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Vol. 49.
Páginas 94-115 (abril 2014)
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Las diferencias sexuales y la discusión neuroética
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Arleen Salles
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Introducción

En las últimas décadas se ha producido un impactante crecimiento de la neurociencia, en especial respecto del conocimiento del sistema nervioso en general y del funcionamiento del cerebro en condiciones de salud y enfermedad. En sus inicios, las neurociencias se enfocaron en explicar sucesos mentales simples, pero gradualmente fueron adquiriendo la capacidad de investigar procesos cada vez mas complejos, llegando incluso en los años 90 a una interesante combinación de neurociencia y psicología cognitiva que se ocupaba, entre otras cosas, del analisis de las bases neurológicas de las creencias, las emociones, los juicios y las decisiones morales.

Como consecuencia lógica de su carácter interdisciplinario —pues incluye entre otras a la biología, la neurología, la psicología y la psiquiatría—, las areas de interés e investigación de quienes hacen neurociencia son variadas y existen distintos niveles de estudio neurocientífico que van desde la investigación sobre las neuronas, la plasticidad sináptica y la memoria, hasta el estudio del cerebro como base y apoyo fisiológico de la mente humana. Algunos de sus resultados pueden tener aplicaciones clínicas de importancia que permiten progresar en la cura, el tratamiento y la prevención de enfermedades como Alzheimer o Parkinson. Otros pueden presentar elementos importantes para debatir la educación infantil o el tratamiento de presuntos criminales, temas que presentan aristas más controvertidas en términos morales.

Teniendo en cuenta el tipo de investigación en cuestión, el objeto sobre el que se investiga y la glamorización por parte del público de todo lo que sea científico, y sumando a esto, los avances de la neurotecnológía que nos ayudarían a mirar el interior del ser humano (Finns 2011), no es extraño que haya una legítima preocupación acerca de las posibles cuestiones éticas planteadas por tales investigaciones. Estas surgen no solo respecto de cómo llevar a cabo los estudios correspondientes con un fundamento ético, sino también sobre qué tipo de cuestiones analizar y cuáles podrían ser las consecuencias sociales de los resultados obtenidos. A la larga, esta preocupación tuvo como resultado el desarrollo de una nueva disciplina conocida como neuroética.

En sus comienzos, se definió a la neuroética como una “reflexión sobre lo correcto e incorrecto, lo bueno y lo malo acerca del tratamiento, perfeccionamiento, invasión indeseada o manipulación preocupante del cerebro humano” (Safire 2002). En términos generales, podemos decir que se ocupa de las cuestiones legales, éticas, sociales y filosóficas generadas por el avance de las neurociencias.1

En los últimos años, un grupo de pensadores ha venido reclamando que se preste atención de manera específica a los problemas resultantes de un tipo de investigación en particular, la llamada “neurociencia de las diferencias sexuales” (Chalfin et al. 2008). Al respecto, algunos proponen el desarrollo de una neuroética feminista que incluya la perspectiva de género, o por lo menos un tipo de neuroética que esté dispuesta a plantear preguntas frecuentemente olvidadas por enfoques más tradicionales (DesAutels 2010; Roy 2011).

En este artículo me propongo indagar este entrecruzamiento conceptual entre el feminismo y la neuroética. En la primera parte presentaré algunos de los temas más recurrentes de la neuroética, para luego señalar los matices diferentes que introduce el feminismo. En la segunda parte me concentraré en algunas inquietudes feministas sobre la investigación neurocientífica de las diferencias sexuales, en particular las relacionadas con la manera en que se lleva a cabo este tipo de investigación y las consecuencias de sus resultados. Por último, en la tercera parte sugiero que es hora de trascender las etiquetas y de que nos propongamos hacer una neuroética lo suficientemente crítica e intelectualmente honesta como para que esté atenta a todo tipo de consideración moralmente significativa, incluyendo, por supuesto, el género.

Primera parteDevelando la neuroética

Antes de plantear el encuentro entre la perspectiva de género y la neuroética, es necesario hacer una breve presentación de la neuroética en general y, en particular, indagar los distintos modos en que la ética se relaciona con la neurociencia. Para ello es útil tomar como punto de partida el ya clásico bosquejo de Adina Roskies, para quien la ética y la neurociencia se pueden combinar en dos planos: en el del quehacer científico en sí y en el de la búsqueda de las bases neurobiológicas del razonamiento y la decisión moral (Roskies 2002: 21–23).2

En el primer plano —que Roskies llama “ética de la neurociencia”— caben, a su vez, dos tipos de cuestiones. En primer lugar están aquellas cuestiones que dentro de la práctica neurocientifica se preguntan por los aspectos éticos del diseño y la realización de los distintos estudios que se llevan a cabo. Este es el ámbito de la neuroética más afín a lo que conocemos como bioética, el cual se concentra en cuestiones que, aunque involucran a la neurociencia y al cerebro, no son fundamentalmente diferentes de aquellas que surgen en otros ámbitos de la investigación y la atención de la salud. Como ejemplo, la tomografía por emisión de positrones (pet) es capaz de revelar en individuos asintomáticos signos incipientes de la enfermedad de Alzheimer. Aunque por lo regular no se realiza este tipo de estudio en personas asintomáticas, existen casos en los que los científicos obtienen esta información por accidente en sujetos voluntarios saludables. También es posible imaginar casos en los que la posesión de este tipo de información sería útil para la persona afectada (a efectos de planificar su vida) o para otros (empresas de seguros médicos, por ejemplo). En este caso, las cuestiones éticas planteadas tienen que ver con privacidad, respeto por la confidencialidad y consideraciones sobre calidad de vida. ¿Qué hacer con esa información? ¿Debe ser revelada? ¿Cómo? Es evidente, sin embargo, que la cuestión sobre qué hacer con la obtención accidental de este tipo de información y cómo utilizarla de manera ética no es diferente de la planteada en relación con los avances de la genética, la cual ya ha sido discutida in extenso.3

