Tomando como referencia trabajos empíricos recientes que abordan la relación entre distintas perspectivas legales sobre el problema de la prostitución, en este artículo se argumenta que la distinción que con frecuencia se hace entre posturas en apariencia diametralmente opuestas, como el prohibicionismo y la legalización, sin duda es menos significativa de lo que suele suponerse e incluso puede ser ilusoria. Esta falta de distinción plantea cuestionamientos serios con respecto al papel que desempeña la ley en la regulación del trabajo sexual. En respuesta a la afirmación de que la influencia de la ley es meramente simbólica, sostengo que estas similitudes surgen justo porque la ley importa (aunque de forma distinta de la que supone una visión soberanista del entramado jurídico), y ofrezco un recuento complejo y crítico del papel del derecho moderno en la regulación del trabajo sexual. Esta postura no solo elucida de forma más precisa los modos en los que la ley sostiene las estructuras dominantes (en este caso el neoliberalismo), sino que muestra cierto optimismo hacia su potencial transformador (si bien es limitado).
IntroducciónLas discusiones sobre la regulación del trabajo sexual suelen empezar con el énfasis puesto en las diferencias entre distintas posturas regulatorias. Antes de recomendar o adoptar una postura que sustente sus propios proyectos y su propio contexto sociopolítico y ético, las y los investigadores, activistas y diseñadores de políticas públicas con frecuencia reexaminan las aparentes distinciones entre prohibición (prohibir la prostitución y penalizar a las prostitutas y los proxenetas, mas no necesariamente a los clientes), regulación (regular más que prohibir o abolir la prostitución a través de, por ejemplo, la legalización) y los sistemas abolicionistas (abolir la prostitución al penalizar a los clientes y a los proxenetas, mas no a las prostitutas), (véanse Kilvington, Day y Ward 2001; Council of Europe 2007). Sin embargo, las clasificaciones tan precisas son problemáticas, dado a que estos términos describen aspiraciones políticas y sociales generales con respecto a cuáles son las mejores formas de regular la venta de sexo y a los intervalos considerables que inevitablemente existen entre estos objetivos y los modos de intervención que se usan para implementarlos (Phoenix 2009). Aún más distantes son los efectos que tienen estas diversas leyes, políticas y técnicas aplicadas por los gobiernos y por otros actores sociales en el ámbito social. Por lo tanto, un enfoque verticalista transmite una falsa impresión de unidad con respecto a la determinación de las políticas, la cual en realidad siempre es provisional, suele ser contradictoria y en general refleja la “influencia política variada y compleja de los discursos en competencia y de los intereses organizados” (West 2000). Asimismo, los enfoques centrados en el Estado no logran dar cuenta de las condiciones locales, las cuales aparentan ser incongruentes con los términos de la ley formal. Ahora bien, las investigaciones empíricas recientes, incluyendo mi propio trabajo con colegas de tres países europeos, revelan que los enfoques legales que aparentan ser contrastantes en ocasiones producen resultados similares (Hubbard et al. 2007; Bernstein 2007), incluso si se trata de sistemas de penalización y de legalización que en apariencia son diametralmente opuestos. Sorprende que Suecia y Holanda, a pesar de ser descritos como países que representan “un espejo ideológico de doble vista” (Hobson 1987), parecen tener resultados muy similares en este contexto en cuanto al aumento de la marginalización de formas más públicas de trabajo sexual (trabajo sexual callejero) y de sus participantes, y a la relativa falta de atención a muchas formas de trabajo sexual en interiores.
Estas continuidades entre mercados sexuales comerciales que traspasan las diferencias culturales y legales han llevado a Laura Agustín a cuestionar la relevancia misma de la ley en el campo del sexo comercial (Agustín 2008). Dada la dominancia de las soluciones legales tanto en las respuestas estatales al problema de la prostitución como en la pertinencia de dichas respuestas en las campañas lideradas por quienes buscan justicia para las involucradas, tal impotencia tendría consecuencias relevantes y potencialmente condenatorias. No obstante, aunque esta prognosis parece ser la conclusión lógica de estos hallazgos, no logra dar cuenta de las maneras en las que operan las formas modernas de poder jurídico para apoyar las relaciones hegemónicas de poder, “a pesar de la brecha que persiste entre el derecho por escrito y la ley en acción” (Silbey 2005).
Para ser justas con Agustín, aún debe teorizarse adecuadamente esta dinámica en la vasta literatura sobre el trabajo sexual, en particular en aquella en la que la ley ocupa una postura significativa. Al tomar ideas derivadas de las teorías de la gobernabilidad, las cuales revelan la naturaleza productiva y adaptativa del poder, espero dar inicio a un recuento más crítico del papel que desempeña la ley moderna en la regulación del trabajo sexual en contextos neoliberales. Sostengo que el hecho de que los enfoques regulatorios contrastantes tengan los mismos efectos empíricos se debe justamente a que la ley sí importa (junto con otras variables), aunque de forma distinta a la que muchos diseñadores de políticas públicas y comentaristas académicos positivistas asumen, incluyendo a Agustín.
Empezaré sin embargo, haciendo un repaso de los hallazgos empíricos que revelan similitudes notables entre los enfoques regulatorios de la prostitución que en apariencia son contrastantes. Es esa la paradoja que da pie a mi cuestionamiento crítico sobre el papel que juega la ley en la sociedad contemporánea.
Exploración de los paralelismos entre posturas abolicionistas y regulatorias frente al trabajo sexual en el contexto del neoliberalismoLa historia del control de la prostitución exhibe que las reformas sustanciales son episódicas y se vinculan con transformaciones sociales más amplias y con cambios en la economía, la cultura y los Estados nación (Walkowitz 1980; Smart 1989).1 Por ejemplo, los significativos cambios legislativos en Occidente han acompañado el periodo de transición del feudalismo a la industrialización, y de esa etapa al capitalismo tardío de nuestros tiempos. Esos cambios veloces resuenan en el cuerpo social y al parecer amenazan con afectar el tejido social percibido y sus normas asociadas. La amenaza y la experiencia de esta ruptura social generan ansiedades considerables en ciertos grupos, los cuales buscan controlar el orden social para preservar las formas hegemónicas de las relaciones de poder (Cohen 1972). Durante dichos periodos de cambio, las cuestiones de abuso problemático (de alcohol, de juego y de prostitución) y las identidades peligrosas han sido blancos convenientes y recurrentes de los programas y las campañas de regulación moral (Hunt 1999).2 La prostitución, la cual combina ambos elementos, aparece a lo largo de la historia como “un significante denso en torno al cual [se pueden expresar] una amplia variedad de inquietudes sociales” (Phoenix 2009: 12).
Por ello, durante la intensa transformación social y económica que caracterizó la época victoriana, el pánico social en torno a la sífilis, las enfermedades venéreas y un supuesto “comercio de esclavas blancas” (Bernstein 2007: 13; Clifford 1912) expresaba inquietudes culturales más vastas con respecto a los coexistentes procesos de urbanización, inmigración y los papeles cambiantes de las mujeres. Las leyes sobre enfermedades contagiosas de 1864, 1866 y 1869, promovidas por una amplia coalición de feministas y grupos religiosos cuya misión era salvar a las mujeres perdidas, hicieron de la prostitución un acto moral y físicamente peligroso y vulnerable que justificó la intensiva regulación moral, social y legal de muchas mujeres solteras de clase trabajadora.3 Al hacerlo, parecía garantizarse la salud social y moral individual, lo cual ayudaba a consolidar una imagen particular del Estado nación como ente sano e iluminado, cosa que a su vez facilitaba su expansión colonial. Como señala Burton, el espectro de esclavitud sexual empleado en las campañas y reformas en ese momento servía para ocultar la facilitación de un amplio proyecto colonialista (Burton 1994).
Lo anterior se equipara con el periodo moderno tardío actual y con las dinámicas de la globalización que generan buena parte del ímpetu detrás del reciente frenesí de actividad legislativa relacionada con leyes internacionales de regulación de la prostitución. Aquí, los principales cambios y la creciente fluidez en el movimiento de gente, capital y mercancías que trajeron consigo la globalización y la reestructuración del capitalismo tardío, junto con la pujante industria sexual, han alentado una amplia coalición similar, conformada por la derecha religiosa, los puritanos moralistas y las feministas radicales, que gira en torno a una misión abolicionista.4 Esta profana alianza moderna se ha constituido alrededor de la cruzada para combatir lo que considera como una esclavitud sexual moderna, término aplicado indistintamente al tráfico de mujeres y niñas con fines de prostitución, y de forma más general al sexo comercial. Salvar a las mujeres perdidas ha vuelto a ser parte del marco de las políticas públicas; sin embargo, aunque hay continuidad con las campañas decimonónicas, su reaparición se vincula al nuevo contexto económico y político mundial, e invoca nuevas formas de gobernanza (Scoular y O’Neill 2007). De nueva cuenta, los cuerpos traficados de trabajadoras sexuales conforman una metáfora útil de las fronteras estatales violadas y actúan como tropo de una política de seguridad más general (Hubbard et al. 2007; Aradau 2008): “el supuesto resurgimiento del ’comercio sexual blanco’ detonó iniciativas múltiples cuya intención era proteger los espacios soberanos de la Unión Europea, tanto como los cuerpos soberanos de las mujeres” (Hubbard et al. 2007: 140). La forma que han adoptado estas múltiples iniciativas está supeditada a distintas tradiciones y configuraciones políticas, lo que implica que estas mismas fuerzas (es decir, la globalización) han sido la inercia detrás de los marcos regulatorios que suelen caracterizarse como opositores, siendo los más notables los esfuerzos por penalizar a los hombres en Suecia y por legalizar el trabajo sexual voluntario en Holanda (Bernstein 2007: 148). En 1998, Suecia dio un paso sin precedentes al prohibir la compra, mas no la venta, de servicios sexuales, penalizando en particular a quienes “obtienen relaciones sexuales casuales a cambio de un pago”.5 Los analistas lo describen como un intento por reafirmar una identidad nacional coherente frente a la percibida ansiedad nacional por la incorporación de Suecia a la Unión Europea, la migración creciente y el aumento de la permisividad sexual en Europa (Gould 2001; Kulick 2003). Por lo tanto, como señala Kulick, a la luz de la cada vez mayor disponibilidad y mercantilización del sexo comercial (que amenaza con borrar las fronteras entre “sexo público y privado, y lícito e ilícito”), y de los espectros de la europeización y la globalización (que amenazan a Suecia con la desaparición inmediata y literal de sus fronteras nacionales), la prostituta referencial termina por simbolizar el orden de cosas, y los intentos por protegerla también representan intentos por reforzar las fronteras tanto culturales como geopolíticas (Kulick 2003: 207).
