In this article we analyze the epistemological and historical role of the Karlsruhe congress in the recognition of Chemistry as a scientific discipline. The event took place in Karlsruhe, Germany, it was held in 1860 and was attended by the most eminent chemists at that time in order to make agreements on the concepts of atom, molecule and equivalent and at the same time create a rational chemical notation for compounds. At the end of the Congress they had not made agreements, the assembly's deliberations would not be of a nature such as to reconcile all opinions and eliminate all disagreements immediately. Nevertheless, such works paved the way for a much desired agreement between chemists in the future and for the beginning of a scientific community. One of the most distinguished participants in the congress was Stanislao Cannízzaro whose lecture was a starting point for the great contribution in education, textbooks and specialized magazines.
Con ocasión de los 150 años de la celebración del Congreso de Karlsruhe, 2010, se han elaborado artículos que destacan su importancia (Román Polo, 2000; Cid Manzano, 2009). Con la presente contribución al número especial de la revista Educación Química, dedicado a la naturaleza, a la historia y a la filosofía de de esta ciencia, los responsables destacan el hecho de que finalizado el Congreso, se crearon las condiciones para que se diera inicio a la construcción de una comunidad científica de químicos. Se destaca que esto hecho se debió a la admisión de la “Hipótesis de Avogadro”, a partir de la cual S. Cannízzaro (1826–1910) suministró un método para la determinación de fórmulas moleculares y para la elaboración de una nomenclatura racional de los compuestos químicos.
El hilo conductor de esta contribución está conformado, primero, por el problema de la carencia de un lenguaje racional de uso comunitario para hacer referencia a las sustancias simples y a las compuestas; segundo, y ligado al anterior, la conversión de los conocimientos elaborados en objeto de enseñanza universal, propósitos estos a los que contribuyeron significativamente la escritura y publicación de textos didácticos. Se afirmará que la Química es una ciencia que se construyó en las aulas. Tercero y también relacionado con la necesidad de crear un lenguaje comunitario, se aludirá a la influencia que podría haber tenido la industrialización del conocimiento químico, aun cuando la mayoría de los historiadores no han tenido en cuenta una historia social de la misma.
El problema del lenguajeSe acoge lo destacado por T. S. Kuhn, en lo referente a su categoría epistemológica de “comunidad científica” (Kuhn, 1972) y en lo que al respecto anota que la necesidad de un lenguaje comunitario específico (Kuhn, 1989), a la vez en lo estipulado por J. Echeverría (1998) sobre el asunto, puesto que una actividad científica cuyos resultados no se expresen mediante significados compartidos por todos los miembros de un mismo grupo —dedicado a producir conocimientos en un sector determinado por esa actividad—, genera problemas de interpretación, tanto al compartir como al enseñar a los noveles interesados en acercarse a esos conocimientos. Se estaría ante una especie de “pandemónium”.
En el caso de la Química ese problema, que motivó la convocatoria al Congreso de Karlsruhe, expresado en un lenguaje llano, es de vieja data y se inscribe en los orígenes históricos de esta disciplina académica. Estos orígenes hay que encontrarlos en la actividad productiva de los alquimistas artesanos (Bensaude-Vincent y Stengers, 1997), herederos de técnicas que se remontan a los ceramistas y a los metalurgistas que iniciaron su ejercicio con la obtención del cobre metálico. Las explicaciones que sobre esta obtención han circulado y que no han sido contrastadas, afirman que fue un caso fortuito. En la actualidad existe el convencimiento de que fue la consecuencia del diseño de hornos y de la creación del crisol por parte de los ceramistas (Javanovic, 1980). Se quiere destacar que es desde esta experiencia histórica, que el ser humano elabora el también convencimiento de que puede, mediante el fuego, transformar la materialidad del mundo.
Dígase que hubo unos practicantes, los alquimistas esotéricos, que vedaron su saber tras referencias enrevesadas. Cuando se revisan algunos textos alquímicos (Federmann, 1974), se encuentra que el lenguaje utilizado en ellos es el de los metalurgistas. No obstante, emplean distintos significados para los mismos términos y simbolismos, dependiendo del autor de que se trate. La explicación que se da a este hecho acude a que cada uno está escrito de manera hermética, por lo que sólo los iniciados bajo la tutela de un maestro reconocido podrían darse a la tarea de interpretarlos. Hay, por tanto, tantas prácticas alquimistas cuantos textos circulan, por lo que no se puede afirmar que hubo una comunidad de practicantes. Incluso, los posibles autores de esos textos no son identificables como personas, con sus respectivas fechas de nacimiento y muerte. Habría que agregar que tampoco se registran escuelas creadas para la transmisión de ese arte.
Otro caso será el del saber alcanzado por los alquimistas artesanos, ya que de ellos los químicos heredarán procesos y la mayoría de instrumentos como el alambique y el atanor. Al respecto hay que recordar que la Alquimia que llega a Europa Occidental fue la que adquirió su máximo desarrollo en Alejandría, por lo que no es de extrañar que estos alquimistas artesanos se especializaran en la construcción de esos instrumentos. Es así por el hecho de que la ciudad alemana de Nüremberg, en el siglo XV, se convirtió en el primer centro de diseño y fabricación de instrumentos de medida, con artesanos diestros que reconocieron la influencia de los artesanos de la época alejandrina (Derry y Williams, 1977).