Considérense también las cuestiones de consentimiento informado, balance entre riesgo y beneficio, diseño y revisión del protocolo que plantean las investigaciones sobre transplantes celulares y terapias de regeneración neuronal. Pese a que estas surgen en relación a un órgano diferente, el cerebro, en última instancia se tratan de la discusión de las normas éticas que deben tenerse en cuenta en toda investigación con sujetos humanos.

En un segundo nivel, la ética de la neurociencia se ocupa de las posibles consecuencias sociales y políticas de la ciencia que obviamente exceden los límites de la disciplina misma. Las ciencias que estudian el cerebro y las disciplinas que analizan el pensamiento y el comportamiento social, moral y político deben abordar de forma integral este tipo de reflexión. Si se descubriera, por dar un ejemplo, que todo comportamiento violento y agresivo está vinculado de manera directa con algún tipo de daño o trastorno cerebral, parecería razonable pensar que este conocimiento afectaría nuestra comprensión de la noción de responsabilidad personal y criminal, así también como nuestra concepción sobre el castigo. Algo similar ocurriría si fuéramos capaces de leer los cerebros y determinar por medio de neuroimágenes la veracidad de las afirmaciones de ciertas personas. Más allá de la cuestión ética sobre la invasión de la privacidad, en la medida en que la ciencia avance en el conocimiento del cerebro, seguramente dicho conocimiento tendrá consecuencias (buenas o malas) en el diseño de las estructuras sociales e incluso de las prácticas institucionales. Si en efecto pudiéramos leer cerebros, ¿deberíamos acaso dejar de juzgar a las personas por lo que dicen y hacen, y dedicarnos sólo a evaluar las áreas cerebrales involucradas en sus acciones?4 O, para utilizar otro ejemplo, si se pudiera determinar que la pobreza afecta en gran medida el desarrollo cognitivo de las personas, ¿impactaría tal conocimiento en la discusión sobre las responsabilidades sociales?5

Por otro lado, lo que Roskies llama “neurociencia de la ética”, a diferencia de su inversa, difiere de lo anterior en tanto que plantea preguntas filosóficas más sustantivas. Investiga conceptos éticos básicos como lo son el libre albedrío o los conceptos de persona, identidad personal e intencionalidad, en tanto que puedan ser abordados desde una perspectiva neurocientífica que se concentre en la activación de las regiones cerebrales relevantes. Esta neurociencia interesada en la ética intenta con relativo éxito investigar los correlatos neuronales de ciertos comportamientos, utilizando sobre todo neuroimágenes. En tanto lo hace, puede cuestionar lo que podríamos denominar la esencia metafísica y moral de las personas, mientras plantea la posibilidad de un auténtico cambio de paradigma respecto de cómo entender ciertas cuestiones filosóficas, e incluso tiene el potencial de producir un cambio radical de nuestras cosmovisiones.

Entre quienes hacen neuroética, existe consenso en que es este último aspecto el que separa a esta disciplina de otras éticas aplicadas, como la bioética, y le brinda una especie de personalidad propia. En términos generales podríamos decir que en este último sentido la neuroética se ocupa en particular de analizar a la neurociencia, porque sabe que una ciencia exitosa que toma como objeto de estudio al cerebro es capaz de tener consecuencias insospechadas en lo que determina el conocimiento de nosotros mismos y de nuestros congéneres.6

Neuroética y género

Ahora bien, frente a esta breve caracterización de la neuroética cabe preguntarse: ¿en qué medida debe la neuroética estar atenta a consideraciones de género? ¿Cuáles serían sus puntos centrales de análisis?

Una de las típicas preocupaciones centrales de la perspectiva de género ha sido visibilizar la experiencia de las mujeres, y articular y proponer respuestas a las cuestiones problemáticas que estas viven, no solo a nivel individual, sino también colectivo. Entre estas cuestiones se encuentran la situación de subordinación, discriminación y desventaja social frente al varón.7 Subsanar esto, según el grueso del feminismo, requiere una forma diferente de percibir la realidad en la cual se soslayen las jerarquías de género y se denuncien sus consecuencias opresivas en general.8

El feminismo procura construir su análisis teórico dentro de una perspectiva político-social particular, planteando la necesidad de repensar y modificar las prácticas, las estructuras sociales y culturales, y los supuestos poco cuestionados pero muy arraigados que han llevado a minimizar y desvalorizar a las mujeres y su capacidad como agentes morales.9 Desde ese punto de vista teórico, más apto para señalar las disparidades injustas o arbitrarias y para articular las prácticas y conductas discriminatorias, el feminismo procura, muchas veces con éxito, visibilizar los reclamos y derechos de las mujeres y el modo en que operan las categorías de género y sexo.

Es indudable que el feminismo no es un sistema monolítico,10 ni tampoco existe un consenso sobre el conjunto de requisitos básicos que deben cumplirse para que un enfoque particular pueda ser denominado feminista. Sin embargo, es razonable decir que lo mínimo necesario para que una postura merezca tal apodo es que parta de la base de que las mujeres se encuentran por lo general en una posición de desigualdad frente a los varones, a pesar de que poseen la capacidad de llevar vidas tan valiosas como ellos y que merecen respeto por parte de los individuos (varones y mujeres) y también por parte de las instituciones públicas (Moody-Adams 2005).

