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Vol. 49.
Páginas 125-147 (abril 2014)
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¿Es posible construir un puente teórico entre la teoría feminista y las teorías sobre la ecología?
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María Pía Lara
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El recién iniciado debate teórico acerca de las crisis capitalista y ecológica abre el espacio hacia nuevas propuestas sobre cómo dar cuenta de estos fenómenos vinculados también con el tema de la justicia global en relación con el feminismo (Fraser 2011: 137–157). Por consiguiente, el uso frecuente del prefijo post-, con frecuencia asociado a los nuevos esfuerzos teóricos, pretende indicar que ahora estamos dentro de una transición histórica, más allá de las teorías posmodernas. Lo anterior es a su vez indicativo de que todavía hay una lucha conceptual entre distintas posturas teóricas que no han llegado a un consenso sobre cómo interpretar el presente o bajo qué coordenadas teóricas es posible confrontarlo (Alexander 1995).

Sin duda el ámbito teórico y crítico sobre la posmodernidad es el paradigma conceptual que ahora se ha convertido en blanco de diversas críticas y de las nuevas propuestas de esta transición histórica. Hoy día se habla ya de una posposmodernidad y de una revisión y revaloración crítica de la modernidad. En palabras de Andreas Huyssen: “la modernidad después del posmodernismo, o el modernismo después de la posmodernidad, sigue siendo un asunto fundamental para la historia cultural y para cualquier intento de repensar las viejas cuestiones de la estética y la política para nuestros tiempos” (Huyssen 2010). Esta valoración crítica y teórica es de particular relevancia para el feminismo, pues, una vez que parece haber consenso acerca de las críticas que Nancy Fraser elaboró acerca de la política feminista de la identidad (identity politics) y de la diferencia, el posible nuevo paradigma de las teorías feministas intenta ahora hallar nuevos enfoques y posibilidades en relación con las teorías modernas y con lo que hoy se denomina como post-identity politics. De entre las teorías más interesantes se hallan, por ejemplo, la teoría feminista sobre la interseccionalidad. Esta cuestiona la identidad singular y estable, al mismo tiempo que permite trazar —mediante el concepto de la intersección de diversas identidades: de clase, raza, origen étnico y género, las cuales convergen en un momento determinado— las formas de opresión y de dominio en las que dichas identidades cristalizan la opresión de grupos y minorías debido a los patrones culturales e institucionales androcéntricos y de clase social, y cuyas dinámicas históricas específicas se problematizan justo en la convergencia de las diversas dimensiones identitarias. Asimismo, presupone que las identidades no son fijas ni estables, sino que adquieren relevancia política debido a la convergencia de sus intersecciones, mismas que establecen cómo la dominación de clases sociales, de raza, de origen étnico y de género convergen al mismo tiempo e iluminan las formas de subordinación que confluyen en determinados momentos históricos y en contextos geopolíticos concretos (Lutz, Herrera Vivar y Supik 2011; Warnke 2011).

A su vez, el feminismo de hoy parece haber dado un giro poslingüístico, además del giro pospostestructuralista (considerado dentro del paradigma de lo posmoderno). El retorno del marxismo se entendería hoy no solo como una recuperación de las categorías de clase del marxismo, tal y como se manejaban en los siglos xix y xx, sino como un intento de formular nuevas categorías que permitan comprender la complejidad entre la materialidad (la naturaleza) y la realidad simbólica (la cultura) de forma conceptual más compleja que cuando el feminismo tematizaba las relaciones entre naturaleza y cultura de forma binaria. Lo problemático sería entonces hallar formas conceptuales nuevas que impidan volver a estas viejas discusiones y patrones binarios excluyentes, y que permitan reflexionar sobre los nuevos retos del presente en relación al capitalismo y a la ecología.

El feminismo materialista (Alamo y Hekman 2008; Mellor 1997; Massey 2009), por ejemplo, sería hoy otra de las vertientes que parecen indicar que esta dirección puede y debe retomar las cuestiones modernas de la primera etapa feminista, pero bajo una óptica nueva. Dichos esfuerzos habrían de considerar lo que ya Nancy Fraser defendía, en su crítica a Judith Butler, acerca de la problemática discusión de materialidad versus cultura: no hay vuelta atrás del giro lingüístico, la cuestión de la relación binaria entre naturaleza y cultura ha quedado superada desde los tiempos de Max Weber con su visión sociológica, la cual tematizaba cómo las prácticas e instituciones sociales y las formas de interacción social son mediadas por el sentido (intersubjetivo y vinculado al imaginario social) que a ellas otorgamos (Fraser 2013: 175–186). Fraser argumenta que su teoría crítica, la cual problematiza injusticias sobre la redistribución, el reconocimiento y la representación, es materialista y simbólica a la vez, porque en ella se trabaja con las prácticas sociales de los agentes y la construcción de sus valores versus las instituciones sociales mediadas por los valores hegemónicos (de clase y estatus social). Por lo tanto, lo que se cuestiona en el esquema de Fraser son las prácticas institucionales de clase social y la desigual redistribución del salario, así como las formas y patrones culturales dominantes que impiden el reconocimiento de grupos y personas debido a la forma en la que se les representa mediante valores culturales institucionales androcentristas y de desigualdad de clase. Los daños materiales se reflejan en la institucionalización de formas y sentidos excluyentes, de normas y construcciones sobre identidades que se articulan en las leyes constitucionales, en la medicina, en la inmigración, en las políticas de empleo, en los impuestos, en los beneficios sociales y en la carencia de igualdad de derechos que son prácticas políticas materiales e históricas. Por lo tanto, no es necesario volver a proponer una separación entre naturaleza y cultura. Para Fraser, tanto las injusticias del no reconocimiento como las relacionadas con la desigual redistribución de la riqueza son cuestiones materiales y simbólicas, pues ambas dimensiones analíticas se enfocan a cuestiones económicas (la mala distribución) y a la cuestión del estatus desigual (por patrones culturales institucionalizados) que impiden la paridad de participación. Fraser argumenta que solo con una revisión historicista es posible articular ambas críticas como dimensiones analíticas acerca de la injusticia (Fraser 2013: 175–188).