A manera de información se subraya que hubo otras dos clases de grupos y personas que se hicieron llamar alquimistas. Por una parte, los denominados esotéricos, pertenecientes a hermandades como la de los templarios, los masones y los Rosacruces; de los masones se dice que algunos integrantes de la logia de Londres contribuyeron a la fundación de la “Royal Society”. Por la otra, los embaucadores, vendedores de sortilegios y demás de esta especie, quienes fueron los que generaron la mala fama y la persecución contra la Alquimia y sus practicantes (McCalman, 2004). De ahí que cuando alguien hace referencia a los alquimistas, cabe preguntarle a cuáles de ellos hace alusión.
En cuanto a las contribuciones de los alquimistas artesanos, habría también que anotar que la denominación de laboratorio, Laboratorium, lugar donde se labora, procede de ellos (Fara, 2009), en tanto que para los físicos ese lugar de praxis se denominó “Gabinete” y para los maestros de otras artes, “Taller”, el espació en el que además de producir sus artefactos, era también la tienda donde entraban directamente en relación con los compradores; esto, antes de que fueran convertidos en “laboradores”, obreros (Pirenne, 1939). Por otro lado, se ha sostenido que los alquimistas artesanos dedicaban gran parte de las horas diurnas y nocturnas a una incansable y repetitiva labor, recogida en la expresión Solve et Coagula, “disuelve y precipita”. No estaban guiados por una “teoría” consistente, aun cuando esto suene a anacronismo (Kragh, 2007), salvo la doctrina de los cuatro elementos y de los cuatro principios de Aristóteles.
El problema de la referencia ligado a la intencionalidad de hacer de los conocimientos alcanzados objeto de enseñanza se remonta al siglo XVI, cuando A. Libavio (1540–1616), en su texto Alchemia de 1597, argumentó que este saber sólo se podía llevar a las aulas si se estructuraba de forma metódica y se clasificaban las técnicas y las experiencias de laboratorio, en un lenguaje sistemático que fuera de uso universal (Brock, 1998). Como puede resaltarse, cuando se produce la convocatoria para el Congreso de Karlsruhe, este problema del lenguaje llevaba ya 260 años de haber sido planteado. Señálese la continuidad del mismo, ya que, en 1675, N. Lémery (1645– 1715) publica un texto didáctico, Cours de Chimie en el que también aborda ese problema, y que ha sido considerado como una copia del de Libavio.
Este problema supervivirá hasta finales del siglo XVIII. La solución fue emprendida por A. L. Lavoisier, quien en colaboración con A. E. Fourcroy (1755–1809), Cl. Bertholet (1748–1822) y Guyton de Morveau (1737–1816), elaboró su notación para las sustancias simples y para algunas sustancias compuestas (Bensaude–Vincent, 1991), en Méthode de Nomenclature Chimique, publicada en 1787. En cuanto a la nomenclatura de las sustancias simples de Lavoisier, fue radicalmente reformulada por J. J. Berzelius (1779–1848) entre 1813 y 1814, con la introducción de un lenguaje de signos químicos, en la que empleó las iniciales de los nombres latinos de los elementos, a los que en caso necesario añadía una segunda letra. Con las modificaciones que fueron indispensables, es la que se emplea en la actualidad (Lockemann, 1960).
En cuanto a las sustancias compuestas, Lavosier en su intento de darles una nomenclatura racional, llama ácido sulfúrico a aquella que era denominada como “ácido de azufre, ácido vitriólico, aceite de vitriolo o espíritu de vitriolo”; potasa al “álcali vegetal cáustico”; amoníaco al “álcali volátil cáustico”; plata a “diana, luna o plata”; ácido muriático oxigenado al “espíritu de sal”; alcohol al “espíritu de vino”; óxido de antimonio sulfurado rojo al “quermes mineral”; óxido de arsénico sulfurado amarillo al “oropimente”; oxígeno al “oxigino, base del aire vital, principio acidificante”; principio hipotético de Stalh, al “flogisto”, y óxido de hierro al “azafrán de marte” (Bensaude-Vincent, 1991).
La tradición de los textos de enseñanzaEn una publicación anterior (Gallego Torres, Gallego Badillo y Pérez Miranda, 2009) se analizó cómo fue el proceso histórico de la institucionalización de la Química como ciencia (Sánchez, 2009), desde la perspectiva de los libros para la enseñanza, y se hizo un recorrido con el que se enlistaron aquellos que se consideraron significativos. En esta contribución se insiste en este listado, ya que la preocupación por la enseñanza ha estado presente en esa historia, mucho antes de que la Química fuera construida como ciencia con la formulación y admisión de la Química estructural.
Es pertinente comenzar con la publicación de la Iatroquímica de Paracelso (1493-1541) a mediados de la primera mitad del siglo XVI aproximadamente, cuyo objetivo, al parecer, fue convencer a los interesados en las ideas que él preconizaba sobre el empleo de sustancias químicas en el tratamiento de enfermedades. Ya se ha mencionado el libro de Libavio de 1597. En esta revisión hay que mencionar a J. Beguin (1550– 1620), quien en 1610 escribe para sus estudiantes Tyrocinium Chymicum; este texto es considerado como el primero en ocuparse del problema de la enseñanza de las nociones químicas que circulaban en ese tiempo. Se habla de nociones y no de conceptos, siguiendo lo estipulado por J. Mosterín (1978). De la misma manera, hay que considerar el de N. Lémery, de 1675, con las acotaciones que sobre él han hecho los historiadores en relación con el escrito de Libavio.