A lo largo de los años, el pensamiento feminista ha desempeñado un papel crítico en una serie de campos no solo teóricos, sino también prácticos: logró en cierta medida cambiar las perspectivas tradicionales de pensar la política y la ética, tanto la ética normativa tradicional como las nuevas éticas aplicadas. Un ejemplo claro es el impacto que ha tenido en la bioética en general. Me detengo un instante en este punto porque, dados ciertos puntos de contacto entre la bioética y la neuroética, entendidas ambas como éticas aplicadas, con frecuencia se utilizan los marcos teóricos de la bioética para entender y discutir algunos problemas éticos planteados por las neurociencias.

Uno de los méritos de la bioética es haber promovido una discusión interdisciplinaria sobre cuestiones de ética social, incluidas algunas que atienden en particular a las mujeres; por ejemplo, la permisividad moral del aborto y de la reproducción asistida o, más recientemente, el debate sobre la investigación con células madre. Sin embargo, varias pensadoras feministas han cuestionado con seriedad el acotado interés inicial de la disciplina. La bioética, decían, discute temas muy vinculados con las experiencias de las mujeres —como el aborto o la anticoncepcion—, pero no aciertan en denunciar su situación de desigualdad, ni se proponen de manera explícita reivindicar su agencia moral. La mayoría de las discusiones sobre temas bioéticos se caracterizaron en un inicio por su grado de abstracción, su falta de contextualización y su visión despolitizada de la sociedad civil y en particular de la familia, lo cual trajo aparejado un olvido de la subordinación de las mujeres y de su falta de autonomía —y también en muchos casos, aunque no en todos, la falta de independencia material— necesaria para decidir sobre su cuerpo, sus proyectos reproductivos y hasta sobre sus planes de vida (Sherwin 1996).

Las posturas de orientación feminista proponen una visión diferente que considere al sexo, al género y a otras características marginalizadas como conceptos que se entrecrucen con las relaciones de poder dentro del ámbito de la medicina y las ciencias biológicas.11 La bioética feminista, en síntesis, ha propuesto integrar “la penetración del movimiento de salud de las mujeres con un análisis interdisciplinario de las relaciones estructurales que dividen y marginalizan a las personas, y las perspectivas de aquellos que no encajan dentro de las categorías abstractas de los marcos bioéticos dominantes” (Donchin 2004).

¿Qué podría aportar un análisis de la investigación neurocientífica moldeado por categorías de género? En tanto que la neuroética tiene relaciones firmes con la neurociencia, y esta nos permitiría —aunque por el momento de manera algo primitiva— adentrarnos de forma empírica en lo que nos hace ser quienes somos, sería esperable que una neuroética moldeada por consideraciones de género fomente un tratamiento más cuestionador de algunas prácticas científicas y de algunos de los conceptos utilizados, enriqueciendo el debate sobre algunos en especial controvertidos, como el dediferencia. Para hacerlo, la mirada de género debe someter a la neurociencia a un tipo de análisis crítico del cual se la ha tendido a exceptuar, en tanto se le considera, como se hace con frecuencia, un saber objetivo y neutral.

Hablar de la supuesta neutralidad de la ciencia implica hacer énfasis en un tema que es bastante generalizado en la crítica que hace el feminismo a la ciencia. Podemos dividir dicha crítica en dos niveles. El primero se concentra en la estructura general de la ciencia que, según varias pensadoras feministas, a lo largo de la historia estuvo asociada a una mirada masculina, lo cual se haría evidente si se repasan ciertas prácticas de exclusión y confinamiento de las mujeres en los campos menores de investigación. Las feministas argumentan que estas políticas de exclusión son fruto de prejuicios arraigados en el lenguaje y en los paradigmas de las ciencias, y por ello creen preciso diseñar políticas que permitan la incorporación de la mujer al trabajo científico (Longino 1993; Harding 1986).

Asimismo, el pensamiento feminista ha cuestionado la naturaleza misma del conocimiento científico y su carácter sesgado producto de un uso de metodologías discutibles. Algunas pensadoras advierten, por ejemplo, que los recursos conceptuales disponibles en una cultura, las prácticas aceptadas, las relaciones de poder entre quienes producen una teoría y las relaciones de poder en las sociedades en las que se establece determinan lo que llamamos hechos y constituyen la naturaleza. Justamente uno de los aspectos más cuestionados desde el feminismo es la idea prevalente de que las ciencias experimentales son objetivas y que el conocimiento científico derivado de diversas hipótesis está libre de errores y es neutral en términos valorativos. Estas pensadoras señalan que por lo regular la objetividad científica se presenta como resultado de una racionalidad que al parecer es inmune a prejuicios y puede describir al mundo de forma adecuada. Pero para el grueso del feminismo esta objetividad y racionalidad científicas no son neutrales, sino que reflejan intereses y valores de personas determinadas y se utilizan con frecuencia para legitimar desigualdades y justificar la posición inferior de las mujeres en diversos ámbitos (Harding 1996).

