El 28 de agosto de 2008, la Asamblea Legislativa del Distrito Federal aprobó una serie de reformas en materia de interrupción voluntaria del embarazo que posteriormente fueron validadas por la Suprema Corte de Justicia de la Nación en un fallo memorable. El debate en el pleno se desarrolló con elegancia y con gran riqueza argumentativa, y estuvo, desde mi punto de vista, a la altura de las expectativas generadas por la opinión pública. La votación final alcanzó una robusta mayoría de ocho a tres, lo que para muchos resultó más de lo esperado. Para el engrose, sin embargo, se optó por una argumentación formal y en exceso literal. Este tipo de argumentación, sin duda, no hacía justicia al debate. Digamos que para efectos inmediatos la argumentación en el engrose fue acertada en aras de alcanzar un consenso entre los ministros, pero dejaba flancos débiles, los cuales abrieron un escenario de corte conservador a nivel de muchos estados de la República, en algunos casos con notorios tintes fundamentalistas. Entre octubre de 2008 y diciembre de 2010 se modificaron las constituciones de 18 estados para imponer que la vida debía quedar protegida desde la fecundación y, en algunas, hasta su terminación natural. A la fecha, otros nueve estados han presentado iniciativas en el mismo sentido.
Mi impresión es que en estos últimos años se ha perdido el ímpetu inicial y hemos entrado en un letargo que no augura buenos tiempos para un enfoque de los derechos de la mujer de corte liberal, igualitario, democrático y laico. Estoy convencido a estas alturas —y más aún después de las ejemplares resoluciones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en los casos González y otras (“Campo algodonero”) vs. México y el más reciente de Artavia Murillo y otros (“Fecundación in vitro”) vs. Costa Rica, así como de las mismas reformas a la Constitución de México en materia de derechos humanos y la correspondiente respecto al carácter laico de la república mexicana— que el poder judicial debe cerrar filas con una sola convicción: reconocer y proteger los derechos de las mujeres, el único personaje en este drama que es titular de derechos. De no hacerlo, la alternativa es condenarla una vez más, y ahora en una situación casi irreversible —dadas las dimensiones que está tomando este problema a nivel nacional—, a un estado de subordinación y de dominación, convirtiéndola en ciudadana de segunda, severamente discriminada. A este respecto, Francisca Pou afirma sin ambigüedades que: “Hablar de desigualdad de género y de hegemonía o dominación patriarcal en México me parece algo parecido a referir lo que los juristas llaman un ‘hecho notorio’”. El índice de diferenciales por género que cada año da a conocer el Foro Económico Mundial sitúa en 2012 a México en el lugar 84 de un total de 135. Todos los países de América Latina, a excepción de Chile, El Salvador y Guatemala, están por encima de México. La mayoría de los países situados por debajo se encuentran en las grandes áreas de influencia de la religión musulmana. Para Pou, al mismo tiempo que se perciben en México algunos signos de buena voluntad reflejados en la aprobación o modificación de la normatividad vigente, se mantienen una serie de “factores y dinámicas que garantizan ampliamente su inefectividad y dejan el statu quo fundamentalmente intocado” (Pou Jiménez 2010: nota 2).
Reitero que las reformas propuestas a nivel de las constituciones estatales y las futuras reformas a los códigos penales correspondientes, lejos de significar una ampliación de los derechos, suponen una restricción injustificada porque atentan contra el derecho a la privacidad, a la autonomía, a la dignidad y a la igualdad de las mujeres.2 En lo que resta de este texto, argumentaré filosóficamente en favor de una defensa incondicional de los derechos de las mujeres a partir de un mínimo necesario de racionalidad científica.