Paralela a estas dinámicas, como ya he señalado (Scoular 2004), una forma hegemónica específica del feminismo estatal desempeñó un papel muy influyente, el cual infundió una ideología feminista radical a las normas conservadoras de las políticas sociales suecas para producir una ley que establece la equidad de género como objetivo clave:6 La equidad de género seguirá siendo inalcanzable en tanto que los hombres compren, vendan y exploten a las mujeres y a las niñas al prostituirlas [...] Las personas prostituidas son la parte más débil, explotada tanto por los proxenetas como por los compradores [...] Al adoptar la legislación, Suecia ha anunciado al mundo que considera la prostitución una forma seria de opresión de las mujeres y las niñas, y que se deben emprender esfuerzos para combatirla (Ministry of Industry, Employment and Communications 2003).
Por lo tanto, se logra una aparente equidad en el modelo sueco cuando se deja de penalizar a las mujeres involucradas en la prostitución y se empieza a penalizar el papel de los hombres como compradores, y se encamina a las mujeres víctimas a servicios de trabajo social enfocados en fomentar su salida del negocio.
Un clima socioeconómico similar y los miedos en torno a la inmigración que se ocultan dentro del espectro del tráfico detonaron una respuesta legal muy distinta de parte de los holandeses, quienes, el mismo año que entró en vigor la ley sueca, votaron para legalizar el sexo comercial en burdeles. A pesar de la constante caricaturización del sistema holandés como el ar- quetípico sistema liberalizado, una comprensión cuidadosa de las reformas muestra que la que pretendía ser una respuesta pragmática ha sido en efecto una forma selectiva y dispareja de abordar el problema.
A partir de los debates políticos sobre el tema resulta evidente que uno de los propósitos principales de la nueva ley era reducir la explotación de género en este contexto. Se pensó que esto se lograría al establecer una distinción entre prostitución voluntaria y prostitución forzada, como explica Outshoorn: La prostitución ya no es una cuestión moral polémica, sino que ahora se le define como trabajo sexual, siempre y cuando este trabajo se realice de forma voluntaria. Las prostitutas tienen derecho a seguridad social y pueden organizarse en sindicatos si están empleadas; asimismo, deben pagar impuestos. Los empleadores sexuales deben cumplir con las leyes laborales, las regulaciones sanitarias y las de seguridad, y deben pagar seguro social e impuestos. Los burdeles están permitidos en ciertas áreas y deben ajustarse a las regulaciones locales; el proxenetismo ya no es un delito. La prostitución forzada, la cual suele estar ligada al tráfico de mujeres, debe ser eliminada, y los traficantes pueden ser sentenciados a ocho años de cárcel (Outshoorn 2004: 165).
En Suecia, ha habido una serie de evaluaciones de la ley desde su imple- mentación, aunque ninguna ha proporcionado una comparación directa de la situación antes y después de la legislación. De acuerdo con la naturaleza ideológica de la reforma, diversas encuestas y alegatos gubernamentales se enfocan en los cambios que han ocurrido en la opinión pública, los cuales no son en sí mismos indicadores directos de comportamiento. Por ello, a pesar de las declaraciones sobre el extenso apoyo a dicha ley, las cuales varían dependiendo del informe, una proporción mucho más pequeña del público siente que la ley está funcionando.
En términos de los efectos prácticos de la nueva ley, el mensaje consistente que atraviesa una serie de evaluaciones y fuentes, incluyendo las proporcionadas por las instancias gubernamentales, es que ha habido una reducción temporal del trabajo sexual callejero, lo cual ha derivado en el desplazamiento de hombres y de mujeres hacia formas más ocultas de trabajo sexual, así como un empeoramiento de las condiciones para quienes siguen en las calles (Socialstyrelse 2000; 2004; 2007; Brottsförebyggande Rådet 2000; Nord y Rosenberg 2001). A pesar de que la compra de sexo se penaliza sin importar su ubicación, la ley se ha aplicado de forma selectiva, siendo el principal foco de atención los espacios altamente visibles de la prostitución callejera (Hubbard et al. 2007). Aunque es relativamente pequeño en comparación con otros países,7 el trabajo sexual callejero se convirtió en el blanco por excelencia de la atención mediática, los gastos públicos y los esfuerzos policiacos, otorgándose siete millones de coronas (más de £500 000) a la policía para que hiciera cumplir la ley, lo que derivó en una reducción inicial, aunque probablemente solo temporal, como resultado de la aplicación selectiva de la ley.8
Lo anterior derivó en el clásico desplazamiento y en un aumento concomitante de las formas ocultas de prostitución, las cuales se hacen evidentes en el crecimiento de un mercado sexual en expansión pero poco regulado, al cual se accede por internet, en revistas pornográficas y a través de redes informales, como taxistas y hoteles (Socialstyrelse 2000; 2004; 2007). Muchos trabajadores sociales suecos han reportado que algunas de las mujeres que antes vendían sexo en las calles ahora han sido obligadas a trasladarse a burdeles ilegales o a trabajar por sí solas en lugares cerrados. Dicho movimiento las aísla más que nunca, lo cual puede decirse que las expone a mayores riesgos de padecer violencia y a daños que son más comunes cuando se trabaja en interiores, como la explotación económica (Barnard, Hurt, Benson y Church 2002).
Las tasas de condenas han sido bajas, llegando a cerca de 500 en los diez años que lleva en vigor la ley (Savage y O’Mahony 2008). Las investigaciones realizadas por la junta policiaca y por otros señalaron que, de los casos presentados por la policía, la mayoría de las investigaciones fueron descartadas debido a que las evidencias eran insuficientes (Brottsförebyg- gande Rådet 2000) y unas cuantas procedieron hasta llegar a la corte (Nord y Rosenberg 2001: 208). De hecho, hay todavía menos información sobre las cifras de quienes se salen del negocio, sobre el apoyo social que existe para que lo hagan y sobre su efectividad.9
Por lo tanto, a pesar de lo que afirma el gobierno, la ley ha tenido poco impacto tangible en la oferta y la demanda; lo que sí ha logrado es una restructuración entre el trabajo callejero visible y el trabajo invisible que se realiza en interiores (Hubbard et al. 2007; Johansson y Persson 2004). Asimismo, una serie de informes señalan el impacto negativo que ha tenido la ley en las personas más marginadas a nivel social que siguen trabajando en exteriores. Esto se debe al aumento de la vigilancia y a una disminución del consumo que derivan en precios menores, una menor variedad de clientes, transacciones rápidas y, en consecuencia, mayores riesgos (Nord y Rosenberg 2001), hallazgo que resuena en las entrevistas que hizo Östergren a mujeres, quienes reportaron haber experimentado mayor estrés y peligro en las calles (Östergren 2004). Por lo tanto, la criminalización de la compra de sexo para ofrecer una mayor protección a las mujeres que se prostituyen ha tenido el efecto paradójico de generar mayores niveles de riesgo y peligro para quienes son más vulnerables: las trabajadoras sexuales callejeras.
Las evidencias exhibidas por el sistema holandés revelan el funcionamiento de un patrón similar. La nueva ley permite formas autorizadas de trabajo, por lo que no condona todas las instancias de prostitución. Para quienes se involucraban supuestamente de manera voluntaria en el trabajo sexual en burdeles, las restricciones previas fueron eliminadas del código penal (las cuales, de cualquier forma, rara vez eran implementadas en el sistema previo de tolerancia regulada [Brants 1998]).
Para quienes pudieron cumplir con esas condiciones, hubo cierta evidencia de mejoría de las condiciones laborales dentro de burdeles regulados (Vanwesenbeeck, Höing y Vennix 2002; Daalder 2004;emsp 2007). No obstante, las trabajadoras también experimentaron un mayor control. Por ejemplo, se les exigió que mostraran sus documentos para identificar sus circunstancias (edad, estatus migratorio o situación legal de residencia), y los trabajadores sociales y empleados de salud pública por igual alentaron a las prostitutas a regular su propio comportamiento por motivos de salud pública y a ajustarse a ciertos modos de trabajo acordes a las condiciones de concesión del burdel y sus normas comerciales (Vanswesenbeeck, Höing y Vennix 2002).
Los costos del cumplimiento y de las condiciones impuestas por este sistema priorizaron ciertos negocios y ubicaciones, lo cual derivó en la limitación del mercado legal de servicios sexuales y en el fomento de formas más corporativas (Hubbard et al. 2007).10 La mayoría de las trabajadoras sexuales carece de los recursos financieros para establecer un negocio propio y, en cualquier caso, se resiste a tener una relación empleador-empleada formalizada, pues preferiría el estatus de contratista independiente. Además, muchas trabajadoras quedan excluidas del sistema formal por cuestiones de edad, nacionalidad o estado de salud. De hecho, el trabajo sexual callejero en particular no figura en el sistema formalizado. Ciertamente muchas autoridades parecieron asumir que, al concesionar algunos burdeles, de algún modo podían ignorar la necesidad de darles espacio a las trabajadoras callejeras; por lo tanto, las tippelzones11 en Ámsterdam, Rotterdam y Herleen han cerrado desde la derogación de la prohibición de burdeles (Gemeente Amsterdam 2004).
