A lo largo de su historia, la ética ha estado dominada por los hombres. Las teorías de los grandes filósofos del pasado que estudiamos hoy en día son teorías hechas por hombres, no por mujeres. En muchas ocasiones estas teorías reflejan explícita y únicamente el punto de vista y los valores masculinos; de hecho, los filósofos morales ocupan un lugar significativo dentro de la historia de la misoginia (véase Holland 2010). En otras ocasiones, la perspectiva masculina se encuentra implícita y se nos presenta como universal y neutra en términos de género (muchos filósofos han incluso cuestionado que exista algo así como un punto de vista distintivamente femenino acerca de cuestiones morales). Lo que es cierto es que, a lo largo de su historia, la filosofía moral ha expresado muy poca preocupación por los intereses de las mujeres. La bioética no ha estado exenta del dominio masculino y, aunque tal vez en menor medida, ha expresado poco interés por la perspectiva y los intereses de las mujeres. Al partir de las teorías éticas de los filósofos morales del pasado, ha adoptado buena parte del enfoque masculino de estas teorías. Este enfoque no ha sido exclusivo de la filosofía moral, sino también de muchas de las otras disciplinas de las que ha surgido la bioética: la medicina, el derecho, la teología, la psicología, entre otras (véase Crosthwaite 2009). Este sesgo solamente ha sido claro a partir del avance de teorías desarrolladas por mujeres que han enfatizado la perspectiva de género. Ellas sostienen que las teorías desarrolladas por hombres suelen con frecuencia reflejar puntos de vista típicamente masculinos, mientras que las teorías éticas desarrolladas por mujeres —sobre todo a partir del siglo xx— han enfatizado otro tipo de valores, propiamente femeninos. Esto ha dado lugar a algo que algunas pensadoras han llamado ética del cuidado o ética femenina2 es decir, teorías morales que se han desarrollado a partir de lo que se toma como valores propios de la perspectiva femenina. De hecho, algunas partidarias de este enfoque lo han propuesto como una teoría ética autónoma y completa que puede utilizarse para responder todas nuestras inquietudes morales. Si esto es así, esta perspectiva se puede aplicar no solo a los problemas éticos tradicionales, sino también a los problemas específicos de la bioética. De este modo, se ha tratado de aplicar la ética femenina a problemas morales que surgen, por ejemplo, en el ámbito de la salud, como la enfermería, la reproducción asistida, la ética de la genética y el aborto, entre muchos otros temas.
Sin embargo, la ética femenina debe distinguirse de la ética feminista. Aunque comparten una preocupación básica por los intereses y los puntos de vista de las mujeres, estas dos teorías morales no son equivalentes, porque argumentar a partir de una perspectiva femenina no es necesariamente equivalente a feminismo. En términos generales, y a reserva de que analice con cuidado estas teorías más adelante, mientras que la ética femenina intenta desarrollar una filosofía moral a partir de lo que considera una perspectiva y valores propiamente femeninos, la ética feminista se propone analizar y criticar cualquier forma de injusticia de género y poner fin a la discriminación, desigualdad, exclusión y opresión de las mujeres. En este ensayo quiero analizar estas dos perspectivas, y quiero hacerlo a partir del distinto enfoque que proponen para el tema del aborto. Las diferencias entre estas dos teorías éticas serán más claras en sus análisis de este caso particular. Si bien las dos teorías pueden, en principio, llegar a conclusiones similares en cuanto a la consideración moral del aborto, tienen diferencias significativas y, en muchas ocasiones, pueden entrar en conflicto.
Ahora, por ética femenina entenderé básicamente la ética del cuidado, tal como ha sido desarrollada por Carol Gilligan y Nel Noddings. En la sección 2 analizaré esta teoría, así como su enfoque sobre el aborto, argumentaré que este es básicamente un enfoque particularista, en el que la evaluación moral del aborto dependerá de las circunstancias particulares en que este se dé. Después, en la sección 3, explicaré las características generales de lo que podemos llamar una ética feminista y algunas de sus diferencias con la ética del cuidado. Dada la variedad de teorías feministas, me centraré en una ética feminista liberal, que argumenta básicamente a partir de los derechos de las mujeres, es decir, un enfoque universalista que la hace chocar con el particularismo de la ética del cuidado. Para el feminismo liberal, una de las funciones principales de la ética en lo que respecta al tema del aborto consiste en la justificación moral de los derechos reproductivos. En la última sección, expongo algunos de los modos en que estas dos teorías chocan, a partir de algunas de las críticas que ya se han planteado de una hacia la otra. Finalmente, presento una crítica a la ética del cuidado a partir del feminismo liberal basada en la idea de que apelar a relaciones interpersonales, afectos y cuidado, como lo hace la ética del cuidado, no es suficiente para proteger el espacio de decisión y de libertad individual de una mujer que quiere practicarse un aborto: en un mundo ideal tal vez sí lo sería, pero, en el mundo real donde es tan fácil que las cosas salgan mal, es necesario proteger ese espacio de decisión y libertad a través del lenguaje de los derechos, como lo hace el feminismo liberal. Así pues, propongo que optemos por un enfoque feminista liberal acerca del tema del aborto (y de otros temas), y que lo completemos con el enfoque de la ética del cuidado.
2Ética del cuidado, ética femeninaEn 1982, la psicóloga del desarrollo Carol Gilligan publicó el libro In a Different Voice. Psychological Theory and Women's Development.3 Este libro rompió los esquemas hasta entonces dominantes acerca del desarrollo moral de hombres y mujeres. Hasta ese momento, las teorías que abordaban el asunto no tenían ningún interés en mostrar las diferencias en el desarrollo moral según el género; cuando llegaban a hacerlo, sugerían que las mujeres eran, en promedio, menos desarrolladas moralmente que los hombres. Gilligan se centró en la teoría más acabada sobre desarrollo moral, la teoría de Lawrence Kohlberg, quien había propuesto una escala de seis etapas por las que pasan los niños en su desarrollo moral (véase Kohlberg 2010: 92 y ss.). Según Kohlberg, en las primeras dos etapas hay una orientación hacia evitar castigos y recibir premios; en las etapas intermedias hay una conformación hacia la moral convencional; y finalmente, en las dos etapas superiores hay una orientación hacia una moral de tipo contractualista y de obediencia a reglas éticas universales. Sin embargo, en las entrevistas que Kohlberg realizaba para probar su teoría, le presentaba dilemas morales a niños y niñas, y mientras los niños llegaban a las etapas más altas, las niñas permanecían en etapas menos desarrolladas. De aquí se podían sacar dos conclusiones diferentes: o bien el razonamiento moral de las niñas era menos desarrollado que el de los niños, o bien algo estaba mal con el esquema conceptual de Kohlberg. Así, mientras él parecía apoyar la primera conclusión, Gilligan apoyaba la segunda criticándolo. Ella empezó a prestar más atención a las respuestas que Kohlberg había recibido de las niñas que había entrevistado. Una de sus conclusiones principales fue que había que reemplazar el concepto de orientación de Kohlberg por el de voz: no era que las mujeres fueran moralmente menos desarrolladas que los hombres, o tuvieran una orientación hacia etapas inferiores de desarrollo moral, sino que tenían una voz moral diferente. Sin embargo, esta voz había sido tradicionalmente acallada por los estudios morales hechos por los hombres: Los juicios morales de las mujeres difieren de los de los hombres en la mayor medida en que los juicios de las mujeres van unidos a sentimientos de empatía y compasión […] Sin embargo, mientras las categorías por las cuales se evalúa el desarrollo se deriven de investigaciones efectuadas con hombres, esta divergencia de las normas masculinas podrá verse tan solo como una falla de desarrollo. Como resultado, el pensamiento de las mujeres es clasificado, frecuentemente, junto con el de los niños. Sin embargo, la ausencia de otras normas que pudiesen abarcar mejor el desarrollo de las mujeres no solo señala las limitaciones de las teorías forjadas por hombres y validadas por muestras de investigación desproporcionadamente masculinas y adolescentes, sino también la timidez prevaleciente entre las mujeres, su renuencia a hablar públicamente con su propia voz, dados los frenos impuestos a ellas por su carencia de poder y la política de las relaciones entre los sexos (Gilligan 1982: 120).