W. Lewis (1708–1781) publica en 1746 su Course of Practical Chemistry y, en 1758, Laboratory Laid Open, dentro de los presupuestos conceptuales y metodológicos del modelo científico del flogisto. Para finales del siglo XVII, A. E. Fourcroy (1737–1816) da a conocer en 1792, su Philosophie Chimique, que con el de Lavoisier, se constituirá en una guía didáctica para la enseñanza a las nuevas generaciones de esta ciencia que parece adquirir su rumbo definitivo. Es oportuno señalar que en 1806, Berzelius escribió para sus estudiantes de medicina el libro didáctico Djurkemi, en el que acuña por primera vez el término Organisk Kemi, Química orgánica.
En 1850, C. Gerhardt (1816–1856) pone en circulación uno de los textos también significativo para la enseñanza de la química, su Traité de Chimie Organique, en el que realiza una sistematización de los conocimientos que luego constituirán la Química orgánica; esta sistematización dio pie para que J. B. Dumas desarrollara su método experimental para la determinación de pesos moleculares a partir de las densidades de vapor y el razonamiento de M. A. A. Gaudin (1804–1880) en torno a la constitución de las moléculas poliatómicas de los gases.
Especial mención merece A. L. Lavoisier (1743–1794), con el Tratado Elemental, dado a conocer en 1789. Un texto para la enseñanza de esa nueva actitud que él creó para la praxis de los jóvenes que en el futuro se interesaran por estudiar Química, y lo escribe para ellos declarando que quienes se dedicaban a producir conocimientos en esta área de estudios difícilmente cambiarían los presupuestos conceptuales y metodológicos en los que venían realizando sus labores. En el Tratado también incluye su propuesta de nomenclatura (Bensaude–Vincent, 1991), al mismo tiempo que plasma su concepto de lo que debería ser el experimento en Química, de manera que propone una especie de “torsión” en cuanto a la concepción que sobre esta ciencia se venía enseñando.
Es destacable el hecho de que Jane Haldimand (1769–1858), quien se casó con A. Marcet —elegido miembro de la Royal Society en 1808—, fue una mujer interesada en llevar los conocimientos químicos a sus congéneres. Así, en 1806 escribe Conversations on Chemistry, en el que acude al recurso del diálogo de preguntas y respuestas, con el fin de esclarecer a dos jóvenes mujeres ficticias sus dudas relacionadas con la ocupación de la actividad de los químicos. Ella deberá ser recordada con Marie Anne Paulze, la esposa de Lavoisier, y Claudine Picardet, la esposa de Guyton, como una de las mujeres que contribuyeron, a su manera, a la construcción de la Química (De Farías, 2005).
Cabe señalar que E. Frankland (1825–1899) parece ser el primero en preocuparse por la formación de profesores para la enseñanza de la Química en la educación media. Así, seis años después del Congreso de Karlsruhe, en 1866, publica su Lecture Notes for Chemical Students y su libro How to Teach Chemistry. Además, organizó un taller para profesores, con una estrategia demostrativa en el que realizó frente a ellos una serie de ensayos experimentales. Esta referencia podría hablar en favor de una prehistoria de la Didáctica de la Química, que habría que remontarla, en primer lugar, al texto de J. Beguin y luego al de Lavoisier. Sólo con el transcurrir del tiempo y dado el éxito del método de enseñanza ideado por Liebig, el número de interesados por el estudio de la Química creció paulatinamente.
Un punto de partida para analizar la influencia de los textos de enseñanza sobre el interés de los jóvenes en el estudio de la Química ha sido recogido por J. M. Sánchez (2009), a propósito del listado de quienes inicialmente se vincularon a estos estudios, la mayoría de los cuales estaban interesados en el campo de la Farmacia.
El modelo científico del flogistoSe retrocede al siglo XVII para destacar los problemas relacionados con la explicación de procesos cotidianos como los de la combustión y de la calcinación, que venían siendo utilizados por ceramistas y metalurgistas. A pesar de que había ideas dominantes al respecto, a la luz de los nuevos desarrollos del conocimiento de la naturaleza, no eran satisfactorias, aun cuando seguían el esquema explicativo de los alquimistas artesanos. Ésta es una problemática de la que se ocupa J. J. Becher (1635–1682), quien no era partidario de la doctrina aristotélica, por lo que dio un giro con su propuesta de las “tres tierras” en su Physica Subterranae, de 1668.
A una de ellas la identificó como terra pinguis, la materia combustible. Con base en ésta, G. E. Stahl (1660–1734), formuló el modelo del flogisto en su texto Zymotechnia Fundamentalis, en 1697, vocablo tomado del griego phlogistos, materia inflamable. La lógica interna de su estructura conceptual (Izquierdo, 1988) condujo a la aceptación del modelo por investigadores reconocidos como C. W. Scheele (1742–1786), J. Priestley (1733–1804), H. Cavendish (1731–1810) y J. Black (1728–1799). Este último sería el primero en abandonarla después de lo propuesto por Lavoisier.