El resultado neto de la nueva ley fue un sector legal constreñido con mejores condiciones laborales para una pequeña minoría que también fue sujeta a una mayor regulación y un mayor desplazamiento de personas hacia un sector ilegal y no regulado mucho más amplio. Como señala Daalder, esto tiene implicaciones significativas: Los diversos acontecimientos en el sector de la prostitución parecerían ser resultado de una división creciente en el mundo de la prostitución [...] La combinación de inspecciones en el sector regulado y [...] los limitados esfuerzos por hacer cumplir la ley en los sectores regulados promueve una situación en la que las prostitutas involuntarias, las menores de edad o las ilegales se han reubicado del sector regulado a aquel no regulado. Estas formas de prostitución se caracterizan por la falta de supervisión y por una dificultad de acceso para los trabajadores de apoyo, lo que deja a las prostitutas en una posición de mayor vulnerabilidad a la explotación. Lo anterior termina siendo peor, en lugar de mejor, para ellas (Daalder 2004: 50).
A pesar de que la legalización y el abolicionismo suelen considerarse opuestos en los círculos legislativos, mediáticos y académicos (Kilvington, Day y Ward 2001), con sus respectivas fronteras políticas, las evaluaciones previamente mencionadas y el trabajo empírico reciente revelan que la diferencia entre los efectos legislativos de ambas posturas no es tan marcada como lo señalaría la retórica (Hubbard et al. 2008; Bernstein 2007; Agustín 2008). Por ejemplo, mi propio trabajo con Hubbard, Mathews y Agustín (2008) contrasta estos dos extremos europeos con el sistema anglosajón, y muestra que hay muchos puntos en común, sobre todo en términos de la falta de atención que se presta a muchas formas de trabajo sexual en interiores y a la creciente marginalización del trabajo sexual en las calles.
Bernstein hizo observaciones similares al comparar los sistemas holandés y sueco con el trabajo de campo que realizó previamente en su natal San Francisco: En San Francisco, Estocolmo y Ámsterdam, tres versiones bastante dispares de la reforma política a finales de los años 90 tuvieron como consecuencia una serie similar de alteraciones a la geografía social del comercio sexual: el desplazamiento de las prostitutas callejeras económicamente desfavorecidas y racialmente marginadas, y de sus clientes, de los gentrificados centros de las ciudades; la tolerancia de facto de una franja más reducida de clientes y de trabajadoras sexuales en interiores predominantemente blancos y relativamente privilegiados; y el arrinconamiento de las trabajadoras sexuales migrantes ilegales hacia la absoluta clandestinidad (Bernstein 2007: 146).
La congruencia entre estos hallazgos empíricos es llamativa y plantea preguntas importantes con respecto a la relevancia de la ley. Por un lado, las similitudes pueden explicarse por la existencia de la brecha entre la formalización de la ley y su implementación. Se han documentado fuerzas e inquietudes prácticas que implican que lo que se pretende con las distintas respuestas simplemente no se desarrolla en ninguno de los dos sistemas; por lo tanto, quienes implementan la ley sueca enfocándose de manera exclusiva en las formas de trabajo sexual más visibles provocan un desplazamiento, así como una tolerancia casi defacto de formas más privadas de sexo comercial. Al mismo tiempo, la promesa holandesa de regulación pragmática no fue incorporada o no pudo ser asumida por quienes siguieron operando más allá del sistema regulatorio, excluidas de su protección. Ahora bien, ¿estas cuestiones prácticas explican suficientemente por qué los sistemas que han elegido enfoques diametralmente opuestos exhiben resultados tan similares?
Un posible intento por abordar esta cuestión en un nivel más profundo y analítico es el que hace Agustín al argumentar que esta falta de distinción evidencia que la ley simplemente no importa, pues buena parte del comercio sexual se lleva a cabo a pesar de su supuesto estatus legal. En las siguientes secciones debato este veredicto, a medida que explico por qué y cómo la ley sí importa al momento de dar formas similares a los mercados sexuales contemporáneos, lo cual encaja en una mayor conformidad con el neoliberalismo. Lo que en este artículo se disputa es que la ley sí forma parte de la explicación, pero solo si se le teoriza adecuadamente a través de la lente de la gobernabilidad. Desde mi punto de vista, sin importar las diferencias prácticas o sustanciales, hay paralelismos importantes en la forma en la que la ley opera al servicio del poder que une ambos regímenes, y solo si adoptamos una interpretación más compleja de la ley en la sociedad moderna podremos apreciar su relevancia continua.
¿Es relevante la ley? El derecho como algo meramente simbólicoEl trabajo de Agustín en el ámbito del sexo comercial ha aportado perspectivas importantes que rompen esquemas. Al proponer que se integre un enfoque de estudios culturales a este campo, la autora se ha unido al grupo12 de quienes expanden el marco analítico más allá del interminable debate moral y de la categoría excesivamente recalcada y perpetuamente estigmatizada de las mujeres que venden sexo, para incorporar un campo social y discursivo más amplio que abarca la intersección de un rango de actividades que ocurren tanto en el comercio como en el sexo: Puesto que la mirada académica, mediática y auxiliadora se ha fijado de forma casi exclusiva en las mujeres que venden sexo, la mayoría de los fenómenos que conforman la industria del sexo son ignorados, lo cual contribuye en sí a la estigmatización intransigente de estas mujeres [...] El sexo comercial suele ser descalificado y considerado solo un problema moral. Esto significa que una amplia gama de formas de estudiarlo quedan excluidas. Un enfoque de estudios culturales, por el contrario, examinaría el sexo comercial en su forma más amplia, observando sus intersecciones, [...] [y] las prácticas cotidianas implicadas e intentaría revelar cómo nuestras sociedades distinguen las actividades que se consideran normativamente sociales de aquellas que se denuncian por ser moralmente erróneas (Agustín 2005).
Su trabajo sobre migración y mercados laborales rechaza de forma parecida los estereotipos de las pasivas víctimas de tráfico y de sus benignos salvadores por considerarlos una caricatura reduccionista que opaca los procesos del capitalismo mundial (los cuales dependen de los grupos migrantes marginados [Agustín 2007]) y los intereses con frecuencia parasitarios de lo que ella denomina “industrias del rescate”.
En un número especial reciente de Sexuality Research and Social Policy, Agustín intenta hacer un cambio similar de percepciones con respecto a la regulación legal del sexo comercial. Como seguimiento de su trabajo previo, que está bastante influenciado por el proyecto antiilustración de Gray (1995), Agustín refuta la que considera una fe injustificada en que de una reforma legal más ilustrada emanarán progreso y emancipación. La creencia en una mayor armonía social derivada de mejores leyes es, según la autora, irracional y miope, puesto que la ley tiene poca relación con los modos en los que funciona la industria del sexo: En el campo del comercio sexual continúa la búsqueda de un modelo más racional, más justo y menos inquietante, aunque se hace solo casi exclusivamente en los debates sobre regímenes socio-legales que buscan prohibir o permitir, castigar o tolerar el intercambio de sexo por dinero. Con base en cosmovisiones éticas y morales, dichos debates dan por sentado que, con la esperanza de mejores sociedades y mayor justicia social y armonía, el progreso se dará (Agustín 2008: 74).
Por el contrario, para Agustín el hecho de que los sistemas legales se caractericen por el incumplimiento y el que haya sistemas aparentemente contrastantes que producen resultados similares, significa que la ley es en gran medida irrelevante para regular las formas contemporáneas de trabajo sexual: Disputo la suposición habitual de que estas leyes hacen que la realidad terrenal sea muy, muy, pero muy distinta. Por el contrario, si alguien llegara a la Tierra proveniente de Marte, observaría el sexo comercial en Estados Unidos, el cual implica muchas leyes que lo penalizan, y luego en Nueva Zelanda, Reino Unido o Alemania, y no encontraría diferencias sustanciales. El interminable debate sobre la importancia de los sistemas legales para controlar la prostitución es extrañamente irrelevante, excepto por su valor simbólico (Agustín 2009).
Aunque estoy de acuerdo con buena parte del recuento descriptivo que hace Agustín de los efectos empíricos de muchas reformas de ley, su recuento prescriptivo de la ley es menos convincente. Si bien es cierto que en muchos de los análisis de la prostitución se privilegia en exceso la doctrina legal, y aunque estoy de acuerdo en que la fe ciega en la ley sin duda es insostenible como postura política e intelectual, de ello no necesariamente deriva que la ley no sea relevante en forma alguna para dar forma al contorno del trabajo sexual contemporáneo.
Hay dos aspectos relativos al rechazo de la ley emprendido por Agustín que en lo personal señalo por considerarlos particularmente perturbadores. En primer lugar, al valorar la ley por su mera apariencia, Agustín aporta una visión limitada del poder jurídico moderno y, por lo tanto, subestima el papel que esta desempeña en la autorización y configuración de las relaciones de poder contemporáneas. En segundo lugar y en la misma tónica, al no lograr apreciar la especificidad del poder jurídico moderno, hay una incapacidad concomitante para apreciar el potencial de transformación (aunque circunscrito) de la ley. En contraste, con el uso de perspectivas provenientes de las teorías de la gobernabilidad, ofrezco un nuevo acercamiento al estudio de la regulación del trabajo sexual, el cual uso para examinar de nueva cuenta los hallazgos empíricos ya mencionados y demostrar de qué manera importa la ley en contextos neoliberales para la construcción de espacios, sujetos y sistemas de gobernanza, y concluyo argumentando cómo podría importar la ley en contiendas posteriores.