Teniendo en cuenta lo anterior, para el feminismo el desafío en gran medida es triple. Por un lado se encuentra la cuestión de cómo se llega al conocimiento científico, de modo tal que este ya no sea resultado de prejuicios y estereotipos injustificados. Por otro lado, se encuentra la cuestión de cómo producir conocimiento que no perjudique a grupos por lo regular marginados ni derive en mayores discriminaciones e inequidades. Por último, se encuentra el tema de cómo entender la noción de objetividad y qué papel darle.12 Frente a este desafío existen una diversidad de propuestas, pero, pese a sus diferencias, hay consenso de que es importante que se tome como punto de partida la idea de que el conocimiento científico es interactivo, y por ende, no es inmune a la sociedad en la que se encuentra. Además, el grueso de las feministas considera que la situacionalidad de la actividad científica no debería llevar ni implicar el abandono —muy peligroso— de la noción de objetividad ni una caída en el aún más peligroso relativismo. Helen Longino, por ejemplo, señala que en tanto la ciencia es “una interacción constante con nuestro medio social y natural”, la objetividad no debe ser rechazada.13 No obstante, debe incorporar múltiples perspectivas y ser reconfigurada sobre la base del reconocimiento de que toda actividad humana se encuentra situada en comunidades particulares.14

En tanto un tipo de quehacer científico, la neurociencia no se encuentra inmune a este tipo de críticas. Es una actividad inserta en una realidad (local y global) moldeada por consideraciones sociales, económicas y políticas. Por tanto, una neuroética atenta a consideraciones de género no debe examinar a la ciencia sólo tomando en cuenta los resultados que produce. Debe, en cambio, inquirir detenidamente en el tipo de investigación que hace y los supuestos sobre los que descansa, con el objeto de determinar hasta qué punto los resultados científicos, lejos de ser objetivos, son producto de algún tipo de prejuicio (sea de género o de otro tipo).

Segunda parteLa neurociencia y las diferencias sexuales

Existe un grupo de preguntas que, aunque no son novedosas, están adquiriendo una nueva relevancia. Por ejemplo: ¿existen diferencias innatas entre hombres y mujeres? ¿Qué tipo de diferencias? Y, si tales diferencias existen, ¿cuáles son sus secuelas sociales y éticas? Algunos estudios sobre la anatomía, funcionalidad y química del cerebro —muchos de ellos posibles gracias a los adelantos en neuroimágenes— pueden aportar datos distintos para la discusión. Mas allá de la evidencia existente sobre las diferencias generales entre los cerebros de las mujeres y los de los varones, existen estudios que apuntan a variaciones estructurales y funcionales de regiones cerebrales específicas, como el hipocampo y la amígdala (Cahill 2006). Algunos estudios sobre el procesamiento y desarrollo del lenguaje y la lateralización cerebral justificarían la creencia generalizada de que las mujeres poseen una capacidad de producción y comunicación lingüística superior a la de los varones (Kimura 1999b). Otros estudios sobre la interconectividad de las regiones cerebrales permitirían explicar patrones de comportamiento diferentes en pruebas psicológicas, de acuerdo con las cuales los varones se desempeñan mejor en tareas relacionadas con la espacialidad, la rotación y la aparición de objetos, y en disciplinas abstractas como las matemáticas, mientras que las mujeres se desempeñan mejor en pruebas relacionadas con el reconocimiento de las emociones y la sensibilidad social. El conocido psicólogo Simon Baron-Cohen ha propuesto una interpretación de tales diferencias en términos del nivel de testosterona fetal y de sus efectos sobre el cerebro, cuyo resultado sería que en las mujeres el cerebro se articula en función de la empatía y en los hombres en torno a la sistematización (Baron-Cohen 2003; 2005; Baron-Cohen et al. 2011).15 Sin dejar de lado la influencia del ambiente, Baron-Cohen otorga preeminencia a los atributos fisiológicos y biológicos que, a su vez, explicarían las diferencias significativas en lo que configura el desarrollo cognitivo y el comportamiento de hombres y mujeres. En suma, estos estudios sugieren que nos encontramos entonces frente a dos cerebros biológicamente diferentes, lo cual en teoría explicaría tendencias psicológicas y conductuales diferentes.

Este tipo de estudios, sus interpretaciones y la difusión de sus resultados, genera una cierta perplejidad en el grupo acotado de algunos neurocientíficos y académicos que muestran escepticismo respecto a cómo se han llevado a cabo y que notan que en realidad la existencia de diferencias sexuales no es tan definitiva como parece, y que, aun si lo fuera, no es claro que tal dato en particular sea relevante.16 Sin embargo, el público por lo general tiende a aceptar dichas diferencias de manera acrítica y a veces celebratoria. En cierta medida, por el hecho de que son resultados de estudios científicos, el impacto en el público es mayor y en general positivo: la ciencia les otorga una cierta legitimidad que termina reforzando ciertas creencias comunes sobre rasgos estereotípicos asociados a lo largo de la historia con los hombres y las mujeres. Sin embargo, y pese a su atractivo popular, la discusión moral sobre este tipo de investigaciones apenas está comenzando (impulsada por pensadoras y pensadores de orientación feminista) y, por cierto, es saludable que se profundice. A continuación me concentro en las cuestiones éticas planteadas acerca de este tipo de investigación del cerebro.

