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Vol. 49.
Páginas 45-69 (abril 2014)
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Feminismo y bioética
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Susan Sherwin
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Acerca del feminismo

La clase de personas que se consideran feministas es amplia y diversa, y comprende un rango extenso de opiniones y perspectivas diferentes.1 A pesar de existir una multiplicidad de perspectivas, es posible identificar algunos temas comunes. Por lo regular, las feministas coinciden en que las mujeres en nuestra sociedad padecen opresión y en que dicha opresión adquiere formas muy distintas, pues también comprende otras maneras de opresión basadas en características como raza, etnia, orientación sexual y clase socioeconómica. Dado que las feministas creen que la opresión es objetable tanto en términos morales como políticos, la mayoría se ha comprometido a transformar la sociedad de tal manera que se elimine la opresión en todas sus expresiones.2

Buena parte del daño ocasionado por el sexismo es evidente, por lo que se lo puede cuestionar sin reparos. Por ejemplo, es abrumadora la evidencia de violencia doméstica y de agresiones sexuales ejercidas de forma desproporcionada contra las mujeres, lo cual tiene como consecuencia daños físicos y psicológicos innegables en las vidas de muchas de ellas, así como una sensación generalizada de inseguridad y vulnerabilidad en todas.3 Asimismo, la desventaja económica que las mujeres padecen en el ámbito laboral, en donde el salario promedio que ganan ellas es menor a dos terceras partes del salario promedio de un hombre,4 suele condenarse por ser injusta. Por otra parte, es obvia la predominancia de los hombres —sobre todo blancos y de clase media— en posiciones influyentes en casi cualquier sector de la sociedad (legal, político, financiero, cultural y militar).

No obstante, es fácil pasar por alto otras dimensiones más sutiles del sexismo, a menos de que hagamos el esfuerzo consciente de identificarlas. Por ejemplo, el sesgo masculino implícito en el lenguaje cotidiano —como en el caso de la tendencia a confundir formas de expresión evidentemente masculinas con formas dizque genéricas (digamos, el plural en español que comprende elementos tanto masculinos como femeninos o el singular masculino con pretensiones genéricas usado en expresiones como “El trabajador debe exigir sus derechos”)— perpetúa las nociones culturales de las normas masculinistas y las suposiciones de anormalidad femenina. La diferencia de los adjetivos que suelen utilizarse para describir a hombres y mujeres (por ejemplo, el comportamiento que en un hombre suele describirse como agresivo o enérgico en una mujer con frecuencia se percibe como estridente o histérico) refleja una visión del mundo rígida y dicotómica en la cual se refuerzan de manera sistemática los estereotipos de género. En una dimensión distinta, la prevalencia del acoso sexual que ejercen los hombres sobre las mujeres y el hecho de que muchas personas por lo regular no lo distingan de las agresiones sexuales ordinarias evidencian las relaciones de poder desbalanceadas existentes en nuestra sociedad. Asimismo, el grado al cual el trabajo y las ideas de los hombres dominan los planes de estudio de las escuelas y universidades revela un rechazo de los logros de las mujeres muy frecuente en nuestra cultura.

Las feministas han descubierto que las mujeres han sido devaluadas y puestas en peligro de múltiples formas, y tienen claro que el sexismo inconsciente es tan común y peligroso como su versión consciente, si no es que más. Las raíces del sexismo se entrelazan profundamente en el tejido cultural; por tanto, es poco posible que se lo erradique sin una investigación exhaustiva de las diversas instituciones que moldean la sociedad. Las feministas buscan numerosas estrategias para identificar y desplazar el sexismo en todas sus formas, así como para examinar los efectos de las distintas prácticas e instituciones sociales en los patrones de opresión establecidos en la sociedad. Luego intentan evaluar la influencia general que cada práctica o institución social tiene para determinar si promueve la dominación de un grupo sobre otro, si es neutra con respecto a la opresión o si fomenta el debilitamiento de las fuerzas opresoras existentes.

Cuando las feministas se han acercado a las disciplinas académicas consolidadas con esta cuestión en mente, se han topado con que casi todas ayudan a mantener de algún modo las estructuras de dominación existentes. Por ejemplo, la mayoría de estas disciplinas ha ignorado o silenciado en gran medida las voces de las mujeres y de otros grupos oprimidos, y ha emprendido proyectos que promueven los patrones de opresión. Las críticas feministas a las ciencias sociales, físicas y biológicas muestran que las concepciones y prácticas de cada una poseen un sesgo antifemenino generalizado.5 Asimismo, las académicas feministas que han examinado las disciplinas específicas clasificadas bajo la categoría de humanidades han descubierto que todas ellas están dominadas por hombres y fomentan las estructuras sociales que oprimen a las mujeres (véase Aiken, Anderson, Dinnerstein, Lensink y MacCorquodale 1988). No obstante, hasta la fecha la bioética ha logrado eludir en gran medida dicho escrutinio feminista.6

En su mayoría, quienes se especializan en bioética se comportan como si su campo tuviera efectos neutros sobre la opresión y se encargara solo de cuestiones alejadas de aquellas que competen a las feministas. Con excepción de algunos cuantos temas que es evidente que afectan a las mujeres de manera distinta que a los hombres (en particular el aborto y las nuevas tecnologías reproductivas), la mayoría de los y las especialistas da por sentado que su trabajo no tiene impacto de género. Ahora bien, algunas se oponen al sexismo en lo personal y están dispuestas a intentar revertir algunos de sus efectos; otros también hacen esfuerzos conscientes por usar lenguaje incluyente o neutro, y de cuestionar los estereotipos tradicionales de género en sus ejemplos y estudios de caso, como cuando hablan en femenino para referirse a quienes ejercen la profesión médica. Es probable que quienes implementan estas acciones piensen que se involucran en una actividad que ayuda a socavar algunos de los efectos sutiles del sexismo. No obstante, aun entre estas especialistas empáticas rara vez se considera relevante considerar el género en los temas explorados por la bioética ni se le considera significativo en los contextos analizados. Es improbable entonces que las feministas se conformen con estas omisiones, pues han aprendido en otras circunstancias que la invisibilidad no es sinónimo de irrelevancia en materia de opresión.