Derecho a la privacidadEste derecho se expresa en la libre decisión de las mujeres sobre su propio cuerpo. Permítanme citar —a riesgo de ser reiterativo— el conocido ejemplo de Judith Thomson: Imagine lo siguiente: usted se despierta una mañana y se encuentra en la cama espalda contra espalda con un violinista inconsciente. Un famoso violinista inconsciente. Se descubrió que tiene una enfermedad renal mortal, y la Sociedad de Amantes de la Música ha consultado todos los registros médicos disponibles y ha descubierto que sólo usted tiene el grupo sanguíneo adecuado para ayudarlo. Por consiguiente usted ha sido secuestrado, y la noche anterior han conectado el sistema circulatorio del violinista al suyo, de modo que los riñones de usted puedan ser usados para purificar la sangre del violinista además de la suya propia. Y el director del hospital le dice ahora a usted: “Mire, sentimos mucho que la Sociedad de Amantes de la Música le haya hecho esto, nosotros nunca lo hubiéramos permitido de haberlo sabido”. Pero, en fin, lo han hecho, y el violinista está ahora conectado a usted. Desconectarlo a usted sería matarlo a él. Pero no se preocupe, sólo es por nueve meses. Para entonces se habrá recuperado de su enfermedad, y podrá ser desconectado de usted sin ningún peligro.” ¿Está usted moralmente obligado a acceder a esta situación? No hay duda de que sería muy amable de su parte si lo hiciera, demostraría una gran generosidad. Pero ¿tiene usted que acceder? […] ¿Qué sucedería si el director del hospital dijera: “Mala suerte, de acuerdo, pero ahora tiene usted que quedarse en cama, conectado al violinista, por el resto de su vida. Porque recuerde esto: toda persona tiene derecho a la vida; y los violinistas son personas. Por supuesto, usted tiene derecho a decidir lo que suceda a su cuerpo y en su cuerpo, pero el derecho de una persona a la vida prevalece sobre el derecho de usted a decidir sobre su cuerpo. Así que nunca podrá ser desconectado de él”. Creo que usted consideraría que eso es monstruoso, lo cual es indicio de que hay algo realmente equivocado en el argumento que acabo de mencionar y que suena tan verosímil (Thomson 2001: 188–190).
¿Quién con un mínimo de sensatez no aceptaría que existe una asimetría entre el feto y la mujer? El paradigmático caso Roe vs. Wade se construyó a partir del reconocimiento del derecho a la privacidad. La restricción legal del aborto representa una intromisión del poder del Estado en la vida privada de las mujeres y sigue siendo, a mi juicio, el argumento más poderoso para limitar su intervención a través de la penalización.
Lo que creo que hay que entender es que una cosa es el debate en el terreno de la moral y otro muy distinto el que se opera en el ámbito del derecho. En términos de Luis Villoro: […] ante un asunto controvertido, objeto de juicios morales divergentes, ¿tiene el Estado derecho, obligación incluso, de imponer leyes y sanciones que correspondan a una concepción determinada? […] Lo que está en litigio no es si el aborto es bueno o malo moralmente, sino si debe o no ser penalizado por el poder estatal (Villoro 2001: 243).
Hoy día el debate sobre el aborto parece tener sentido si hacemos un esfuerzo para distinguir con claridad los dos ámbitos: el moral y el jurídico. Esta distinción es la única que puede asegurar una convivencia plural en el seno de una sociedad que se precie de democrática. Y a la pregunta formulada por Villoro, la respuesta no puede ser otra más que la de un rotundo no. El Estado no debe, ante asuntos controvertidos, imponer alguna concepción determinada por la vía de la penalización. […] penalizar el aborto —continúa Villoro— implica conceder al Estado el privilegio exclusivo de decidir sobre un asunto moral y atentar contra los derechos de las mujeres para imponerles su criterio. Despenalizar el aborto no implica justificarlo moralmente, menos aún fomentarlo. Implica sólo respetar la autonomía de cada individuo para decidir sobre su vida, respetar tanto a quien juzga que el aborto es un crimen como a quien juzga lo contrario (Villoro 2001: 248).