Los temas éticosSobre supuestos y prejuicios cuestionables

Hemos dicho ya que a nivel del quehacer científico se presentan como mínimo dos rutas distintas de reflexión neuroética. La primera aborda los estudios en sí, tomando en cuenta sus presupuestos, la manera en como se llevan a cabo y también su interpretación. Ahora bien, desde una perspectiva de género, una de las preocupaciones más fuertes se relaciona con la supuesta objetividad de las investigaciones sobre diferencias sexuales y sus resultados. El primer punto que se destaca, entonces, es que los científicos no leen la naturaleza y descubren hechos puros e independientes de las relaciones e inquietudes de los involucrados. Es decir, la investigación científica no ocurre en un vacío social: investigar un tema particular implica partir de una perspectiva y una cosmovisión determinada, lo cual lleva a elegir un diseño específico. Por ello, es esperable que los hechos del cerebro que se conocen sean aquellos que son el resultado de comunidades de científicos que trabajan en un contexto particular con valores determinados y sobre la base de supuestos específicos, a veces inadvertidos (Fine 2010a; Kaiser et al. 2009).

De acuerdo con la neurocientífica Catherine Vidal, uno de los supuestos operativos más evidentes en algunas investigaciones sobre diferencias sexuales es la idea de que, lejos de ser dinámico, plástico y variable, el cerebro está fundamentalmente determinado de antemano. Vidal señala que, aun si los estudios muestran que existen diferencias entre los hombres y las mujeres, suponer que estas son innatas e inmutables implica caer en un prejuicio biologicista cuestionable. Vidal se refiere a la neurocientífica Doreen Kimura como representante de tal biologicismo.17 Kimura plantea que las influencias hormonales sobre el desarrollo del cerebro explican las diferencias cognitivas entre hombres y mujeres. Para Kimura la cuestión es simple: desde el principio el cerebro presenta un sistema de ordenación diferente según se trate de un varón o de una mujer. Es por eso que considera que tiene sentido hablar de diferencias innatas con una fuerte influencia incluso sobre la conducta de los adultos (Kimura 1999a; 2005). Sin embargo, Vidal nota que varios científicos cuestionan esta concepción de un cerebro ya determinado. En realidad, estudios recientes sobre la plasticidad cortical permitirían concluir que la sociedad, la cultura y la experiencias de vida cumplen un papel crucial en la formación de las sinapsis cerebrales.18 De acuerdo con Vidal, solo 10% de las neuronas de los seres humanos se encuentran conectadas al nacer. Las sinapsis restantes se producen gradualmente debido a distintos estímulos educacionales, sociales, familiares y culturales. La llamada plasticidad cerebral tiene que ver precisamente con eso, con la forma en que la arquitectura cerebral estaría moldeada por componentes externos relacionados con el entorno familiar y social.19

La noción de plasticidad cerebral, adoptada y desarrollada por otros neurocientíficos como por ejemplo Jean-Pierre Changeux, constituiría entonces un desafío importante a la dicotomía por lo regular aceptada entre lo natural y lo cultural (Changeux 2005; Evers 2010; Fine 2010a). Para Changeux, el cerebro constituye un sistema abierto en el sentido de que tiene un intercambio constante de energía e información con el mundo exterior. Changeux describe la conectividad sináptica del cerebro humano como el resultado de un proceso evolutivo epigenético. El cerebro, nos dice, está determinado en parte por sus genes, pero estos están sujetos a un desarrollo neuronal relacionado con el aprendizaje y la experiencia. Vidal señala, entonces, que este tipo de postura sugiere que “la existencia y experiencia humana son simultáneamente biológicas y sociales” (Vidal 2011); las experiencias y aprendizajes en diversos contextos socioculturales conforman y organizan el cerebro, y a su vez originan capacidades y marcan comportamientos. Pero esto implicaría que, si en efecto existen diferencias funcionales y neuronales en la forma de procesamiento de estímulos de las mujeres y de los hombres, estas no tienen por qué ser del todo innatas, sino que pueden verse reforzadas por un entorno particular que socializa las diferencias de género (Fine 2010a).

Ciertas actitudes sesgadas no tienen que ver con una determinada concepción del cerebro, sino también con la interpretación de los resultados. Varias pensadoras feministas advierten que existe un paso entre lo que la ciencia muestra y la interpretación de tal evidencia. La tarea de interpretación de este tipo de estudios no es simple por varios motivos. En primer lugar, por la complejidad del órgano en cuestión. Es un hecho reconocido que el conocimiento actual sobre la relación entre las estructuras neuronales y el funcionamiento psicológico complejo es muy primitivo (Fine 2010b). En segundo lugar, se encuentra el tema del estatus epistemológico incierto de la neurotecnología, sobre todo de la neuroimagen, que aun siendo útil e informativa no brinda por el momento información concluyente (Roskies 2007; Schinzel 2011). Para ilustrar lo anterior, el método preferido para este tipo de estudios —la imagen por resonancia magnética funcional— se utiliza para asociar la realización de tareas con la activación de ciertas regiones cerebrales. Pero las imágenes logradas no muestran la actividad neuronal de manera directa: registran cambios hemodinámicos cerebrales que acompañan a la activación neuronal. Las neuronas requieren de nutrientes para funcionar y, en tanto que no los pueden almacenar, dependen del flujo vascular para obtenerlos (Fine 2010a). El incremento general de la actividad neural está entonces asociado con un incremento local de flujo sanguíneo. Los científicos comparan tal flujo, en distintas regiones cerebrales durante ciertas tareas específicas, para buscar diferencias significativas según la tarea involucrada. La realización de este tipo de estudios de imagen requiere de un grupo de investigadores que diseñen las tareas, evalúen los datos e interpreten las imágenes. Para Vidal, esto facilita la presencia de datos espurios o de exageraciones respecto de los resultados y de la posibilidad de localizar diferencias sexuales en el cerebro que pueden luego utilizarse para explicar distintos roles y ocupaciones de los sexos (Vidal 1995; 2005; 2011).