Hacia la constitución de una disciplina científicaNo se pueden dejar de lado los anteriores esfuerzos docentes realizados por personajes como J. L. Gay-Lussac (1778–1850) y J. J. Berzelius (1779–1848). Francia es a comienzos del siglo XIX el epicentro de la enseñanza de la Química. La Société d´Arcueil, fundada en 1802 por P. S. de Laplace (1749–1827) y Cl. Berthollet (1748–1822), llama y estimula a jóvenes procedentes de la Escuela Politécnica, como D. F. Arago (1786– 1853) y Gay-Lussac, para que se dediquen a la investigación. Hacia mediados del siglo en consideración se imparten cursos de Química en la Escuela Politécnica, en la Escuela Normal Superior, en la Escuela de Minas y demás instituciones de similar prestigio. No obstante, y dado que la enseñanza no se centra en las prácticas de laboratorio, ese epicentro decaerá. Señálese que L. J. Gay-Lussac se desempeñará como profesor en la Escuela Politécnica y otros centros académicos (Bensaude-Vincent y Stengers, 1997).
Podría sostenerse que la docencia de la Química se trasladará a Alemania, si se destaca que F. Stromeyer (1776–1835) es el primero que, en 1817, creó un programa para una enseñanza práctica en la perspectiva farmacéutica (Lockemann, 1960). Le seguirá, J. von Liebig, quien no sólo se ocupó de crear un primer plan de estudios que correlacionaba la docencia con la investigación, sino que, además, consideró indispensable acompañar su proyecto académico de la creación de un medio para que los resultados de los trabajos realizados circularan entre los interesados. Así, Liebig, en 1832, crea Annalen der Pharmazie, que después y con la colaboración de F. Wohler (1800–1882) pasó a ser Annalen der Chemie und Pharmazie.
Muchos historiadores suelen afirmar que Liebig fue un autodidacta, puesto que careció de educación formal, incluso de contactos con académicos, hasta cuando se relacionó con K. W. Kastner (1783–1757), profesor de la Universidad de Bonn quien, en 1823, le confirió una beca para estudiar con Gay-Lussac en París, donde también fue discípulo de J. B. Biot (1774–1862), L. J. Thénard (1777–1857) y P. L. Dulong (1785–1838). Luego, Kastner le resolvió el problema de carencia de título comprándole el doctorado, con el que pudo ser nombrado como profesor extraordinario de Química en la Universidad de Giessen (Weightman, 2008).
Sin el programa de Liebig no es explicable el proceso que desembocará en la construcción de la Química estructural (Sánchez, 2009), ya que una de las consecuencias de dicho plan de estudios fue la formación de una gran parte de los químicos que se involucraron en esa construcción. Este proceso tiene su causa remota en la adopción del modelo atómico de J. Dalton (1776–1844), de la ley de la composición definida de J. L. Proust (1755–1826) y de las proporciones múltiples de Dalton, por parte de J. J. Berzelius. A las anteriores leyes habría que sumarle la de los equivalentes, formulada por J. B. Richter (1762–1807), cuyos partidarios se opusieron a los atomistas; además, será necesario el concepto de valencia, propuesto en 1858, por C. H. Wichelhaus (1842–1927). Cabe en este recuento de las condiciones previas al Congreso dejar sentado que A. Kekulé von Stradonis (1829–1896), en 1857, acogió la tetravalencia del carbono, enunciada en 1852 por F. Rochleder (1819–1874).
Berzelius es el autor del modelo dualístico de la estructura de los compuestos y, en 1826, además, propuso su versión definitiva de la tabla de pesos atómicos relativos, sobre la cual muchos químicos tenían serias preguntas (Cid Manzano, 2009). Por otro lado, tratando de ordenar la diversa variedad de compuestos orgánicos identificados en su tiempo, propone igualmente el modelo de radicales, que fue sustituido por el de J. B. Dumas (1800–1884) de los tipos. Luego, en 1848, A. Laurent (1807–1853), formuló el de los núcleos. Al mismo tiempo, C. Gerhardt (1816–1856), contribuyó con su modelo de los residuos. Para tal efecto adopta el modelo del amoníaco definido en 1849 por A. W. Hoffmann (1818–1892), el del agua de A. W. Williamson (1824–1904) e introduce el del hidrógeno o el del ácido clorhídrico. Toda esta variedad de modelos y las controversias surgidas alrededor de los mismos van a ser zanjadas, gracias a la introducción del concepto de estructura por parte de A. Butlerov (1828–1886).
Recuérdese que en 1825, cuando Liebig es catedrático en la Universidad de Giessen, paralelamente organiza con dos colegas, uno de mineralogía y otro de matemáticas un “Instituto Químico-Farmacéutico” que hasta 1835 logró cierto éxito. Su renombre lo obtendrá a partir del momento en que Liebig instaura una enseñanza que combina la docencia con la investigación, ya que vinculará a este proceso a alumnos que habían superado la formación básica establecida (Sánchez, 2009); es el tiempo en el que aún subsistía y seguiría existiendo la disparidad de definiciones en lo tocante a conceptos como los de átomo, molécula, equivalente, cómo deberían representarse gráficamente las sustancias orgánicas y cuál debería ser la nomenclatura más apropiada para las mismas. No obstante, lo propuesto no era de la aceptación general.