Además, desde un punto de vista consecuencialista, como argumenta Alfonso Ruiz Miguel, la punición del derecho es una medida inútil, entre otras razones, por la ineficacia de la pena. En este punto las cifras hablan por sí solas. No solo no ha impedido o contribuido a disminuir la práctica del aborto, sino que su prohibición ha provocado la producción de abortos en condiciones sanitarias inadecuadas con las consiguientes muertes y enfermedades graves en las mujeres. Quizá no esté demás recordar una verdad de Perogrullo para todo jurista: […] solo debe usarse la sanción penal cuando es estrictamente imprescindible para garantizar un derecho o un bien, o visto a contrario sensu, se excluye la justificación de la pena cuando ésta resulta inútil o innecesaria como medio de garantía o de prevención en relación con ciertos derechos o bienes (Ruiz Miguel 2003).
Por lo dicho, comparto el llamado que hace ya diez años hiciera Marta Lamas a realizar lo que podríamos denominar un giro jurídico o legal, sacando el aborto de los códigos penales y reglamentándolo en las normas sanitarias. El debate sobre su moralidad e inmoralidad debe reservarse a las conciencias individuales y discutirse con la seriedad que merece en las aulas universitarias y en los foros públicos en general. Pero ante las graves injusticias de que son objeto las mujeres mucho ganaríamos comenzando por distinguir el ámbito de la moralidad del ámbito del derecho, y adoptándo y ejerciendo una actitud de denuncia pública y activa. A este respecto, cito de nuevo a Marta Lamas: “solo una sociedad verdaderamente indignada y movilizada ante una ley anticuada, cruel y discriminatoria hará posible que se amplíe el marco despenalizador” (Lamas 2003).
Derecho a la autonomía personalEste derecho se concreta fundamentalmente en el derecho a la libertad sexual y reproductiva, y, de manera muy general, en el derecho al libre desarrollo de la personalidad, o bien en el derecho a planear y decidir su propio plan de vida y realizarlo. Se trata de entender la autonomía personal en términos de autorrealización, de capacidad —en el sentido de Amartya Sen— o, si se prefiere, de libertad positiva. Y aquí la diferencia con el feto es insuperable. No hay ninguna evidencia científica que permita concluir que el feto posee alguna capacidad autonómica; por lo mismo, no es titular de derechos fundamentales. ¿Significa esto que quedan desprotegidos de la tutela constitucional? No. El embrión y el feto, como bien nos recordaba Jorge Carpizo, son bienes tutelados jurídicamente, pero no son titulares de derechos fundamentales (véase Carpizo y Valadés 2008: 17). De muchos recursos naturales o del mismo patrimonio cultural de la nación decimos que son bienes tutelados por la Constitución, pero de ninguno de estos bienes decimos que son titulares de derechos fundamentales. Lo mismo sucede con el embrión y el feto. Así lo entendió, por ejemplo, la Corte Constitucional colombiana en un fallo del 10 de mayo de 2006. En este fallo se destacó la no equivalencia entre el nasciturus y la vida humana de la mujer con todos los derechos que tiene ella: a su cuerpo, a su sexualidad y reproducción, a su intimidad, etc.
Sin embargo, quiero dar un paso más en el reconocimiento de la autonomía de las mujeres. No se trata de una autonomía condicionada, sino del deber de respetar la autonomía de la mujer, porque si así no fuera se daría lugar a abortos clandestinos en condiciones de insalubridad, lo que provocaría las muertes inevitables de las que todos hemos oído. Por supuesto que ya se gana mucho argumentando con este enfoque consecuencialista, como ya he señalado, pero la defensa de la autonomía de las mujeres deber ser incondicional, simple y sencillamente porque, de acuerdo con su plan de vida y la presunción de una decisión racional y deliberada, abortar es lo que más le conviene. Este es el argumento de fondo para defender el aborto voluntario, sin restricciones, sin necesidad de probar absolutamente nada. ¿O es que piensan los legisladores antiabortistas —una buena parte de ellos de corte confesional— que la decisión de abortar para una mujer es una decisión sencilla y sin consecuencias?