La cuestión de si la bioética tiene un efecto positivo, negativo o neutro en los patrones de dominación existentes se vuelve particularmente problemático cuando reconocemos que la filosofía, la teología, la medicina y el derecho —disciplinas de las cuales la bioética toma buena parte de sus prácticas y practicantes— han resultado estar infectadas de raíz con valores y suposiciones patriarcales. Resulta de especial preocupación para quienes se dedican a la bioética que varias críticas feministas recientes sugieren que, en lugar de ser un instrumento para cuestionar la opresión, la ética como suele practicarse en realidad puede impulsar el statu quo opresor (véase Hanen y Nielsen 1987; Kittay y Meyers 1987; Hoagland 1988; Card 1991). Por tanto, cuando las feministas se aproximan al campo de la bioética, tienen razones para examinar con detenimiento qué papel desempeña esta disciplina recién definida en las estructuras de opresión existentes. En este ensayo, delinearé algunas de mis preocupaciones de corte evidentemente feminista con respecto a la bioética y proporcionaré algunas sugerencias para cambiar ciertas prácticas bioéticas, de modo que sean más compatibles con los objetivos morales del feminismo.

Ética feminista

Aunque muchas personas especialistas en bioética se oponen al concepto de ética aplicada y a la idea de que su trabajo consiste apenas en una aplicación mecánica de principios éticos abstractos, casi todas creen que una comprensión clara de los principios, valores y debates centrales dentro del campo de la ética filosófica o religiosa es esencial para hacer un análisis adecuado de las cuestiones que surgen en el dominio de la bioética. Asimismo, independientemente del lugar común de la poca practicidad de la ética teórica, la mayoría de los argumentos bioéticos reflejan la creencia de que las percepciones de la ética teórica pueden ser suplantadas y modificadas con facilidad a la luz de las experiencias y circunstancias actuales.

Además, buena parte de los debates y desacuerdos en los cuales se enfrascan los éticos teóricos se trasluce en la bioética. Quienes la estudian se dividen, por ejemplo, entre quienes consideran que los criterios centrales de análisis ético se capturan mejor por medio de una serie finita de principios, y entre quienes consideran que es por medio de un rango de valores abierto y más amplio. Los especialistas también se preocupan por cuestiones clásicas, como si puede decirse de forma significativa que una afirmación moral es verdadera o falsa, si la felicidad o la libertad deben ser consideradas el valor más fundamental, y si la ética debería enfocarse en establecer normas de acción o de carácter. Por último, la mayoría depende en gran medida del trabajo de sus colegas en el campo de la ética teórica que articula el significado de varios conceptos claves que les resultan fundamentales, en especial autonomía, bienestar y justicia. Por tanto, resulta apropiado comenzar una evaluación feminista de la bioética con una revisión de algunas de las críticas que las teóricas feministas han hecho a las teorías dominantes de la ética tradicional.

Varias críticas feministas toman como referencia la propuesta de Carol Gilligan (1982) de que existen dos patrones distintos de toma moral de decisiones. Ellas señalan que la mayoría de la teoría ética refleja solo una de las dos posturas más importantes frente a la deliberación ética que Gilligan descubrió que se practican en nuestra cultura. La ética tradicional se fundamenta en la postura que ella caracterizó como ética de la justicia, definida por su compromiso con ciertos principios abstractos y universales. La postura alterna, la cual identificó como la ética del cuidado o la responsabilidad, implica una forma de cuidado dependiente de la persona en el cual los detalles contextuales se vuelven prominentes (véase Noddings 1984). La ética del cuidado difiere de la ética de la justicia en que es particular y concreta, y dirige a los agentes a asignarle un valor al acto de evitar lastimar a las personas. No busca reglas generales, independientemente de sus efectos específicos, y permite modificar las circunstancias o reglas existentes cuando es necesario para sortear las elecciones dolorosas. Mientras que la segunda se enfoca en las personas solo desde una perspectiva genérica y abstracta, la primera se ocupa de las personas en sí y de las particularidades de sus circunstancias. La ética del cuidado es fácil de adaptar a la bioética, en donde la importancia de tomar en cuenta las necesidades particulares de los pacientes y de ocuparse de la especial relación que con ellos establecen los profesionales de la salud ya está bastante empapada de deliberaciones morales.

En sus estudios empíricos, Gilligan descubrió que las mujeres eran más propensas que los hombres a adoptar una ética del cuidado, mientras que ellos eran más propensos a adoptar una ética de la justicia. No obstante, ella creía que los agentes morales debían poseer las habilidades para perseguir ambos tipos de éticas, dado que cada una es apropiada para problemas específicos. Muchas feministas han observado que la mayoría de las teorías éticas definidas por hombres (incluyendo casi todas las éticas filosóficas tradicionales) abordan solo aquello que ocupa a la ética de la justicia (véase Kittay y Meyers 1987: 3–16). Asimismo, la mayoría de las teorías éticas convencionales descartan por completo tomar en cuenta a las mujeres o les asignan un papel subordinado. Por razones obvias, las feministas consideran importante desarrollar una teoría moral que se dirija a las mujeres de forma que no refleje los intereses del grupo dominante de perpetuar su subordinación. Por lo tanto, muchas feministas reciben bien el hecho de que Gilligan ofrece reconocimiento y validez para el tipo de razonamiento moral que por lo regular se asocia con las mujeres.7 La mayoría de las feministas también aprecia el reconocimiento que hace esta autora de que es posible que haya más de un solo acercamiento legítimo al razonamiento ético. Es decir, no existe justificación obvia para restringir la definición de ética al tipo de deliberación que los hombres practican con frecuencia.

Sin embargo, muchas feministas tienen cuidado de no valorar de manera acrítica los acercamientos en apariencia femeninos al razonamiento moral y han expresado sus reservas con respecto a establecer una concepción de ética feminista fundamentada en los cuidados. Además, reconocen los peligros inherentes a la aceptación o legitimación de los patrones de género establecidos dentro de una sociedad sexista. Por lo mismo, algunas de ellas argumentan que, si hemos de recomendar darle lugar al cuidado en la ética, lo hagamos solo en conjunto con una evaluación política del papel de los cuidados en nuestras deliberaciones morales, mientras que otras de plano rechazan que el cuidado sea elemento central de la ética feminista (véase Houston 1987; Hoagland 1988; Sherwin 1992). A la luz de los riesgos y las complicaciones que se han asociado con los intentos de respaldar los patrones femeninos estereotípicos como base de la ética, no creo que sea apropiado caracterizar la ética del cuidado como en específico feminista, pues no captura las dimensiones que en lo personal considero distintivamente feministas.

No obstante, comparto con muchas otras éticas feministas el aprecio por el énfasis que pone Gilligan en la importancia de prestarle atención a los detalles narrativos concretos al momento de tomar decisiones morales (véase Benhabib 1987). Curiosamente, buena parte de las y los especialistas en bioética coinciden en el valor de lo concreto y entienden que los detalles contextuales son de relevancia moral para la evaluación ética, y que las meras consideraciones abstractas suelen ser inadecuadas para resolver preocupaciones morales (véase Jonsen y Toulmin 1988; Caplan 1980; Englehardt 1986). Entonces, la pregunta que debe tenerse en cuenta es qué tipo de detalles contextuales se considerarán relevantes para los juicios morales. Las feministas y los especialistas suelen diferir de manera significativa justo en este punto.