Todas estas corrientes teóricas parten del punto de vista de que el feminismo de las teorías postestructuralistas y posmodernas —que ponían un especial énfasis solo en la cultura y en la performatividad (Judith Butler)— son limitados cuando nos enfrentamos a cuestiones económicas de desigual distribución de la riqueza, de las luchas de clases sociales, de los problemas del trabajo asalariado y del no asalariado, así como de los roles que se les asignan a las mujeres en esta dimensión global capitalista. Además, la crisis capitalista ha llevado a enfatizar la necesidad de generar una nueva teoría sobre las crisis actuales, ya que no es posible hacer una crítica al capitalismo sin antes abordar las relaciones de la desregulación económica y de su impacto en la ecología y en las repercusiones que esta relación tiene con los problemas de género (Fraser 2013: 174–186). Ahora bien, si consideramos el tema del calentamiento del planeta, de la desindustrialización de Europa, de Estados Unidos y de Canadá, así como de la masiva industrialización de los países emergentes que ahora se hacen cargo de los problemas que generan dichas industrias, parecería necesario contemplar la construcción de una teoría critica acerca de estas grandes transformaciones bajo un marco teórico que permita problematizar el tema de la globalización del capital (el que ha generado mayor pobreza y crisis económicas debido a la desregulación de las fronteras nacionales por parte del capital) y de los efectos ecológicos y de pobreza que van aparejados con la movilidad del capital y de la industria. Desde el punto de vista de la representación política y de quiénes son los que construyen las reglas en la toma de decisiones, y en la necesidad de cuestionar las decisiones de lo que se ha llamado la gobernanza global (instituciones internacionales lideradas por Estados depredadores, por tecnócratas y dirigentes de corporaciones internacionales y por mecanismos no democráticos que excluyen a los más afectados), es necesario repolitizar estas discusiones y vincularlas al tema de la justicia. Por ello, parece pertinente plantear la necesidad de elaborar una agenda específica para discutir algunos de los temas del feminismo y las diversas problemáticas en las que la ecología tiene un impacto en la vida de las mujeres y en las nuevas formas de dominación capitalista desde el punto de vista de la política. Por lo tanto, la pregunta acerca del nexo entre el feminismo y las teorías sobre la ecología habría de responderse primero mediante una reflexión política y moral acerca de las crisis contemporáneas, para luego problematizar las formas en las que estas crisis impactan a las mujeres en relación con el capitalismo y la ecología.

El objetivo de este ensayo es aportar algunos argumentos teóricos y críticos acerca de esta relación. En la primera parte introduciré la discusión basada en la obra de una de las feministas más reconocidas del mundo anglosajón, Iris Marion Young (2011). Ella elaboró, antes de su muerte, un proyecto con el que pretendía acuñar una nueva concepción acerca de la responsabilidad colectiva de cara al futuro, no basado únicamente en relación con los Estados modernos, sino también bajo la perspectiva de la sociedad civil global. Algunas de sus tesis requerirán de una evaluación crítica. En la segunda parte del trabajo, me abocaré a presentar las tesis del filósofo español Joaquín Valdivieso, las cuales comparten mucho con las que ha desarrollado el filósofo Thomas Pogge (2005) en relación con la pobreza global, pues ambos argumentan que los temas de la ecología y la justicia solo pueden plantearse bajo la perspectiva de un concepto de responsabilidad articulado en otro: el de la ciudadanía global. Para Valdivieso, esto querría decir que también es un proyecto ecológico, pues tiene que ver con una idea de responsabilidad ciudadana que vale la pena considerar. Analizaré algunas cuestiones críticas relacionadas con el tema de quién puede ser responsable en esta crisis global económica y ecológica, y cómo es posible formular esta relación con la aportación teórica y crítica de Nancy Fraser. Como se verá, entre las tesis de Young y las de Valdivieso existen algunas similitudes, pero también hay ciertas diferencias con respecto a quién se puede considerar responsable y por qué. Por eso, en la tercera parte propondré que la mejor forma para tratar esta problemática entre la ecología, el capitalismo y el feminismo ha sido elaborada por Nancy Fraser con su teoría de la justicia que posee tres dimensiones específicas: la redistribución, el reconocimiento y la representación política. Esta última es la única que permite establecer relaciones normativas y políticas acerca de los temas de la responsabilidad compartida y los de la agencia política de los sujetos y los grupos sociales globales. Ambos elementos no aparecen teorizados en las dos posturas anteriores, las de Young y Valdivieso, pero Fraser sí se aboca a hacer una discusión crítica acerca de la falta de representación como injusticia social doble: porque hay exclusión de grupos en lo que se denomina como ciudadanía (westfaliana o vinculada a las políticas del Estado-nación) y porque no hay representación de los excluidos en las actuales instituciones globales de gobernanza. Una teoría global sobre la justicia debería estar vinculada con el feminismo, pues son las mujeres quienes permiten cuestionar las formas actuales en las que se toman estas decisiones y son ellas a quienes más se perjudica; de ahí la necesidad de incluir un espacio conceptual en la teoría de la justicia que incluya la representación política para reformular quiénes pueden ser agentes políticos y quiénes pueden cuestionar marcos y decisiones y por qué. En mi opinión, ha sido Fraser quien ha elaborado de manera crítica esta postura con su concepto de mala representación (misrepresentation).1

El punto de partida con el concepto de la responsabilidad: ¿cómo compartir un posible futuro?

Hace algunos años, Iris Marion Young intentaba terminar su libro Responsability for Justice (2011) antes de sucumbir al cáncer. No pudo terminarlo, a pesar de tener mucho material ya trabajado, y fue necesaria la ayuda de David Alexander para poder publicar lo que ella había dejado inconcluso. El resultado fue que dicho libro apuntaba ya hacia algunas cuestiones críticas esenciales de lo que sería un conjunto de pensamientos asociados a la pobreza y a la forma salvaje en la que el capital ha dejado de ser regulado por el Estado. Además, propiciaba la reflexión sobre categorías que Young creía que deberían poder ser útiles para enfrentar el tipo de problemas relacionales con los que este mundo globalizado nos ha forzado a reconsiderar a la sociedad civil global debido a esta crisis particular. Sin embargo, el énfasis en elaborar una teoría sobre la responsabilidad no es del todo exitoso, por los motivos que intentaré sintetizar a continuación. Aunque el libro de Young enfoca el tema de la pobreza desde la perspectiva de lo que ha ocurrido en Estados Unidos, la última parte se conecta con una dimensión global, ya que el tema del capitalismo es imposible de enmarcar solo desde la perspectiva de los Estados-nación, sino que requiere repensar el tipo de acciones que la sociedad civil global ha de asumir frente a los retos del presente.

