresiones del desencanto y del cansancio frente a un sistema que decretó por la vía de los hechos la ausencia de lugar para las nuevas generaciones, los indignados sacudieron el ya de por sí caótico mapa de nuestras incertidumbres.

Según el diccionario, la indignación es “el sentimiento grande de enojo que genera un acto ofensivo o injusto”. Las expresiones del malestar juvenil que en los últimos años hemos visto aflorar en Egipto, en España, en Chile, en Estados Unidos, en México, que acude a novedosas formas de autoidentificación como “los indignados”, “somos 99%” o, “#YoSoy132” en México, desbordan los sistemas clasificatorios de los movimientos sociales en clave de política moderna.

Esta forma de autodotarse de un nombre y de una palabra para reconocerse desestabiliza —por decir lo menos— los sistemas de acuerpamiento social que han dominado la escena pública, a través de formas de reconocimiento de identidades prescritas —y muchas veces proscritas—, vinculadas a la práctica o lugar en la estructura social (obreros, campesinos, indígenas, estudiantes, mujeres) que definen al sujeto por su pertenencia a una identificación positiva; o, por otro lado, las formas de hetero y autoreconocimiento ancladas en categorías raciales, partidistas, institucionales (los mexicanos, los vietnamitas, la izquierda, los desempleados, los okupas). Todas estas formas de auto y heterorreconocimiento comparten una genealogía: la voluntad moderna de la clasificación, la obsesión por la claridad y transparencia de los orígenes y las pertenencias como garantía y justificación de las demandas.

Hoy estamos frente a un territorio complejo, inestable, frágil, en el que las identificaciones se producen desde el hartazgo, desde el desencanto, desde la indignación; es decir, desde las emociones que operan como catalizadores, para bien y para mal de las expresiones de protesta. Me he preguntado a lo largo de todos estos meses si nuestros “instrumentos de conocer” están en condiciones de hacerse cargo de las transformaciones no solo de la protesta sino del sujeto que la protagoniza.

Una primera cuestión estriba en una proliferación de formas de organización y enunciación sin centro; es decir, una transformación radical en los modos de concebir el liderazgo. La horizontalidad es, más que una bandera, una apuesta explícita por desmarcarse de viejas culturas políticas. La cual no pocos analistas han confundido con falta de estructura.

Una segunda cuestión es que todos estos procesos han implicado para numerosos jóvenes acelerados y profundos aprendizajes en los que se cruzan y se mezclan sus dominios tecnológicos, su capacidad de uso de las comunicaciones, su velocidad para procesar información, con las formas, lenguajes, estrategias y dinámicas de la política más tradicional.

En mi trabajo etnográfico tanto en México como en Nueva York (donde pude seguir de cerca el movimiento Occupy Wall Street), encontré que se están produciendo dos gramáticas, dos culturas políticas. De un lado están los que dicen que jamás habían participado en una asamblea, que no entendían ni habían experimentado el debate con otros en la calle, el disenso, la búsqueda de acuerdos, porque lo suyo era fundamentalmente el clicktivismo, un involucramiento a través de los dispositivos digitales. En el otro lado están los que vienen de la cultura asamblearia y que se muestran fascinados por su descubrimiento de la potencia de lo que quisiera llamar dispositivos sociotec- nológicos, en un intento por escapar a la determinación de la tecnología. Esto, me parece, estaría indicando dos cosas: el señalamiento del /also“debate en torno a la centralidad de las redes y los dispositivos digitales en contraposición a la experiencia analógica y, lo más importante, la potencia articuladora de movimientos juveniles que entienden que la micropolítica efectiva, aquella capaz de alterar los marcos subjetivos de la experiencia cotidiana, y que debe combinar simultáneamente el cuerpo en la calle y la red.

A la fuerza irrefrenable de una comunicación sin centro, que fluye y enlaza subjetividades políticas, es difícil contenerla con los aparatos de represión tradicionales. Una nueva forma de resistencia está en gestación, sus protagonistas son los jóvenes.

El dilema o la pregunta central en estas formas de empoderamiento juvenil, me parece, estriba en la posibilidad de transformar esta agencia en potencial ciudadano, en un relato viable de futuros.

Algunas notas finales

Podríamos continuar en aproximaciones sucesivas y cada vez más profundas a los mundos juveniles. De sus cuerpos, de sus lenguajes, de sus músicas, de las drogas. He intentado ofrecer un panorama amplio y complejo de los territorios, problemas, procesos y prácticas juveniles que considero claves para una escucha atenta y respetuosa de sus voces.

Las pertenencias, la búsqueda de sentido y el papel del consumo juegan un papel constituyente en las identidades juveniles. Por ello quisiera cerrar mi intervención con algunas preguntas para la reflexión. Frente al cierre de espacios de inclusión digna y equitativa, ¿quiénes, qué instituciones o cuáles son los discursos que están ofreciendo alternativas?

He podido constatar que los jóvenes en los circuitos de precarización solo tienen como capital su propio cuerpo (muchas veces menguado por el hambre) y como mercancía intercambiable, el riesgo. Millones de nuestros jóvenes hoy venden riesgo: se adentran en la espiral de violencias del crimen organizado, se vinculan a mercados piratas, cruzan fronteras como mulas, transportando droga. El riesgo es muy atrayente; hay fuerzas muy interesadas en comprarlo.

Frente a la ausencia de un relato de futuro, de la pérdida de sentido, frente a la evidencia que muchos de ellas y ellos experimentan diariamente de ser engullidos por una sociedad bulímica que se abalanza sobre sus cuerpos y luego los vomita, ¿dónde están las ofertas de esperanza?, ¿dónde las instituciones, los discursos capaces de reencantar el mundo, de construir una mejor sociedad?