En lo personal creo que la respuesta del feminismo deriva de su entendimiento de que la opresión es un mal moral ubicuo e insidioso, y que debe prestársele atención consciente justo en las prácticas que se evalúan desde una perspectiva ética. Por lo tanto, desde una óptica feminista, los detalles concretos relevantes que debemos tomar en cuenta en nuestras deliberaciones éticas incluyen las relaciones políticas o de poder entre las personas implicadas en la práctica o política bajo escrutinio o afectadas por ellas. Las interrogantes sobre dominancia y opresión se vuelven dimensiones esenciales del análisis ético feminista, así que, al acercarse a los dilemas morales en la ética feminista y por extensión en la bioética feminista, resulta importante entender las particularidades reales de las estructuras de dominación circundantes.

Dicho de otro modo, la ética feminista propone que, cuando emprendemos una deliberación moral, no basta con calcular las utilidades o seguir una serie de principios morales. También debemos preguntarnos… la felicidad de quién está aumentando y cómo los principios en cuestión afectan a quienes ahora son oprimidos bajo las circunstancias actuales. Las prácticas que aumentan la felicidad o protegen los derechos del grupo dominante a expensas de un grupo oprimido no pueden considerarse aceptables en términos morales. Es más, los valores morales positivos se asocian con acciones o principios que ayudan a mitigar la opresión, mientras que los negativos se vinculan con acciones o principios que no logran reducirla o que incluso la fortalecen. Por lo tanto, cuando evaluamos una práctica en términos éticos, ya sea el embarazo por contrato o el aborto, o incluso practicar la eutanasia o decir la verdad, es importante que nuestro análisis se ocupe de los efectos de la práctica en los patrones de opresión existentes.

Hay otros aspectos de la ética feminista que deberían transferirse a la bioética, incluidos los desafíos hechos por las feministas a algunos conceptos clave de la ética tradicional. Por ejemplo, las feministas han cuestionado la utilidad del concepto del individuo abstracto como unidad moral y social fundamental. Argumentan que este concepto enmascara detalles particulares sobre las personas que suelen ser relevantes para las evaluaciones éticas, como la ubicación social y política actual de cada individuo (véase Young 1990). El feminismo nos enseña que las teorías morales son parciales y defectuosas cuando se enfocan en los intereses, valores y elecciones racionales de los individuos en tanto entidades abstractas, como si las historias personales y los contextos sociales de los mismos fueran irrelevantes. Las feministas son muy conscientes de que no todas las personas están en situación de independencia o equidad; muchas están en desventaja, son dependientes, explotadas, se las responsabiliza del cuidado de otros o se las limita en su capacidad de reafirmar sus derechos al competir con las exigencias de otras personas. Las feministas reconocen que estas características son significativas en términos morales.

Por otros motivos relacionados, algunas feministas rechazan el privilegio que el concepto de autonomía suele conllevar (véase Hoagland 1988; Code 1991). A pesar de que autonomía es un término cuyo significado es bastante difícil de fijar, retiene su posición de prominencia en la mayoría de los escritos sobre bioética. En la mayoría de las discusiones sobre autonomía, los individuos se perciben como personas fundamentalmente independientes y autodirigidas, o al menos ese es el ideal. Se entiende que son anteriores e independientes a sus circunstancias sociales. No obstante, muchas feministas critican el trato que acostumbra dar la teoría moral a las personas como autoafirmadoras autónomas (véase Held 1987). Annette Baier ha enfatizado que las personas no surgen en el mundo del todo desarrolladas y completas, listas para emprender acciones y determinar contratos sociales como seres autónomos y autosuficientes (véase Baier 1985). Sugiere que, en vez de concebirlas así, es mejor describirlas como segundas personas; es decir, como producto de la labor física y emocional de otras personas, quienes las vuelven entes sociales.

Al reafirmar la primacía teórica del individuo, las teorías fundamentadas en la autonomía señalan que las obligaciones sociales y morales son en esencia secundarias a las consideraciones del interés propio. Asimismo, tratan a las comunidades y a los vínculos que las unen como un problema que debe ser explicado, mientras se comportan como si el concepto de individuo separado de la comunidad fuera coherente. Estas también ignoran el hecho de que nuestro sentido de nosotros mismos y nuestras preferencias son en gran medida producto de nuestra historia social y de las circunstancias actuales.

Además, muchas feministas perciben que el concepto de autonomía, en lugar de servir para empoderar a las personas oprimidas y explotadas, en la práctica suele más bien proteger los privilegios de los más poderosos (véase Young 1990; Hoagland 1988). Entre los teóricos políticos se considera una verdad analítica que la autonomía individual no puede reconciliarse del todo con las necesidades de la comunidad. Sin duda, la autonomía ofrece el razonamiento más convincente para resistir la intrusión de los reclamos de equidad en los privilegios de los individuos aventajados. Sin embargo, una mayor equidad es condición previa para que los miembros de la sociedad en fuerte desventaja ejerzan de manera significativa la autonomía. Por lo tanto, las teorías que le dan prioridad a la autonomía —al menos según la interpretación que suele hacerse del concepto— deben entenderse como enunciaciones que en primera instancia protegen la autonomía de quienes ya están bien situados, al tiempo que sacrifican los prerrequisitos de autonomía de los demás.

El concepto de autonomía también es excluyente en tanto que suele adscribirse solo a aquellas personas identificadas como racionales. No obstante, como lo han demostrado Genevieve Lloyd y otras teóricas, la racionalidad ha sido construida a lo largo de la historia de forma que no solo excluye a los menores de edad, sino también a las mujeres y a miembros de otros grupos oprimidos (véase Lloyd 1984). Quienes se declaran o se perciben como seres no racionales exceden el alcance y la protección del discurso de la autonomía.

Muchas feministas favorecen una concepción del ser más fundamentada en la comunidad como la base del valor moral que lo que suele asumirse en las teorías éticas tradicionales. Ellas buscan una concepción del ser en la cual los individuos se esfuercen por determinar las normas para sí mismos al interior de sus comunidades (véase Hoagland 1988).8 En las teorías feministas, se suele reconocer de manera explícita y señalar como sujeto de interés moral directo el hecho de que no todas las personas tienen el mismo poder ni la oportunidad de ejercerlo.