Young dialoga con otros teóricos que en su momento habían escrito libros acerca de la desigualdad y sobre cómo se concentraban en encontrar sus causas intentando mediar con explicaciones acerca de la responsabilidad individual y las contingencias entre la vida individual e institucional. El intento de Young de diferenciar entre la culpa y la responsabilidad es un argumento que desarrolla para poder enfatizar que la responsabilidad se dirige mucho más hacia el futuro, mientras que la culpa siempre está relacionada con el pasado. El problema más general de su teoría es que el desarrollo de su concepto de responsabilidad está articulado mediante el análisis crítico de las concepciones que Hannah Arendt desarrolló acerca de la culpa y la responsabilidad en la Alemania de la posguerra (Arendt 1994: 121–132), las cuales obedecen a un análisis histórico concreto acerca de lo ocurrido tras el fin de la segunda guerra mundial y con el cual desarrolla un concepto de responsabilidad para los actores individuales alemanes vinculado al papel que tuvo o no la ciudadanía alemana en su conjunto o de forma individual. Intentar desarrollar una conexión vital entre este análisis de Arendt y los problemas actuales impide lograr el objetivo de Young, pues al convertir el concepto de responsabilidad en un concepto colectivo se cae precisamente en lo que Arendt quería evitar; es decir que podemos hablar de una relación de responsabilidad colectiva sin gradaciones ni diferencias, y sin reconocer que el vínculo entre culpa y responsabilidad solo se hace posible mediante la rendición de cuentas y el derecho. Recordemos algo sobre lo que Arendt tenía gran claridad: adjudicar la culpa a toda la ciudadanía alemana era casi como afirmar que, donde todos son culpables, nadie en realidad lo es.2 De ahí que para Arendt el tema de la responsabilidad se relaciona con la rendición de cuentas, la culpa individual y las varias actuaciones individuales que permiten establecer diferencias entre la complicidad y la capacidad del actor para decidir optar por una acción determinada, la cual tiene que ver con la responsabilidad individual ligada a la culpa a través del derecho. Esta dimensión que vincula a la culpa con la responsabilidad es imposible de separar sin antes realizar una revisión crítica sobre lo ocurrido en el pasado y sobre cómo los agentes de determinado tipo de acciones son capaces de enfrentar su responsabilidad de forma individual. Iris Young, por el contrario, pretende separar la culpa sobre el pasado y la responsabilidad sobre el futuro porque ella teme que los actores se vean inmersos en luchas y discusiones que terminen por negar la responsabilidad con respecto al futuro, y porque los actores siempre encuentran justificaciones frente a los hechos.

Para Young, la cuestión de cómo la ciudadanía debería asumir su responsabilidad de cara a los problemas actuales está emparejada con pensar en cómo construir una comunidad más amplia que la del Estado-nación. Esta no solo contemplaría vigilar y proteger el buen funcionamiento de las instituciones, sino que debería poseer también conciencia sobre el tipo de problemas estructurales ligados al capital global, ya que estos producen efectos indeseados.

Young plantea que, al acusar a alguien de haber cometido un daño a los demás, el tema de la culpa, según ella, nos distrae de las acciones que deberíamos tomar para mejorar las cosas en el futuro. Ella tenía en mente que es posible y deseable intentar ir más allá del tema de la culpa (y el pasado), y sostiene que el concepto de responsabilidad nos debería habilitar para tomar medidas futuras de cara a formular un proyecto colectivo. En segundo lugar argumenta que culpar a algunos sobre ciertos efectos indeseados también nos conmina a no estimular a esos agentes a formar parte de movimientos sociales en los que se consideren necesarias ciertas acciones para transformar las asimetrías en el mundo global. Y en tercer lugar Young argumenta que al señalar a algunos individuos como responsables de cierto tipo de dominación o asimetría nos aleja de la posibilidad de ver que varias de las razones de los males que queremos mejorar son estructurales, y que no podemos culpar a esos individuos cuando son esas mismas estructuras las que aparecen como causas de lo que ocurre. Este es el problema central de Young: su argumento es funcional. Si las estructuras no tienen vínculos con la responsabilidad individual, entonces no se les puede atribuir responsabilidad verdadera a los agentes políticos. Si Marx insistió en elaborar una teoría sobre las formas capitalistas de dominación fue con la intención de aclarar que algunas clases sociales se benefician a causa de otras, y que por ello cierto tipo de actividades (y de ganancias) son adjudicables a dichos agentes. De otra manera no se entendería por qué pensaba Marx que se podía transformar a la sociedad sin antes elaborar ciertas conexiones relevantes entre los agentes políticos y sus instituciones, es decir, con un concepto claro de agencia política: la lucha de clases. Por último, Young argumenta que el “juego de culpar a alguien” siempre produce reacciones defensivas en lugar de estimular la posible cooperación de los otros. Esto es justo lo que Marx perseguía al denominar la lucha de clases entre diversos agentes como una concepción clara de que las cosas se podían transformar y de que su teoría perseguía clarificar intersubjetivamente cómo es que esto podría ocurrir cuando se habilita un tipo de agencia política por parte de los explotados. Esta dimensión es la que no aparece en el esquema de Young. La lucha de clases no solo establece que hay estructuras que posibilitan la explotación de unos agentes sobre otros que la padecen, también esgrime las razones por las cuales unos actores se posicionan en una situación de ventaja sobre los demás y aparece el conflicto. El problema de Young es que al deshacerse de la mejor explicación teórica de Marx termina por desdibujar la correlación entre la economía y la política que preocupaba tanto al pensador alemán. En cambio, la pregunta de cómo evitar un posible enfrentamiento de intereses cuando hay grupos que pueden y tienen posibilidades de ganar dinero y consumir productos, y hay otros actores que no pueden consumir y que son los que deben trabajar para otros, queda sin una respuesta adecuada, ya que en este esquema no hay agentes culpables ni resulta fácil suponer que pueda haber ciudadanos ricos ni productores o países ricos que estén interesados en mejorar la vida de otras personas si antes no se problematiza el vínculo explicativo, conceptual e intersubjetivo que detecte su responsabilidad y su culpa. Se trata pues de convertir al tema de la responsabilidad en tema de la política, no solo de la moralidad.

Young suponía que la categoría de responsabilidad debería ser central para enfrentar los retos actuales, aunque sus argumentos y su diferenciación conceptual acerca de la responsabilidad con respecto de la culpa aparecen poco convincentes. Lo importante de la rendición de cuentas es precisamente que podemos mirar hacia atrás con el objetivo de responsabilizar a los agentes y exigirles reconocer sus obligaciones. Reconocer su culpa es aceptar que son agentes y que los otros agentes pueden tomar las medidas adecuadas para que se transforme la situación y se resuelva la injusticia con apoyos legales e institucionales.