La neurocientífica Cordelia Fine denomina neurosexismo a la tendencia de algunos científicos de encontrar factores biológicos que a la larga refuerzan los estereotipos sexuales (Fine 2010a; 2008). El neurosexismo se caracterizaría por reflejar y al mismo tiempo promover creencias culturales sobre género, de modo tal que los datos sesgados sobre el cerebro pasan a ser parte de la cultura popular. Para Fine, el neurosexismo no solo es problemático en sí, sino que se presta a generar profecías autocumplidas: frente a estudios que legitiman diferencias, las mujeres tienden a verse en función de tales estereotipos y expectativas sociales, y sutil e inconscientemente van alterando sus intereses propios y fomentando rasgos que luego los estudios neurocientíficos descubren en las imágenes. En ese sentido, Fine considera que la difusión de resultados que muestran diferencias sexuales no brindaría una información útil, en tanto que no queda claro cuál es el origen de tales diferencias.

Consecuencias de los estudios sobre diferencias sexuales

Fine sostiene que, tal como se llevan a cabo, los estudios sobre las diferencias sexuales en cognición y comportamiento afectan de manera negativa la vida de ciertas personas, aun si sus resultados son falsos (Fine 2011). La ciencia, nos dice, produce no solo objetos tangibles que afectan la vida de las personas, sino que también construye ideas y conceptos, en especial cuando investiga rasgos pertenecientes a grupos de personas. En tanto la estructura psicológica de los seres humanos se ve fuertemente influida por la cultura en la que viven, y en tanto la ciencia moldea las creencias sociales de las personas, los mismos estudios sobre diferencias sexuales pueden llegar a producir cambios en el sujeto que investigan. Para Fine, es indudable que los estereotipos de género afectan la percepción social y el comportamiento de las personas. Pero su impacto es negativo, dado que tienen el potencial de naturalizar y perpetuar inequidades (esta vez justificadas por factores biológicos), así como de mantener en posición de desventaja a las mujeres.

Sin embargo, no es este el único impacto esperable. Este tipo de investigación puede alterar también la concepción que tenemos sobre los hombres y las mujeres en tanto seres que razonan y actúan como agentes morales. En los últimos años se han diseñado y llevado a cabo estudios que intentan desentrañar las bases cerebrales del razonamiento, la elección y la acción moral. Mas allá de los objetivos específicos de los científicos involucrados, existe un cierto acuerdo de que el conocimiento brindado por la neurociencia contribuye en lo mínimo a entender algunos puntos centrales del discurso moral y, en algunos casos, hasta puede ayudar a resolver algunos de los debates clásicos de la teoría ética.

En gran medida, la mayor controversia en este entrecruce de la ciencia y la ética surgió, en particular en el mundo anglosajón, a partir de los escritos del filósofo y psicólogo cognitivo Joshua Greene, quien ha publicado varios trabajos en los que da cuenta de la aplicación de lo que él mismo denomina “modelo del proceso dual” para estudiar el razonamiento moral. De acuerdo con Greene, existen dos maneras naturales y diferentes de razonar moralmente: una intuitiva y otra cognitiva. Cada una resulta de procesos psicológicos diferentes y se correlaciona con regiones cerebrales diferentes. Greene argumenta que la contemplación de ciertos dilemas personales revela gran actividad en las regiones del cerebro que desempeñan un papel crucial en el procesamiento de las emociones, mientras que la contemplación de dilemas impersonales involucra sobre todo regiones del cerebro asociadas con la cognición superior, el razonamiento abstracto y el autocontrol. Las respuestas que se concentran en la promoción de las mejores consecuencias —consecuencialistas— son en su mayoría cognitivas, mientras que las respuestas deontológicas, de obediencia a códigos de conducta y principios, son fundamentalmente emocionales y automáticas (Greene 2008).

Greene no enfatiza el sexo de quien responde a los dilemas que presenta. No obstante, parece imposible pensar que no se pueda extraer de los estudios sobre diferencias sexuales implicaciones para el debate sobre el razonamiento moral y en particular para perspectivas como la de Greene. Si los estudios neurocientíficos sobre las diferencias sexuales muestran que frente a ciertos estímulos las mujeres tienen una tendencia a activar áreas cerebrales relacionadas con el procesamiento de la emoción, y si aceptamos el razonamiento de Greene respecto de los juicios deontológicos y consecuencialistas, ¿significa eso que desde un punto de vista moral las mujeres deberían tender a realizar juicios deontológicos? Por otro lado, si pensáramos que la moralidad requiere sobre todo de la posesión de un sentimiento de empatía, y, como argumenta Baron-Cohen, las mujeres poseen un tipo de cerebro en general más orientado a la empatía que los hombres, ¿implica esto que para ellas las demandas de la moralidad son mas fáciles de seguir?

Por el momento, cuestiones de este tipo no están en el centro de la discusión de la literatura neuroética.20 Sin embargo, y considerando la relevancia que muchos pensadores dan a la neurociencia en la discusión sobre ética normativa y que existe la idea común en ese ámbito de que la neuroética “ofrece la oportunidad de aprender, refinar y hasta alterar dramáticamente los instrumentos que usamos en tanto hacemos ética aplicada” (Levy 2011: 3), merece la pena resaltar la necesidad de una discusión sobre las implicaciones buenas o malas de los estudios sobre diferencias sexuales en la teoría moral.

Tercera parteNeuroética ¿feminista?