Por qué es relevante la ley: una crítica a su expulsiónAl plantear lo que llama su enfoque antiestatista, Agustín reconoce con justa razón que mirar el sexo comercial a través de las gafas de la doctrina legal constriñe demasiado el tema. No obstante, su propio análisis adolece de algo muy similar, pues se fundamenta en una limitada y obsoleta visión jurídica de la ley que reinscribe el monismo que ella misma rechaza en todas las otras categorizaciones. La ley, según la tesis de Agustín, se reduce a su expresión soberana: aquella que es actuada o promulgada por la legislatura y la judicatura, y luego implementada por las agencias vigilantes del ejecutivo (Walby 2007). Por lo tanto, cuando las regulaciones legales que buscan penalizar o legalizar la prostitución no activan esta estructura jurídica, se vuelven impotentes. Según el esquema de Agustín, cuando la realidad no se relaciona directamente con los pronunciamientos de la ley, se vuelve irrelevante: Casi todos los efectos de los regímenes legales aluden a las cifras altas (y a veces muy altas) de gente que opera fuera o en contra de la ley (según sea pertinente), y un elemento principal de todos estos regímenes es la tolerancia, las áreas externas al sistema en donde los caprichos de la policía local y de los políticos municipales determinan si se puede perseguir a quienes comercian con el sexo (Agustín 2008: 75).
Sin embargo, ¿es preciso describir a estas personas y sus acciones como “fuera o en contra de la ley” o como “áreas externas al sistema”? La impresión que se genera aquí es que la ley es una entidad flotante alrededor de la cual está la sociedad. La relación entre ley y sociedad no puede dividirse con tanta facilidad ni plantearse como algo meramente simbólico (sin hacer un recuento mucho más amplio de qué significan los símbolos), pues la ley está imbricada en las relaciones de poder mismo que constituyen a la sociedad. La mayor complejidad de esta relación no puede ser aprehendida con las herramientas analíticas que utiliza Agustín en su crítica, pues el binarismo “racional/irracional” es un mecanismo analítico que no tiene los suficientes matices como para contemplar la relación entre ley moderna y poder, y en vez de eso obstaculiza el potencial del análisis que hace la autora. El cargo de irracionalidad que se le imputa a la ley nos dice poco sobre su relación con las estructuras de poder contemporáneas, pues la racionalidad es simplemente parte de la retórica de la ley. Como nos recuerdan Valverde y Rose: No hay tal cosa como la “Ley”. En sí, como fenómeno unificado determinado por ciertos principios generales, la ley es una ficción. Dicha ficción es producto de la disciplina legal, de los libros de texto de derecho, de la jurisprudencia misma que todo el tiempo está en busca de la diferencia específica que unificará y racionalizará la diversidad empírica de los lugares legales, los conceptos legales, los criterios legales de juicio, el personal legal, los discursos legales, los objetivos y objetos legales (Rose y Valverde 2008: 545).
Entonces, la racionalidad no es más que un mecanismo que usan los proyectos positivistas en un intento por unificar la ley “jurisprudencial y genealógicamente” para presentar una imagen de la ley como sistema racional limitado. Al asumir que la ley solo se expresa en este marco, Agustín comparte la miopía de la jurisprudencia positivista que asume que existe “un sistema legal coherente a nivel interno” que tiene “un monopolio estatal sobre la clasificación del derecho” (Twining 2000: 232). Dicha miopía impide reconocer de qué formas se adapta la ley a los cambios de poder de manera más general y cómo importa la ley en las sociedades modernas. El poder jurídico/soberano comprende una operación específica de poder legal, pero no es la única forma ni mucho menos la más significativa en la que el poder se manifiesta en las sociedades contemporáneas del capitalismo tardío. Aunque el derecho positivo siga un tanto vigente y suela ser invocado para abordar el problema de la prostitución, las estructuras jurídicas en sí mismas ya no son adecuadas para describir las múltiples formas en las que el poder jurídico moderno opera en este campo (Munro 2001: 556).
Para ser justos, el trabajo legal crítico no se ha desarrollado lo suficiente en el campo de la prostitución (véase Scoular 2010). Los estudios existentes tienden, como el de Agustín, a enfocarse en las regulaciones legales y sus limitaciones, pero no logran elucidar de forma apropiada cómo opera la ley en las sociedades modernas. Aunque hay un reconocimiento cada vez mayor de que “la ley da forma, pero no determina el alcance del intercambio sexual” (Neave 1985), hay pocas explicaciones analíticas o conexiones con una teoría más amplia sobre la operación de la ley en la modernidad tardía. Este artículo pretende dar paso a ese proceso y desarrollar una visión más compleja de la ley en la sociedad, el cual, a través de los insights derivadas del método genealógico y las teorías del poder foucaultianos, es capaz de reconocer su valor sin sobreestimar su poder. Los insights derivadas de la teoría de la gobernabilidad foucaultiana —la cual lleva la visión del poder más allá del enfoque en la ubicación en un lugar específico, para dar paso a una conciencia de sus técnicas y racionalidades de control cambiantes— son vitales para entender los cambios existentes en el poder legal moderno, los cuales reflejan las formas más difusas de poder en la modernidad (Foucault 2005a). Examinar la ley a través de la lente de la gobernabilidad nos permite apreciar que esta se ha adaptado y ha dejado de ser un modelo jurídico represor para adoptar formas más productivas, lo cual hace que siga siendo pertinente para la regulación de las formas contemporáneas del trabajo sexual.
Aplicar la teoría foucaultiana a la ley ha sido polémico/controvertido, lo cual quizá influyó en la apreciación limitada de la ley que hace Agustín. Dicha visión es discordante con su trabajo previo, el cual está respaldado por el posestructuralismo, pero curiosamente se frena cuando se trata de la ley. Hay ciertos precedentes. En varios momentos en sus primeros escritos, Michel Foucault parece excluir la ley de su recuento de las cambiantes configuraciones del poder: Hay que estudiar el poder al margen del modelo del Leviatán, al margen del campo delimitado por la soberanía jurídica y la institución del Estado; se trata de analizarlo a partir de las técnicas y tácticas de dominación (Foucault 2003).
El incremento del poder disciplinario y del biopoder parece pregonar la desaparición de las formas jurídicas, por lo que la ley parecería retroceder (Hunt y Wickham 1994; Smart 1989): Se trata, en suma, de orientarse hacia una concepción del poder que reemplaza el privilegio de la ley por el punto de vista del objetivo, [...] el privilegio de la soberanía por el análisis de un campo múltiple y móvil de relaciones de fuerza” (Foucault 2005a: 124).
Esto ha llevado a algunos autores a concluir que la ley tiene poca relevancia en las sociedades modernas, punto que Agustín parece reiterar. No obstante, el antagonismo entre códigos jurídicos y medidas disciplinarias es difícil de encajar con las perspectivas teóricas amplias de Foucault, argumento expuesto por una serie de académicos que intentan recobrar la ley después de su expulsión del proyecto foucaultiano (Hunt 1992). Por ejemplo, Ewald y Tadros marcan la distinción semántica entre el uso que hace el autor de los términos jurídico (el cual describe las estructurales legales del poder) y ley (el cual describe los procesos legales a través de los cuales opera el poder). Señalan también que en sus primeras obras Foucault tendía a colapsar ambos términos (Ewald 1991; Tadros 1998; Rose y Valverde 2008), lo cual daba la impresión de que la ley retrocedía cuando en realidad lo único que el autor pretendía implicar era la importancia decreciente de las estructuras jurídicas del poder, no de la ley ni de los procesos legales, los cuales pueden seguir siendo mecanismos importantes a través de los cuales operan nuevas formas de poder, así como “técnicas y tácticas de dominación” vitales (Foucault 2005a: 124).
Esta parecería una interpretación más factible, pues resultaría un tanto anómalo que Foucault no hubiera extendido su reconocimiento de la creatividad de las relaciones de poder al complejo legal. Ciertamente, como señala Munro, solo tendría sentido considerar que el autor consigna el poder de la ley a una época pasada de soberanía si suponemos que entiende la ley según un obsoleto modelo austiniano de órdenes sustentadas por amenazas (Rose y Valverde 2008). No obstante, si suponemos que tenía una visión más amplia del poder legal y reconocemos que este se ha transformado también al adaptarse a los cambios que ha sufrido el poder en términos más generales, lo cual parece ser más factible, podremos reconocer que hay una decadencia del poder jurídico sin asumir que su consecuencia es una reducción de la relevancia de la ley. Como parecería confirmar el propio Foucault: [...] otra consecuencia de este desarrollo del biopoder es la importancia creciente tomada por la acción de la norma a expensas del sistema jurídico de la ley. [.] No quiero decir que la ley desaparezca o que las instituciones de justicia tiendan a desaparecer, sino que la ley funciona cada vez más como una norma y que la institución judicial se integra más y más a un continuum de aparatos (médicos, administrativos, etcétera) cuyas funciones son sobre todo reguladoras (Foucault 2005b: 174).