El segundo argumento de Young esgrime que los agentes pueden participar de injusticias estructurales sin que podamos asignarles culpa alguna. Este argumento es débil, ya que los ciudadanos tienen la tarea de vigilar el buen funcionamiento de las instituciones y de rastrear cuando las injusticias son provocadas por elementos estructurales, pues quienes participan de tales procesos pueden ser acusados de negligencias o de no enfrentar que lo que determina sus acciones son intereses puramente económicos en desmedro de los posibles derechos de los trabajadores. Esto es en particular relevante para la esfera pública internacional, ya que la única forma de habilitarla como espacio crítico y contestatario es abriendo la posibilidad de examinar cómo los países ricos (y sus Estados) se han movido con libertad al llevar sus industrias y manufacturas a otros países que no poseen reglas estrictas ni de control ecológico, ni poseen estructuras democráticas severas en defensa de los derechos de los trabajadores. Por consiguiente, la única manera de presentar el problema requiere de un cuestionamiento serio acerca de quién determina las reglas del juego y qué clase de injusticias están involucradas cuando determinadas comunidades y personas son excluidas de ese derecho a decidir y padecen las consecuencias de esas decisiones. Y esta situación no es casual, como bien lo reconoce en su libro Young, pero ella insiste en que es posible dejar atrás la culpa y concentrarse en acciones futuras con su concepto relacional de responsabilidades compartidas. Y aunque Young tiene razón al intentar proveernos de argumentos acerca de cómo concentrarse en el futuro y de lo que podemos hacer para cambiar las cosas, esto es imposible sin antes hacer un análisis crítico acerca de lo que ocurrió en el pasado y de a quiénes podemos adjudicar responsabilidades específicas sobre la elaboración de reglas y toma de decisiones que afectan a personas que no pueden opinar. Sin este precedente, el concepto de esfera pública global tan necesario para politizar las injusticias globales no es capaz de hacer su aparición. Así pues, aunque Young tenía claro que el tema de la responsabilidad era de suma importancia para enfrentar el futuro de cara a problemas graves tanto colectivos como mundiales —tales como el calentamiento de la tierra, la feminización de la remuneración del trabajo en los países pobres, la relación asimétrica del consumo entre las diversas clases y naciones vinculadas a la producción y la manufactura, y los trabajos mal remunerados de mujeres y niñas en los países periféricos—, su propuesta no termina por elaborar una dimensión verdaderamente política acerca de los agentes morales y sus responsabilidades políticas y éticas, y la necesidad de construir el espacio informal de una esfera pública mundial.

La ciudadanía ecológica: la responsabilidad es de todos

Por otro lado, en el libro Ciudadanos, naturalmente (2011), Joaquín Valdivieso señala que pensar acerca de la categoría de ciudadanía posnacional es una mejor forma de enfrentar el tema de la responsabilidad, ya que:

[…] frente a la anterior forma heredada, hay una tercera forma de concebir la ciudadanía. Esta ciudadanía poscosmopolita, de la que sería partícipe la ecológica, se distingue de las dos clásicas porque se centra en obligaciones pero que no son contractuales; en virtudes, pero “feminizadas”, en el sentido del dictum feminista que defiende que “lo personal es político”; en la esfera privada tanto o más que en la pública; y, sobre todo, está desterritorializada. A diferencia del cosmopolitanismo, se basa en asimetrías fuertes, no meramente abstractas, en todos los ámbitos de la producción de la vida. Coincidiría, no obstante, con aquel, en ampliar la idea de pertenencia y en constituirse en participante activo de la construcción de un bien común posnacional… Por eso es en parte cosmopolita, porque integra la orientación universalista y participativa; pero a la vez es post-, porque renuncia a los sujetos abstractos en beneficio de relaciones concretas de poder (Valdivieso 2011: 40).

Esta cita puede ilustrar mejor lo que Young perseguía al hacer referencia a una nueva especie de responsabilidad por parte de los y de las ciudadanas en relación con la pobreza, con la producción y el consumo mundial, y con los problemas de las acciones que impactan en el medio ambiente, ya que estas están necesariamente relacionadas con la industrialización y la maquila, los hábitos y el consumo en países emergentes; y son los países ricos y sus instituciones quienes tienen la responsabilidad. Lo que preocupaba a Young acerca de proponer la dimensión de un futuro compartido, Valdivieso lo amplifica hasta una nueva dimensión ecológica: ya no estamos lidiando solo con un tipo de humanismo ético, sino que de lo que ahora se trata es de hallar virtudes ciudadanas de segundo orden (simpatía, compasión y cuidado) asociadas con un nuevo tipo de justicia, a la cual podríamos denominar —siguiendo a Valdivieso—justicia compensadora de las asimetrías o, en palabras de Young, responsabilidad compartida con el afán de prevenir injusticias mundiales. Comprender la justicia de esta forma vendría a plantear una especie de metabolismo social en donde se articulan relaciones y responsabilidades colectivas, las cuales tendrían que convertirse en políticas que van más allá de la vieja concepción de la ciudadanía con respecto del Estado-nación. Una forma de ilustrar este ejemplo de responsabilidad relacional de Valdivieso podríamos darlo con lo que se ha llamado huella ecológica. Huella ecológica significa una forma de establecer el tipo de efecto que es causado por una forma específica de acciones (y de producción de la riqueza y fuerzas productivas) que vinculan a un país postindustrial y sus consumidores con los efectos y huellas que puede provocar la repercusión de ciertas acciones en un país periférico. Este último ahora percibe los efectos de la industria y la maquila, el consumo y los desperdicios de otros países, y con ello genera una asimetría entre los que pueden consumir y los que no solo no pueden hacerlo, sino que son afectados por el consumo de otros; y entre los que viven en situaciones de extrema pobreza y explotación, y los otros que generan justo esta situación. En esta nueva intersección entre capitalismo, consumo y feminización del trabajo, se nos aparece la posibilidad de analizar los efectos indeseados de estructuras que convierten el capital y la riqueza en formas organizadas de la dominación capitalista global. Así, Valdivieso señala que:

[…] la huella ecológica media de un mozambiqueño es de 0.8, de 4.9 la de un británico y la de un estadunidense es de 8. Pero la huella de carbón es de 0.04 para el primero, de 3.87 y 5.57 para los segundos, respectivamente, ¡96 y 139 veces más! Si las comparamos con la huella mundial del carbono, de 1.44 hectáreas per cápita, el consumo mozambiqueño, como media, es ¡menos de un 3%, pero el británico y el estadunidense, como media, suponen un 268% y un 386%! Este es, para el postcosmopolita, el terreno de la obligación política, el ámbito de las responsabilidades ciudadanas desterritorializadas, según las cuales el sobreconsumidor ecológico, el sobreemisor de carbono, está en deuda para con quienes infrapisan el planeta, y a quienes afecta alimentando el cambio climático (Valdivieso 2011: 41).