Según Gilligan, la voz moral de las mujeres se caracteriza por sentimientos de empatía y compasión en mucho mayor medida que la voz masculina. Pero también describe esa voz a partir de otros elementos: es una voz concreta y específica, una voz que no es competitiva o combativa, sino colaborativa, dado que pone más énfasis en las relaciones interpersonales que en la individualidad. De este modo, mientras que las voces morales de los hombres tienden a resaltar la imparcialidad, la justicia, los derechos, la aplicación de reglas universales y la responsabilidad hacia códigos abstractos de conducta, las voces morales de las mujeres se enfocan más en el cuidado, en la responsabilidad hacia los otros, hacia individuos reales, en la preocupación por el sufrimiento de esos otros. Del mismo modo, añade Gilligan, la identidad de las mujeres se construye a partir de valores diferentes a los de los hombres: mientras que la identidad de los hombres se basa en valores como la autonomía, la separación, la independencia, entre otros, la de las mujeres se basa en el apego, la interdependencia y la relación con los otros. En realidad, hombres y mujeres no tenemos la misma concepción del dominio de la moral. La definición femenina del dominio moral diverge de la que se derivó de los estudios de hombres. La interpretación que la mujer da al problema moral como problema de cuidado y responsabilidad en las relaciones, y no de derechos y reglas, vincula el desarrollo de su pensamiento moral con cambios en su entendimiento de la responsabilidad y las relaciones, así como el concepto moral como justicia vincula el desarrollo con la lógica de la igualdad y la reciprocidad. De este modo, subyacente en una ética de cuidados y atención hay una lógica psicológica de relaciones, que contrasta con la lógica formal de imparcialidad que imbuye el enfoque de la justicia (Gilligan 1982: 126).
A esta perspectiva moral propiamente femenina Gilligan la llamó ética del cuidado:4 una ética que enfatiza valores como cuidado mutuo, responsabilidad en las relaciones, etc., por sobre valores típicamente masculinos, como la imparcialidad, la autonomía, los derechos, la aplicación de reglas abstractas, etc. Sin embargo, al hablar de una ética del cuidado, Gilligan estaba básicamente describiendo un tipo de actitud moral distintivamente femenino, y no proponiendo una teoría normativa completa que nos diera lineamientos o prescripciones para la acción moral; es decir, no estaba proponiendo una teoría ética que compitiera o reemplazara a las teorías normativas tradicionales basadas en principios, como el deontologismo o el consecuencialismo, sino que les sirviera de complemento.
Después de la publicación del libro de Gilligan, en cambio, otras partidarias de la ética del cuidado sí sugirieron convertirla en una teoría normativa completa y autónoma. La filósofa Virginia Held, por ejemplo, ha afirmado que: “La preocupación, la empatía, sentir con otros, ser sensible a los sentimientos de otros pueden ser mejores guías a lo que la moralidad demanda en contextos reales de lo que pueden ser las reglas abstractas de la razón o el cálculo racional, o por lo menos pueden ser componentes necesarios de una moralidad adecuada” (Held 1990: 344). La primera perspectiva de la que habla Held ha sido defendida, entre otras, por ella misma y por NelNoddings (1984), quien sostiene que la ética del cuidado no necesita de reglas abstractas de la razón, como son principios morales absolutos e imparciales, sino de respuestas afectivas a la vulnerabilidad de otros seres que necesitan cuidado. La perspectiva que ve al cuidado como un componente complementario de las éticas generalistas o imparcialistas ha sido defendido, entre otras, por Annette Baier (1994a), para quien las éticas basadas en “reglas abstractas de la razón” pueden enriquecerse con conceptos como amor, responsabilidad y, particularmente, confianza. Aquí quiero analizar básicamente la primera opción, la que ve a la ética del cuidado como una teoría completa y autónoma, capaz de dar cuenta de la totalidad del mundo moral con los conceptos que propone, y sin necesidad de recurrir a conceptos propios de las éticas normativas tradicionales, como obligación, ley moral o derechos morales.
La idea de que la ética del cuidado puede ser una perspectiva distintiva y autónoma acerca de la naturaleza de la ética cobró fuerza en el contexto del desarrollo de las llamadas éticas de la virtud. En su clásico artículo “La filosofía moral moderna” (1958), la filósofa británica Elizabeth Anscombe había sostenido que era necesario deshacerse de los conceptos de obligación y deber morales y de ley moral, tan centrales para las teorías éticas dominantes, y sustituirlos por conceptos de virtudes (como generosidad, decencia, consideración, autoestima, confiabilidad, etc.).5 Con esto, Anscombe planteó un nuevo enfoque para la ética (aunque basado en las éticas antiguas, particularmente la aristotélica), pero no adoptó un enfoque de género. Sin embargo, en ese contexto, la ética del cuidado adquirió un nuevo sentido, al resaltar cierto tipo de virtudes —las propiamente femeninas, como la empatía, la preocupación por el otro, entre otras—, y proponerlas como la base para una nueva ética, que prescinda de conceptos deónticos y de reglas abstractas, que son conceptos típicamente masculinos. A este proyecto de prescindir completamente de conceptos deónticos y de las propuestas de las teorías tradicionales como el consecuencialismo y el deontologismo, y sustituirlos por conceptos centrados en las virtudes, se ha llamado ética radical de la virtud, o sea, la teoría de que la ética de la virtud puede ser una ética completa y autónoma. La ética de la virtud estaría al mismo nivel que el consecuencialismo o el deontologismo. Asimismo, podríamos hablar de una ética radical del cuidado como de aquella ética que sostiene que es posible dar cuenta de la naturaleza de la moralidad y formular una ética normativa (entendiendo el término normativo en un sentido no deóntico) sólo a partir de valores femeninos, dejando de lado aquellos que tienen que ver con obligaciones, deberes, reglas abstractas, que serían los que las éticas desarrolladas por hombres han promovido en sus teorías.