Las feministas especialistas en ética también traen a colación problemas sobre el tratamiento tradicional del concepto de justicia. Para la argumentación feminista es fundamental que haya una idea básica de justicia, pero la definición actual del concepto requiere que se lo examine desde una perspectiva feminista. Por ejemplo, Susan Moller Okin ha demostrado que las propuestas rawlsianas de desarrollar los principios de la justicia como abstracciones de los detalles verdaderos de la vida política son inadecuadas (véase Okin 1989). Okin demuestra que, en la concepción hipotética de John Rawls de la posición original, para los hombres blancos privilegiados ha sido más que sencillo evitar reconocer las exigencias de cuidado infantil. Por lo tanto, la mayoría de las teorías sobre el contrato social ni siquiera toman en cuenta las diferencias de género en cuanto a exigencias reproductivas. Tradicionalmente, los filósofos han ostentado que la justicia pertenece del todo al ámbito público, por lo que no le han prestado atención alguna a la injusticia que caracteriza la vida privada de buena parte de las familias. Las feministas, por el contrario, son muy conscientes de que la injusticia doméstica es un problema grave, y que ciertamente esta injusticia suele trasladarse al ámbito público. La falta de reconocimiento de la injusticia de género en la familia es lo que permite que se perpetúe y se extienda.

En un rumbo un tanto distinto, Iris Marion Young argumenta de manera convincente que las concepciones filosóficas de la justicia se han centrado demasiado en el modelo distributivo (véase Young 1990) y han ignorado la cuestión de si el sistema dentro del cual se distribuyen dichos bienes es en sí mismo opresivo. Young propone una concepción alternativa de justicia en la cual las consideraciones sobre las relaciones de dominación son básicas para nuestras investigaciones. El feminismo sugiere, pues, que cualquier apelación de justicia que se haga en bioética debe fundamentarse en ese tipo de concepción de justicia; es decir, una que sea explícitamente sensible a la injusticia de la opresión en sus diversas formas concretas.

Por tanto, las críticas feministas tanto a la metodología como a las herramientas de la ética sugieren que hay un sesgo de género subyacente implícito en las teorías éticas existentes. En tanto que la bioética está construida sobre los cimientos otorgados por una serie de teorías éticas, su propia validez y credibilidad están en tela de juicio. Entonces debemos tener cuidado de desarrollar una bioética que procure lograr que no incorporemos a nuestro marco teórico el tipo de suposiciones que pueden albergar la dominación continua bajo la etiqueta legitimadora de la ética.

Críticas mundiales versus críticas locales

La bioética de evidente corte feminista comienza a emerger como acercamiento definido. Una de sus principales características es su interés crítico hacia los aspectos opresivos de la organización y la práctica médicas. Las historiadoras y sociólogas feministas de la medicina han recolectado gran cantidad de información que demuestra que las autoridades médicas suelen ser emplazadas para apoyar programas que discriminan a las mujeres y les niegan credibilidad en contextos tanto médicos como no médicos (véase Ehrenreich y English 1979; Fisher 1986; Todd 1989; White 1990). De hecho, hay bastante bibliografía feminista disponible sobre el papel que ha jugado la medicina en la opresión de las mujeres y sus contribuciones a las múltiples formas de sometimiento de las minorías y de las mujeres pobres.9 No obstante, los especialistas en bioética que no se consideran feministas han mostrado poco interés en estas evidencias y no han considerado necesario someterlas a una evaluación ética seria. Sus colegas feministas, por el contrario, tienen fuertes motivaciones para investigar e interpretar estos descubrimientos.

Por ejemplo, las feministas objetan el hecho de que con el tiempo los médicos hayan logrado medicalizar y controlar todos los aspectos de la vida reproductiva de las mujeres, desde la menstruación, la anticoncepción, el embarazo, el parto, la lactancia y la menopausia (véase Ehrenreich y English 1973; Todd 1989). Señalan que un efecto de este monopolio es boicotear los servicios de salud dirigidos a mujeres, así como desacreditar y eliminar formas de cuidado alternativo que las mujeres han dado a otras mujeres en su papel de parteras y sanadoras homeopáticas. Otro efecto ha sido alterar las actitudes de las mujeres hacia sus propios cuerpos, con lo cual los han transformado en objetos que deben ser monitoreados y regulados con frecuencia, en lugar de que sea posible experimentarlos directamente como aspectos del ser.10 Las feministas también se oponen a los estereotipos de género que retratan a las mujeres como personas inmaduras, ignorantes, nerviosas y dependientes cuya conducta permea en la medicina e influye en las actitudes inconscientes de los médicos al momento de lidiar con pacientes del sexo femenino.

A pesar de que hay evidencia bien documentada de la existencia de patrones muy arraigados de comportamiento médico cuestionable, la mayoría de los especialistas en bioética eligen definir su papel a nivel local; es decir, evalúan o critican aspectos muy específicos de las prácticas de cuidado de la salud, pero evitan analizar los efectos sociales generales de la organización del cuidado de la salud en la sociedad. Luego presentan el examen que realizan de ciertas propiedades específicas del comportamiento médico en el marco de aceptación implícita de la organización básica de los servicios de salud, y eluden el tipo de evaluaciones del sistema de salud en su totalidad, mismo que sí presentan las feministas y otros críticos sociales.11

Cuando abrimos la puerta de la bioética a investigaciones sobre cuestionamientos amplios y estructurales, como el feminismo nos alienta a hacerlo, comenzamos a examinar cuestiones tan importantes como la legitimidad de la organización jerárquica del sistema de salud. La estructura existente concentra el poder en las manos de una élite de hombres blancos privilegiados, al tiempo que depende del servicio obediente de un cuerpo amplio de personal de enfermería (en su mayoría mujeres blancas subordinadas), que a su vez tiene autoridad sobre el vasto personal de apoyo no profesional, en su mayoría perteneciente a minorías.12 Esta estructura y distribución de los roles no solo es inherentemente injusta, sino que forma parte de la contribución de la medicina a las estructuras sociales opresoras existentes. Por ejemplo, los problemas de salud que adquieren mayor importancia en los campos de la investigación y el tratamiento son en su mayoría riesgos de salud que amenazan a los hombres blancos privilegiados (véase Rosser 1989). La investigación y los recursos médicos se encaminan al tratamiento y la reducción de riesgos relacionados con enfermedades como las cardiopatías, el cáncer y las apoplejías, pero no siempre se ponen al servicio del estudio de padecimientos que minan la fuerza y la energía de la población negra y nativa (véase White 1990; Beardsley 1990). Asimismo, buena parte de las iniciativas en el ámbito de las nuevas tecnologías reproductivas se ha encauzado hacia el desarrollo de medios que permitan que los hombres adinerados engendren hijos propios por medio de la implementación de tecnología riesgosa en mujeres; en contraste, cada vez son menos los recursos que se invierten en la identificación de estrategias para proteger la salud reproductiva de las mujeres y reducir la incidencia de la infertilidad en gente de todas las clases sociales (véase Stanworth 1987; Klein 1989).