Por lo tanto, como confirma Foucault, aunque quizá la ley ya no representa el modelo de las relaciones de poder en la sociedad, sigue siendo un proceso vital a través del cual operan las relaciones de poder, “un medio más que un principio de poder” (Veitch, Christodoulidis y Farmer 2007: 242). Lo que esto sugiere no es que la disciplina supla la soberanía, ni tampoco sugiere un desplazamiento de la ley, sino más bien su incrustación dentro de las estrategias gubernamentales que cada vez se centran más en la administración rutinaria de las vidas (Foucault 2005b: 174), punto confirmado por la gran profusión de leyes sociales que han acompañado el desarrollo de las sociedades normalizadoras modernas. Como bien señalan Rose y Valverde: El complejo legal había sido adherido a los objetivos sustanciales, normalizadores, disciplinarios y biopolíticos que tienen que ver con la reconfiguración de la conducta individual y colectiva relacionada con concepciones sustantivas particulares de los fines deseables. Es decir, el complejo legal se había gubernamentalizado (Rose y Valverde 2008).
Esta gubernamentalización explica la continua relevancia de la ley en la configuración de los contornos de las formas contemporáneas del trabajo sexual. Conforme la ley se adapta a la cultura política y social más amplia del neoliberalismo, la cual está tipificada por una economía descentralizada y por formas de gobernanza que operan a distancia, también refleja cada vez más su “modelo economizado” (Rose y Valverde 2008) de poder, el cual opera a través de las vidas, y no solo por encima de ellas.
Este modelo no implica menos poder, sino que más bien su despliegue más racionalizado opera productivamente para proteger las vidas, y ya no simplemente amenazando con quitarlas (aunque esta amenaza permanece en el fondo).13 Aunque pueda haber menos gobierno, hay más gobernanza, pues el poder opera a través de discursos normativos (que incluyen la ley) para producir sujetos como efectos del poder y “estructurar [su] posible campo de acción” (Foucault 1988: 15) de maneras que con frecuencia se alinean con otras estructuras sociales más extensas. Por lo tanto, en el contexto de un estado de bienestar restringido o desmantelado, los individuos son cada vez más responsables de su propio bienestar, el cual siempre se alinea más con las normas del mercado. El destino de quienes fracasan en este cometido de autodisciplina es la exclusión. Entonces, los sistemas modernos de gobernanza pueden incluso acrecentar y fomentar el buen funcionamiento del sistema carcelario al señalar como criminales a quienes no son capaces de corregirse a sí mismos.14
En consecuencia, la ley moderna opera tanto a través de la libertad, los derechos y las normas como por medio de la censura para regular por completo las vidas de los individuos en vez de solo prevenir ciertas acciones. En este contexto, opera tanto a través de sistemas empoderadores de autorización como de intervenciones inspiradas en el bienestar y diseñadas para liberar a las mujeres de la realidad opresora del sexo comercial. Para examinar cómo es relevante la ley en esta forma más compleja, necesitamos incorporar una visión más amplia que vaya más allá de los binarismos legal/ilegal y adentro/afuera que utiliza Agustín, más allá de la presentación positivista de la ley (como un “fenómeno unificado emprendido por instituciones especializadas” [Rose y Valverde 2008: 550]), y que más bien explore, como recomiendan Valverde y Rose, qué “está haciendo la ley” (Hunt y Wickham 1994: 99; Rose y Valverde 2008: 550). Esto nos permite ir más allá del “sombrío debate entre soberanía y disciplina” (Rose y Valverde 2008: 550), pues se ha demostrado que ambas están implicadas en las formas contemporáneas de gobernabilidad.
Los insights ofrecidas por la gobernabilidad sugieren un nuevo enfoque para los futuros estudios regulatorios: examinar cómo la ley regula y legitima las operaciones del disciplinamiento, pues son “estas operaciones, más que las interdicciones impuestas por la ley, las que constituyen el tejido del sujeto moderno” (Tadros 1998: 103). Esto señala en dirección hacia un rumbo de investigación nuevo pero muy importante con respecto a la normatividad relativa a la prostitución.
Como es de esperarse, las hipótesis que produzca dicha investigación requerirán más pruebas empíricas.15 A sabiendas de eso, regresaré a examinar qué está haciendo la ley en cada una de las jurisdicciones ya mencionadas. Por medio de una adaptación de los cuatro enfoques de las normalizaciones, las autorizaciones, las subjetivaciones y las espacializaciones propuestas por Rose y Valverde como una guía útil para analizar el complejo legal desde la perspectiva del gobierno, sugiero que es precisamente porque la ley es relevante para la configuración de sujetos, espacios y modos de poder —de conformidad con formas más amplias de gobernanza neoliberal— que se garantiza una continuidad a través de estos sistemas legales en apariencia distintos.
Cómo es relevante la ley1NormasAl examinar qué está haciendo la ley en ambos casos, se vuelve evidente que, a pesar de las diferencias retóricas, las estrategias legales para la gobernanza del trabajo sexual comparten ciertas similitudes en términos de sus ambiciones regulatorias. La evidencia empírica señala dos procesos paralelos en los cuales la prostitución se vuelve un blanco de los amplios esfuerzos estatales para responsabilizar a los ciudadanos, mientras que conserva espacios para la operación de la economía capitalista.
Los procesos de autorización y salida operan para normalizar formas particulares de ciudadanía y actividad sexual que promueven una estructura de consumo más amplia, la cual acusa de desviadas a las personas que —por cuestiones de pobreza, raza o estatus migratorio— no pueden cumplir con estas normas de ciudadanía cada vez más restrictivas, y marginaliza los espacios improductivos. Como señala Bernstein: [...] tanto la vigilancia estatal del comercio sexual callejero como la normalización de otras formas de sexo comercial revelan una serie de intereses culturales y económicos compartidos: la exclusión de otros (de distinta clase o raza) del proceso de gentrifica- ción de las ciudades internas, la facilitación del sector de servicios postindustrial y la creación de espacios urbanos limpios y brillantes en los cuales los hombres de clase media pueden permitirse el consumo de sexo comercial con fines recreativos (Bernstein 2007: 141).
Este orden normativo no se establece a través de la ley como tal, sino a través de un continuum de mecanismos regulatorios de los cuales forma parte. La ley no tiene privilegio en este sistema, pero sí desempeña un papel vital en la autorización de otras formas de conocimiento, en la configuración de la conformidad y en el empoderamiento de un grupo de agentes regulatorios más amplios para el ejercicio de formas más difusas de poder.
2AutorizacionesExaminar las formas extendidas de gobernanza que operan en este contexto pueden ilustrarnos más que la legislación con respecto a lo que la ley está haciendo. Por lo tanto, en el contexto de Suecia y Holanda, a pesar de las diferencias a nivel de soberanía en las normas relativas a la prostitución, la ley autoriza y opera por medio de una serie de foros (rehabilitación para clientes, programas para salir de la prostitución, esquemas de rehabilitación, juntas de autorización) y técnicas (órdenes de restricción por comportamiento antisocial, multas, órdenes de rehabilitación, permisos) cuasi legales en los cuales un grupo extendido de agentes regulatorios ejercen un poder normalizador: “todos los pequeños jueces de conducta ejercen su insignificante poder de adjudicación e imposición” en los que Valverde y Rose denominan “los funcionamientos burocráticos de nuestra existencia hipergobernada” (Rose y Valverde 2008: 546).
Estos foros comprenden una hibridación de autoridad legal y no legal. El papel del Estado parece retroceder, aunque en realidad puede estar incrementado por un rango más amplio de mecanismos de control y formas de intervención profesional que pueden incluso ser más ubicuas que los sistemas previos. La toma de decisiones de autorización se delega a un grupo más amplio; sin embargo, opera para reafirmar las líneas divisorias entre formas de sexo comercial legítimo e ilegítimo. Ciertamente esto podría ser más útil que el control directo, pues la autoridad delegada refina la ley de forma más minuciosa en respuesta a las realidades cambiantes, y emplea un grupo más amplio de autoridades para llevarlo a cabo. Esto garantiza que ciertas estructuras más amplias de gobernabilidad encajen con las condiciones locales, mientras que parecen ajustarse a la objeción liberal a la interferencia estatal.
Por lo tanto, en el caso holandés, aunque el sexo comercial callejero no ha sido penalizado, se ha vuelto cada vez más difícil, pues múltiples municipios, al cerrar sus tippelzones, se han deshecho de los deberes previamente asumidos de proporcionar lugares seguros para la realización del trabajo sexual callejero. Asimismo, la segregación económica y racial aparente en contextos de prostitución en interiores parecería ser distante y accidental al ser producto de poderes ejercidos por distintos grupos.
En Suecia, la despenalización que se presupone cuando se sale de la prostitución puede también ser señal de un rango más amplio de mecanismos de control y formas de intervención profesional que son más ubicuas que el sistema de multas anterior. Por lo tanto, la aparentemayor protección que prometen las reformas tiene como resultado una mayor vigilancia de las vidas de las mujeres (Phoenix 2002).
3SubjetivacionesHay una pregunta esencial para el Tribunal Moderno, pero que habría tenido una resonancia extraña hace 150 años: ’¿Quién eres?’ (Foucault 1977).
La observación que hace Foucault es que, en la normalización de las sociedades, la ley se ocupa cada vez más de las vidas que de los actos. Esto se pone en evidencia en la inquietud actual por los sujetos específicos y los espacios del trabajo sexual, y por la operacionalización de las formas de gobernanza para salvar, empoderar, responsabilizar y reconstruir éticamente a los individuos, todas ellas testimonios de las ambiciones cada vez más normalizadoras de la ley que actúa en conjunto con otros discursos para construir “el tejido del sujeto moderno” (Tadros 1998: 103). Al hacerlo, no opera a nivel ideológico, pues siempre hay resistencia, ni a través de la mera imputación de conciencia legal,16 sino a través de un proceso de subjetivación que fomenta las proyecciones propias de formas que se alinean con los diversos objetivos de la legislación (Rose y Valverde 2008). Por lo tanto, si examinamos las continuidades en los proyectos de autogobernanza promovidos en cada jurisdicción, empezamos a ver que la oposición comúnmente aceptada entre víctima y agente quizá no está tan marcada cuando se ve a través del lente gubernamental. Entonces, a través de formas paralelas de subjetivación, tanto la autorización de la prostitución como la salida de la misma operan para fomentar que los sujetos actúen como “actores racionales autogobemados” que son requeridos por el amplio contexto neoliberal, así como para identificar a quienes son incapaces de automanejarse o que se niegan a ser normalizados, de modo que se les excluya.