Por supuesto, detrás de la oleada de reformas constitucionales estatales en México existen grupos y sociedades cristianas —comenzando por la misma Iglesia católica—, las cuales han participado y participan de manera activa en su implementación. Esto en sí mismo no es censurable. Lo que sí lo es, es que, pese a que vivimos y compartimos los valores de una sociedad democrática y liberal en muchos asuntos de orden político, social y económico, muchos cristianos parecen creer que poseen el derecho de utilizar la ley para aplicar la moral cristiana al aborto, al divorcio, al suicidio, a la procreación asistida, etc. Contra esta manipulación de la ley, vale la pena citar el siguiente pasaje: Yo mismo soy cristiano —dice Max Charlesworth—, y siempre he pensado que a la vez que los cristianos mantienen sus propios valores morales, deberían también preocuparse especialmente de defender el valor de la autonomía personal. […] Por lo tanto, los cristianos, así como cualquier otro, pueden de una forma válida mantener y promover sus posiciones morales respecto a los temas aquí tratados, pero si son ciudadanos de una sociedad liberal, no simplemente tolerarán sino que respetarán el derecho de conciencia de sus conciudadanos de mantener posturas contrarias, sin buscar que sus puntos de vista sean impuestos por el estado (Charlesworth 1996: 3 y ss.).
Lo que está implícito en esta cita de Charlesworth es la comprensión del valor de la laicidad como condición necesaria para la convivencia plural en una sociedad democrática. Si distinguimos entre moral privada y moral pública, esta separación marca un límite con respecto a las convicciones religiosas. Estas deben situarse en un ámbito privado, mientras que el carácter laico del Estado debe exigirse en el ámbito público.
Si partimos de la premisa de que entre los planes de vida posibles de cualquier individuo se encuentran también aquellos que se sustentan en convicciones religiosas, en tanto elegidos o ratificados con libertad en una etapa de madurez, son tan valiosos como cualquier otro plan de vida y su límite es, de igual forma, el daño a la autonomía y bienestar que pudieran causar en terceros al momento de su puesta en práctica. Un liberal no está reñido con las convicciones religiosas. Él mismo puede tener las propias, pero está consciente de que los principios religiosos son inmunes al razonamiento y se reservan en el fuero de la conciencia personal. En este sentido, la religión no es una condición ni necesaria ni suficiente para la moral, mucho menos para el derecho y la política. Por ello, un individuo liberal entiende que un ordenamiento jurídico, así como cualquier política pública, debe estar dirigido tanto a creyentes como a no creyentes, agnósticos o ateos. En este sentido tiene razón Martín Farell cuando sostiene que: Los principios religiosos son, necesariamente, de tipo metafísico, insusceptibles de prueba, dogmáticos, autoritarios y, en buena medida, inmunes al razonamiento. En la filosofía occidental se considera a los sentimientos religiosos generalmente como carentes de prueba, y las pruebas que han tratado de buscarse se han considerado inválidas. El orden jurídico, por su parte, está dirigido a todos, creyentes o no creyentes. Para cualquier contenido de orden jurídico hay que dar razones, proporcionar argumentos. Hay que discutir, y no dogmatizar (Farell 1985: 13–14).