La ética del cuidado ha resaltado que las relaciones morales y de responsabilidad, las relaciones de cuidado y de preocupación por el otro, se dan básicamente en el contexto de las relaciones interpersonales, en las que es posible sentir empatía por el otro —aunque esto no excluye que pueda haber relaciones de cuidado que vayan más allá de las relaciones interpersonales—. El consecuencialismo y el deontologismo, que hablan de reglas abstractas que se pueden aplicar imparcial y universalmente, sin importar la relación personal, han dejado de lado este aspecto de la moralidad. De hecho, en muchas ocasiones lo han negado: estas éticas se basan en un ideal de imparcialidad, en el que los intereses de todos y cada uno de los individuos deben contar por igual frente a la moralidad; sin embargo, las relaciones interpersonales son parciales por naturaleza (por ejemplo, las relaciones familiares o de amistad), y por ello chocan con la ética. Esto le ha presentado un problema a las teorías éticas generalistas porque imparcialidad y relaciones personales tienden a chocar constantemente. La ética del cuidado se opone a este punto de vista imparcial y trata de rescatar para la ética no solo las relaciones interpersonales —que es el ámbito por excelencia donde se dan las relaciones de cuidado—, sino, con ellas, un mayor énfasis en el contexto y en las circunstancias particulares.6
La ética del cuidado parte del supuesto de que todos los individuos son interdependientes para alcanzar sus intereses; aquellos que son particularmente vulnerables merecen mayor consideración, sobre todo en la medida en que son afectados por nuestras decisiones; también nos dice que es necesario atender a los detalles contextuales de cada situación particular, si queremos promover y respetar los intereses específicos de quienes están involucrados en la situación en cuestión. Este último aspecto es especialmente relevante, porque hace que la ética del cuidado se oponga al universalismo y a la visión abstracta de las éticas imparcialistas hechas por hombres. Ya sea que la ética del cuidado se vea como autónoma o como complementaria a estas teorías, en ambos casos hay problemas: si las vemos como complementos, entonces tendríamos que saber cuándo darle más peso a las relaciones interpersonales que a la imparcialidad, sobre todo en aquellos casos en que hay conflicto entre estos dos valores; cómo elegir entre la imparcialidad de la ética tradicional y el cuidado por individuos en situaciones particulares de la ética femenina. ¿Cuál debe ser la relación entre estos dos valores? Si la vemos como autónoma, entonces parecería que tendríamos que desechar el supuesto carácter universal e imparcial de la ética, con el riesgo de caer en alguna forma de relativismo moral, por un lado, o de una especie de moral de la parcialidad, por el otro.7
Adicionalmente, tendríamos que ver qué tan completa es esta versión radical, es decir, qué tanto es posible dar cuenta de la naturaleza de la moralidad y de las relaciones que conceptos como deber, obligación, derechos, reglas universales abstractas e imparcialidad cubren solo con los conceptos de virtudes y, particularmente, con el concepto de cuidado, y qué tan adecuada sería una teoría normativa de este tipo. Esto implica, me parece, reemplazar concepciones generalistas y universalistas de la ética, como son por ejemplo las teorías deontologista y consecuencialista, con concepciones particularistas. La ética del cuidado nos propone una ética basada en casos particulares, una ética en la que el análisis de casos y situaciones concretos puede tomar el lugar de la aplicación de reglas abstractas y generales. Pero tal vez lo que es más preocupante es que, in extremis, esto puede derivar en una forma de subjetivismo, en el cual son las actitudes y la apreciación subjetivas de un individuo las que determinen la corrección moral de una determinada acción —y no reglas universales, derechos o principios—. En el caso que me interesa aquí, serían las actitudes y la apreciación moral de cada mujer las que a fin de cuentas determinarían la corrección o incorrección moral de un aborto.
En su libro, Gilligan analiza de manera central el problema moral del aborto y nos presenta el distinto lenguaje moral con el que las mujeres lo abordan. Examina las respuestas de distintas mujeres entrevistadas en torno al tema del aborto: en todos los casos las mujeres enfatizan aspectos morales particulares y subjetivos de situaciones concretas de aborto. Analiza las reacciones morales que esas mujeres tuvieron frente a sus propias interrupciones del embarazo e infiere, a partir de ahí, cómo el juicio moral de las mujeres se da en términos de responsabilidades conflictivas, para pasar luego a atender distintos aspectos particulares de su situación personal. La secuencia del juicio moral de las mujeres procede de una preocupación inicial por la supervivencia y pasa a enfocar la verdad y, finalmente, un entendimiento reflexivo de la atención y el cuidado como guía más adecuada para la resolución de los conflictos en las relaciones humanas. El estudio sobre el aborto demuestra el papel central de los conceptos de responsabilidad y atención en las interpretaciones de las mujeres en cuestiones de dominio moral […] la necesidad de una más extensa teoría del desarrollo que incluya, antes que reglas para su consideración, las diferencias en la voz femenina (Gilligan 1982: 174–175).
Esto contrastaría con el modo en que la voz masculina razona acerca de situaciones morales particulares, típicamente como instancias de aplicación de reglas generales. Si bien Gilligan se limita a señalar estas diferencias (sin explicar, por cierto, qué las origina), la ética del cuidado que se ha desarrollado a partir de su libro ha propuesto una teoría normativa basada justamente en estas diferencias, lo que implicaría no solo que el análisis de problemas morales como el del aborto, desde la perspectiva femenina, debe hacerse en términos particularistas, sino que el método para la resolución de conflictos morales como el del aborto debe hacerse en los mismos términos: caso por caso.
