Dos características marcan el inicio del giro ecológico del feminismo con Françoise D'Eaubonne, su perspectiva cultural y constructivista, y la superación de la concentración en la queja de la mujer y su consecuente defensa a ultranza (D'Eaubonne 1974: 9–10). Para esta filósofa visionaria, alumna de Simone de Beauvoir, no es válido identificar a la mujer con la naturaleza y exaltarla por su maternidad. Por el contrario, ella le asigna una tarea propia frente a la crisis ecológica que solo podrá realizarse en tanto busque su autonomía y la autodirección de su destino, y en tanto no siga quejándose exclusivamente de su pasado de esclava y tenga ojos para la situación del mundo y la injusticia generalizada que impera en él. Afirma D'Eaubonne que incluso es necesario que trascienda el ámbito humano y asuma el daño que le estamos haciendo al ambiente (D'Eaubonne 1974: 10), y extienda, por tanto, la justicia y la igualdad hacia todos los seres vivos, hacia los ecosistemas. Es decir, que el ecofeminismo se estructura a partir de una postura ética radical: la autoconstrucción de la mujer a partir de la ampliación de la justicia en un mundo igualitario y unido con la naturaleza. Se perfila así, definitivamente, un ethos feminista ecoético.
Además, D'Eaubonne señaló una tarea práctica específica a la mujer: evitar la sobrepoblación. Ella advierte con agudeza que el principal factor de daño al ambiente es justo la reproducción explosiva de los seres humanos fomentada por el sistema patriarcal exaltador de la paternidad e interesado en que los varones tengan muchos hijos. Corresponde a la mujer negarse a sobrepoblar el planeta, pues históricamente ella no ha tenido interés en tener más hijos de los que puede alimentar y educar en buenas condiciones (D'Eaubonne 1974: 93 y ss., 241–242). Ha sido el patriarcado el que le ha impuesto el imperativo de tener muchos hijos, al considerarla desigual y al apropiarse de su cuerpo y su fertilidad. De suerte que no es para nada la maternidad lo distintivo de la mujer sino su decisión libre frente a esta, la cual hoy en día debe tomarse con profunda conciencia de los otros seres vivos y del ambiente en general.
Lo anterior nos permite entender que el ecofeminismo no solo implicó un giro ecológico del feminismo, sino también un giro feminista de la ecología, es decir, que esta última tiene que tomar en cuenta el papel destacado de la mujer en el equilibrio ecológico, pues de ella depende la reproducción y, por ende, el aumento excesivo o moderado de la población humana y el consecuente agotamiento o conservación de los recursos terrestres (D'Eaubonne 1974: 223).1 La ecología entonces tiene que apelar a la mujer para aspirar a un equilibrio.
Derroteros del ecofeminismoEn mi opinión, Françoise D'Eaubonne perfiló de manera prístina el ecofeminismo como pensamiento y como movimiento de avanzada con una estructura ética, como tarea imprescindible y como interacción real entre feminismo y ecología. No obstante, el ecofeminismo ha tomado distintos caminos, a veces muy apartados de D'Eaubonne y otras veces que enriquecen el planteamiento inicial de esta filósofa, al menos en el terreno del pensamiento, en particular en el terreno de la ética. En efecto, existen tanto tendencias constructivista-culturales del ecofeminismo como esencialistas-naturalistas. Estas últimas pierden el carácter de avanzada con que surgió el ecofeminismo, defienden una liga natural de la mujer universal con la tierra en tanto suelo, agricultura, bosques y recursos, y atribuyen a la naturaleza un carácter sagrado y misterioso que es captado por el desarrollo espiritual femenino. Así, la mujer tiene una esencia especial y el hombre ha de aprender ciertas capacidades de ella para poder ocuparse también del planeta. Gracias a la maternidad, las mujeres conocen de manera íntima e intuitiva los secretos y misterios de la naturaleza; además, mientras los varones se van a trabajar a la ciudad y desarrollan la tecnología, ellas se quedan en el campo para cuidar y alimentar a la familia. La mujer tiene, en consecuencia, una capacidad singular para hacer del cuidado el eje de la ética, y para hacer posible la vida armónica y unitaria de todos los seres vivos. En vez de afirmar ante todo la igualdad varón-mujer, esta postura afirma la diferencia entre los dos sexos y géneros; sin embargo, respecto del conjunto de la naturaleza, afirma la igualdad indistinta de todos los seres vivientes que conforman la gran Unidad.