Por ello, según Valdivieso, es posible hablar ahora del ciudadano ambiental. Valdivieso aboga por un tipo de ciudadanía que tiene una responsabilidad ciudadana con los otros seres vivos del planeta y de la que no se puede escapar porque más que ser solo una responsabilidad, es también una obligación, y es política porque nos enfrenta con un tipo de responsabilidad que es necesaria para la integridad del mundo en el que habitamos todos. A pesar de que ambas teorías aluden a la necesidad de la aparición conceptual de una esfera pública global (normativa), en donde se puedan discutir estos problemas acerca de la injusticia y las asimetrías, estos últimos no explican cómo podría hacer su aparición esta esfera sin que haya antes un esfuerzo por construirla mediante la aparición pública de grupos y personas que desde el ámbito mundial son capaces de cuestionar su falta de representación política, así como sus derechos y la necesidad de construir regulaciones democráticas consensuadas. El problema en ambas teorías indica que es necesario abandonar los esquemas funcionalistas de cara a la elaboración de un nuevo proyecto acerca de la justicia que presuponga una configuración intersubjetiva que termine por elaborar un concepto de representación política y de agencia para los sujetos excluidos y afectados. Mientras Young intenta resolverlo separando la culpa de la responsabilidad, Valdivieso refuerza la idea de la responsabilidad mundial trazando las estructuras de los efectos relacionales de cierto tipo de acciones, los cuales recaen en otros lugares y enmarcan las relaciones entre los diversos actores políticos y sus asimetrías. Sin embargo, la teoría de Valdivieso tendría que ir más allá de las obligaciones relacionales para institucionalizar el tema del espacio público para cuestionar la representación parcial de la comunidad mundial en la toma de decisiones, quiénes son los que deciden acerca de lo que ha de hacerse y por qué, y las formas en las cuales los actores excluidos son capaces de cuestionar a las instituciones internacionales y transformarlas justo porque esta nueva forma de exclusión atenta contra la justicia mundial.

Es cierto que Valdivieso argumenta que la conexión entre ecología y ciudadanía solo puede articularse como una preocupación política transnacional, pero su teoría está todavía dentro de un esquema funcional en el que los ciudadanos no tienen realmente un peso político porque no son agentes, sino víctimas.

El segundo elemento de carácter ecológico en la teoría de Valdivieso insiste en que hay que dejar atrás la ética centrada en los individuos para abarcar a todas las especies de seres vivos, lo cual solo se puede lograr si se toma en consideración una nueva forma de responsabilidad colectiva —de la que hablaba Iris Young—, aunque ahora esta se convierte en una obligación debido precisamente a los lazos estructurales y relacionales de quienes gozan de una vida buena y de los efectos que esta tiene en los demás porque no hay manera de separarlas. La responsabilidad de las personas que consumen, y cuyos hábitos tienen efectos perversos en la vida de otros, es la que posibilita articular el concepto de responsabilidad con el de obligación. Sin embargo, este proyecto aún carece del argumento central que posibilitaría la apertura de un espacio normativo desde donde los cuestionamientos globales que involucren medidas efectivas para la democratización de la toma de decisiones y de la inclusión de los sujetos afectados se politice.

A pesar de ello, lo nuevo de la perspectiva que Valdivieso nos ofrece es que desarrolla una teoría ética ecológica posthumanista, aunque hace falta relacionarla con la nueva dimensión de agencia política que se constituiría como ciudadanía mundial poswestfaliana. La virtud de su propuesta se centra en el énfasis de lo nuevo, pues ahora estaríamos hablando de una ética postantropocéntrica, en la cual la ciudadanía adquiere un matiz nuevo: 1) es necesario extender nuestra comunidad moral más allá de los seres humanos; 2) es necesario asumir responsabilidades hacia seres de los que no podemos exigir reciprocidad o responsabilidad para con nosotros; 3) debemos comprender a la ciudadanía desde un espacio más global que el de la biósfera; 4) es necesario considerar la repercusión de nuestras acciones en relación con las generaciones venideras, y por último 5) debemos rechazar la visión instrumental de la naturaleza y de otros seres humanos que no pertenecen a nuestra comunidad inmediata.

Contraria a la propuesta de Young, la de Valdivieso insiste en que es posible rastrear responsabilidades materiales, pues la equidad sostenible implica la aproximación al análisis de las huellas particulares, de unos hacia arriba, hacia el acceso de recursos materiales con los cuales alcanzar un estándar digno de vida; de otros hacia abajo, hacia la disminución de la presión sobre los bienes comunes. El vínculo causal entre el sobreuso y el infrauso del espacio natural sería determinante para adjudicar la responsabilidad como obligación y así tener acceso a la transformación de lo que significa la ciudadanía ecológica. El término ciudadanía sirve aquí estratégicamente para subrayar “la desigualdad relativa en las relaciones metabólicas globales” (Valdivieso 2011: 37). En esta perspectiva, contraria a la de Young, se puede diferenciar entre obligaciones morales y políticas, pues las segundas son las que permiten interpelar a la ciudadanía mundial a ir más allá de los esquemas políticos desarrollados por los Estados-nación y vincularse con las instituciones internacionales para adjudicarles obligaciones a todos. Las relaciones de dominio tienen repercusiones en el resultado material (mediado e incluso hasta difuso) de la producción y el consumo capitalista. El tema del vínculo relacional es el que hallamos entre unos agentes que son perpetradores y unos ciudadanos de segunda clase que no tienen capacidad alguna de agencia política. Sin embargo, hace falta una crítica a las formas difusas y controladas por ciertos países ricos y la necesidad de cuestionar políticamente estas formas e instituciones globales de gobernanza y su falta de representación mundial real. Es allí donde los temas y la educación ciudadana deberían poder desarrollar cierto tipo de estrategias informativas y formativas. La formulación del tipo de valores de esta nueva ciudadanía supondría oponerse a las formas tradicionales de concebir los problemas, a actitudes antifeministas (a veces incluso muy aceptadas por mujeres que quieren volver a las formas tradicionales del cuidado o de los hábitos dizque ecológicos que son contrarios al buen uso de la tecnología y la medicina)3 o a actitudes equívocas acerca de cómo combatir los problemas ecológicos sin suponer que es preciso mediarlos con políticas institucionales compartidas. La obligación ciudadana consistiría entonces en una mejor información y educación con respecto a estos temas, ya que “este es un imaginario que sintetiza a un tiempo la dimensión participativa de la ciudadanía, el carácter proactivo y constructivo de la acción cívica, y a la vez, la dimensión representativa e institucional de la democracia, con sus espacios y regulaciones” (Valdivieso 2011: 119). Así, la ciudadanía ecológica subrayaría lo femenino (opuesto a las virtudes masculinas y al ámbito territorial nacional), lo mundial (porque impacta a las mujeres que vuelven a ocupar espacios de ciudadanas de segunda o tercera clase) y lo privado como un espacio que ahora se ha difuminado (olvidando la primera lección feminista acerca de la necesidad de negociar qué es y qué puede ser político, y qué no lo es).