Por lo tanto, cuando observamos el caso sueco y preguntamos qué está haciendo la ley con respecto a los tipos de subjetivaciones que promueve, notamos que, aunque despenaliza la venta de sexo (puesto que asume la calidad de víctima de las mujeres), la reemplaza con un sistema de bienestar e intervenciones terapéuticas que opera para sustentar sistemas más amplios de gobernanza neoliberal.
A pesar de ser calificadas como un “enfoque de bienestar renovado”, el cual no necesariamente es benigno, como señala mi trabajo previo con Maggie O’Neill (2007), las formas contemporáneas de gobernanza operan a través de estas técnicas de responsabilización. Las técnicas para sacar a las mujeres de la prostitución deben ser observadas en el contexto más amplio del neoliberalismo en el que los estados de bienestar, incluido el aclamado sistema sueco, se están replegando y están siendo reemplazados por sistemas de seguridad privada, lo cual incrementa la condicionalidad de la ciudadanía y el castigo para quienes no cumplen con los términos o no manejan los riesgos. En este contexto, la exclusión social no es atacada por el cambio estructural, sino a través de la reeducación, el reentrenamiento y la entrada individual a las economías y relaciones legítimas. Al priorizar esta salida como medio para facilitar la inclusión social en lugar de ofrecer reconocimiento, derechos o redistribución a las trabajadoras sexuales como grupo, los sistemas abolicionistas promueven formas de gobernanza personal que requieren que los ciudadanos activos se autorregulen según las normas de la familia y del mercado. A quienes actúan responsablemente y adoptan estilos de vida apropiados que incluyen un trabajo y un acoplamiento a las normas de la sexualidad, se les ofrece la inclusión, mientras que a quienes no lo hacen o no pueden hacerlo, y en vez de eso continúan dedicándose al trabajo sexual (el cual conserva la etiqueta delicuencial), se les excluye aún más por no haber cumplido con los términos cada vez más normalizadores de ciudadanía en las sociedades del capitalismo tardío.
El enfoque cada vez mayor en los clientes (hombres) implica la promoción de modos de gobernanza individualizadores parecidos. A pesar de la retórica de la equidad de género, el incremento de la penalización de (algunos) compradores no representa más que el traslado del “estigma de la prostituta” a otro grupo desviado. La responsabilidad se reduce cada vez más a las motivaciones de los clientes y a la ética sexual individual, la cual se patologiza en lugar de explicarse en relación con su especificidad histórica y con las instituciones sociales y económicas que estructuran las relaciones de dominación de género (Scoular 2004: 206). Cuando se emprenden acciones a través de la penalización, o a través de los foros cuasi legales representados por las campañas de rehabilitación para clientes y las campañas de señalización para evidenciarlos y avergonzarlos, estas suelen operar en “una pequeña franja de prácticas masculinas heterosexuales” o lo hacen para “regenerizar el estigma sexual en ciertas fracciones de la clase media” (Bernstein 2007: 115), dejando intactos los mercados privados y corporativos más dominantes.
El sistema regulacionista holandés alienta formas similares de gobernanza personal y produce exclusiones análogas. Las investigaciones sugieren que los sistemas legalizados producen una industria de dos niveles (si no es que de más), pues los costos y las normas de cumplimiento son demasiado onerosos para la mayoría de los individuos y de los dueños de burdeles. Por lo tanto, favorece enormemente los negocios sexuales rentables, los cuales, como señalan Brents y Hausbeck, difícilmente podrían describirse en estos tiempos como distintos de las industrias del capitalismo tardío (Brents y Hausbeck 2007).
Junto con esto, el sistema de autorización fomenta que las trabajadoras autorregulen17 su comportamiento en beneficio de la promoción de la salud pública, para ajustarse a ciertos modos de trabajo y cumplir con las condiciones de registro. La inclusión se ofrece a quienes “pueden realizar los rituales de la sociedad clasemediera” con todas las típicas exclusiones basadas en edad, estatus, raza, salud y clase que estos conllevan (Sullivan 1999). Un clasificado que apareció en New South Wales después de la des- penalización de los burdeles ilustra bien este punto: [...] alta, rubia y estilizada, terminó recientemente su especialidad en mercadotecnia y busca empleo en el negocio [...] Proporciona sus propios condones [...] y viene con todo y certificado de salud (Scott 2005: 264).
Este ideal tipifica a los sujetos racionales que se ven alentados por estos procesos, puesto que la ley opera junto con otras prácticas, como la salud pública, para crear y mantener lo que Scott denomina “una población prostituta responsable” (Scott 2005: 252). Los bajos índices de inserción en Holanda indican que muy pocas mujeres pueden entrar en este modelo responsabilizado, lo que significa que, aunque la autorización ofrece una cierta mejoría de las condiciones laborales para un pequeño sector de trabajadoras, también opera para identificar y excluir a aquellas que no son capaces de cumplir con la naturaleza cada vez más condicionada de la ciudadanía; por ejemplo, migrantes, menores de edad y drogadictas, todas las cuales no están incorporadas al marco de protección regulatoria.
Por lo tanto, en ambos sistemas la ingeniería moral de una gobernanza liberal avanzada ha cooptado las inquietudes feministas en técnicas de go- bernanza y control. Ya sea que se basen en el reconocimiento de la agencia inherente de las trabajadoras sexuales o de su condición de víctimas, la exclusión social se usa como ventaja para ejercer un mayor control, en lugar de una mayor justicia social. El empoderamiento solo opera para sancionar las formas de la gobernanza personal que sustentan los intereses neoliberales. Como señala Cruikshank, la reciente proliferación de programas de empoderamiento patrocinados por el Estado deben ser examinados con cautela crítica, pues, aunque utilizan el vocabulario de las políticas radicales, su promesa de emancipación puede ser meramente retórica, en tanto que “intentan operacionalizar la capacidad autogobernante de los gobernados en la búsqueda de objetivos gubernamentales” (Dean 1999: 67; Cruikshank 2004; 103; Garland 1997). Sin embargo, lo que ambos procesos hacen bien es identificar a quienes no pueden desempeñar dicha capacidad para volverlos vulnerables a la exclusión y la marginalidad.
4EspacializacionesValverde y Rose usan el término espacializaciones para describir los espacios gobernables que están demarcados no por la ley sino por el “conocimiento cotidiano” del orden y el desorden producido por una amplia gama de agentes reguladores, desde autoridades locales, negocios, el crimen organizado, empresas de seguridad y autoridades vigilantes. Esto trae como resultado un collage de normas locales, del cual forma parte la ley, la cual señala si cierta conducta es deseable o indeseable, legítima o ilegítima, según el lugar. El trabajo sexual callejero suele aparecer acompañado de otros comportamientos, como mendigar, buscar prostitutas, holgazanear, vagabundear y dormir en la calle, los cuales se marginalizan conforme se estructura más el espacio siguiendo “una división territorial entre los excluidos y los incluidos, entre los espacios de consumo y la civilidad, y los espacios salvajes en los márgenes” (Rose y Valverde 2008; véase Hermer 1997). Esta excluyente demarcación de la ciudadanía se vincula con uno de mis trabajos colaborativos anteriores, en el que prestábamos particular atención a la forma en la que las nuevas leyes se usan para configurar la geografía legal del trabajo sexual. En Suecia y Holanda (y también en Reino Unido) encontramos similitudes, pues tanto la ley de corte abolicionista como los mecanismos regulatorios se usan como herramientas para erradicar espacios específicos de prostitución, sobre todo la calle, mientras que formas menos visibles existen lejos del escrutinio de las autoridades. Por lo tanto, en Suecia, la implementación de la ley se ha enfocado principalmente en las formas más visibles del trabajo sexual, lo que deriva en una tolerancia casi de facto de formas más privadas del sexo comercial (como en interiores). En Holanda, la protección que se ofrece a través del sistema regulador no se extiende al trabajo sexual callejero, el cual “no puede ser incorporado a espacios económicos legítimos, regulados y vigilados” (Hubbard et al. 2008: 149). Por ejemplo, en Ámsterdam, una combinación de la normalización de ciertos entornos cerrados y la falta de reconocimiento de los entornos abiertos produjo las siguientes divisiones espaciales: La tippelzone de Ámsterdam finalmente cerró en diciembre de 2003, lo que significa que ahora ya no hay lugar en donde las trabajadoras sexuales puedan ofrecer sus servicios legalmente en esa ciudad. Se cree que solo hay alrededor de cincuenta trabajadoras callejeras operando en la ciudad, y solo en áreas en donde la vigilancia policiaca es menos rigurosa. Solía haber entre 8 000 y 10 000 trabajadoras sexuales en Ámsterdam antes de la abolición de las leyes antiburdeles, pero ahora solo un aproximado de 1 500 trabajan en burdeles y clubes autorizados. Esto sugiere que ha habido un crecimiento significativo del trabajo sexual fuera de la calle en prostíbulos, apartamentos y sótanos no regulados, los cuales operan sobre todo lejos de un centro de la ciudad que cada vez se dedica más a ofrecer formas más organizadas y corporativas de trabajo sexual (Hubbard et al. 2008: 149).