¿Qué decir sobre el derecho a la dignidad de las mujeres vs. el derecho a la dignidad del embrión o del feto? ¿Es que se puede hablar de una dignidad del embrión o del feto? Siguiendo a un filósofo inglés, Peter Strawson, propongo una definición de persona bastante general y convencional. Persona es un ser “al que podemos atribuir tanto propiedades corpóreas como estados de conciencia”. A partir de esta definición, y de acuerdo con el estado del arte de la ciencia, no tiene ningún sentido penalizar el aborto en las primeras 12 semanas. En palabras de los científicos Ricardo Tapia, Rubén Lisker y Ruy Pérez Tamayo: El embrión de 12 semanas no es un individuo biológico ni mucho menos una persona, porque: a) carece de vida independiente, ya que es totalmente inviable fuera del útero, al estar privado del aporte nutricional y hormonal de la mujer; b) aunque posee el genoma humano completo, considerar que por esto el embrión de 12 semanas es persona obligaría a aceptar también como persona a cualquier célula u órgano del organismo adulto, que también tienen el genoma completo, incluyendo a los tumores cancerosos. La extirpación de un órgano equivaldría entonces a matar miles de millones de personas; c) a las 12 semanas el desarrollo del cerebro está apenas en sus etapas iniciales, ya que solo se han formado los primordios de los grupos neuronales que constituirán el diencéfalo (una parte más primitiva del interior del cerebro) y no se ha desarrollado la corteza cerebral ni se han establecido las conexiones hacia esta región, que constituye el área más evolucionada en los primates humanos. Estas conexiones, indispensables para que pueda existir la sensación de dolor, se establecen hasta las semanas 22–24 después de la fertilización; d) por lo anterior, el embrión de 12 semanas no es capaz de tener sensaciones cutáneas ni de experimentar dolor, y mucho menos de sufrir o de gozar.3
Se ha argumentado desde el punto de vista metafísico que el cigoto es potencialmente una persona y dado este carácter potencial debe ser protegido como cualquier otra persona. Vale la pena recordar lo que entiende el padre de la noción de potencia, Aristóteles, cuando define la potencia en los siguientes términos: “Toda potencia es a la vez una potencia para lo opuesto; pues todo lo que tiene la potencia de ser puede no ser actualizado. Aquello, entonces, que es capaz de ser puede ser o no ser. […] Y aquello que es capaz de no ser es posible que no sea” (Aristóteles, Metafísica, 9.8, 1050b).
Un óvulo fecundado puede tanto convertirse en una persona real como no convertirse en nada ulterior, como es claro en la cantidad de óvulos fecundados que no terminan en el proceso de anidación o son desechados en abortos naturales. ¿Cuándo es que comenzó a entenderse la noción de potencia como ordenada exclusivamente al ser? No es el momento de contestar a este cuestionamiento, pero estoy convencido de que la introducción de la noción de creación y el abandono de la teoría hylemórfica en la reflexión filosófica de corte cristiano —teoría que sirvió desde el Concilio de Viena de 1312 hasta varios siglos después para no admitir que un alma humana real pudiera existir en un cuerpo humano virtual— ha sido muy perjudicial para una adecuada comprensión del proceso evolutivo. A principios del siglo xvii —dice el teólogo jesuita Joseph Doncell—, y como resultado de una combinación de sus primitivos microscopios y su fantasiosa imaginación, algunos médicos vieron en embriones que tenían sólo unos cuantos días un pequeño ser humano, un homúnculo, con cabeza, piernas y brazos microscópicos. Esta manera de ver al feto daba por supuesto la teoría de la preformación (Doncell 2001: 115).
No vale la pena dedicar una sola línea a esta aberración científica. De igual manera, flaco favor hizo la teoría del dualismo cartesiano. Ahora resulta que un espíritu hecho y derecho puede manejar muy bien una máquina microscópica. Ahí, en ese espíritu, ya está la persona, la misma que se salvará o condenará, pero resulta que en este mundo está metida en un cuerpo desde el momento de la fecundación. Esta es la teoría creacionista de la animación inmediata que sustenta el dualismo cartesiano y que se ha introducido hasta el tuétano en nuestro imaginario social. Este es el cristianismo vulgar, el cual es desmentido por otros cristianos sensibles a los avances de la ciencia. Vuelvo al teólogo jesuita: La embriología experimental nos dice que cada una de las células del embrión inmaduro, de la mórula, es virtualmente un ser humano. De esto no se sigue que cada una de esas células posea un alma humana. […] Los gemelos idénticos surgen de un óvulo fertilizado por un espermatozoide, ese óvulo se parte en dos en una etapa temprana de la gestación y da lugar a dos seres humanos. En este caso, los defensores de la animación inmediata tienen que admitir que una persona puede dividirse en dos personas, lo cual es una imposibilidad metafísica (Doncell 2001: 117–118).