Nel Noddings ha desarrollado más detenidamente el programa de una ética normativa del cuidado a partir de la teoría de Gilligan. Lo que le interesa, a diferencia de Gilligan, no es simplemente describir las diferentes voces morales, sino, a partir de ellas, prescribir y poder evaluar la corrección moral de determinadas acciones, como la de interrumpir un embarazo. Así, al abordar el tema del aborto, nos dice: “Operando bajo la guía de una ética del cuidado, no es probable que el aborto en general sea correcto o incorrecto. Tendremos que indagar en los casos individuales” (Noddings 1982: 87). No podemos hacer juicios generales acerca de la corrección o incorrección moral del aborto, sino que tenemos que ver caso por caso. Hay casos en los que hay una justificación moral para interrumpir un embarazo —pero no determinados por el estatus ontológico del embrión, es decir, no por el hecho de que sea o no una persona, ni por una reivindicación de los derechos de la mujer—, sino porque no se ha entablado una relación de cuidado entre la mujer y el embrión. La cuestión moralmente relevante no es si la mujer tiene derecho a decidir sobre su propio cuerpo, tampoco es cuándo comienza la vida, sino cuándo comienza la relación de cuidado. Esta relación puede empezar desde antes de la concepción, con un hijo ansiado al que se quiere desde antes de nacer, o se puede desarrollar conforme va avanzando el embarazo, o bien si es el producto del amor entre el hombre por el que se preocupa y ella, solo entonces hay una responsabilidad moral hacia el embrión y en ese caso es moralmente incorrecto el aborto. Pero esa actitud puede cambiar si las circunstancias cambian, si la relación con la pareja se rompe o si el futuro de la relación es incierto y la mujer ya no desea llevar a término su embarazo. Cuál sea la circunstancia concreta en que la mujer decida tener o no un aborto va a determinar cuándo es moralmente correcta la interrupción de un embarazo. La ética del cuidado no nos da lineamientos generales para decidir, sino que examina cada caso particular de modo diferente. Según la ética del cuidado, los criterios abstractos y generales no nos ayudan a determinar la corrección moral del aborto en general.
Ahora bien, hay varios riesgos que corre una teoría que se plantea en los términos en que la ética del cuidado lo hace, por lo menos en la forma más radical que estoy discutiendo aquí.8 Quiero señalar aquí dos: en primer lugar, algunos críticos conservadores han argumentado que la posición de la ética del cuidado le presenta un problema a una teoría feminista que quiera defender el derecho y la práctica del aborto. Celia Wolf-Devine ha dicho que hay […] una inconsistencia prima facie entre una ética del cuidado y el aborto. Sencillamente, el aborto es una falla en el cuidado de un ser viviente que existe en una relación particularmente íntima con una misma. Si la empatía, la crianza y el tomar responsabilidad por el cuidado de otros son característicos de la voz femenina, entonces el aborto no parece ser una respuesta femenina a un embarazo no deseado. Si, como dice Gilligan, “una ética del cuidado descansa sobre la premisa de la no violencia, esto es, que nadie sea herido”, entonces ciertamente la respuesta femenina a un embarazo no deseado sería tratar de encontrar una solución que no involucre dañar a nadie, incluido el no nacido (Wolf-Devine 1989: 87).9
Una mujer que tiene un aborto, concluye este argumento, es una mujer que no muestra la virtud del cuidado hacia un ser viviente con el que tiene la relación más íntima que puede haber, es decir, su propio hijo en gestación. No obstante, creo que la defensora de la ética del cuidado podría tener varias líneas de defensa: la primera sería que esta afirmación no es sino una generalización, que hay muchas razones por las que una mujer puede tener un aborto, por ejemplo, porque ya tiene hijos a quienes cuidar y prefiere no echarse encima la responsabilidad de criar a uno más, y así perjudicar a los que ya tiene. No se trata entonces de falta de cuidado hacia ese ser viviente, sino una mayor preocupación por otros seres vivientes con los que ya tiene relaciones de cuidado anteriormente establecidas. O tal vez nunca estableció una relación de cuidado con ese embrión, podría decir Noddings, sobre todo si no se le ha visto como una potencial persona amada.
En segundo lugar, habría que preguntarse si, desde la perspectiva de la ética del cuidado, una mujer está cometiendo un acto inmoral al tener un aborto. Uno podría pensar que hay muchos actos que revelan descuido o desconsideración hacia otros, pero que no son propiamente inmorales. Tal vez sería un exceso de la ética del cuidado afirmar que cualquier acción que revele falta de cuidado hacia otros es inmoral. Generalmente no pensamos qué cantidad de acciones desconsideradas son inmorales. Esto nos muestra una de las limitaciones más serias de la ética del cuidado: es difícil, partiendo básicamente del concepto de cuidado, tener un criterio claro de corrección o incorrección moral, o más generalmente, del mismo ámbito de la moralidad.
La ética del cuidado aceptaría uno de los reclamos más fuertes del feminismo en tanto que es a la mujer (no a la sociedad, no al Estado, no a la Iglesia) a quien corresponde, en última instancia, la decisión sobre si abortar o no. “La decisión a favor o en contra del aborto deben tomarla aquellas que están directamente involucradas en la situación concreta”, nos dice Noddings, refiriéndose particularmente a la mujer que considera la opción del aborto. Sin embargo, eso es diferente de lo que parece inferirse del particularismo de la ética del cuidado, a saber, que la corrección moral del aborto dependerá de la apreciación particular de las circunstancias específicas en que este puede darse, sobre todo de la relación de cuidado que se ha establecido o no con el embrión. Es cierto que las circunstancias particulares tienen, y deben tener, un peso relevante como elementos en cualquier proceso de deliberación moral; no obstante, parece que la ética del cuidado no puede darnos lineamientos generales en el proceso de decisión moral. Ni siquiera el valor del cuidado puede tener esta función, porque la deliberación sobre si abortar o no puede incluir relaciones de cuidado de muy distintos tipos (hacia el embrión, hacia hijos previos, hacia la pareja, hacia la mujer misma, hacia la familia, etc.), y estos tendrán distintos pesos en cada caso. Así, en algunos casos particulares, lo moralmente correcto será que la mujer decida interrumpir su embarazo, y en otros no.
Hasta aquí he tratado de dar una caracterización general de la ética femenina o del cuidado, así como de su enfoque sobre la moralidad del aborto. He señalado algunos problemas que presenta, sin embargo, me interesa el escepticismo acerca de los principios generales y su posición a favor de una postura particularista en ética, razón por la cual no es capaz de darnos una respuesta general a la cuestión de la moralidad del aborto. Esto, entre otras cosas, la hace entrar en conflicto con ciertas versiones de la ética feminista, con las que tiene relaciones ambivalentes. En la siguiente sección presentaré una versión de la ética feminista, la liberal, con la que la ética del cuidado entra en conflicto. Analizaré el modo en que aborda la cuestión del aborto, para luego contrastarla con la de la ética del cuidado.