Por lo tanto, a pesar de las diferencias en las leyes formales, ciertas formas más sofisticadas de gobernanza espacial operan para generar geografías similares de sexo legítimo e ilegítimo, en las que hay espacios seguros para el consumo y la civilidad codificados como interiores y privados, mientras que hay una denigración cada vez mayor y una vigilancia más estricta de la calle (Hubbard et al. 2008: 149). Como señalo en mi anterior trabajo cola- borativo sobre el contexto europeo: [...] aunque podría suponerse que el modelo holandés de legalización, la postura británica abolicionista y el sistema sueco prohibicionista tendrían consecuencias muy distintas [...] la mayor parte de la evidencia muestra similitudes [...] La prostitución callejera es reprimida (y desplazada) cada vez más por el Estado, con el argumento de que esta acción tiene la finalidad benigna de proteger tanto a las prostitutas como a las comunidades. A través de una serie de acciones opuestas, las prostitutas desaparecen de las fronteras de la visibilidad respetable (y por lo regular de la protección del Estado y de la ley); aun en instancias en donde la prostitución ha sido llevada al ámbito de los sistemas estatales de autorización (como en el caso holandés), los críticos sostienen que no se han abordado muchas de las cuestiones de inequidad de género que se suscitan en esos espacios alejados de la calle (Hubbard et al. 2008: 149).
Este proceso de gobernanza más complejo ofrece un recuento más matizado del poder que ejerce la ley sobre los sujetos. Lo anterior contrasta con el recuento de Agustín, quien describe el asunto del cumplimiento (o falta de cumplimiento) de la ley, el cual implica sujetos racionales que deciden desviarse de la ley y de sus normas: [...] muchos de los sujetos a regular evitan participar en los procesos regulatorios (aun cuando tienen conocimiento de los mismos), y en vez de eso favorecen su conveniencia personal, sus metas y sus ventajas financieras (lo que genera la apariencia de que prefieren estar marginados y ser compadecidos, denigrados y penalizados) (Agustín 2008: 73).
Como lo demuestra el trabajo sobre la gobernabilidad, esta es una visión reductiva de la relación entre ley y subjetividad. La ley opera a través tanto de la libertad como de la censura; tanto a través de sistemas empoderadores de autorización como de las intervenciones inspiradas en el estado de bienestar diseñadas para liberar a las mujeres de la realidad opresora del sexo comercial. La visión de que el poder es productivo y no solo represivo hace que la noción de libertad de la ley sea un tanto ingenua. Asimismo, complica la distinción entre legal e ilegal, y cuestiona la presencia de aquellos que están “fuera o en contra” de la ley, quienes, según afirma Agustín, eliminan la relevancia de la ley en los mercados sexuales contemporáneos. Estos sujetos pueden estar fuera de la soberanía o de los términos de la ley,18 pero no pueden escapar a su influencia normalizadora; como señala Tadros: “la liberación de la contundente tecnología jurídica no impide que el individuo sea sujeto a la fuerza amorosa del biopoder” (Tadros 1998: 103).
El biopoder entonces explica la postura y destino certero de muchos de quienes existen fuera de los términos formales de la ley pero que siguen sujetos a su poder disciplinario. En un trabajo previo con Hubbard et al., usamos el término homo sacer, propuesto por Agamben (2010), para describir estas figuras marginalizadas que están excluidas de la protección de la ley pero que siguen sujetas a su poder (Hubbard et al. 2008; Mitchell 2006), existentes en el umbral del Estado soberano, en un estado de deriva liminal (Bauman 2004): las prostitutas excluidas de la vida política y del reconocimiento estatal que carecen de derechos laborales, dignidad y protección adecuada, parecen vulnerables a la explotación y quedan inevitablemente reducidas a una forma de nuda vida (Hubbard et al. 2008: 149).
Dicha exclusión, la cual ha sido refigurada para encajar con la situación contemporánea, siempre ha sido el destino de las prostitutas voluntarias, cuya identidad, así de reductiva como es, existe para mantener la ciudadanía de otros y para preservar las fronteras entre economía y sexualidad, trabajo y labor afectiva. Por lo tanto, las técnicas neoliberales de control ya delineadas operan para fortalecer una regulación política y moral hegemónica y permanente de las trabajadoras sexuales (Scoular y O’Neill 2007).
Irónicamente, las perspectivas de la gobernabilidad pueden también ofrecer alguna esperanza de que el potencial limitado de la ley desafíe estas injusticias. Otro beneficio más del trabajo de Foucault es su perspectiva sobre la resistencia. Así como el poder es inmanente en nuestras prácticas y conductas sociales, también lo es la resistencia, a pesar de estar circunscrita al contexto en el cual opera. Dado que la ley no opera ideológicamente (pues siempre hay resistencia) ni directamente a través de la conciencia (pues es más que solo lo que la gente piensa o hace), sino a través de su gobernabi- lidad aumentada para configurar los sujetos, espacios y formas del poder, es dentro de estos espacios que podría ejercerse algún tipo de influencia para liberar el complejo legal del poder de la norma.
Dado que no hay fuerza fuera de la ley que efectúe ese desafío, debemos trabajar desde adentro de sus estructuras. El enfoque genealógico de Foucault nos demuestra que, aunque la ley se ha vuelto sumamente gubernamentalizada, no ha sido colonizada del todo; esta sigue operando según el modelo soberano, aunque a una escala mucho más limitada que podría usarse como parte de una estrategia de resistencia. Como señalan Rose y Valverde: “No todo el poder legal es jurídico, ni todo el poder no legal es no jurídico; por ello, puede desplegarse tanto para ampliar como para cuestionar las estrategias políticas normalizadas” (Rose y Valverde 2008: 543). Entonces, la agenda democrática radical delineada por O’Neill (2010) podría darle un papel modesto a la ley. El reciente renacimiento de los ideales de derechos humanos y su incorporación a los sistemas internacionales y nacionales puede ofrecer un vehículo útil para las llamadas que hace la autora al reconocimiento, la redistribución y los derechos, aunque quizá también representen una oposición a la mayor normalización. En el contexto neoliberal, el complejo legal tiende a formar una parte clave de procesos más amplios que constituyen la vida social (en las sociedades normalizadas), en lugar de trabajar para alterarla o cambiarla, y, por desgracia, en muchos intentos de reformas recientes, las feministas se han coludido con esta extensa agenda normalizadora. El equilibrio, como siempre, depende de quién utilice la ley, de cómo lo haga y en qué contexto; si, por ejemplo, los términos trabajadora sexual y explotación se usan para reificar formas excluyentes de identidad y formas esencialistas de ciudadanía, al tiempo que opacan las condiciones materiales (y sustentan el poder normalizador de la ley), o si dichos términos pueden trascender los binarismos y dar paso a una política de la resistencia más amplia.
ConclusiónEn este artículo he buscado argumentar en contra de un rechazo acrítico del papel que desempeña la ley en la regulación y estructuración de las condiciones del trabajo sexual contemporáneo. A pesar de que los hallazgos que aparentemente contradicen las posturas legales producen resultados similares en el terreno, quiero argumentar que esta falta de distinción se debe, en parte, al involucramiento de la ley en formas más amplias de goberna- bilidad que operan para sustentar un contexto neoliberal más extenso. Esto implica que, aunque tiene sentido descentralizar la ley de nuestro análisis, simplemente no podemos ignorarla.
La creciente hibridación de la ley con las normas implica que esta está imbricada en el mundo cotidiano. Esto sugiere que tiene un papel mucho más expansivo y extenso, lo que significa que, aunque Agustín tiene razón al descentralizar la ley, no podemos anular su relevancia. La ley y la sociedad son mutuamente constitutivas: la ley puede ocupar una posición más modesta y ejercer un poder menos directo que la soberanía; sin embargo, puede adoptar una forma más potente a medida que opera cada vez más en conjunto con otras prácticas ordenadoras y normativas para configurar a los sujetos, las identidades, las prácticas y los espacios. Mientras que la ley ya no puede considerarse la fuente primaria de poder, no hay lugar fuera de su control. En lugar de expulsar la ley, necesitamos un marco analítico más complejo para entender su relevancia contemporánea. Dicho marco puede desarrollarse aplicando perspectivas tomadas de las teorías de la gobernabilidad a los estudios sobre la regulación del trabajo sexual. Esto ofrece una apreciación más vasta del extenso complejo legal y de su papel en la regulación y autorización de los espacios, las normas y los sujetos que componen el trabajo sexual contemporáneo. También explica el papel que desempeña la ley al mantener los sistemas de gobernabilidad en varios sistemas legales, mismos que exacerban estas injusticias y formas de nuda vida que se han vuelto representativas de las sociedades industriales del capitalismo tardío.
Al defender la existencia de la relevancia de la ley no pretendo reinstaurar una postura positivista, imperialista y acrítica. En vez de eso, defiendo su uso estratégico para “buscar una agenda deconstructivista dentro de las arenas y los discursos legales” (Sandland 1995). Esto exige una comprensión aguda de la ley como modo de regulación, así como una comprensión de cómo podría ser empleada como herramienta de resistencia. Como señala Tadros: en vez de ser la estructura o el tejido que constituye nuestra sociedad, la ley es una máquina que aceita las estructuras modernas de dominación o que, en el mejor de los casos, logra rozar la justicia (Tadros 1998).