Asimismo, en gran medida la discusión sobre bioética relativa a la distribución de los recursos de salud se ha llevado a cabo bajo el supuesto de que dichos recursos son un bien que debe maximizarse. Sin embargo, las feministas se alían con otros críticos sociales para cuestionar dicha premisa. El cuidado de la salud suele traer consigo efectos iatrogénicos; ciertamente, no siempre beneficia a sus destinatarios, además de que no siempre es cierto que más es mejor. Además, los pacientes que reciben cuidados suelen ser instados a confiar más de lo necesario en quienes les proveen los cuidados a su salud. Si la finalidad es mejorar la salud de la población y asegurar una distribución más justa de la buena salud, quizá concentrarse en la distribución de los cuidados a la salud no sea el medio más efectivo para lograrlo. La salud es producto de los cuidados a la salud y de la posición socioeconómica, pero también depende de la protección de ataques violentos y de toxinas en el medioambiente. La indigencia, las adicciones, la violencia y la falta de alimentación y vestimenta adecuadas son problemas cada vez mayores en Estados Unidos y traen consigo costos extraordinarios en términos de enfermedad y muerte. No obstante, aunque los servicios de salud costosos y de alta tecnología se están expandiendo para cubrir las necesidades de los privilegiados, los recursos para satisfacer las necesidades humanas básicas de los segmentos más desfavorecidos de la población van en descenso. Aun en Canadá, en donde el sistema de distribución de los recursos para el cuidado de la salud es mucho más equitativo que en Estados Unidos, las necesidades humanas básicas de alimentación, hospedaje y seguridad —todo lo cual es esencial para la salud— no siempre se satisfacen de manera adecuada.

Cuando los médicos, administradores de la salud y especialistas en bioética se concentran en cuestiones como a quién asignarle la última cama disponible en la unidad de cuidados intensivos o relacionadas con cierto nuevo medicamento experimental para tratar el sida, se permiten distraerse de las solicitudes sanitarias de quienes tienen necesidades distintas, pero igual de urgentes. Las especialistas feministas en bioética han identificado varias razones por las cuales cuestionar las prioridades de la sociedad para determinar políticas que consideren los servicios médicos como reflejo de su responsabilidad hacia las necesidades sanitarias de su población. Las feministas nos encaminan a examinar el papel de la medicina en nuestra sociedad y a preguntarnos por qué ha asumido el dominio de las cuestiones de salud.

Reconsideraciones bioéticas

Aunque las evaluaciones amplias del sistema de salud cubren una dimensión extensa de la bioética feminista, no dan cuenta de todo el problema. También resulta fundamental examinar las prácticas y políticas sanitarias específicas desde una perspectiva feminista. La mayoría del trabajo bioético realizado hasta la fecha ha sido hecho por no feministas que no han prestado atención o que incluso han ignorado el sexismo a su alrededor. Por lo tanto, la mayoría no ha explorado qué tan significativo es el género en las prácticas que examinan, y ha asumido que pueden investigar cuestiones morales sobre cuidados de los pacientes como si estos fueran intercambiables, como si su género, raza y clase fueran irrelevantes. Solo reconocen el género como variable significativa en cuestiones de reproducción, aunque en ocasiones ni siquiera en esos casos. En contraste, los acercamientos feministas a la bioética exigen que prestemos atención al papel que el género y otras categorías de dominación juegan en cada una de las diversas prácticas examinadas.

Cuando se exploran los problemas tradicionales de la bioética desde una perspectiva feminista, surgen cuestiones familiares a la bioética y otras más. La bioética feminista nos exige considerar cómo contribuye cada práctica a las relaciones de poder existentes en la sociedad. Por lo tanto, cuando examinamos prácticas como la confidencialidad, el paternalismo y la conclusión de un tratamiento que sustente la vida, debemos preguntarnos cómo encaja esta práctica en los patrones generales de opresión en nuestra sociedad (véase Miles y August 1990). Por ejemplo, el feminismo argumenta que no debemos discutir el aborto solo en términos de los intereses o derechos de los fetos sin tomar en cuenta que dichos fetos se hospedan universalmente en los cuerpos de las mujeres. Además, las discusiones sobre la institucionalización de pacientes diagnosticados con trastornos mentales deben tomar en consideración que las mujeres pueden ser particularmente vulnerables a dichas políticas, puesto que se les diagnostica con trastornos mentales con mucha más frecuencia que a los hombres, quizá porque suele sometérseles a estándares de salud mental incoherentes (véase Broverman, Broverman, Clarkson, Rosenkrantz y Vogel 1981). Asimismo, el debate acerca de cubrir las necesidades sanitarias de los pobres debe contemplar que casi 80% de los pobres en Estados Unidos son mujeres y niños, y una cifra desproporcionada de ellos pertenece a minorías raciales (véase Seager y Olson 1986: 28). Es probable que las políticas en todas estas áreas tengan efectos graves en las vidas y estatus de muchas mujeres.

Tomemos en cuenta también las múltiples discusiones existentes en los textos de bioética sobre la relación entre paciente y médico. Las discusiones feministas del tema sin duda compartirían muchas de las preocupaciones recurrentes sobre el paternalismo en contextos médicos. No obstante, una perspectiva feminista nos alentaría a analizar las consecuencias sociales y políticas del paternalismo a la luz del hecho de que la mayoría de los médicos son hombres y la mayoría de los pacientes, mujeres (véase Fisher 1986). En ese contexto, el paternalismo refuerza los diferenciales de género en términos de poder y autoridad. Las feministas también pueden señalar que este problema surge al interior de una cultura que con frecuencia otorga poder autoritario con base en la pericia científica, mientras le quita importancia al conocimiento empírico y subjetivo. No es casual que el conocimiento científico por lo regular se considere masculino, mientras que el conocimiento empírico y subjetivo suele asociarse con lo femenino (véase Keller 1985). El campo de la medicina fomenta activamente el respeto deferente hacia sus propias formas particulares de conocimiento y entrenamiento, en una sociedad que socava los reclamos de muchas mujeres de que haya espacio para otras formas de conocimiento y autoridad. Además, muchas feministas se inclinan a pensar en las personas como seres que forman parte de una comunidad, más que como individuos del todo independientes. Esta forma de pensar nos alienta a considerar que tanto el paciente como el médico están incrustados en contextos sociales y políticos complejos, en lugar de tratarlos como una díada aislada.