En esta disparidad de puntos de vista hay que destacar que fue A. Laurent, mucho antes del Congreso, uno de los primeros en admitir la Hipótesis de Avogadro, a partir de la cual definió el peso molecular de una sustancia simple en estado gaseoso y especificó que molécula es la cantidad mínima necesaria para la formación de una sustancia compuesta; átomo, la cantidad más pequeña de una sustancia simple contenida en un compuesto, y equivalente, “la cantidad del mismo valor de cuerpos análogos”. Agréguese que casi 50 años antes, en 1811, J. L. Gay-Lussac ideo un método para la determinación de pesos moleculares, basado en la medida de las densidades de vapor.
La necesaria ubicación temporal muestra que 1820 es un punto de referencia, cuando A. Avogadro (1776–1856) publica un trabajo sobre la hipótesis que lleva su nombre. Se relata que una idea análoga fue dada a conocer tres años después por A. M. Ampére (1775–1836), generándose una disputa por la autoría de la misma; sin embargo, y dadas las controversias existentes, la propuesta de Avogadro pasó innadvertida durante 44 años, hasta cuando, primero, S. Cannízzaro la lleva en 1860 al Congreso de Karlsruhe y, segundo, que en 1864 fue acogida y puesta a circular por E. Lothar Meyer en su texto didáctico Las modernas teorías de la Química. De nuevo se reitera el papel de la enseñanza en la construcción de la comunidad científica de los químicos.
¿Por qué razones, sólo hasta la segunda mitad del siglo XIX, cuando hacía ya algunos años que la Química se había hecho objeto de enseñanza, este problema subsistía? Una de las explicaciones de mayor aceptación sobre este particular —y del hecho de que a Cannízzaro no se le prestara credibilidad en las oportunidades que le dieron para exponer ante los asistentes la labor de enseñanza adelantada con sus alumnos, basada en su interpretación de la propuesto por Avogadro—, sería la de que Cannízzaro no compartía esa concepción de Química basada en el experimentalismo dominante de corte positivista ni el mandato de que los aprendices tenían que estar durante el mayor tiempo de su preparación en el laboratorio, siguiendo esa praxis heredada de los alquimistas artesanos (Bowker, 1991).
Del congreso propiamenteAl respecto, se continúa con la intención de presentar una visión acerca de las condiciones que hicieron factible la construcción futura de una comunidad científica propiamente dicha, hasta el punto de que hay que insistir en que el estatuto científico de la Química estaba aún por ser conformado, justamente porque no había un lenguaje sistemático de uso universal. Es común afirmar entre los que se ocupan profesionalmente de investigar esta temática, que quienes producían nuevos conocimientos químicos en una parte de Europa, lo comunicaban a sus pares en un lenguaje diferente del empleado por quienes lo hacían en otras regiones del mismo continente. En general, cada uno de los investigadores tenía una notación química particular y la justificaba dentro de sus concepciones atomísticas o equivalentistas, mostrándose partidario o no de la nomenclatura propuesta por Berzelius. No se puede sostener, por tanto, que se había creado una comunidad.
En cuanto al Congreso y siguiendo a J. B. Wurtz (http://web.lemoyne.edu/~giunta/karlsruhe.html), éste narra que fue A. Kekulé con la colaboración de C. Weltzien (1818–1881), quien hizo la convocatoria. Asistieron a Karlsruhe alrededor de 140 destacados químicos interesados en resolver los desacuerdos y las incomprensiones existentes entre ellos. De hecho, los objetivos para su realización fueron específicos, ya que se trató de acordar conceptualizaciones acerca de lo que había que entender comunitariamente sobre átomo, molécula y equivalentes, y producir una notación común y de carácter racional para los compuestos químicos. La intencionalidad central era la de resolver el problema de las distintas y dispares significaciones que manejaban los químicos de ese entonces al respecto (Ihde, 1984).
Los preparativos y las invitaciones estuvieron a cargo de C. Weltzien, de la Technische Hochscule de Karlsruhe, quien las envió en julio de 1860 a 45 destacados químicos reconocidos, entre los cuales cabe mencionar a J. B. Boussingault (1802– 1887), R. W. Bunsen (1811–1889), S. Cannízzaro (1826– 1910), H. E. S. C. Deville (1818–1881), J. B. Dumas (1800– 1884), E. Frankland (1825–1899), A. W. Hofmann (1818–1892), H. Kopp (1817–1892), J. v. Liebig (1803– 1873), A. Mitscherlich (1836–1918), Pasteur (1822–1895), J. S. Stas (1813–1891), A. Williamson (1824–1904), F. Wöhler (1800–1882), A. Wurtz (1817–1884), y a N. Zinin (1812– 1880), O. L. Erdmann (1804–1869) y A. Strecker (1822– 1871), los más reconocidos. J. H Ihde (1984) resalta que entre los inicialmente invitados, no asistieron Liebig, Wöhler, Hofmann, Frankland, Mitscherlich ni Pasteur (1822–1895). A. Laurent (1807–1853) y C. Gerhardt (1816–1856) ya habían fallecido para la fecha (Izquierdo, 2010).
Sin embargo, concurrió un número mayor como ya se enumeró, puesto que estuvieron presentes alumnos de los convocados, un grupo de jóvenes que contribuirían significativamente a la construcción de la Química como ciencia durante las décadas siguientes. Ellos fueron, entre otros, O. Baeyer (1835–1917), F. Beilstein (1838–1906), E. Erlenmeyer (1825–1909), C. Friedel (1832–1898), Lothar Meyer (1830– 1895), H. Roscoe (1833–1915), U. Schiff (1834–1915), D. Mendeleíev (1834–1907), V. Meyer (1830–1895) y J. Wislicenus (1835–1902). D. Mendeléiev sería uno de los más destacados, con la formulación de la ley de periodicidad, que plasmó en la Tabla Periódica (Camacho González, Gallego Badillo y Pérez Miranda, 2007).