El modelo feminista de Nancy Fraser

El feminismo que comenzó preocupándose por la relación naturaleza y cultura, la ecología y el cuerpo, está aún intentando elaborar un proyecto distinto a nivel cualitativo de aquel que suponía el proyecto moderno. Sin embargo, no parece haber encontrado aún un equilibrio crítico entre lo que puede rescatarse de la modernidad y lo que puede denominarse novedoso y críticamente importante a considerar en esta etapa de crisis. En mi opinión, este balance lo podemos encontrar en la teoría tridimensional de Nancy Fraser, la cual comprende a la justicia en tres dimensiones diferenciadas en términos analíticos aunque relacionadas entre sí: la redistribución de la riqueza, el reconocimiento entre iguales y las formas políticas de representación (paridad de participación) para la toma de decisiones.

Como hemos visto en las dos anteriores propuestas, los temas de la membresía ciudadana, el cómo construir una comunidad mundial y la necesaria aparición teórica y normativa de un nuevo tipo de espacio público mundial dependen de generar una dimensionalización de los problemas acerca de la justicia y desarrollar un espacio de aparición y visibilidad para la ciudadanía del mundo. Poder cuestionar públicamente las nuevas formas de exclusión institucionales, que ahora son internacionales y que por eso afectan a todos, implica un ejercicio de agencia política que hasta ahora no ha sido posible vislumbrar. Fraser construye ese nuevo espacio al iluminar el territorio de injusticias que ella ha llamado representación política o misrepresentation, y el de los marcos excluyentes o misframing desde donde se cuestionan ciertas instituciones mundiales, Estados corporativos y depredadores, que son los que toman las decisiones que afectan a grupos y personas sin visibilidad política. Se trata de habilitar el espacio común donde las demandas de exclusión en relación con la justicia aparecen como un espacio contestatario y de permitir que sea esta la forma en la que se constituya una opinión pública mundial que termine por deslegitimar a estas instituciones y sus políticas antidemocráticas. Obligar a democratizar dichas instituciones sería el objetivo político de los nuevos movimientos sociales.

En el esquema de Fraser tenemos un primer nivel: el cuestionamiento sobre la representación aparece cuando una comunidad constituye sus límites (dentro de los Estados-nación) y donde la cuestión de la representación aparece vinculada al tema de quién puede pertenecer a una comunidad ciudadana del tipo westfaliano (Estados-naciones). Aquellos que son excluidos no pueden cuestionar su exclusión pues no forman parte de una comunidad política (los inmigrantes, por ejemplo). En un segundo nivel, el metanivel político (el que en realidad habilita el espacio público mundial) está relacionado con el cuestionamiento crítico de quiénes son los que hacen las leyes y reglas (Estados depredadores y ricos, organismos no democráticos que actúan por intereses particulares e instituciones no democráticas de gobernanza mundial) y a quiénes afectan estas medidas y son excluidos de la misma capacidad de poder participar en la construcción de estas reglas y leyes. En ambos niveles políticos se trata de injusticias activadas por distintos tipos de falta de representación política que Fraser denomina mala representación (misrepresentation), y sus enfoques o marcos son excluyentes (misframing). Fraser argumenta que antes se había definido la justicia como un espacio bidimensional que comprendía las demandas de redistribución y de reconocimiento vinculadas a los espacios económico y cultural. Ahora, sin embargo, considera que sin el concepto normativo de representación política no puede habilitarse ninguno de los reclamos redistributivos o de no reconocimiento. Es por ello que este es el espacio normativo que podría habilitar la creación de un espacio público mundial, ya que la condición sin la cual un espacio semejante puede aparecer supone que existen agentes políticos excluidos y que son capaces de expresar sus críticas de forma pública. Dichas participaciones suponen un reordenamiento vinculante y vinculado a la correlación que se establece entre la democratización de las instituciones que permiten la construcción de las leyes y los contenidos sustantivos de las demandas de los excluidos, los cuales terminan por redefinir la justicia. Fraser insiste en que podemos ejemplificar ambos niveles de las injusticias con el concepto de género: por ejemplo, en el primer nivel, las leyes electorales de un Estado-nación impactan a aquellos que no son reconocidos como miembros de una comunidad política. Las mujeres que ejemplificaron en el pasado la lucha por el voto eran excluidas de su comunidad política. Sus logros cristalizaron solo en el siglo xx (aun cuando hay muchos países que continúan todavía con este tipo de luchas políticas). La segunda dimensión de la mala representación, la que Fraser llama el marco equivocado o distorsionado (misframing), puede ejemplificarse con las miles de mujeres que se ven obligadas a trabajar en condiciones terribles, por sueldos miserables, en países cuyos Estados no tienen legislaciones claras sobre la defensa de sus derechos como trabajadoras y donde tampoco se considera trabajo las labores domésticas que las mujeres tienen que realizar, ni se toman en cuenta las nuevas condiciones sociales de inmigración en donde las mujeres asumen el trabajo doméstico de otras mujeres que ya están integradas al mercado laboral en los países ricos. Fraser argumenta que este tipo de injusticia constituye la más política de las discusiones, y solo con la globalización se ha hecho visible.

Existen muchas instituciones mundiales que no consideran la justicia y hay muchas que tienen relaciones y vínculos con Estados depredadores, con poderes transnacionales privados, con especuladores y con instituciones monetarias no democráticas, así como con corporaciones transnacionales que participan en las decisiones que atañen a otros países pobres o con Estados fallidos. Las nuevas estructuras de gobernanza mundial permiten y fomentan formas de explotación exentas de control democrático. Aquellas personas a quienes se les ha negado paridad de participación son quienes deben ocupar y habilitar el espacio público mundial y lograr transformar su invisibilidad en una visibilidad política. Así, la obra de Fraser permite no solo cuestionar los marcos que delimitan la capacidad de acción de un agente en las tomas de decisión, sino también la forma en que, a partir de la visibilidad, el agente excluido construye al cuestionar públicamente este tipo de injusticia, se conecta al mismo tiempo con un nuevo principio de justicia participativa (paridad de participación) y puede exigir con claridad lo que es necesario transformar primero como condición de posibilidad: un acuerdo acerca de por qué es necesario que los sujetos excluidos y afectados tengan voz y voto político. Por lo tanto, la teoría de Fraser se deshace del enfoque funcional y se convierte en una teoría que establece relaciones vinculantes entre la democratización de las instituciones y las demandas de justicia de los actores excluidos, al tiempo que habilita un espacio colectivo como esfera pública mundial.