A pesar de que las feministas se alían con varias especialistas en bioética que también se oponen al paternalismo, tienen razones únicas para ostentar su postura. Asimismo, en comparación con sus colegas no feministas, es menos probable que las feministas apelen a la alternativa tradicional de autonomía como solución predilecta. Además de los problemas con la autonomía ya mencionados, está también la dificultad de que la gente oprimida enfrenta barreras sistemáticas para alcanzar la libertad, por lo que es probable que las opciones que tienen a su alcance en el contexto médico estén muy restringidas por las limitaciones mismas de las posibilidades que esta gente tiene a su alcance en la vida cotidiana. Es engañoso argumentar que protegemos la autonomía cuando les permitimos a las pacientes elegir entre alternativas desafortunadas, pues su decisión ya está muy limitada. Hablar de autonomía en el contexto estrecho de la toma de decisiones individuales, dentro de un ambiente ajeno que no responde a los valores e intereses básicos de la paciente, implica distorsionar la realidad de su dilema. Aunque las feministas desafían el dominio y el paternalismo que suelen estructurar las relaciones entre paciente y médico, y buscan medios para otorgarles más autoridad a las pacientes, muchas encuentran razones para reformular el problema en lugar de solo aceptar una dicotomía que presente la autonomía como la única alternativa al paternalismo. Se requieren concepciones y análisis más cuidadosos, en lugar de traducciones rituales de las objeciones al paternalismo en terminología con una fuerte carga política relacionada con la teoría de la autonomía.

Por lo tanto, resulta importante enriquecer nuestra visión de las posibles formas de concebir las relaciones antes de elegir las normas que rijan las interacciones médicas. Puede que las especialistas en bioética feministas investiguen algunos de los modelos alternativos de ética que las teóricas feministas han propuesto, como la relación entre madres e hijas, o la de amistad, como alternativas para el modelo paternalista común de padre-hijo.13 También podemos explorar las relaciones posibles entre profesores y estudiantes, o entre parteras y sus clientas, en lugar de aceptar sin cuestionamientos el modelo vendedor-consumidor que con tanta frecuencia generan las metáforas de autonomía.

Otros temas familiares dentro de la bioética también adquieren nuevas dimensiones cuando se les evalúa desde la perspectiva del feminismo. Las consideraciones sobre los tratamientos a las personas viejas, así como las discusiones sobre dar tratamiento por edad para conservar los recursos limitados deberían ser sensibles al hecho de que las mujeres representan una mayoría significativa de la población anciana y de que aquellas que ya no están en edad reproductiva suelen ser devaluadas con frecuencia en nuestra sociedad (véase Bell 1989). Las discusiones que fomentan el control de costos al cuidar a más pacientes en casa en lugar de en el hospital debe reconocer que el cuidado casero casi siempre es realizado por las mujeres, y por lo regular impone una carga muy pesada en las cuidadoras. Cuando los especialistas en bioética hablan de la ética de la investigación en seres humanos, deben tener en cuenta que, además de la enfermedad, la juventud, la incapacidad mental y la institucionalización, la opresión es el principal factor que hace a la gente vulnerable a la explotación, el abuso o la negligencia en los protocolos de investigación.

El feminismo también extiende los temas incluidos en la agenda de la bioética. Por ejemplo, la cirugía plástica con fines cosméticos es cada vez más común y constituye una industria multimillonaria dirigida de forma abrumadora a las mujeres (véase Morgan 1991). Casi no está regulado y suele implicar un riesgo significativo a las clientas que invierten años de ahorros en procedimientos peligrosos, motivadas por una cultura que exige que los cuerpos y las caras de las mujeres se ajusten a un rango limitado de estereotipos. Es evidente que esta práctica plantea varias preguntas morales sustanciales. No obstante, en los textos de bioética no feminista no hay mención alguna de los problemas éticos asociados con esta práctica cada vez más extendida. Las feministas cada vez prestan mayor atención a este tema y han descubierto que las categorías y preocupaciones bioéticas tradicionales aún no empiezan siquiera a incluir las problemáticas planteadas por esta práctica muy arraigada (véase Morgan 1991).

El feminismo también nos alienta a investigar sobre los patrones significativos de abuso y acoso sexuales que muchas pacientes han experimentado en sus interacciones con los médicos. Mientras que muchos especialistas en bioética no feministas están dispuestos a condenar dichas prácticas por considerarlas antiéticas, pocos comparten con las feministas la urgencia de intentar determinar las características de la relación médico-paciente que fomentan esos abusos de poder.14 Pareciera que el análisis feminista del acoso y abuso sexuales es necesario si esperamos no solo condenar dichas características del encuentro médico, sino también erradicarlas.

La composición del campo de la bioética

El silencio prevaleciente en relación a las preocupaciones feministas en buena parte de los textos sobre bioética bien puede ser producto de los patrones de representación e influencia en el campo. Por lo tanto, lo anterior también debe someterse a un examen feminista. Claramente, la bioética es una disciplina que incluye las voces de las mujeres; muchas de sus publicaciones e institutos importantes tienen una presencia femenina significativa, aun cuando siguen siendo minoría.15 No obstante, la mayoría de los especialistas en bioética más conocidos y citados (y consultados) son hombres. Esto indica que también aquí las perspectivas de los colaboradores del sexo masculino reciben más atención y respeto que las de las mujeres. Asimismo, los participantes y ponentes de la mayoría de los congresos sobre bioética son exclusivamente blancos, de clase media y, en general, saludables.16 Dicho de otro modo, la bioética es una disciplina estructurada como la mayoría de las organizaciones académicas y profesionales; su orden del día y metodología han sido definidas casi en su totalidad por una élite de hombres blancos de clase media, con poca influencia de sus contrapartes femeninas (como yo).

Aunque no es posible concluir a partir de este simple hecho que la bioética está sesgada, debemos mirar con sospecha el hecho de que la población que conforma a los especialistas en bioética difiere tanto de la composición de la población en general. Dicho desequilibrio puede ser peligroso porque restringe las perspectivas desde las cuales se identifican y analizan dichos problemas en el campo. Los especialistas en bioética interesados en resistirse a la opresión deben preguntarse por qué el campo puede ser tan inhóspito para las voces de quienes experimentan la opresión y qué cambios en el diálogo traería consigo la inclusión de un grupo más representativo. ¿La gente oprimida es ignorada a nivel consciente o inconsciente? ¿O acaso muchas personas oprimidas rehúsan participar porque consideran que las cuestiones analizadas por los especialistas en bioética son sumamente irrelevantes para sus preocupaciones centrales? Sea cual sea la respuesta, es también la base del interés y del cambio.