Es preocupante pensar que autores como Paulo Coelho o Deepak Chopra, terapeutas de la sanación, ocupen espacios tan importantes de gestión de la creencia y el sentido de la vida. La atmósfera terapéutica que impregna la sociedad contemporánea tiene, en los territorios juveniles, profundos impactos. La proliferación de sectas, de neo-iglesias, de cultos como el de la Santa Muerte, no debe ser leída como un dato anecdótico o una amenaza a las instituciones, sino como el síntoma visible de un malestar muy profundo: lo devenir siniestro de la sociedad que para Freud (Das unheimliche) significa la transformación de lo familiar en lo opuesto, en algo extraño y amenazante, con potencial destructivo. Para muchas y muchos jóvenes, la sociedad, el mundo que habitan, ha devenido siniestro.

Frente al papel creciente del consumo para la construcción de la identidad de los jóvenes y los valores que lleva aparejado tener en vez de ser, quisiera que pudiéramos preguntarnos desde qué lugar de autoridad moral se puede juzgar a los jóvenes que han hecho del consumo un marcador de identidad, cuando el mercado y tres de sus dobles, el consumo, la piratería y la producción de formas estéticas masivas, repiten incesantemente el mantra de la pertenencia y el sentido a través de los objetos, de la posesión.

¿Dónde están las instituciones, los discursos, las prácticas capaces de operar como contrapesos a los relatos del mercado?

A contravía de los discursos institucionales que recetan al joven un conjunto de preceptos para transitar exitosamente hacia la adultez, el mercado y sus dobles han logrado configurar un discurso desregulador, desprovisto de juicios morales, afirmativo y simplificador, con voluntad de acompañar al joven, al sujeto empírico, no al tránsito de su mutación positiva en adulto productivo, sino en el trance (dilema, apuro, aprieto) y goce de ser joven. Mientras la escuela, el Estado, la familia y muchas veces las iglesias se sienten impelidos a reclamar de los jóvenes un compromiso de tránsito, un compromiso, un pacto, el mercado y sus dobles proporcionan un piso de seguridad, un espacio laxo en el que el presente se perpetúa, se expande, sin prisa, respetando la fuerte carga que implica vivir hoy, ahora, este momento.

He planteado en diversas ocasiones que el vacío social no existe, no puede existir y que, cuando una fuerza, institución, discurso se repliega, otras fuerzas tienden a ocupar ese vacío.

El riesgo como mercancía, la oferta a la carta de sentidos y creencias, el mercado y sus dobles, compensan un vacío o territorio blando dejado por las grandes crisis del siglo xx que se extienden y agravan en el siglo xxi. En estos contextos, la urgencia estriba en la búsqueda (y concreción) de lugares, modos, estrategias que restituyan la posibilidad, para nuestros jóvenes, de pronunciarse con certeza sobre sí mismos, de construir espacios de pertenencia amables, amorosos, incluyentes, que puedan ayudar a construir otras biografías juveniles.

No soy agorera de la catástrofe o el apocalipsis. Hay modos, mecanismos, dispositivos para pensar que es posible un futuro mejor.

Mientras aquí hablo, en México, en El Salvador, en Colombia, en Estados Unidos, en Argentina, en Bolivia y en otras latitudes, los jóvenes siguen actuando, comprometiéndose, involucrándose en miles y miles de proyectos y de causas. Abren radios comunitarias; ayudan en comunidades empobrecidas; aprenden en la universidad; escriben en sus blogs, actualizan sus estados de facebook, se suman o propone un #hashtag en twitter para denunciar una injusticia; se aprestan a levantarse para ir a la maquiladora que les paga un salario de hambre; escuchan una nueva canción en youtube; se emocionan con el discurso de una joven anarquista en Barcelona; producen un video que dará la vuelta al mundo; firman decididos una petición sobre el cambio climático; adoptan un perro; montan en bicicleta orgullosos de su opción; se besan entre la muchedumbre; lloran y se indignan por la violación de una estudiante india; se ríen. El espacio de intervención inteligente es amplio.

Los y las jóvenes no son ni héroes alternativos, ni soldados, ni víctimas propiciatorias, los y las jóvenes hoy constituyen un enorme desafío. Narran a través de sus prácticas el declive de una sociedad que no escucha, no ve, no dialoga. Mathieu Kassovitz, director de La Haine (El Odio [1995]), hace decir a uno de sus jóvenes protagonistas y en tono de burla frente una sociedad que se precipita hacia abajo y que ante la caída solo puede recitar “hasta aquí todo va bien”, anticipando “juguetonamente” —lo que no significa, sin dolor ni miedo—, el colapso final.

Romper el estribillo de “Jusqu” ici à tout va bien” que pronuncia para tranquilizarse el suicida que va cayendo pisos abajo de un rascacielos y que sabe que, inexorablemente, se estrellará contra el piso, es quizá el desafío fundamental.

La cultura es el territorio más fértil, propicio, esperanzador y eficaz para encarar el desafío

Guadalajara, Jal., México

Febrero de 2013

Conferencia sobre culturas juveniles emergentes en el marco de la Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio de la Cultura, celebrada del 6 al 9 de febrero de 2013 en Guadalajara, Jal.

De los 660 000 mexicanos que abandonaron el país en 2011, poco más de 450 000 fueron jóvenes de 15 a 29 años de edad.

No hay un territorio único donde fijar el sentido, porque el sentido se construye a través de los distintos nodos en conexión que configuran un mapa, como dirían Deleuze y Guattari, "abierto, desmontable, reversible, susceptible de recibir constantes modificaciones”.

Copyright © 2013. Universidad Nacional Autónoma de México, Programa Universitario de Estudios de Género
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