En un ensayo anterior, “Transnationalizing the Public Sphere. On the Legitimacy of Public Opinion in a Postwestphalian World” (2008), Fraser elaboró una serie de críticas a los teóricos de la esfera pública que pretendían tomar dicha categoría y extenderla más allá de las fronteras del Estado-nación, sin antes estudiar cómo la categoría emergió precisamente como estructura fundamental específica del Estado-nación (y en consonancia con la diferenciación conceptual entre la economía, el Estado y la sociedad civil). Fraser argumentaba que tal categoría posee dos dimensiones irreductibles: su contenido normativo (democrático y vinculado a demandas de inclusión de grupos y personas) y otro empírico (que Habermas [1975] reconstruyó en su famosa intervención acerca de la construcción histórica de la esfera pública burguesa en Alemania, Francia e Inglaterra). Fraser argumenta que la construcción de la categoría de esfera pública realizada por Habermas tenía el objetivo de convertirse en una parte normativa de la teoría crítica porque con ella se podía explicar la democratización en las formas de participación y decisiones colectivas asociadas al Estado-nación. Desde el principio, esta categoría abría la posibilidad de cuestionar quién participaba y quién no.4 Fraser insistía en que el concepto de esfera pública debía relacionarse con el poder soberano, pues sin esta correlación era imposible plantear el tema de la eficacia política de las demandas de los agentes excluidos. Por esta razón, Fraser se cuestionaba si sería posible trascender los límites históricos de dicha categoría y recuperarla para el mundo. Para ella, dicha tarea consistía en reformular una teoría crítica de la esfera pública mundial que iluminara las posibilidades de emancipación en el momento actual (Frasier 2008: 78). A su vez, Fraser enumeraba cuáles eran los problemas que debía enfrentar una teoría sobre esta esfera: a) la difusa noción de ciudadanía mundial que aún no se constituye como un demos, es decir, como ciudadanos auténticamente políticos; b) la publicidad poswestfaliana, la cual parece empoderar más a las élites que a la ciudadanía; c) el espacio común donde poder hablar de un derecho de participación, de estatus y de voz, en el cual no existe un único poder soberano como el que representaba el Estado-nación; d) la capacidad de responder a la eficacia de la opinión pública mundial con preguntas como: ¿qué clase de rendición de cuentas puede existir en este nivel global?, y ¿cómo poner límites al poder transnacional? Fraser considera también dos puntos adicionales no menos relevantes: e) el tema de la cuestión de la lengua común que debería habilitar la discusión y el debate mundial, y f) la proliferación de medios y formas comunicativas, las cuales han crecido de tal manera que es difícil articular algo semejante al papel que tuvo la aparición de la imprenta y las formas estéticas y políticas que emergieron configurando formas nuevas de subjetividad y una nueva ciudadanía ilustrada.5 Sin embargo, como he intentado mostrar aquí, el trabajo de Fraser más desarrollado gira ya en torno a la articulación de un concepto de esfera pública mundial, al tiempo que perfecciona la dimensión política de la representación y va más allá del Estado-nación westfaliano.

Recapitulemos: Fraser reconoce que hay dos tipos de enfoque estratégico y político que deben ser considerados para dimensionalizar a la justicia en términos de inclusión y exclusión política. Una de ellas, la segunda, elabora lo que la autora ha denominado como el marco distorsionado (misframing) y es poswestfaliano porque alude a la capacidad de los sujetos excluidos para cuestionar a las instituciones de gobernanza que trascienden los límites de la soberanía estatal. La cuestión de la dimensión normativa de la categoría de esfera pública mundial aparece cuando este tipo de exclusión se vincula ahora con la teoría de la justicia que Fraser ha incluido a su tercer nivel, el de la representación política. Y si el enmarque político que llama afirmativo (affirmative politics of framing) se habilitó para cuestionar los límites que establece el concepto westfaliano del Estado-nación, ahora desarrolla un segundo nivel, el cual denomina enfoque transformativo. Para ciertos sujetos que se ven excluidos de derechos por políticas que ya no son solo configuradas desde el Estado-nación se trata de lidiar con instituciones y reglas internacionales que son las que posibilitan las prácticas de injusticia a las que son sometidos los grupos excluidos por estas estructuras de gobernanza. Un enfoque transformativo serviría para luchar contra las formas en las que ciertas instituciones construyen reglas y procedimientos sin que haya antes un cuestionamiento de a quiénes afecta. La parte empírica de esta teoría sobre la esfera pública mundial está también incluida en esta versión, pues Fraser recoge las experiencias de los movimientos recientes como el feminismo internacionalista y el ecologismo, los cuales han sido claves para alumbrar esta tercera dimensión de la justicia que capta el concepto de Fraser de mala representación y que busca democratizar las instituciones globales y poder participar en el desarrollo de reglas y procedimientos. La autora argumenta que estos grupos tienen reclamos de justicia que pertenecen a un primer nivel político de mala representación, pero también acceden a una metanivel en el que se cuestionan las formas no democráticas de los marcos legales, las cuales se constituyen en organizaciones mundiales que determinan reglas y de las que son excluidos los sujetos afectados por esas mismas reglas. Por lo tanto, ya no solo se trata de quiénes son excluidos, sino también de cómo son excluidos. La tarea de democratizar dichas instituciones y la forma en la que se construyen las reglas y decisiones elevaría también el nivel de la crítica hasta un metanivel político: el cuestionamiento acerca de la justicia debe abocarse a analizar cómo “los procesos democráticos de determinación deben aplicarse no solo al qué de la justicia, sino al quién y al cómo. En tal caso, al adoptar un enfoque democrático hacia el cómo, la teoría de la justicia asume una forma apropiada en el mundo global” porque abre el espacio normativo de lo público y lo común. “Dialógica a cada paso, de la metapolítica a la política, [y] se convierte [ahora] en una teoría poswestfaliana de justicia democrática” (Fraser 2009: 207). Esta forma es la única que puede constituir el sedimento normativo de la categoría de espacio público mundial. Dejando atrás las teorías monológicas, construidas por autores que toman su objeto de estudio sin vincularlo con los actuales movimientos sociales, que son los que en realidad establecen los criterios de cómo debe funcionar la democracia, la teoría de Fraser reconoce es dialógica, pues para ella son los sujetos excluidos quienes han comenzado a cuestionar las estructuras institucionales y las formas de representación política en todos los niveles. Con ello, la autora establece una coimplicación entre la democratización de las estructuras e instituciones y las demandas de justicia que las cuestionan en tanto políticas excluyentes. Por un lado, el principio regulativo de Fraser —la paridad participativa— se convierte ahora en un principio sustantivo de la justicia desde el cual se pueden evaluar todos los arreglos sociales existentes. Por otro lado, dicho principio también es procedimental, porque permite evaluar la legitimidad de las normas democráticas. En virtud de ambas cualidades —lo sustantivo y lo procedimental— existe una correlación de la justicia con el principio de paridad de participación y su inherente reflexividad. Esta última se hace patente cuando se puede trasladar el análisis crítico desde los órdenes de organización del primer nivel (las estructuras democráticas concebidas en principio por los Estados-nación) hasta los niveles metapolíticos en donde es posible cuestionar las reglas mismas por su carácter excluyente y antidemocrático. Y por ello, el resultado de la actividad crítica de los movimientos sociales enviste de normatividad al espacio empírico que ya es utilizado por los nuevos movimientos sociales. La visibilidad adquirida por dichos movimientos sociales transforma el debate y vincula a estos ciudadanos bajo una causa común: politizar el debate de la inclusión y democratizar a las instituciones que ejercen la gobernanza mundial. La preocupación de Fraser acerca de la ausencia de un demos hace causa ahora cuando emerge con los nuevos movimientos de los indignados y sus redes de comunicación global. Al mismo tiempo, la publicidad se convierte ahora en parte de un nuevo debate político, pues lo que está en juego es el cuestionamiento sobre cómo ciertos Estados controlan la información o invaden la privacidad de la ciudadanía, o cómo los medios de comunicación funcionan más como las corporaciones privadas, en consonancia con las instituciones de gobernanza, y por ello han perdido su legitimidad como agentes críticos. En su lugar han aparecido nuevas tecnologías, medios ciudadanos o grupos no gubernamentales (Wikileaks, por ejemplo) que delatan las prácticas de los Estados depredadores o controladores de la gobernanza mundial. Estos temas de lo que debe hacerse público o no, han comenzado ahora a convertirse en producto de discusiones públicas a nivel mundial. Ni siquiera el tema de la lengua común, que tanto preocupaba a Fraser, es un obstáculo irremediable. Los nuevos movimientos sociales se organizan y funcionan con mucha más plasticidad y capacidad lingüística de la que suponía ella. Existe un mínimo vocabulario tomado del inglés común (ordinary language) que se ha traducido a varias lenguas a través de anglicismos gracias a los usos masivos de internet y del acceso a las computadoras. El éxito de herramientas como YouTube han permitido reproducir y compartir en todo el mundo imágenes que ahora son utilizadas por los ciudadanos para criticar, cuestionar a los políticos, las empresas, los Estados y sus representantes. A su vez, el tema de la representación política se ha convertido en tema de interés común, y ello ha provocado la aparición de múltiples narrativas y películas que ahora fomentan la crítica y discusión sobre de las crisis mundiales del capitalismo,6 los problemas relacionales entre la ecología y el capital,7 o la violencia de género producto por las políticas internacionales.8 Con la creación de un nuevo imaginario social en donde estas narrativas han comenzado a aparecer y a cuestionar dichas instituciones de gobernanza mundial se puede relacionar el marco teórico que Fraser desarrolla con su teoría crítica de la justicia. Con esta teoría es posible hallar una respuesta no funcional y política al tema de la representación política y la lucha que debe establecerse para democratizar las instituciones mundiales y habilitar la agencia de un nuevo tipo de ciudadano poswestfaliano. Esta es una perspectiva distinta de aquella que Young y Valdivieso pretendían establecer con el concepto de responsabilidad