3La ética feminista liberal y el abortoEl feminismo es, en última instancia y en cualquiera de sus versiones, una teoría ética. El feminismo analiza las categorías de género y sexo y las toma como centrales para entender la distribución y el uso del poder que se dan en las relaciones entre hombres y mujeres, y para, en último término, acabar con el sexismo, la discriminación, la exclusión y la opresión de las mujeres. Si entendemos así el feminismo, como el análisis y la crítica a cualquier relación discriminatoria, injusta e inequitativa entre hombres y mujeres, y como la propuesta de valores o principios normativos basados en la idea de justicia de género, entonces no podemos dejar de ver al feminismo como una teoría ética. Si pensamos, además, que a partir de ese análisis y esa crítica morales, el feminismo trata de justificar políticas públicas y el diseño de instituciones y de leyes que promuevan valores de justicia de género, entonces el feminismo será también una filosofía política y del derecho. Pero su justificación primera es ética.
Es difícil hablar de feminismo en singular, dado que hay muchos feminismos, y aquí no pienso hacer una caracterización general del feminismo o usar el término como una etiqueta general aplicable a teorías muy diferentes.10 Más bien quiero contraponer un tipo de ética feminista liberal a la ética del cuidado. Si escojo el feminismo liberal entre otros tipos de feminismo es porque el feminismo, en general, nació y evolucionó históricamente en el mundo moderno a partir del liberalismo —por lo menos desde la Vindicación de los derechos de la mujer de Mary Wollstonecraft de 1792 y de El sometimiento de las mujeres de Mill de 1869, hasta los textos más recientes de Alison Jaggar en los que me basaré—,11 además, porque es la teoría que más comúnmente asociamos a algunos de los idearios generales del feminismo, como la igualdad, la autonomía, la libertad individual y el reconocimiento de los derechos de las mujeres como derechos humanos. La ética feminista liberal es igualitaria, porque le confiere a hombres y mujeres el mismo estatus moral. Afirma la primacía moral del individuo (en este caso, de la mujer) frente a los reclamos de la sociedad o del Estado y porque da un peso significativo a la libertad y la autonomía individual como base para la atribución de derechos. También afirma la unidad moral de los seres humanos, sin importar su género y, en este sentido, es universalista. Así, el feminismo liberal tiende a ver a las mujeres como seres humanos autónomos, libres, capaces de autodeterminación y de decisión sobre sus propias vidas, y eso, en un nivel general, las hace sujetos de derechos. También las ve como iguales en derechos a los hombres.12
Los derechos humanos son centrales en la argumentación de la ética feminista liberal. Lo son porque estos derechos protegen a todos los seres humanos, especialmente a las mujeres, de abusos graves; son universales porque los tiene toda la gente en virtud de su estatus moral como seres humanos. No importa si estos no son reconocidos por el derecho positivo de algún país (aunque han sido reconocidos por numerosos tratados internacionales y declaraciones de derechos humanos), porque son entendidos como derechos morales, es decir, reclamos morales que tienen las personas en virtud, precisamente, de su estatus moral como seres humanos.13 Mujeres y hombres somos iguales en derechos por esta razón. Las feministas han recalcado su adhesión al discurso de los derechos a través del eslogan “Los derechos de las mujeres son derechos humanos”. Este eslogan no sólo expresa la idea de que las mujeres tienen los mismos derechos que los hombres, sino también que aquellos aspectos que afectan la vida de las mujeres y que son especialmente vulnerables a abusos, también deben protegerse. Este es el caso de los llamados derechos sexuales y reproductivos, que si bien son compartidos por hombres y mujeres, tienden a proteger un área de la vida de las mujeres en que estas son especialmente vulnerables, dada su biología: su sexualidad y su reproducción. A este grupo pertenece el derecho al aborto seguro.
El feminismo liberal usa el discurso de los derechos como un argumento moral para proteger a las mujeres que ponen en riesgo su salud y su vida al recurrir a abortos inseguros en condiciones de clandestinidad, pero también para proteger su libertad reproductiva y su autodeterminación para decidir cuándo y cuántos hijos tener… o no tener hijos. Los derechos reproductivos, y el derecho al aborto seguro en particular, protegen los derechos a la vida, la libertad y la seguridad de la persona, que están incluidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, así como en la Convención Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1967. Los derechos reproductivos quieren garantizar el derecho a la vida de las mujeres que ponen en riesgo su vida al practicarse un aborto inseguro en condiciones de penalización y, por lo tanto, de clandestinidad. En todo el mundo, según la Organización Mundial de la Salud (2007), alrededor de 20 millones de mujeres recurren a un aborto inseguro cada año, y unas 70 mil mueren por causa de complicaciones con esos abortos. Penalizar el aborto también violenta el derecho de las mujeres a la libertad, no solo la libertad de decidir sobre un embarazo no deseado, sino también sobre su vida futura en que tendrán que vivir con las consecuencias de ese embarazo. Las responsabilidades sobre un hijo no deseado limitan severamente las libertades de mujeres que, muchas veces, viven en condiciones económicamente precarias. En otras palabras, la penalización violenta el derecho de las mujeres a la autonomía. Asimismo, la penalización viola el derecho a la integridad corporal: forzar a una mujer a llevar a término un embarazo que no desea implica imponerle todos los malestares, síntomas y problemas de salud que un embarazo involucra. Con ello también se violenta el derecho de la mujer a la dignidad.
Adicionalmente, la penalización es un factor de discriminación y de injusticia de género y en ese sentido violenta el derecho de las mujeres a la igualdad. Prohibir el aborto niega a las mujeres servicios de salud que solo ellas necesitan, por lo que es una forma de discriminación que, según el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (cedaw, por sus siglas en inglés), los gobiernos deberían de remediar. Además, en la práctica, genera desigualdades entre las mujeres con recursos económicos que pueden tener un aborto seguro (aunque igualmente ilegal) en un servicio médico privado, y aquellas que, por su pobreza, tendrán un aborto en condiciones de inseguridad y de clandestinidad, y muy probablemente serán castigadas y encarceladas. Así, la penalización es discriminatoria y acentúa desigualdades sociales, con lo cual viola el derecho a la igualdad de las mujeres.
De este modo, la ética feminista liberal utiliza básicamente el discurso de los derechos humanos, que son derechos establecidos a partir de principios morales generales, como argumentos a favor de la despenalización del aborto. El único modo de garantizar el ejercicio del conjunto de derechos que están incluidos bajo la etiqueta de derechos sexuales y reproductivos es, antes que nada, a través de la despenalización del aborto. También garantizando el acceso de las mujeres a abortos seguros, mediante información y programas de orientación para mujeres que quieran abortar, servicios de salud capacitados y en buenas condiciones, etc. Al penalizar el aborto no se puede garantizar todo esto y con ello, el Estado viola doblemente los derechos de las mujeres, es decir, al criminalizar a las mujeres que tienen derechos sexuales y reproductivos no reconocidos por el Estado y al no proveer servicios de salud que garanticen el ejercicio de esos derechos en condiciones de higiene y seguridad. Esto es incorrecto moralmente.