Hoy que el creacionismo está tan discutido me pregunto si estos no son resabios precientíficos inspirados en creencias religiosas y en una imaginación desbordante. Pero, no satisfechos con ello, arremeten de nuevo ahora con un argumento más científico. Sigo citando al teólogo jesuita: Dicen que desde el principio el óvulo fertilizado posee cuarenta y seis cromososmas, todos los genes humanos, su código vital, y por ello dicen que es un embrión humano. Esto es algo innegable, pero eso no lo convierte en una persona humana. Cuando un corazón humano es trasplantado, se conserva vivo por un corto tiempo fuera del donador; es un ser viviente, un corazón humano con todos los cromosomas y los genes humanos. Pero no es un ser humano, no es una persona (Doncell 2001: 117).
Por otra parte, si se pensara que en la fase preimplantatoria el embrión es una persona humana, esto implicaría, entre otras cosas, 1) que no obstante la elevada frecuencia de pérdida natural de óvulos fertilizados que nunca llegan a implantarse, se les considere personas y por lo tanto sujetos de derechos, con lo cual esta acción podría calificar jurídicamente como delito; 2) que se conviertan en ilegales aquellos métodos anticonceptivos que actúan modificando el ambiente del endometrio para impedir o interferir con la implantación, como es el caso de los hormonales orales de progestina sola, los dispositivos intrauterinos medicados y los anticonceptivos modernos de bajas dosis que bloquean la ovulación o que podrían actuar sobre el proceso de la implantación (la llamada píldora del día siguiente); 3) que se limite el ejercicio de la libertad reproductiva y sus correspondientes derechos, por la razón inmediata anterior y porque se pondría en riesgo la viabilidad de la fertilización in vitro, técnica que en muchos casos constituye el único recurso de las parejas imposibilitadas para tener hijos.
En los primeros meses de gestación no hay nada que indique que estamos en presencia de un ser con capacidades bio-psíquicas básicas, por lo tanto no es digno, por lo tanto no es persona. La asimetría es radical. No se puede establecer siquiera la posibilidad de un conflicto de derechos, porque no estamos hablando de dos personas. Por lo tanto, no veo ninguna necesidad de recurrir a la ponderación como recurso argumentativo para dirimir un conflicto inexistente. El ejercicio de ponderación supone la pugna entre dos derechos de igual jerarquía, pero, como se dijo, solo una de las partes es titular de los derechos fundamentales y toda la normatividad jurídica debería estar encaminada a la protección de los mismos.
Dicho lo anterior, si por dignidad entendemos —en la mejor tradición kantiana— que siendo valiosa la humanidad en la propia persona o en la persona de cualquier otro, no debe tratársele nunca solo como un mero medio, sino como un fin en sí misma, y no deben imponérsele contra su voluntad sacrificios y privaciones que no redunden en su propio beneficio. Entonces por ningún motivo la mujer puede ser instrumentalizada y obligada contra su conciencia a mantener un embarazo. Enfatizo esta vía negativa de acceso al concepto de dignidad porque quizá los liberales hemos puesto el acento —con toda razón, por supuesto— en la versión positiva del liberalismo con el concepto de autonomía, y en esta necesidad de reconocer nuestras capacidades y merecimientos frente a los paternalismos injustificados, los poderes fácticos, los perfeccionismos fundamentalistas y todas las manifestaciones de poderes autoritarios que limitan o niegan nuestra privacidad, consentimiento y responsabilidad. Pero creo también que hemos descuidado esa otra cara del liberalismo que Judith Shklar llamó “el liberalismo del miedo”, la necesidad de exorcizar el miedo y, sobre todo, “el miedo al miedo”, porque finalmente la condición de nuestra libertad o autonomía es la ausencia de temores; es decir, ser tratados sin crueldad y sin humillación (Shklar 1991; 2010). Y esto es precisamente lo que quiero enfatizar con el derecho a la dignidad de las mujeres, o mejor, el derecho a una vida digna; es decir el derecho a no ser tratadas nunca más con crueldad, humillación ni discriminación.