Para poder acercarse a la justicia más que a la dominación, una debe tener conciencia crítica sobre la manera en la que operan las formas modernas de gobernanza y control. Se espera que este artículo dé inicio a este proceso y nos permita ver que la ley sí importa en la regulación del trabajo sexual y podría importar, aunque de forma distinta a como se pensaba antes
Mi objetivo al empezar por la ley no es sugerir que es la principal lente a través de la cual deben entenderse las operaciones del comercio sexual, pues hacerlo implicaría asumir que es una ética universal que limita tanto “el ámbito social y el discursivo” (Agustín 2008). Como señalan Rose y Valverde: “Las premisas intelectuales y los métodos analíticos de los estudios legales tienden a presuponer que los objetos y los problemas surgen al interior del funcionamiento de la ley mismo. Sin embargo, para analizar las maneras en las cuales los problemas surgen en la intersección de los discursos jurídicos y extrajurídicos, de las prácticas y las instituciones, es necesario descentralizar la ley desde el principio” (Rose y Valverde 1998: 545). Por lo tanto, al explicar cómo la prostitución se vuelve objeto de regulación, la ley resulta ser solo una parte de procesos sociales más extensos (como la medicina, la salud pública, la salud, la religión, el Estado nación) implicados en la problematización y la regulación del trabajo sexual. No obstante, descentralizar la ley no implica expulsarla ni considerarla insignificante, pues los procesos, instituciones y funcionarios jurídicos sí desempeñan un papel vital, junto con otros factores, en la creación de objetos de regulación y de otros modos de poder regulatorio.
La determinación de dicho objetivo puede explicarse a través de las dinámicas del pánico moral, las cuales, según ha señalado Cohen, suelen centrarse en los demonios populares, que son figuras sobre las cuales se proyecta la ansiedad, y que en última instancia deben regularse, controlarse o hasta expulsarse para que pueda restablecerse el orden. Por este motivo, podría decirse que una cifra considerable de pánicos morales se han inscrito sobre el cuerpo prostituido. Este término, aunque es apto para describir algunos aspectos de las campañas enfocadas en la prostitución, quizá no es del todo útil como término de aplicación general. (Puede ser útil en cuanto a algunos aspectos de las campañas contra el tráfico de personas; véase Weitzer en este volumen y el magnífico texto de J. O’Connell Davidson [2006] que hace un bien particular al no minimizar las preocupaciones auténticas que enfrentan los migrantes y quienes están involucradas en el trabajo doméstico y sexual, y al cuestionar la reducción de los factores sociales complejos a un modelo de victimización unitario en el que caben muy pocas mujeres.) Sin embargo, no es la mejor conceptualización de un proceso cíclico que, aunque implica una gran cantidad de emprendimiento moral, no genera tantos demonios populares como sí invoca identidades que ya están arruinadas (agradezco a Jo Phoenix esta perspectiva). Por lo tanto, utilizo el concepto de establecimiento de objetivos para referirme a procesos de políticas morales, de modo que logre capturar este proceso de forma más precisa.
Estas regulaciones incluían obligarlas a usar vestimenta distintiva, excluirlas de ciertas partes de la ciudad y aprobar el tratamiento médico obligatorio y el confinamiento (véase Walkowitz 1980; Manhood 1990).
El abolicionismo se alimenta de posturas tanto morales como religiosas con respecto al lugar adecuado de la monogamia sexual procreadora. La doctrina feminista radical desempeña un papel cada vez mayor en la señalización de la prostitución como un área que requiere atención particular. Su teoría de la sexualidad y el Estado caracteriza la prostitución no solo como ejemplo de la opresión de las mujeres, sino como una idea fundacional que predetermina la subordinación social, sexual y económica de las mujeres.
La Ley de prohibición de compra de servicios sexuales de 1998, 408, establece que: “La persona que obtiene una relación sexual casual a cambio de un pago será sentenciada por la compra de servicios sexuales —a menos de que el acto sea penable según el código penal— a una multa o a un periodo de encarcelamiento que no supere los seis meses”. A partir de entonces, Noruega e Islandia siguieron el ejemplo sueco y proscribieron la compra de sexo en 1999.
La creencia de que la prostitución simboliza la opresión de las mujeres y por lo tanto es incompatible con la equidad subyace el discurso oficial en Suecia. Esta conexión se vio reforzada por el posicionamiento de la nueva ley como parte de un paquete de medidas para contrarrestar la violencia contra las mujeres. Bajo el título de Kvinnofrid, que a grandes rasgos se traduce como la paz de las mujeres, dicho paquete incluye legislación sobre la violación, la violencia doméstica y el acoso sexual. No obstante, definir la prostitución directamente como violencia contra las mujeres implica una serie de problemas (véase Scoular 2004; Scoular y O’Neill 2008).
Siempre ha sido menor que en otros países europeos, nunca habiendo más de 1 000 prostitutas en las calles a nivel nacional (Kulick 2003: 220).
Fue seguido recientemente, en julio de 2008, por un nuevo plan de acción frente a la prostitución (Ministry of Integration and Gender Equality, 2008), en el cual se invirtieron 200 millones de coronas más para la acción internacional y la toma de más medidas educativas para “ayudar [a la gente] a repensar sus actitudes” (Simpson 2008). El enfoque es de nuevo es la implementación simbólica de la ley y no la mejoría de las condiciones materiales de las trabajadoras sexuales.
De existir, cualquier cifra se vería reducida debido al impacto de la recesión en la economía y en el mercado laboral, así como a la retracción cada vez mayor de los apoyos estatales, factores que se sabe que tienen un impacto negativo en la capacidad de las mujeres para abandonar el trabajo sexual (véase Mansson y Hedin 1999; Scoular y O’Neill 2008).
“En Ámsterdam, la cifra reportada de burdeles legales se redujo a la mitad con la introducción de la ley” (bbc 2008).
Estas son áreas en donde la policía tolera la prostitución callejera y donde también se llegan a ofrecer servicios de salud y sociales.
Sullivan describe la naturaleza esquizofrénica de los procesos de justicia penal de la modernidad tardía en los que “las técnicas neoliberales socialmente inclusivas de regulación pueden coexistir con formas más públicas de control y represión” (Sullivan 2001).
Se trata de un sistema que cada vez está más centrado en “transformar y reconstruir la autosuficiencia de los excluidos” (Rose 2000: 335).
Hago estas afirmaciones de forma tentativa puesto que estos estudios no se emprendieron con esta metodología particular en mente. Esta área requiere de trabajo empírico mucho más detallado que pueda capturar los matices de los regímenes regulatorios; un buen ejemplo es el trabajo de Sullivan (2010), en donde ilustra con detenimiento el impacto de los distintos modos de regulación en los diferentes grupos de trabajadoras sexuales en dos estados australianos, los cuales suelen ser agrupados como si pertenecieran a una sola escena nacional y fueran un conjunto homogéneo.
El término conciencia legal no es el más útil en este contexto, pues con frecuencia se limita al entendimiento de “qué piensan y hacen individuos específicos”. Por lo tanto, como con Agustín, cuando los individuos no siguen la ley o no se autoidentifican con ella, esta corre el riesgo de ser considerada insignificante. Por ejemplo, en un estudio realizado por Levine y Mellema sobre mujeres drogadictas en situación de calle, la ley no ocupó un lugar prominente, lo cual los llevó a concluir que la literatura sobre conciencia legal privilegia en exceso la ley, la cual, según sus hallazgos, es menos importante que otros factores estructurales (Levine y Mellema 2001). Aunque no disputo estos hallazgos, advertiría que se deben tomar con pinzas sus implicaciones al hacer un análisis más amplio de la ley en la sociedad. El problema con este tipo de análisis es que su aproximación a la ley es demasiado literal y tiende a examinar la ley solo en términos de soberanía, como un poder singular en una jerarquía de normas, e ignora la miríada de formas en las que la ley moderna opera como parte de un aparato regulador complejo enfocado en las vidas humanas. Un análisis que contemple la gobernabilidad evitaría, como ya he argumentado, la mera implicación de que los sujetos están “en contra de la ley” o incluso “fuera de la ley” cuando la ley y el estatus cuasi legal de dichos sujetos estructura en gran medida sus actividades cotidianas. Silbey, en su ensayo “After Legal Consciousness”, parece argumentar algo similar sin vincularlo directamente a la gobernabilidad. Esta autora explica la conciencia legal como un concepto teórico que está cada vez más en entredicho: “las relaciones entre conciencia y procesos de ideología y hegemonía suelen quedar sin explicación, la conciencia legal como concepto analítico se domestica dentro de lo que parecen ser proyectos legislativos: hacer que las leyes específicas funcionen mejor para ciertos grupos o intereses” (Silbey 2005: 323). Con el fin de mantener cierta sensibilidad crítica, las visiones sobre la conciencia legal deben ser capaces, según Silbey, de explicar cómo las distintas experiencias de la ley se sintetizan en una serie de esquemas y hábitos circulantes que suelen parecer estar conectados con “formas [persistentes] de inequidad y dominación características del capitalismo industrial” (Kalman apud. Silbey 2005: 325). En lo personal, sugiero que estos esquemas se explican mejor a través de teorías de gobernabilidad y de sus enfoques en las espacializaciones, subjetivaciones, normas y autorizaciones que proporcionan una especificidad muy necesaria a un área compleja. Sugiero, entonces, hacer una síntesis de los textos sobre conciencia legal y de la gobernabilidad para aportar correcciones importantes a dicha bibliografía.
Se fomenta más la autorregulación del comportamiento de las trabajadoras sexuales que de los clientes para favorecer la promoción de la salud pública, siendo los trabajadores sociales y los empleados del sistema de salud pública quienes instan a las prostitutas a ajustarse a ciertos modos de trabajo (Hubbard et al. 2007: 142).
Agustín casi lo reconoce cuando cita a Saskia Sassen, quien describe la economía formal como un “resultado [coherente y necesario] del capitalismo avanzado” (Sassen 1998: 155). Lo que no logra explicar es cómo se logra esta coherencia; ¿es una cuestión meramente ideológica? ¿O el sistema capitalista se sostiene a través de un sistema de gobernanza más complejo, del cual forma parte la ley, el cual fomenta que los individuos operen principalmente como consumidores (homo economicus) y, en consecuencia, estructura espacios y formas de ciudadanía, inclusión y exclusión?