Esta tendencia fue impulsada por la ecofeminista Ynestra King, para quien la mujer es un ser con el privilegio de alcanzar el próximo estadio evolutivo, pues al oponerse a su propia opresión se aleja de cualquier visión dualista y es capaz de crear puentes entre la razón y la intuición, el arte y la política, igual que puede desarrollar el sentido de lo sagrado (Puleo 2011: 40–41). Otras representantes de esta perspectiva son Susan Griffin, Anne Koedt, Elizabeth Dodson Gay, Rosemary Radford Ruether, Mary Daly y Andrée Collard (Puleo 2011: 40–50).
Por el contrario, la postura constructivista-cultural considera que la liga entre la mujer y la naturaleza no radica en una cierta esencia, sino en que, a lo largo de la historia, a la mujer se le han asignado el cuidado de los hijos y, en el campo, las tareas más elementales de la subsistencia. Tan ligada está la mujer de manera íntima a la naturaleza como lo está el hombre (Puleo 2011: 45), pues ambos dependen de ella y ambos son afectados por las carencias naturales. Es cierto que en los países pobres las mujeres son las más afectadas por la crisis ecológica actual, pero es porque tradicionalmente se les ha asignado el papel de ir por el agua, conseguir el alimento diario y encargarse del cuidado de la casa, no porque posean una esencia especial. De hecho, no existe la mujer universal, sino una pluralidad de mujeres con características específicas que dependen de sus condiciones histórico-culturales. En consecuencia, esta postura propone una concepción menos polarizada de la igualdad y la diferencia: varones y mujeres, así como el resto de los vivientes, somos al mismo tiempo iguales y diferentes. No hay uniformidad, tampoco dualismos ni diferencias radicales.
Encontramos aquí los desarrollos de la ecofeminista australiana Val Plumwood y de la activista india Vandana Shiva, quienes además son anticolonialistas porque consideran que no es el macho quien oprime a la mujer, sino el hombre blanco conquistador de otras tierras.2 Es la figura del colonizador la que inició el dualismo entre superiores e inferiores. Sin embargo, hay otras autoras como Karen Warren que insisten —según lo hizo D'Eaubonne— en que las principales opresión y división fueron del varón hacia la mujer, las cuales se extendieron hacia todos los otros débiles, y de ahí surgió también el afán de colonizar, de modo que este tiene un carácter secundario y no primario como argumentan Plumwood y Shiva. El eje, entonces, ha de estar en el patriarcado y no en la colonización, aunque también tengamos que atender los problemas que esta ocasiona. Y esto no significa que Warren piense que existe una esencia masculina que hace de todos los hombres opresores, sino más bien que el patriarcado se consolidó como un marco conceptual opresivo que organiza todos nuestros valores y concepciones desde la jerarquía entre superiores (los hombres fuertes y dominantes) e inferiores (la mujer y todos los otros débiles). El patriarcado es entonces un sistema que impone la lógica de la dominación hacia todos los seres que no son fuertes, poderosos ni dominantes, incluida por supuesto la naturaleza que para nada busca el poder.3
La importancia de la ecoética de Karen WarrenSi el patriarcado, en tanto opresor, trae consigo la desigualdad y la injusticia, la ética para Karen Warren tendrá que apoyarse en otro marco conceptual que nos conduzca a la larga a trascender la lógica de la dominación impuesta por el sistema patriarcal. Ello implica, en principio, afirmar la igualdad y la unidad entre el varón y la mujer, y entre todos los seres vivos. Para Warren es fundamental la ecología, o sea la visión unitaria e interrelacional de la naturaleza, e incluso sostiene una postura holista (integradora del todo). Pero ello no la hace caer en el absolutismo de la igualdad de interacción entre los seres vivos que sostiene, por ejemplo, el ecofeminismo esencialista o, por otra parte, ciertos eticistas ambientales como Peter Singer y Arne Næss. Warren parte de lo que podemos llamar una igualdad básica de los vivientes, pero ello no excluye, sino que incluye, las diferencias y la otredad. Igualdad y diferencia se implican mutuamente, pues no se está pensando en la identidad o la semejanza absoluta, sino relativa, ya que hay diferencias evidentes entre los distintos ámbitos: el animal humano, el animal no humano, los vegetales y los minerales. Todo conforma la vida y todos están en interacción; valen lo mismo en principio, pero no son lo mismo.