Derecho a la igualdadHaré una última consideración, ahora con respecto al derecho de la mujer a la igualdad. En un sentido negativo, tal derecho debe entenderse como un derecho a la no discriminación, y así entendido se emparenta con el derecho a la dignidad. No obstante, en un sentido positivo el derecho a la igualdad debe entenderse como un derecho a la diferencia. Con respecto a la no discriminación, una ley que penaliza a las mujeres pobres es discriminatoria: Es una ley —afirma Gustavo Ortiz Millán— que acentúa las desigualdades existentes en la ya de por sí muy desigual sociedad mexicana. Se podría decir que incluso ayuda a perpetuar las condiciones de pobreza en las que estas mujeres viven, imponiéndoles la carga extra de mantener a un hijo no deseado en circunstancias precarias. Además, es una ley que no se aplica a mujeres con recursos, que también abortan, pero en óptimas condiciones sanitarias y sin ningún riesgo ni para su salud ni de ser denunciadas (Ortiz Millán 2009: 76).
Con respecto a la igualdad en un sentido positivo, si bien es cierto que se debe predicar la universalidad de los derechos bajo el principio de igualdad, tal universalismo —contra lo que piensan algunas voces masculinas y patriarcales— no debe hacer abstracción de la diferencia sexual. Como sostiene Luigi Ferrajoli, debe intentarse una refundación y una redefinición del principio de igualdad, en el sentido de una igual valoración jurídica de las diferencias: Es el punto de vista de las mujeres —continúa Ferrajoli— el que se ha impuesto en el plano cultural, aun antes que en el plano jurídico, y el que ha producido, poniendo en duda y cuestionando el valor y el significado de la igualdad, la que quizás ha sido la más relevante revolución social de los últimos decenios. Obviamente, aún repensado y reformado en función de la valorización de la diferencia de género, ningún mecanismo jurídico logrará, solamente él, garantizar la igualdad de hecho entre los dos sexos. […] El verdadero problema, el que requiere intervenciones precisas e imaginación jurídica, es la elaboración de un garantismo de las diferencias de género que sirva de hecho para la realización de la igualdad en su sentido más amplio posible.
Con tal fin, Ferrajoli analiza cuatro modelos de configuración posible de las diferencias: 1) indiferencia jurídica de las diferencias, 2) diferencia jurídica de las diferencias, 3) homologación jurídica de las diferencias y 4) igual valoración jurídica de las diferencias (Ferrajoli 2010). Este último modelo que defiende Ferrajoli se basa en el principio normativo de igualdad en los derechos fundamentales y al mismo tiempo “en un sistema de garantías capaces de asegurar su efectividad”. A diferencia del primero, este cuarto modelo garantiza a todas su libre afirmación y desarrollo, no abandonándolas al libre juego de la ley del más fuerte, sino haciéndolas objeto de esas leyes de los más débiles que son los derechos fundamentales. Del segundo se distingue porque no privilegia ni discrimina ninguna diferencia, sino que las asume a todas como dotadas de igual valor. Del tercero lo separa el dato de que no desconoce las diferencias, sino que, por el contrario, reconoce todas y las valoriza como otros tantos rasgos de la identidad de las personas, sobre cuya concreción y especificidad cada una funda su amor propio y el sentido de autonomía en las relaciones con los demás.