El transcurrir del CongresoEl evento se llevó a cabo los días 3, 4 y 5 de septiembre de 1860. Se organizó en tres sesiones y tres comisiones. La primera comisión, considerada como preparatoria, estuvo precedida por Weltzien; en ella se insistió en la necesidad de que los participantes discutieran la confusión debida, en especial, a las diversas notaciones que se empleaban para designar los mismos compuestos químicos. La primera sesión formal fue precedida por H. Kopp. En ella se trató nuevamente el problema de la notación de los compuestos. No se llegó a acuerdo alguno.
En la segunda sesión, Kekulé invitó a que se trabajara el también problema de la naturaleza de la materia y, siguiendo la recomendación que había hecho años antes Berzelius, trajo a la mesa el modelo de Dalton, del que era partidario; no obstante, salió a flote la no distinción entre “moléculas físicas”, “moléculas químicas” y “átomos” que subsistía aún entre los químicos. Tampoco llegaron a una distinción consensuada sobre estos conceptos, pero destaca que en esta sesión los asistentes se ocuparon también del problema de la notación química. En ella Kekulé intervino para proponer que ésta se representara en un lenguaje que posibilitara la comunicación de los trabajos realizados. De ser así, debía armonizarse con la admitida con base en los equivalentes. Fue entonces que Cannízzaro empezó a jugar un papel protagónico. Tomó la palabra para destacar que ninguno de los asistentes tenía claridad sobre esta problemática, por cuanto desconocían el principio que él había hecho objeto de enseñanza en la Real Universidad de Génova, esto es, el de Avogadro.
Cannízzaro puntualizaría que se hacía indispensable tomar una decisión definitiva: o se acordaba una notación basada en lo atómico-molecular o, por el contrario, una referida a los resultados de las mediciones de los equivalentes. En el primer caso, cada fórmula química representaría la molécula, mientras que en el segundo, ésta sólo se referiría a la equivalencia. Apuntó que las dos definiciones no se debían mezclar, ya que de ser así, se continuaría con la disparidad existente. Sugirió entonces que las discusiones al respecto se pudiesen zanjar si se traía a consideración la ley de los volúmenes de combinación de Gay–Lussac y, por tanto, la “Hipótesis de Avogadro”. Expuso que estas fórmulas químicas que representaban las moléculas tenían como fuente esa hipótesis y, por tanto, deberían ser acogidas. Kopp, destacó que en vista de las disparidades conceptuales presentadas, la discusión relativa a la representación basada en equivalentes debería ser abandonada. O. L. Erdmann señaló la urgencia de adoptar una notación con símbolos que representaran siempre uno y el mismo valor en términos de pesos. Tampoco hubo acuerdos.
En el tercer y último día, en la sesión precedida por J. B. Dumas, éste propuso que el sistema de nomenclatura de Gerhardt, con las modificaciones que él hizo entre 1843 y 1846 a la propuesta de Berzelius, podría constituir un punto de partida para el despegue de la Química como una ciencia autónoma. Cannízzaro volvió a hacer presencia para destacar que estas fórmulas tenían como fuente la Hipótesis de Avogadro y, por tanto, deberían ser admitidas. Pasó entonces a explicar la aplicación de la hipótesis para la determinación de los pesos atómicos y moleculares, y cómo a partir de estos resultados se podían deducir las fórmulas de los compuestos. Intervino A. Strecker para manifestar su intención de aceptarla, mientras que Kekulé apuntó que él también lo hacía, pero con cierta reserva. En otras palabras, a la propuesta de Cannízzaro le prestaron poca atención, no lo escucharon como él esperaba.
En su intervención de clausura, J. B Dumas, abrigando la esperanza de que en el futuro próximo los asistentes llegaran a acuerdos sobre algunas de los problemas que habían motivado la convocatoria, preguntó al auditorio: ¿Es deseable armonizar la notación química con los desarrollos logrados en la ciencia?, ¿es conveniente adoptar los principios de Berzelius, en lo que a la notación química se refiere, con las necesarias modificaciones que haya que hacerle a tales principios? y ¿es necesario distinguir nuevos símbolos químicos en relación con aquellos que son de uso común? Cannízzaro decidió retirarse del Congreso antes de que finalizara.
Tomada esta postura, Cannízzaro le encomendó a su amigo y compatriota, A. Pavesi (1830–1896), que distribuyera entre los asistentes el texto “Sunto di un corso di filosofía chimica fatto nella Reale Universitá di Genova”, que había elaborado en 1858 como profesor, desde una intencionalidad didáctica, dado que su propósito era el de de transmitir a los estudiantes la novedosa visión que había concebido sobre la Química. Parece ser que en su vida académica privilegió su carácter de docente por encima del de investigador, y fue esta opción no reconocida la que le dio la oportunidad de ser identificado como el protagonista de Karlsruhe. Déjese sentado que la historia de esta ciencia lo inscribió en sus páginas como investigador con la denominada “Reacción de Cannízzaro”, la transformación de aldehídos en alcohol y ácido.