Para hacer una evaluación moral completa de la interrupción inducida de un embarazo, el feminismo liberal tendría también que responder a la cuestión del derecho a la vida del embrión. Según los conservadores, este último derecho debe primar por sobre los derechos de la mujer, dado que el derecho a la vida es un derecho más básico o más fuerte que el de la mujer a decidir sobre su cuerpo, afirman. A esto, la feminista liberal tiene varias vías de argumentación: (1) o bien puede sostener que un embrión no es una persona ni es sujeto de derechos sino hasta que nace y es reconocido por la ley, y por ende, la interrupción del embarazo no viola el derecho de nadie, o bien (2) puede reconocer que el embrión tiene derechos, pero que estos no obligan a la mujer a llevar a término el embarazo. Como ha afirmado Judith Jarvis Thomson, “tener derecho a la vida no garantiza que uno tenga derecho a usar el cuerpo de otra persona o a que se le permita continuar usándolo, aunque uno lo necesite para la vida misma. De modo que el derecho a la vida no sirve a los que se oponen al aborto tan sencilla y claramente como ellos han pensado que les sirve” (Thomson 2001: 197). Finalmente, (3) también puede argumentar que tanto la mujer como el embrión tienen derechos y que, como estos entran en conflicto, este debe resolverse a través de un proceso de ponderación por medio del cual se pueden limitar parcialmente los derechos de cada una de las partes en distintos plazos del proceso de gestación.14
En resumen, la ética feminista liberal centra su análisis de la moralidad del aborto en la noción de los derechos morales que tienen las mujeres para decidir sobre su propio cuerpo y sobre su vida. Penalizar el aborto es incorrecto moralmente porque violenta derechos básicos de las mujeres. Su evaluación moral es general, no a través de casos particulares, como es la de la ética del cuidado. Lo que busca es proteger un conjunto de intereses (entre los cuales destaca el de la autonomía moral de las mujeres) de posibles intervenciones por parte del Estado o la sociedad.
4Crítica a la ética del cuidado desde la ética feministaDeben resultar ahora claros los modos tan diferentes que tienen la ética del cuidado y el feminismo liberal de evaluar la moralidad del aborto. La primera se centra en el concepto de cuidado y en la relación afectiva que una mujer puede o no tener con el producto de su embarazo, al tiempo que enfatiza la importancia del contexto particular en que se da la decisión de abortar. La segunda, en cambio, se centra en el concepto de los derechos de las mujeres —derechos sexuales y reproductivos en particular— que son demandas que tienen las mujeres en virtud de que son agentes morales autónomos y, por ello mismo, con dignidad. Mientras que el primer enfoque nos dice que hay que recurrir a criterios particulares en cada situación específica, el segundo afirma que hay criterios morales universales que se pueden aplicar a todas las mujeres en todos los casos simplemente por ser agentes autónomos con dignidad. La primera posición es particularista, en tanto que la segunda es universalista. La primera enfatiza relaciones interpersonales, la segunda pone el énfasis en el concepto de imparcialidad. Se trata de enfoques radicalmente diferentes en torno al aborto.
Argumentar a partir de una perspectiva femenina y de los intereses de las mujeres no garantiza, entonces, resultados similares. Es posible que haya una coincidencia en cuanto a la posición moral de estas dos teorías en lo que se refiere a la despenalización del aborto. Mientras que la ética feminista liberal tiene una posición clara a favor de los derechos de las mujeres y en contra de la penalización, la ética del cuidado puede ser ambigua, sobre todo por su carácter contextualista y particularista. A partir de ella se puede argumentar moralmente a favor de políticas públicas que protejan las condiciones que hagan posible que las relaciones de cuidado florezcan (véase Noddings 1984: xiv), y la despenalización del aborto podría favorecer estas condiciones al permitir que no se destruyan relaciones de cuidado al evitar que las mujeres mueran o comprometan su salud en abortos clandestinos. También al favorecer que no haya embarazos ni hijos no deseados con los que no se desarrollan esas relaciones de cuidado. La despenalización no afectaría a mujeres embarazadas que sí han establecido ese vínculo afectivo con el embrión y que no desean abortar. Sin embargo, también sería posible pensar que la ética del cuidado podría favorecer la penalización bajo la idea de que el aborto no es compatible con las actitudes de cuidado, sino con una indiferencia hacia los embriones en gestación que ninguna política pública debe promover. Según Celia Wolf-Devine, la despenalización del aborto viola los valores culturalmente femeninos. El aborto es “insensible a las interconexiones con toda la vida; se esfuerza en discriminar, separar y controlar”. No es igualitario porque da prioridad a los intereses de la madre por sobre los del niño y desatiende el entramado de relaciones de otros miembros de la familia y de la sociedad hacia la criatura.15
Ahora bien, las diferencias entre estas dos teorías han motivado diversas críticas. Las feministas liberales (y otras) han criticado a la ética del cuidado sobre la base de que lo que llaman los valores fundamentales de las mujeres (maternal, emotiva, la proveedora del cuidado, etc.), solo refuerzan los dañinos estereotipos tradicionales de lo que es una mujer, perpetuándolos (véase Bartky 1990: 104–105). Son precisamente estos estereotipos acerca de las mujeres los que el feminismo generalmente quiere erradicar y por eso critica a la ética del cuidado. Además, esta última no parece dar ninguna explicación de estas diferencias; buena parte del feminismo se ha abocado históricamente —desde Wollstonecraft hasta por lo menos Simone de Beauvoir— a explicar estas diferencias como un tipo de construcción social, y no como algo dado por la naturaleza y, en ese sentido, inmutable. Esto es importante porque, de la explicación que se dé acerca del origen de estas diferencias, dependerá si se pueden modificar o no. Aunque no da cuenta explícitamente de estas diferencias, la ética del cuidado parece favorecer la idea de que estas diferencias son naturales, más que socialmente construidas.
Por otra parte, la ética del cuidado critica algunos de los valores que el feminismo liberal abandera: el feminismo liberal está moldeado a partir de valores propiamente masculinos, como son la individualidad, la universalidad y la autonomía.16 Como señalé antes, la ética del cuidado enfatiza una perspectiva interpersonal, contextual y de dependencia mutua, que son los valores morales centrales que una ética debe promover. Según esta teoría, el feminismo liberal ha sido demasiado entusiasta en abrazar algunos valores masculinos, pero particularmente su concepción del yo como el de un individuo autónomo y racional. En lugar de verlo de ese modo, la ética del cuidado propondría un concepto del yo basado en la afectividad, más que en la racionalidad. Asimismo, mientras que buena parte del feminismo enfatiza un ideal moral de igualdad entre hombres y mujeres, la ética del cuidado, en cambio, enfatiza las diferencias en nuestras perspectivas morales —y en este sentido, mientras el primero formaría parte del llamado feminismo de la igualdad, el segundo, del de la diferencia—. Sin embargo, todos estos conceptos que la ética del cuidado critica del feminismo liberal —autonomía, individualidad, racionalidad, igualdad, etc.— son los conceptos que están en la base del concepto moderno de derechos humanos. Es aquí donde quiero centrarme para hacer el balance entre estas dos teorías éticas: en sus distintas posiciones frente al concepto de derechos y su utilidad para la ética.