Si algún derecho a la diferencia debe traducirse en un derecho desigual es el derecho a la maternidad voluntaria como autodeterminación de la mujer. Este derecho, afirma Ferrajoli con razón: […] le pertenece de manera exclusiva porque en materia de gestación los varones no son iguales a las mujeres, y es sólo desvalorizando a éstas como personas y reduciéndolas a instrumentos de procreación como los varones han podido expropiarlas de esa su personal potencia, sometiéndolas al control penal (Ferrajoli 1999).
Termino con una última reflexión para evitar malos entendidos con respecto a esta defensa ferrajoliana del igual valor jurídico de las diferencias. Por ningún motivo se trata de defender una suerte de tolerancia hacia las diferencias; es decir, algo así como una resignación o indiferencia frente a aquello que nos distingue. ¿No resulta acaso ofensivo que alguien en un alarde de solidaridad se exprese diciendo que tolera las condiciones diferenciales de las mujeres en aras de una mejor convivencia social? ¡Hombre, muchas gracias por su deferencia! Por supuesto, resulta un paso importante para cualquier sociedad mínimamente decente superar la vocación discriminatoria y ejercer el hábito de la tolerancia, pero creo que aun este valor —tan querido para los liberales— debe entenderse de forma temporal: se debe trascender el límite impuesto por la tolerancia y aspirar hacia el estado de respeto. No el respeto bobo, sino aquel que se sustenta en el reconocimiento de las diferencias, así como en los principios de autonomía y dignidad humanas, valores en ningún sentido negociables.
La tolerancia sería un primer paso, una virtud transitoria, si se quiere, que debe dar lugar finalmente a la igual consideración y respeto de las personas en el contexto de una pluralidad diferenciada. Creo que esta es la idea de Ferrajoli que vale la pena destacar. En este sentido cito un pasaje ilustrativo de Goethe: “En realidad —decía Goethe—, la tolerancia no debería ser realmente más que un estado de espíritu pasajero, debiendo conducir al reconocimiento. Tolerar significa insultar”. Ernesto Garzón Valdés afirma que: Todo demócrata liberal sensato debe, en el ámbito público, procurar reducir la necesidad de recurrir a la tolerancia afianzando la vigencia de los derechos fundamentales. Cuanto menos necesidad de tolerancia existe en una sociedad, tanto más decente será. En el ámbito privado, siempre habrá niños que nos tiren piedritas en la sopa y habrá que tolerarlos paternalistamente. Pero, en la medida en que las reglas de lo público penetren en lo privado y se afiancen los derechos de sus miembros, se reducirá también el ámbito de vigencia de la tolerancia (Garzón Valdés 2005: 43).
Reitero y concluyo: la defensa incondicional de los derechos de las mujeres no exige la virtud de la tolerancia, sino de una cuidadosa y firme voluntad de respeto, de un reconocimiento de la igualdad en las diferencias •
Texto leído en el iii Congreso Latinoamericano Jurídico sobre Derechos Reproductivos, Cuernavaca, Morelos, 16 de octubre de 2013. Una primera versión fue publicada en Rodolfo Vázquez, 2012, Consenso socialdemócrata y constitucionalismo, Fontamara, México. Se reproduce con permiso del autor.
Como muestra de las terribles consecuencias que se siguen de tales reformas cito los párrafos iniciales de un texto de Diego Valadés titulado “México enfermo”: “Leslie Karina Díaz Zamora es una joven de 20 años que ha sufrido un doble infortunio: perder a su hijo y vivir bajo un régimen confesional. Las autoridades de Baja California, después de mantenerla en reclusión dos años, la sentenciaron a 23 años de prisión a causa de un aborto. Leslie es una víctima más de las reformas constitucionales adoptadas a instancias del alto clero mexicano” (Valadés 2011).