Las consecuenciasClausurado el Congreso, en los años siguientes J. Lothar Meyer se ocupó, como ya se mencionó, de escribir su libro didáctico Die modernen Theorien der Chemie (Las modernas teorías de la Química), publicado en 1864. Este libro fue significativo, puesto que basado en el “Sunto” de Cannízzaro, contribuyó a que los químicos adoptaran finalmente la hipótesis de Avogadro y elaboraran paulatinamente un lenguaje sistemático de uso universal para los compuestos químicos, algo que se logró en 1911 con la creación de la Asociación Internacional de Química Pura y Aplicada (IUPAC, por sus siglas en inglés). Se reitera aquí que la Química es una ciencia que se constituyó en las aulas.
En su libro, Lothar Meyer también llamó la atención sobre la necesidad de introducir los desarrollos de la Física en las explicaciones de la Química (Ihde, 1984). Veinte años después, J. H. van't Hoff (1852–1911) publicó su obra Études de Dynamique Chimique (Estudios de dinámica química), que aborda la formulación de los procesos químicos acudiendo a las ecuaciones diferenciales. Van't Hoff y W. Ostwald (1853– 1932), a los que luego se unió S. Arrhenius (1859–1927), crearon la Fisicoquímica, con la Zeitschrift für Physikalische Chemie (Revista de Química Física). Para que esta nueva disciplina fuera aceptada por la comunidad había que hacerla objeto de enseñanza. Ostwald escribió en 1885 Lehrbuch der Allgemeinen Chemie (Lecciones de Química General). Cinco décadas después, en 1935, L. C. Pauling (1901–1994) y E. B. Wilson (1908–1992) dieron a conocer su Introduction to Quantum Mechanics, with Applications to Chemistry. Después, con propósitos didácticos, Pauling escribió el conocido texto The Nature of the Chemical Bond, and the Structure of Molecules and Crystals (Laidler, 1995), en el que introdujo el concepto de hibridación de los orbitales atómicos, con miras a explicar didácticamente las geometrías de las moleculas.
El átomo de los químicos pasó a ser el de los físicos y, por tanto, la enseñanza de esta ciencia en la secundaria —por lo menos—, no se ocupará de que los estudiantes se pregunten e intenten elaborar una respuesta a ¿de qué finalmente se ocupan y se han ocupado los químicos? Esta situación didáctica generó una especie de confusión en torno a la empresa histórica de producción de conocimiento por parte de los investigadores en esta disciplina académica (Izquierdo, 2010). La concepción de Química como ciencia se justificará como una rama de la Física, el denominado reduccionismo “fisicalista”, ya delimitado por quienes se han ocupado de elaborar una historia y epistemología de la Química por fuera de dicho reduccionismo (Lombardi y Pérez, 2010).
Volviendo atrás en la historia, cabe destacar que la adopción unánime de una notación química racional por parte de los químicos no se había logrado a cuatro años de la clausura del Congreso. W. H. Brock (1998) relata el caso de un paciente del Hospital Psiquiátrico de Hanwell, en Londres, quien envió una carta irónica al Chemical News, en la que señalaba que la disparidad y diversidad existente se manifestaba especialmente en relación con las fórmulas en las que se expresaba la composición del agua. Kekulé admitió tal aseveración, hasta el punto de que en su libro didáctico Lehrbuch der Chemie (Lecciones de Química), publicado en 1866, consignó 20 fórmulas diferentes para el ácido acético, recogidas de publicaciones en revistas especializadas. No fue fácil e inmediato acordar un lenguaje, a tal grado que fue indispensable —a finales del siglo XIX—, crear un organismo que se encargara de esa regulación.
En efecto, en 1889 estos profesionales decidirán convocarse de nuevo en Paris, para celebrar el Congreso Internacional de Químicos, al parecer con los mismos objetivos que el de Karlsruhe. Seguirá la citación de 1892 en Ginebra, en el que acordaron crear los fundamentos para un sistema racional de nomenclatura en Química Orgánica. Finalmente, en el de París de 1911 deciden confederarse en la Asociación Internacional de Sociedades Químicas, lo que significa que ya se habían creado “asociaciones” locales o nacionales. Este congreso sería insumo indispensable, para el de 1919, en el que como ya se anunció, se acordará la fundación de la International Union of Pure and Applied Chemistry” (iupac) (Román Polo, 2011). La iupac se consolidará definitivamente en las conferencias de 1957 y 1965, en las que se persiguió establecer en forma definitiva la unificación de los convenios sobre formulación y nomenclatura (Negro, 1974). Habría que sostener que dados estos hechos comunitarios, sería sostenible que fue el Congreso de Karlsruhe, dada la socialización didáctica de la propuesta de Cannízzaro, la que contribuyó poco a poco a que los químicos imaginaran, pensaran y llevaran a cabo sus realizaciones, como comunidad de especialistas.
Sobre la construcción de la comunidad científicaT. S. Kuhn (1972), con base en lo propuesto por L. Fleck (1986), introduce, entre otras, la categoría epistemológica de comunidad, para dar cuenta del proceso de construcción del conocimiento científico. Dejando de lado las discusiones que al respecto se han suscitado (Echeverria, 1998), en otro de los aportes de Kuhn (1989), éste acude a la categoría de cultura, cuando especifica que los integrantes de una misma comunidad lingüística se identifican con una tradición que les es común dado que, de manera no lineal, conciben, piensan y actúan colectivamente de conformidad con la estructura de significados acordada por sus integrantes. Por tanto, hay que compartir el convencimiento de que una comunidad se caracteriza por un lenguaje cuyos significados son compartidos por todos aquellos que practican actividades similares.