Parece inevitable que una teoría moral particularista, que rechaza el empleo de criterios generales y abstractos, entre en conflicto con una teoría universalista, que precisamente apela a ese tipo de criterios. El discurso de los derechos morales está basado en una pretensión de universalidad que, según el particularismo, no ayuda a entender la moralidad de situaciones concretas. Podemos decir que el discurso de los derechos morales (o de los derechos humanos universales como aspiraciones morales) no forma parte del vocabulario de la ética del cuidado. Antes mencioné la cercanía teórica de la ética del cuidado con la ética de las virtudes, y creo que el escepticismo de esta segunda teoría con respecto a los derechos también es compartido por la ética del cuidado. Para ambas teorías el discurso sobre virtud y cuidado pueden sustituir el discurso sobre derechos morales. Para las éticas radicales de la virtud y del cuidado, la ética puede, y debe, deshacerse de estos conceptos y de los principios generales que los justifican, que no son más que ficciones generalizadas, simulacros de universalidad y racionalidad que solo encubren intereses particulares y arbitrarios.17
Así, Rosalind Hursthouse, una teórica de la virtud, muestra este escepticismo sobre el discurso de los derechos en su análisis en torno a la moralidad del aborto. El ejercicio de los derechos no garantiza que esa acción sea moralmente buena. Los derechos no nos ayudan a determinar la corrección o incorrección moral de un aborto. Consideremos en primer lugar los derechos de las mujeres […] suponiendo que las mujeres tienen un derecho moral [de hacer lo que quieran con su propio cuerpo, o, más concretamente, de interrumpir su embarazo], nada se sigue de esta hipótesis sobre la moralidad del aborto, según la teoría de la virtud, una vez que se observa (en general, y no particularmente con el aborto) que al ejercer un derecho moral, puedo estar haciendo algo cruel, insensible, egoísta, superficial, petulante, estúpido, desconsiderado, desleal o deshonesto, esto es, actuando viciosamente (Hursthouse 1997: 227).
Apelar a derechos morales no nos dice nada sobre la moralidad del acto de interrumpir un embarazo. Lo realmente relevante para determinar la moralidad de un aborto son las actitudes, las respuestas emocionales y las virtudes, especialmente aquellas relacionadas con el cuidado, que una mujer manifieste en esa circunstancia. ¿Podríamos entonces tal vez, en la ética, prescindir del discurso de los derechos morales a favor de un discurso basado en las virtudes, y particularmente en los afectos, las relaciones interpersonales y el cuidado? ¿Podemos hacerlo, por ejemplo, para el caso del aborto? Mi respuesta es que no: la ética no debe prescindir del discurso de los derechos morales, sobre todo en lo que se refiere al tema del aborto. Pero esto hay que argumentarlo.
Sin duda, el discurso de los derechos no nos da respuesta a todas nuestras inquietudes morales ni debe ser el concepto central de la moralidad. Tal vez incluso, como dicen algunos comunitaristas y teóricos que subrayan el aspecto comunitario y afectivo de las relaciones humanas, las relaciones morales no deben pensarse como constituidas básicamente por derechos y por relaciones basadas en derechos entre individuos atomistamente concebidos.18 Eso parece ir en la dirección correcta: así como hay más, por ejemplo, en una relación matrimonial que una mera relación contractual de derechos y obligaciones, hay más en la evaluación moral del aborto que simplemente un asunto de derechos, como indica Hursthouse. El mero ejercicio de los derechos no garantiza la corrección moral de una acción —ni de un aborto en particular—. La relación que una mujer tiene consigo misma, con el embrión en gestación y con la sociedad, así como los aspectos afectivos que subraya la ética del cuidado, también deben tomarse en cuenta para apreciar la complejidad moral de la interrupción de un embarazo en particular. Es cierto, como dice Jeremy Waldron, que “la estructura de los derechos no es constitutiva de la vida social, sino que debe entenderse como una posición de reserva y de seguridad en caso de que otros elementos constitutivos de la relación social se rompieran” (Waldron 1993: 374). En otras palabras, los afectos y las relaciones interpersonales que constituyen la vida social y que son los elementos fundamentales de la vida moral, como vimos, no son solamente algo cambiante y relativo a contextos particulares, sino que son relaciones que fácilmente pueden fallar o en las que las cosas pueden salir mal. Para esos casos están los derechos. ¿A qué me refiero? Volvamos al asunto del aborto.
Es útil que en ética tengamos en cuenta el contexto social más amplio en el que se presentan las situaciones individuales. Si vemos las acciones individuales en el contexto de prácticas más amplias, es decir, de modo que no se separen las situaciones y acciones individuales de circunstancias colectivas más amplias, veremos que hay muchos factores que pueden intervenir para que no se respete la decisión de una mujer que quiere interrumpir su embarazo —aunque su decisión esté basada en que nunca estableció una relación afectiva con el embrión y, en ese sentido, para la ética del cuidado, no habría nada inmoral en el acto de abortar—. Sin embargo, visto en un contexto más amplio, la posibilidad de que las cosas vayan mal en las relaciones entre los seres humanos es muy grande: por ejemplo, existe una gran posibilidad de que distintas personas preocupadas por esa situación particular traten de intervenir para impedir lo que ellos ven como una falla en la actitud de cuidado de esa mujer hacia su posible hijo (por ejemplo, por parte de su pareja, de su familia, de los médicos que podrían ayudarla, etc.). En una sociedad pluralista hay muchas oportunidades de que distintas concepciones del bien, la virtud y el cuidado choquen entre sí. No hay garantía, a partir solo de una ética del cuidado, de que esto no suceda y de que unas personas traten de intervenir en los asuntos de otras —incluso por razones de preocupación y de cuidado—. La ética del cuidado puede recomendar la tolerancia y el respeto, pero en el mundo real en donde la gente tiene distintas ideas de lo que es correcto o incorrecto moralmente, e incluso distintas concepciones acerca del cuidado, hay muchas formas de que no se respete la decisión individual de una mujer de interrumpir su embarazo. Es aquí donde se ve la necesidad de algún tipo de garantía de fondo por si esto llegara a suceder, constituida por los derechos —que funcionan como una suerte de reclamos universales de protección a ese espacio de decisión individual—. Waldron resalta la importancia de los derechos en esos contextos: Lo que esto indica es la importancia de una estructura de derechos con la que la gente puede contar para organizar sus vidas, una estructura que se encuentra algo separada de los lazos comunes o afectivos y en la que se puede confiar para sobrevivir como una base para la acción sin importar qué suceda con esos lazos […] una base sobre la que los individuos o grupos pueden reconstituir sus relaciones para tomar nuevas iniciativas en la vida social sin tener que contar con el apoyo afectivo de las comunidades a las que hasta ese momento han pertenecido (Waldron 1993: 379).