Warren rechaza la tendencia a excluir la diferencia, la otredad e incluso la superioridad, en especial la del ser humano, bajo el supuesto de que con ella se justifica el dominio y la destrucción de los diferentes. Por el contrario (igual que Aldo Leopold) considera que sí hay una superioridad del ser humano, pues no podemos negar que estamos mejor equipados que las rocas y las plantas para reformar de modo radical el entorno en modos conscientes de autodeterminación (Warren 2010: 165). Pero el reconocimiento de esta diferencia y superioridad no tiene por que llevarnos a la lógica de la dominación que consiste no en reconocer una jerarquía entre los seres (un superior y un inferior), sino en explotar al inferior e impedir su crecimiento, en caer en el sistema de dominio que es siempre ventajoso para el superior pues concede privilegios de manera exclusiva a los que están arriba. Si no se cae en la lógica de la dominación queda claro que un asunto es la superioridad y otro muy distinto el sometimiento del inferior (Warren 2010: 49 y 54).4
La ética implica, entonces, la exclusión del dominio para hacer extensiva la igualdad. Pero ¿cómo deshacernos del dominio y la exclusión que nos ha impuesto el patriarcado? ¿Cómo aceptar la igualdad con la naturaleza? Ello no será fácil ni inmediato; llevamos dos milenios bajo este sistema y estamos más atrapados de lo que pensamos, como el pájaro que vuela en su jaula y solo cuando choca con los barrotes se da cuenta de que su vuelo es muy corto (Warren 2010: 101).
La ecoética como cultivo del cuidado en Karen Warren y su relación con la vida espiritual y la vida públicaSegún Warren, la liberación del patriarcado consiste en criticar los prejuicios patriarcales que trae consigo la lógica de la dominación para crear una ética que escape a tales prejuicios y que esté basada en el cuidado (Warren 2010: 98). Entre ellos resalta la sobrevaloración de la razón unilateral, no contradictoria y dualista, y la devaluación del ámbito emocional y empático que establece vínculos sensibles con lo real. Por otra parte, sobresale también la falsa idea de que la realización está en la conquista (en la posesión, podemos decir). Sobrepasar estos prejuicios es una tarea avanzada que implica a mujeres y hombres, dado que muchos de estos últimos tienen sentido crítico y porque de hecho no hay nada que separe esencialmente a los dos géneros humanos. Sin embargo, sí hay una aportación peculiar de la mujer debido a la carga histórica que lleva tras de sí, la cual la hace próxima al cuidado y a la recuperación del universo emocional.
Por otro lado, si partimos de la idea feminista del cuidado estipulada por Nel Noddings y Carol Gilligan como una actividad brindada a seres humanos concretos, a quienes podemos abrazar y que nos pueden responder, se trata de una noción inadecuada para el trato que damos a la naturaleza, ya que no hay reciprocidad con el mundo natural, este no nos responde ni devuelve nada. Mucho menos podemos aplicar el cuidado al conjunto de la naturaleza, pues nunca nos hacemos presentes frente a ella como un ser concreto, ni podemos abrazarla. Pero Warren no parte de esta idea feminista, sino de una más radical. No piensa en el to care of o cuidar de, sino en el to care about o preocuparse por: poner toda nuestra atención y energía en la diferencia y el vínculo con otro ser, cualquiera que sea.5 Ello supone el desarrollo de la inteligencia emocional o el sistema límbico (muy entorpecido por el patriarcado) junto con el desarrollo de la razón.6 Se trata de un cuidado sensitivo que consiste —más precisamente— en la habilidad psicológica (actitud y motivación) de cada quien para sentir, conocer, valorar y percibir de manera amorosa las diferencias en uno mismo y en el otro, ya sea el otro humano o el de la naturaleza. El cuidado tiene que ver con la capacidad amorosa y es presupuesto y base de la vida moral: es la habilidad que nos permite valorar, ver lo mejor y actuar y razonar moralmente de acuerdo con el desarrollo de nuestra personalidad; sin ello, se borra la diferencia entre el más y el menos, y desparecen la decisión, la actuación y la autoconstrucción moral.