¿Es necesaria una neuroética feminista o particularmente atenta a consideraciones de género? La respuesta a esta pregunta es sí y no. Sí, en tanto que la discusión ética sobre la neurociencia por lo regular sigue dejando de lado o considerando como moralmente irrelevantes algunas cuestiones que afectan de forma muy negativa a las mujeres. Sin embargo, la respuesta también es no por las siguientes razones. El término neuroética feminista implica que hay otro tipo de neuroética, también aceptable y legítima, que no lo es. Sin embargo, considero que cualquier ética, incluida la neuroética, debe cumplir con ciertos requisitos, entre los cuales se encuentra el análisis crítico del trato que obtienen las mujeres en la práctica en cuestión. Es decir, en última instancia, el ideal no es una neuroética feminista ni una neuroética que no lo sea; una buena neuroética debe ser crítica y cuestionar todo tipo de prejuicios y prácticas científicas problemáticas, incluidas por supuesto las de género. Realmente, el hecho de que todavía necesitemos articular y defender la importancia de una mirada de género, ya sea tanto en la discusión neuroética como en la bioética en general, no es sino una indicación clara de que estas disciplinas no están cumpliendo el papel crítico que deberían cumplir o por lo menos no lo hacen de un manera completa.

Ahora bien, en este caso concreto, es relativamente fácil concluir que la ciencia es androcéntrica y que como tal perjudica a las mujeres. Pero también resulta muy peligroso hacerlo, dado que de alguna manera esta conclusión termina reforzando la idea que las mujeres son anticiencia (¿esperable dado lo que se conoce de su cerebro?). Pero, más que peligrosa, es sobre todo una afirmación falsa. La advertencia que proviene desde el feminismo según la cual ciertos resultados científicos son sesgados no implica ni debería llevar a negar la importancia de la biología ni del conocimiento científico (Roy 2011). Vidal, por ejemplo, destaca que su cerebro de los hombres sin duda difiere del de las mujeres: el cerebro controla las funciones reproductivas, las cuales tienen que ver con la intervención de sistemas hormonales y comportamientos sociales diferentes. Sin embargo, para Vidal el punto importante es que tales diferencias biológicas no se traducen en diferencias cognitivas, y que pensar que lo hacen es señal de la importancia que tienen en la sociedad ciertos prejuicios que debe ser rechazados.

No hay duda de que existen estereotipos que la ciencia muchas veces refuerza al publicar resultados que no son conclusivos o al difundir los resultados científicos como si fueran concluyentes sin aclarar que el conocimiento del cerebro es muy limitado, aunque sea fascinante. No obstante, reconocer esto no debe implicar asumir una actitud antagónica frente a la ciencia, ni sugerir que ciertos tipos de investigación sobre el cerebro tanto de mujeres como de hombres deben ser abandonados. Abonar una actitud en general anticientífica terminaría en realidad atentando contra un objetivo feminista importante: el de hacer visible a la mujer en su unicidad y diferencia.21 Considerando que la investigación biomédica por lo regular ha desatendido a las mujeres y su bienestar, con frecuencia tomando a los hombres como representativos de la especie humana, no tendría sentido que se abandone un tipo de investigación que puede ser beneficiosa (Beery y Zucker 2011). Y sin duda puede serlo, por ejemplo, si se lograra mostrar que existen diferencias sexuales en la incidencia y síntomas de algunas enfermedades del sistema nervioso, por lo cual existiría el potencial para mejorar el diagnóstico y tratamiento de condiciones que posiblemente afecten más a un grupo que al otro (Tovino 2011).

La consideración de los temas planteados muestra la necesidad de abordar las neurociencias y sus resultados de manera crítica, entendiendo que la neurociencia es un tipo de actividad que surge de un contexto histórico particular, cuyo desarrollo se ve estimulado por factores socioeconómicos y que puede partir de paradigmas de interpretación e intereses muy específicos. Nótese que esto no necesariamente lleva a la postura de que no existen verdades objetivas, sino más bien a la necesidad de revisar algunos de los supuestos que influyen en la ciencia del cerebro y que deben ser articulados para que no distorsionen justo aquello que se busca conocer.

Un punto importante a considerar es que tanto los científicos que realizan investigaciones sobre diferencias sexuales como la sociedad misma identifiquen cuál es el objeto que se persigue cuando se abordan estos estudios. Buscar conocimiento sobre diferencias sexuales para entender condiciones como la depresión posparto y la psicosis, y así diseñar mejores tratamientos (algo que sin duda beneficiaría a muchos), es muy distinto a buscar diferencias que solo sirvan para justificar inequidades sociales o prejuicios generalizados (Roy 2011). Es verdad que es inusual encontrar científicos que lleven a cabo estudios para justificar desigualdades sociales.22 Sin embargo, es necesario que todo científico reconozca que algunos de sus resultados pueden ser utilizados para abonar los prejuicios o estigmatizar a grupos sociales como las mujeres, los homosexuales, los pobres o los enfermos mentales.23 Por ello, es crucial que los científicos mismos tengan una mínima conciencia de cuáles son los presupuestos de su investigación y el potencial que tiene esta de ser mal usada y de producir daño a otros. En ese sentido es útil enfatizar las limitaciones de los estudios y hacer evidentes las condiciones bajo las cuales se obtiene evidencia, y destacar que cada interpretación parte de supuestos que pueden estar abiertos a discusión. Varias pensadoras han notado que los estudios que muestran diferencias sexuales son más fáciles de publicar que los que no muestran diferencias. Quienes llevan a cabo estos estudios deben entender que este hecho también funciona inadvertidamente para avalar diferencias estigmatizantes.