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Por desgracia, en este artículo no podré tratar el examen crítico que Fraser hace de la obra de Karl Polanyi, quien estuvo interesado en explicar cómo el capital regulado y desrregulado se constituye en una dinámica entre el mercado y la sociedad que determina cómo la protección social es un producto histórico en el que se generan políticas del Estado social de bienestar y que procuran la protección de la sociedad, y cómo el movimiento contrario, el de desregulación termina por destruir la capacidad del Estado de proteger a la sociedad y termina en una crisis económica. Fraser argumenta que a estas dos dimensiones habría que añadir una tercera que sería lo que ella ha llamado emancipación y desarrolla su explicación histórica analizando los distintos momentos históricos en los que ocurren estos tres movimientos generados por la relación mercado, sociedad y movimientos sociales emancipatorios. Al respecto, véase Fraser (2011: 137–157) y Polanyi (2001).

Arendt argumenta que hacerse cargo (ser responsable) de ciertos actos requiere la conciencia sobre lo hecho, y la vergüenza es la reacción que enseguida sobreviene al que está consciente y asume su culpa.

Esto es lo que ocurre, por ejemplo, con supuestas actitudes ecológicas en las que las madres contemporáneas se niegan a vacunar a sus hijos utilizando una falsa información acerca del peligro de las vacunas. Con ello, se vuelve a etapas premodernas y se desconocen las posibilidades en las que la medicina ha hecho importantes contribuciones para combatir muchas enfermedades.

Esta fue la contribución más interesante de las feministas al trabajo de Habermas, pues ellas objetaron su visión estática de tal categoría y la invisibilidad de la exclusión de las mujeres de la esfera pública en su origen burgués (Landes 1988; Fraser 1997: 69–98).

Fraser alude aquí a la obra de Benedict Anderson Imagined Communities, la cual relaciona el imaginario social y la producción de obras literarias al Estado-nación westfaliano (Anderson 1983).

Películas como Too Big to Fail (2011, dirigida por Curtis Hanson, eeuu), Margin Call (2011, dir. J. C. Chandor, eeuu) o The Capital (2012, dirigida por Costa-Gravas, España) están cuestionando los procesos que generaron las crisis y el cinismo de los actores que participaron en ellas. Esta vertiente crítica del cine sigue creciendo con películas que cada vez abordan con mayor claridad el tipo de problemas asociados a la desregulación del capital y a la forma en la que son afectadas sociedades enteras.

Al respecto, véase la película La pesadilla de Darwin (2004, dir. Huber Sauper, Francia/Bélgica/Austria). En dicho filme aparece la relación entre el consumo de un tipo de pescado que los europeos favorecen en su dieta y que se cultiva de manera artificial en África (en el lago de Tanganica). Los efectos de haber trasladado a un pez fuera de su medio ambiente ha terminado por destruir la fauna del lago. La masiva exportación del pescado a Europa ha convertido el espacio y hábitat del lago en un cementerio de carcasas de pescado, suciedad, enfermedades y otros diversos efectos destructivos.

La película de González Iñárritu, Babel (2006), muestra el caso de una niñera mexicana en los Estados Unidos y su problema inmigrante que realiza sus funciones de trabajo doméstico, mientras que ha tenido que abandonar a su familia que se encuentra al otro lado de la frontera con Estados Unidos.

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