Pero el cuidado solo existe en tanto se le practica, y su primer objeto de atención es él mismo: aumentar la propia capacidad de cuidar. De suerte que consiste, en realidad, en el proceso de formación y adquisición de la fortaleza moral; más aún, es lo que nos constituye en agentes morales en verdad exógenos, abiertos a lo otro, a la diferencia, y, por ende, en agentes efectivamente amorosos: atentos a la otredad. Para Warren, ello requiere también —como ya indicamos— el desarrollo de la inteligencia racional (análisis lógico, memoria y atención). Y es que la inteligencia es mucho más que la razón; es un entendimiento más amplio que incluye lo racional y lo emocional. Estos dos aspectos han de colaborar entre sí, pues cada uno, a su estilo, conoce: se une a lo diferente, ya sea por el intelecto o por la empatía. El cuidado es vidente o cognoscente, tiene mucho más que ver con el amor visión que con el amor sensiblero o con un sentimiento amorfo de simple apego y dependencia. Por el contrario, en el cuidado, tanto la razón como la emoción nos muestran que estamos unidos con la inteligencia y sensibilidad de los animales, así como con la naturaleza en su conjunto, por más que esta sea distinta a nosotros y carente de reciprocidad. A través del cultivo del cuidado, intelecto y emoción nos hacen saber que hay una igualdad de los vivientes. Así pues, el cuidado nos ubica como seres interrelacionados con el conjunto de lo vivo y nos mueve a buscar el éxito existencial propio y de los otros seres; en esta medida, incluye todos los otros aspectos de la vida moral: la justicia, los derechos, los deberes, las normas y la utilidad misma (Warren 2010: 108).
La mujer puede ser guía en el aprendizaje de la liberación. En este punto, Warren retoma un aspecto típico del ecofeminismo esencialista, sin caer en lo absoluto en el esencialismo: la mujer puede enseñarnos el camino de unión con ese otro que es la naturaleza y el cultivo simultáneo de las dos inteligencias. Pero esto no se debe a una esencia femenina prediseñada, sino a que la mujer ha estado fuera del dominio, la conquista o posesión y la exclusión de los otros; ella ha aprendido a resistir y a aspirar a algo mejor, aun cuando lo mejor no esté a la mano. De hecho, las mujeres han desarrollado ya, en diferentes tradiciones culturales indígenas, y no indígenas como la católica, distintas formas de espiritualidad que ahora debemos retomar, porque son liberadoras.
Warren ve como un grave error el que las ecofeministas no esencialistas no tomen en cuenta el desarrollo de la espiritualidad (Warren 2010: 194). Y es que, para ella, la ética no es un sistema encerrado en el yo racional, sino que, en tanto implica las emociones y la empatía, persigue la autoconstrucción de una persona integral con todas las dimensiones humanas. Por otro lado, ella tampoco concibe al espíritu como algo inasible, algo que por fuerza sea una actividad privada y tendiente a la conquista de un mundo trascendente, sino que lo concibe como el esfuerzo riesgoso por desprendernos de lo conocido a fin de ir hacia nuevos parámetros de conducta aún desconocidos: avizorar con decisión y entrega que algo más, un futuro, una forma distinta de vivir, es posible, a pesar de que no esté garantizada. Dicho de otra forma, el espíritu consiste en la fe y la entrega con que se emprende cualquier transformación y persiste hasta el final. La clave de la vida espiritual está en que, al mismo tiempo que se persigue algo, se acepta de manera profunda que no se le puede controlar: vivir con un propósito, pero sin ejercer el control. Este simple hecho rompe de forma radical y absoluta con el patriarcado, ya que este impone el control sobre los otros y sobre nuestras metas. Pero además las espiritualidades ecofeministas se caracterizan por: 1) el compromiso de eliminar los privilegios de macho y el poder sobre las mujeres, en los mitos, rituales, símbolos, lenguaje y sistema de valores; 2) la expresión de la fe en la afirmación de la vida, en el poder o presencia de una energía, o fuerza, quizá un ser o deidad (diosas en especial) que trasciende al ego, que es mayor al nombre, la familia, la nación; 3) el compromiso de reparar los daños a mujeres, a los otros humanos y a la naturaleza, y desarrollar prácticas de cuidado sensitivo.