La homogeneidad entre participantes en los debates tiene consecuencias en cualquier campo de estudio. Uno de los efectos importantes es que permite que la mayoría de los médicos siga ignorando las implicaciones de su propia ubicación y perspectiva en su trabajo. Al igual que en otras disciplinas dominadas por una élite de hombres blancos educados, el hecho de que la mayoría de sus colegas comparta la misma perspectiva hace fácil que los especialistas en bioética caigan en generalizaciones falsas a partir de sus propias experiencias. Es muy sencillo caer en el error de considerarse la observadora ideal cuando nadie está presente para señalar la especificidad de la postura actual propia al contraponerla con experiencias directas desde una posición diferente.

Al explorar los dilemas éticos que surgen en el campo de los cuidados de la salud, los especialistas en bioética suelen asumir en sus análisis la perspectiva de los médicos y enfocan su trabajo en las cuestiones que surgen en el curso de la práctica médica. Las deliberaciones morales de enfermeras y otros profesionales de la salud, como trabajadoras sociales, nutriólogas y fisioterapeutas, también se aborda, aunque para nada con la misma frecuencia. Sin embargo, es raro encontrar especialistas que se interesen en los dilemas morales que los pacientes y sus cuidadores enfrentan; por ejemplo, cuándo y cómo obtener consejos fiables si no sienten que sus proveedores actuales les están proporcionando un buen servicio, cómo tomar sus propias decisiones sobre su tratamiento o qué tan honestos deben ser con el médico. Además, casi no hay discusiones sobre los dilemas que enfrentan quienes no son profesionistas pero trabajan en el sistema de salud. Una de las razones principales de este sesgo de enfoque es que los médicos conservan la mayor parte del poder y son responsables de muchas de las decisiones difíciles en relación con el cuidado de la salud. No obstante, una segunda razón puede ser que los especialistas en bioética están más cerca de los médicos en cuanto a estatus socioeconómico, educación, raza y género, por lo que se identifican con más facilidad con las inquietudes de ellos.

Ahora bien, el estatus social de relativo privilegio del que goza la mayoría de los especialistas en bioética altera el orden del día de la disciplina de otras formas. Por ejemplo, es probable que explique la centralidad en los textos bioéticos de las cuestiones de consentimiento. Como individuos, la mayoría de los especialistas está acostumbrada a ser tratada con dignidad y respeto, así como a tener control sobre cuestiones relativas a su vida y bienestar. Dado que es común que la enfermedad se perciba como una amenaza grave al ejercicio del control habitual, mantener dicho control bajo condiciones aterradoras y poco familiares de vulnerabilidad inducida por la enfermedad se vuelve un objetivo importante. Desde la perspectiva de los consumidores menos privilegiados, quienes rara vez tienen suficiente control sobre sus vidas, mantener el control al estar enfermos quizá no es una preocupación central, puesto que por lo regular no tienen control que perder. Quienes no están acostumbrados a que se les cuide o a que se les respete en otros aspectos de su vida tendrán una escala de valores distinta y prioridades diferentes al lidiar con los profesionales de la salud, en comparación con quienes ahora ocupan el escenario central de la arena bioética.17

Algunas personas oprimidas y marginadas en términos sociales han absorbido el mensaje social de que su estatus de devaluación es reflejo de su falta de valor, o al menos perciben que muchas de las personas poderosas y autoritarias así lo creen. Por lo tanto, es posible que no encuentren razones para ni siquiera ir a consultar sus problemas de salud con un profesional, pues este con frecuencia respondería con un desprecio vagamente disfrazado. Para ellos, las preguntas fundamentales de cuándo y cómo arriesgarse a acudir a los servicios de salud pueden ser una cuestión urgente. Muchas de las personas marginadas de la sociedad desconfían de la institución médica mucho más que los especialistas en bioética, por lo que sus críticas morales serían mucho más radicales de lo que suele hallarse en los textos. Las exigencias morales de quienes se expresan desde una posición de opresión extrema empiezan con una petición de mayor respuesta por parte de los médicos y profesionales de la salud a las necesidades sanitarias particulares de los grupos oprimidos.18

Una población más diversa de especialistas en bioética podrán liderar una discusión distinta y más intensa con respecto a cómo definir los servicios de salud. Podrían tener mayor interés en lidiar en verdad con las preocupaciones sanitarias prominentes de las clases bajas. Dichas preocupaciones incluirían la mala alimentación, el alojamiento inadecuado, el trabajo y las condiciones de vida inseguras, el abuso, las adicciones y la falta de servicios perinatales.

Muchas feministas creen que la forma en la que se configura la ética tiene mucho que ver con el contexto en el que ocurre, y que tanto el método como el contexto afectan los resultados producidos (véase Warren 1989). Los especialistas en bioética deben tener en mente la verdad sociológica importante de que la capacidad de reconocer ciertos problemas morales, de comprender la posición de quienes ostentan perspectivas divergentes y de responder a los valores en conflicto se ve influenciada inevitablemente por los valores y las experiencias propias. Emprender discusiones y análisis con un conjunto de colegas más heterogéneo promovería la mejoría de dichas capacidades, además de que ofrecería más oportunidades de aprender de los valores y experiencias de quienes tienen perspectivas distintas.19

Otras direcciones

Por último, es importante enfatizar que al feminismo no solo le interesa identificar y analizar la opresión. Su preocupación principal es encontrar formas de reducirla y, en última instancia, eliminarla. Para lograr este fin, las feministas buscan adquirir una mayor comprensión de cómo las mujeres y otras personas oprimidas pueden escapar del daño de la opresión y empoderarse a pesar de las estructuras adversas que enfrentan. Por lo tanto, las feministas se concentran en formas a través de las cuales las y los pacientes y trabajadores subordinados del campo de la salud pueden transformar sus posturas de vulnerabilidad e involucrarse más en las deliberaciones que moldean sus vidas.

Las feministas están deseosas de trasladar el centro de atención de la bioética de la perspectiva de los médicos a la de los pacientes, para examinar cómo pueden, los pacientes, ejercer su agencia en circunstancias de enfermedad e institucionalización. El feminismo nos insta a desarrollar e investigar nuevos modelos para reestructurar las relaciones de poder asociadas con la curación, como distribuir el conocimiento especializado en materias de salud de forma que los individuos tengan mayor control sobre su propia salud. Por lo mismo, muchas feministas hablan de la necesidad de ayudar a las y los pacientes a educarse para tomar decisiones relacionadas con su salud; asimismo, reconocen la importancia de desarrollar estructuras de apoyo que permitan a los pacientes investigar las consecuencias de sus elecciones (véase Dresser 1996).