El lenguaje de los derechos al que recurre el feminismo liberal nos ofrece estas estructuras impersonales en las que se pueden basar las relaciones interpersonales de cuidado cuando éstas llegan a fallar o cuando el espacio de la decisión individual está en riesgo —cuando está, por ejemplo, a merced de los buenos sentimientos e intenciones de otros y de sus diferentes ideas de lo que es lo bueno o incluso el cuidado—. El lenguaje de los derechos sirve como una forma de reclamo moral universal para la protección no solo de las relaciones de cuidado, sino también de garantía de fondo en aquellas situaciones en las que las relaciones de cuidado pueden ir mal o simplemente no bastan. Los derechos no reemplazan los lazos afectivos, sino que les pueden servir de precondición, como afirma Waldron, “por lo menos en un mundo imperfecto”. Así pues, tal vez el lenguaje de los derechos al que apela el feminismo liberal no dé cuenta de toda la complejidad moral y afectiva en torno a una situación de aborto, pero sí es una garantía para cuando esos lazos no funcionan bien o distintas concepciones del bien y del cuidado llegan a chocar.
Al renunciar a la incorporación de los derechos como un elemento central de la moralidad, la ética del cuidado radical, por su mismo carácter particularista, no tiene modo de hacer un reclamo moral transparticularista en aquellos casos en que no se respete el espacio de decisión individual de una mujer que decide realizarse un aborto, sobre todo en aquellos casos en que las distintas concepciones del cuidado choquen. Es por esto que, me parece, el feminismo en general (y no solo el liberal), en su reclamo de respeto a la decisión de cada mujer, debe favorecer un enfoque basado en los derechos de las mujeres por sobre uno basado en afectos y relaciones interpersonales de cuidado. Este último no cuenta con el instrumental teórico para suplir a los derechos morales y las funciones que cumplen. Es por ello que una ética feminista liberal debe tener primacía sobre una ética del cuidado. Sin embargo, no debe desechar su perspectiva, sino que debe verla como complementaria a su labor, dado que es necesario, para hacer una evaluación moral del aborto —o de lo que sea que estemos evaluando moralmente—, no quedarse solo con el discurso de los derechos, porque este puede ser un discurso muy estrecho que borre la complejidad moral de situaciones particulares (cfr. Baier 1994b). Es necesario no perder de vista la riqueza y variedad del vocabulario de afectos, virtudes y cuidado, “componentes necesarios de una moralidad adecuada”, como afirma Virginia Held. Por eso, la ética del cuidado no se debe pasar por alto si lo que se quiere es una evaluación completa de la moralidad del aborto •
Una versión previa de este ensayo apareció publicada en Género y bioética, compilado por María Casado, Florencia Luna y Rodolfo Vázquez (Suprema Corte de Justicia de la Nación/Fontamara, México, 2014). Agradezco a Rodolfo Vázquez y a Margarita Valdés sus comentarios y sugerencias.
Gilligan 1982. La traducción al castellano hizo desaparecer la intención y la riqueza del título original: La moral y la teoría. Psicología del desarrollo femenino. De cualquier modo citaré a partir de la traducción.
El verbo inglés to care puede significar cuidar, preocuparse, importar o sentir afecto. Ethics of care se traduce habitualmente como “ética del cuidado”, entendiendo por cuidado la acción de estar atento a los intereses de otras personas, preocupándose por ellas y asistiéndolas, pero también sintiendo afecto por ellas, es decir, involucra un aspecto emocional.
Un buen panorama del programa radical de la ética de la virtud, así como algunas críticas, se encuentra en Rachels (2007: cap. 13).
La relación entre los valores de cuidado e imparcialidad es compleja, ha sido analizada detenidamente por Blum (1994).
Sin embargo, desechar conceptos como imparcialidad e igualdad puede llevarnos a relaciones asimétricas entre quien da y quien recibe el cuidado, por ejemplo, puede conducir a relaciones de opresión o de utilización de uno sobre el otro. Para esta línea de crítica, véase Bartky (1990: 105 y ss).
Una buena exposición de la ética del cuidado, de su enfoque acerca del aborto, así como de críticas generales a la teoría se encuentra en Salles (2007).
Para un panorama de las muy distintas corrientes del feminismo contemporáneo, así como para una caracterización más puntual del feminismo liberal, véase Tong (2009: cap. 1).
Usaré, específicamente, Jaggar 2009. Vale la pena resaltar que Jaggar, una de las filósofas feministas más importantes de la actualidad, pasó de ser una crítica del feminismo liberal a adoptar una perspectiva a favor de un liberalismo amplio.
Esta, por ejemplo, es la vía que tomó la Suprema Corte de Justicia de México al decidir sobre la constitucionalidad de la reforma que permite el aborto en la ciudad de México durante el primer trimestre de la gestación. Para una descripción de esta línea de argumentación, véase Ortiz Millán (2009: cap. 1).
El tema de la autonomía es ambiguo dentro del feminismo, mientras que algunas lo adoptan como un modo de combatir la subordinación y la opresión, otras lo critican como un ideal típicamente masculino. Para un análisis más amplio, véase Friedman (2001).
Para uno de los grandes teóricos contemporáneos de la ética de la virtud, Alasdair MacIntyre, “los derechos humanos o naturales son ficciones, como lo es la utilidad […] el concepto de derechos humanos es una ficción generada como sustitutivo de los conceptos de una moral más antigua y tradicional, de modo que cuando se enfrentan a las pretensiones que apelan a tales conceptos tradicionales no hay medio racional de decidir prioridades. La ficción de los derechos suministra un simulacro de racionalidad al proceso político moderno, pero en la realidad predomina la arbitrariedad de la voluntad y el poder. La inconmensurabilidad moral asegura que quienes protestan nunca pueden vencer ni perder en una discusión; los contendientes en las causas morales modernas se dirigen a quienes comparten sus premisas y ocultan tras su retórica preferencias arbitrarias de su voluntad y deseos” (1987: 96–98). Annette Baier (1994) le dio a MacIntyre el título de mujer honoraria a partir de este enfoque basado en las virtudes, y no en principios abstractos de la razón (como el de los derechos), que presenta en Tras la virtud —aunque se lo retiraría posteriormente por su defensa de la tradición patriarcal religiosa—.