Así, las espiritualidades ecofeministas representan una fuente de salud, de mejoramiento y afirmación de la vida, una reparación de las heridas que ha dejado el patriarcado, y salta a la vista que son públicas y políticas, y están comprometidas con su contexto social; por ende, constituyen un poder interpersonal, político, pero no porque busquen dirigir y dominar, sino porque adquieren la capacidad de “movilizar recursos y alcanzar fines autoderminados” (Warren 2010: 199), así como un poder de cuestionar a las instituciones. Pero sobre todo, el modo como Karen Warren concibe las espiritualidades ecofeministas revela que para ella estas están en íntima relación con la ética, pues incluyen el cuidado sensitivo. No se puede desarrollar el espíritu sin la habilidad para sentir, conocer, valorar y amar las diferencias y la igualdad, respecto de los otros seres vivientes y respecto de nosotros mismos. A la vez, no se puede desarrollar la autoconstrucción ética sin la capacidad espiritual que implica el hecho de que para conocer la igualdad-diferencia tengamos que vaciar nuestra propia copa. Warren retoma la moraleja de la historia de la taza vacía que un maestro Zen enseña a un profesor universitario. Si no vaciamos nuestro ser de opiniones y especulaciones, intereses y prejuicios, no seremos libres para escuchar y recibir la otredad-mismidad. Pero claro que esto implica perder la actitud de control sobre nuestros conocimientos y sobre el conocimiento del mundo, y entregarnos ante lo que tenemos enfrente con disposición espiritual, con afán de ampliar nuestro contacto con el mundo.
En síntesis, el ecofeminismo de Warren supone la conformación de una subjetividad armónica (implícita en el planteamiento de Françoise D'Eaubonne) en la que confluyen mujeres y hombres; razón y emoción; igualdad y diferencia; cuidado, justica y utilidad; ética, espiritualidad y acción política. Solo cabe reclamar a Warren su silencio acerca de la sobrepoblación que tan señaladamente preocupó a D'Eaubonne y que afecta de una manera tan grave a los ecosistemas y a los propios humanos. Considero que hay aquí una responsabilidad ético-política insoslayable para la ecoética de nuestro tiempo, y que es indispensable señalar que la subordinación de la mujer y el maltrato hacia ella comienza con la imposición por parte del macho, y con las estructuras impuestas por las religiones misógino-patriarcales —la judeo-cristiana, la musulmana y las que derivan de ellas— de tener más de dos hijos o de evitar el aborto y el uso de cualquier método anticonceptivo, aunque sea tan inocuo como el condón. Esta es la condición sine que non del patriarcado y frente a ella debemos poner todas nuestras fuerzas éticas, espirituales y políticas (veáse Sagols en prensa) •
En general, la ecología permanece muda ante este hecho, son pocos los ecologistas que han tenido el valor de reconocerlo. Destaca el caso de David Attenborough, quien en octubre de 2012 señaló que la crisis ambiental podría disminuir un poco si atendemos a la sobrepoblación y que para ello es indispensable educar a las mujeres para que sepan decidir conscientemente acerca de la reproducción (McKie 2012).
Shiva tiene un lugar especial en este ecofeminismo porque ha logrado una acción transformadora en su país al hacer revivir los métodos agrícolas tradicionales de India y lograr la exclusión de Monsanto de importantes regiones del país.
A la corriente constructivista, pertenecen también muchas otras ecofeministas como Carolyn Merchant (en Estados Unidos) e Ivone Gebara (en Latinoamérica) (Puleo 2011: 72 y ss.).
Cabe advertir que, al mismo tiempo que promueve el holismo, la visión integradora del todo de la vida en Warren no es tampoco absolutista. Hay interrelación e interdependencia, pero no total. Los fenómenos tienen un grado de independencia; de lo contrario, advierte esta filósofa, cuando los olmos adquieren una infección tendrían que transmitirla a las otras especies de árboles cercanas, y de los árboles la infección pasaría a los peces, etc. Entonces, el ecosistema en su totalidad no sería para nada durable. Por el contrario, vemos que es durable gracias a las desconexiones e independencias (Warren 2010: 151 y ss.).
Con esta idea, Warren coincide (aunque no lo señala de manera expresa) con la idea de la feminista norteamericana Joan Tronto de que “el cuidado es todo aquello que hacemos para mantener, perpetuar y reparar nuestro mundo, a fin de que podamos vivir lo mejor posible en él. El mundo nos comprende a nosotros mismos, nuestro cuerpo y el medio ambiente; todos los elementos que buscamos tejer en la compleja red que sostiene la vidas” (Tronto 2009). De modo que otras feministas han dejado atrás la idea limitada del cuidado de Noddings y Gilligan; el cuidado no tiene objetos predilectos, ni mucho menos excluye a la naturaleza.