Por último, es necesario analizar el cruce de la ciencia y la difusión de sus resultados. ¿Cómo se comunican los resultados al público?24 ¿Quién transmite la información y cómo lo hace? Muchas veces el público recibe información de artículos periodísticos escritos por quienes por lo regular no saben demasiado sobre las cuestiones de producción e interpretación científica planteadas. Asimismo, el público tiende a valorar por principio todo lo que sea científico, pero al mismo tiempo, por motivos entendibles, no todos poseemos la formación necesaria como para descubrir supuestos dudosos y las consecuencias moralmente indeseables de la aplicación y difusión de cierto tipo de conocimiento. Dadas las cuestiones sobre las cuales la neurociencia avanza, es importante facilitar el diálogo entre científicos y el público, pero, para que sea fructífero, este diálogo no debe ser uno que perpetúe mitos sobre lo que la ciencia hace y puede hacer, ni que aun justifique de forma indirecta prácticas que ya de por sí son muy difíciles de erradicar25

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Digo “en términos generales” porque en efecto no existe una definición consensuada de la disciplina. En su libro más reciente sobre el tema, Eric Racine dedica un capítulo a una discusión sobre las variadas definiciones (Racine 2010).

Kathinka Evers propone una distinción similar, aunque no idéntica. Divide a la neuroética en dos áreas: la neuroética aplicada y la neuroética fundamental (Evers 2010).

Para una discusión de esta cuestión en castellano véase por ejemplo Luna (2008).

Para discusión de algunos de estos temas en castellano puede verse Tapia (2007) y Cortina (2011).

Sobre el tema de la pobreza y el cerebro puede consultarse Lipina (2011) y Farah (2009).

Esto no quiere decir que los distintos temas de interés estén desconectados. Para Roskies, los diversos campos de la neuroética se solapan. Una concepción de la ética informada por la neurociencia no puede sino cambiar el modo en que abordamos las cuestiones éticas planteadas por el quehacer científico.

Para un repaso de algunas de esas desigualdades, véase Brennan (2009).

El concepto de género es social y alude al conjunto de factores y aspectos socioculturales atribuidos a las personas a partir de su sexo. Por medio de esta noción, se trata de subrayar cómo la diferencia sexual se construye de manera sociocultural. La noción de sexo, en cambio, se refiere a las características biológicas, incluyendo perfiles hormonales, cromosomas y órganos sexuales internos y externos que definen a un individuo como varón o como mujer. El sexo de una persona es independiente de la cultura en la que se críe, mientras que el significado social del sexo de cada uno puede variar de acuerdo con la sociedad en la que uno se encuentra.

Por ejemplo, sobre el instinto de maternidad, el altruismo o la tendencia natural de las mujeres al sacrificio.

Para una buena descripción de los distintos tipos de pensamiento feminista véase Tong (1998).

Para una discusión sobre la contribución feminista a la bioética, véase Salles (2012).

Una discusión sobre este tema excede mi objetivo en este trabajo. Sin embargo, cabe notar que son varias las concepciones de objetividad que se manejan en el feminismo, desde la desarrollada por la teoría del punto de vista feminista hasta la que articulan feministas posmodernas, pasando por la de la corriente psicoanalítica. Puede verse, respectivamente, Harding (1996), Haraway (1999) y Fox Keller (2004).

Para una discusión sobre esta cuestión puede verse, por ejemplo, Roy (2008).

Es verdad que la crítica a la noción de objetividad científica y el pedido de contextualización no se ve solo dentro del feminismo. Diversas corrientes sociológicas y filosóficas han señalado ya que la investigación científica se ve insoslayablemente moldeada por varios factores, entre ellos, las instituciones o empresas que la financian, que determinan qué tipo de investigación científica vale la pena financiar y en última instancia se lleva a cabo. Sin embargo, en su análisis, el feminismo suma un elemento más fuerte al sostener que la propia actividad científica cuenta con sesgos de género: su lenguaje, métodos, técnicas e instrumentos responden a una concepción androcéntrica que puede producir resultados sesgados.

Para discusión y crítica de los estudios y conclusiones de Baron-Cohen véase Fine (2010a).

Por ejemplo, DesAutels (2010), Fine (2010a) y Mark Liberman (2006), lingüista de la Universidad de Pennsylvania que en su blog ha criticado fuertemente a la ciencia en la que se basan este tipo de estudios.

Fine acusa a Kimura de lo mismo.

Las sinapsis permiten la transmisión de señales entre las neuronas.

La capacidad de las redes neuronales de modificarse de acuerdo a experiencias de la persona ha sido mostrado por ejemplo en estudios del cerebro de pianistas y violinistas, y hasta de quienes manejan taxis. Véase Kaiser et al. (2009). También mencionado por Vidal y Fine.

DesAutels constituye una excepción, pero así y todo parece más interesada en discutir las implicaciones de los estudios sobre diferencias sexuales en la discusión sobre libre albedrío que las de tales estudios sobre el razonamiento y el juicio moral.

Como afirma Fine (2010a), la buena ciencia no tiene por que inquietar a quienes buscan la equidad de géneros.

Aunque no es imposible, como lo muestra el ejemplo de la Alemania nazi.

Agradezco a María Julia Bertomeu por plantearme este punto.

Para una discusión interesante sobre algunos de estos temas véase O'Connor et al. (2012).

Para propuestas sobre como se debe hacer difusión científica véase, por ejemplo, Illes et al. (2010).

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