En términos más generales, el feminismo plantea la pregunta de cómo podemos intentar cambiar la organización social y pensar en la salud y su cuidado de forma que les permitamos a las y los pacientes tener una papel más activo a la hora de definir y alcanzar sus propias concepciones de salud. Cualquier bioética que comparta estos objetivos y que entienda que las prácticas e instituciones opresivas elevan barreras fundamentadas en el género y otras categorías bien puede considerarse feminista •

Traducción: Ariadna Molinari Tato

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Hay tantas definiciones distintas de feminismo de las cuales elegir —y cada una conlleva un enfoque teórico y práctico particular— que muchas autoras hablan de feminismos en plural para evitar implicar que su perspectiva representa una teoría única, unificada y monolítica. Aunque por lo regular es importante distinguir entre concepciones distintas de feminismo, creo que sigue siendo posible y apropiado hablar de una versión genérica de feminismo, como lo hago en este texto, la cual incorpora en una definición un tanto vaga los diversos trabajos que se han producido bajo la denominación de feminismo.

Existen diversos recuentos feministas de la opresión. Uno muy elocuente y útil lo hace Iris Marion Young (1990).

En Morgan (1984) se presentan cifras sobre el alcance de la violencia doméstica y las agresiones sexuales contra mujeres en varios países. Véase también Seager y Olson (1986: 3).

Estas son las cifras en Norteamérica, pero la brecha es más amplia en otras partes del mundo. Véase Seager y Olson (1986: 19).

Para mayor bibliografía sobre este tema, véase Wylie, Okruhlik, Morton y Thielen-Wilson (1990: 2–36).

Ahora bien, las feministas no han ignorado la bioética del todo. Un ejemplo notable es la publicación Hypatia, la cual dedicó dos números a la ética y la medicina feministas (vol. 4, núms. 2 y 3, 1989). Luego fueron publicados por Holmes y Purdy (1992).

Muchos teóricos hombres, como Aristóteles y Freud, también señalaron la inclinación de las mujeres a buscar la particularidad al enfrentarse a problemas morales. No obstante, a diferencia de Gilligan, consideraban dicha tendencia una deficiencia moral grave.

Los comunitarios también se oponen a la primacía que el liberalismo les otorga a los individuos, pero estos parecen estar dispuestos a valorar las comunidades por lo que son, mientras que las feministas exigen hacer una evaluación crítica de las mismas. Las feministas perciben que se requiere sopesar las injusticias perpetuadas por una comunidad en las evaluaciones que de ella se hacen. Véase Friedman (1989) y Young (1990).

Un buen resumen de materiales relativos al trato que le da la medicina a las mujeres en Estados Unidos puede consultarse en Apple (1990). Para tener un panorama histórico del trato que le ha dado la medicina a las mujeres en Canadá, véase Mitchinson (1991).

“A las mujeres nos alientan a revisar con frecuencia la normalidad de nuestro sistema procreador, como el inicio de la menstruación, la anticoncepción, el embarazo, la interrupción del embarazo o el aborto espontáneo, el trabajo de parto, el nacimiento, las condiciones posparto, etcétera […] Nos mantienen en un estado de absoluta conciencia de que algo puede salir mal, por lo que por lo regular sentimos que necesitamos del conocimiento médico para valorar la normalidad de nuestros cuerpos y cumplir con sus cuidados” (Bogdon 1990: 103).

Véase Ehrenreich (1978) para consultar una colección de críticas que no son explícitamente feministas.

Ya empiezan a percibirse cambios en estos patrones demográficos, pero 84.8% de los médicos practicantes en Estados Unidos en 1986 aún eran hombres (Todd 1989). Hasta hace muy poco, las minorías enfrentaban barreras sistemáticas para ser admitidos en la práctica médica (White 1990). La prevalencia de enfermeras blancas sobre las de otras minorías, tanto enfermeros como asistentes y personal de apoyo, se encuentra documentada en Hine (1989).

A pesar de que muchas feministas tienen la esperanza de que se logren configuraciones parentales más simétricas, los conceptos de maternidad y paternidad siguen determinando los distintos tipos de interacción. Véase Held (1987) y Ruddick (1980) para un debate más profundo sobre la riqueza que ofrece a la discusión ética la relación madre-hijo/a. Véase Code (1991) y Hoagland (1988) para revisar propuestas de amistad como modelo de las relaciones humanas. En otro texto he jugado con la posibilidad de desarrollar un concepto de amiguismo que sea una alternativa preferible a la toma de decisiones paternalistas en el concepto médico (Sherwin 1992).

Kathryn Morgan ha comenzado este análisis en “Part iii: The gender lens”, de “Philosophical analysis: Permissibility of sexual contact between physicians and patients”, presentada frente al College of Physicians and Surgeons de Ontario.

Por ejemplo, a principios de 1992, solo cuatro de 19 miembros del consejo administrativo del Hastings Center, así como dos de sus seis oficiales, eran mujeres. Estas listas aparecen en el forro del Hastings Center Report.

Ahora empiezan a verse ciertos cambios. Algunos congresos recientes han abordado las perspectivas afroestadunidenses sobre la bioética y los problemas de salud de las mujeres, con representantes de ambos grupos. Véase Flack y Pellegrino (1992), así como el proyecto del Hastings Center que dio comienzo a esta colección.

No poseo datos sobre este tema, por lo que no haré una aseveración empírica tajante con respecto a las diferencias establecidas en cuanto a las preocupaciones. Una investigación bien podría establecer que los pacientes no privilegiados valoran la autonomía tanto como los teóricos morales, aunque en lo personal tiendo a dudarlo. El punto es que la autonomía es importante para un grupo social relativamente privilegiado cuyos miembros se han beneficiado de un sistema social que por lo regular respeta su autonomía. Quienes han tenido pocas oportunidades para ejercerla, le asignarán posiblemente un valor distinto. Hasta que hallemos formas de incluir voces más diversas en los debates bioéticos, tenemos pocas razones para suponer que los valores de otros grupos son iguales a los del grupo al que pertenecen los especialistas actuales.

Por ejemplo, es posible que los representantes aborígenes busquen servicios de salud centrados en la comunidad y dirigidos por paraprofesionales pertenecientes a sus propias comunidades, quienes tengan la capacidad de compaginar los valores tradicionales y las prácticas de sanación con algunas de las innovaciones de la medicina moderna. Es probable que estas personas sean más comprensivas y respetuosas de los remedios tradicionales que el médico promedio.

Algunas de las principales instituciones y publicaciones especializadas en bioética han hecho esfuerzos conscientes de presentar perspectivas bioéticas internacionales. Por ello, han aceptado el valor que tiene el enriquecimiento de las discusiones en Estados Unidos con las visiones de miembros de otras culturas. Por lo tanto, resulta importante buscar un rango diverso de colaboradores de estas naciones y de la nuestra. Con mucha frecuencia, se tiende a depender de que sean miembros de las clases sociales privilegiadas y educadas quienes hablen por la totalidad de su cultura, sin tomar en cuenta las necesidades y valores de miembros menos afortunados de la sociedad.

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