Agréguese a lo anterior el hecho de que toda ciencia se convierte en saber en la medida en que ese conocimiento es enseñado y aplicado por quienes lo han aprendido de manera satisfactoria (Echeverria, 1998). En términos aristotélicos, de acuerdo con lo que el estagirita dejó plasmado en su Metafísica, enseñar es compartir conceptos con los otros y, por supuesto, formas de actuar sistemáticamente. Ese compartir no sería factible si en cada una de las ciencias el conocimiento construido no se expresara y compartiera en los significados del lenguaje sancionado por la respectiva comunidad de especialistas.
Se recuerda aquí que este problema del lenguaje compartido que posibilita la enseñanza —que ya expusiera A. Libavio en su libro de 1597 y que se mantendría a lo largo de los siglos XVII y XVIII— fue solucionado con la creación de la iupac. Se trata de una reconstrucción histórica que recrea la preocupación central que atraviesa necesariamente toda aproximación acerca de la naturaleza de la Química.
Por otra parte, ese compartir comunitario no se lograría sino a través de la conversión de ese conocimiento sancionado en ciencia escolar (Chevallard, 1985), traducción que es recogida en los textos para la enseñanza (Sánchez, 2009) y que introduce la pregunta sobre la concepción histórica y epistemológica de Química que se plasma en esos textos. Ya se ha señalado que esta actividad de conocimiento y de los practicantes de la misma se llamará Química y que sus seguidores reclamarán su condición de químicos, sobre todo como protagonistas. Esta historia se remonta a A. Libavio en el siglo XVI como acaba de resaltarse, y es esa intencionalidad la que seguirán todos los interesados en convertir esa convicción de que el ser humano puede transformar la materialidad del mundo de los alquimistas artesanos en una disciplina académica.
Otro de los factores que han de tenerse en cuenta para emitir un juicio acerca de la construcción de esta comunidad científica son las revistas especializadas. Un número significativo de éstas circularon antes de la convocatoria del Congreso de Karlsruhe, por lo que éste es un aspecto que tiene importancia para cualquier reconstrucción histórica. Como ya se comentó, Liebig inició esta actividad con la revista ya mencionada y otros interesados apuntaron en esa dirección. En 1834, O. R. Erdmann creó el Allgemeines Journal für Chemie, cuyo título cambiaría a Journal für Praktische Chemie, que pasó a ser dirigida luego por Kolbe y que se constituyó en una revista especializada para la difusión de trabajos en Química Orgánica. En 1848, C. R. Fresenius (1818–1897) publicó Zeitschrift für Analitische Chemie. A partir de 1867, Hoffmann orienta la publicación de los Berichte, órgano de la Deutsche Chemische Gesellschaft.
Algunas reflexiones sobre historia sociopolíticas¿Es factible intentar inscribir la problemática que motivó la convocatoria al Congreso de Karlsruhe en un contexto político y económico? La respuesta de los autores de esta contribución es, en principio, afirmativa. Recuérdese que los estudios sociales sobre el conocimiento científico se inician prácticamente en 1930 con el trabajo de L. Mumford (2006). Le seguirán las investigaciones de K. Merton sobre las condiciones culturales, políticas y económicas que en el siglo XVIII, posibilitaron que en Inglaterra se diera esa explosión de personajes que hicieran de la dedicación a las ciencias su proyecto de vida (Barona, 1994). Los resultados obtenidos hablan en favor de que, hacia la década de 1690, ya se había consolidado la relación entre la ciencia newtoniana, la cultura de la oligarquía Whig dominante y la iglesia establecida, hasta el punto de que el convencimiento de una actividad científica basada en el orden y la armonía se pregonaba desde los púlpitos. La ciencia moderna se instauró en este ámbito como un bien de consumo, hasta el punto de que sus practicantes adoptaron la lógica del capitalismo e instauraron el modelo cognoscitivo característico de la industrialización (Restivo, 1992).
Subráyese que los químicos no adquirieron definitivamente su reconocimiento social con la adopción de una nomenclatura de uso universal y ni siquiera con la construcción de la Química estructural. Esto sólo fue posible a partir de que algunos egresados del plan de estudios de Liebig decidieron crear industrias basadas en los conocimientos alcanzados. Sin embargo, las revisiones bibliográficas llevadas a cabo parecen sugerir la existencia de posiciones dicotómicas. Por un lado, Liebig se mostró partidario de la “aplicación” de la Química para contribuir, en este caso, al desarrollo de la agricultura, según se deduce del aporte que escribió en 1840, “Química orgánica y sus aplicaciones agrícolas”. No obstante, sostuvo que esta ciencia no podía contaminarse de intereses meramente mercantilistas. Algo semejante se encuentra en relación con las opiniones de A. W. von Hofmann, cuyas ideas al respecto parecen mostrar su deseo de que la Química siguiera siendo una disciplina académica (Bowker, 1998).
Los verdaderos fundadores de la industria de los colorantes en Inglaterra fueron, en la década del cincuenta del siglo xix, W. H. Perkin (1862–1909), hijo del químico W. Perkin (1838– 1907), discípulo de Hofmann, quien criticó a este último por abandonar la investigación y dedicarse a la producción industrial de colorantes, no obstante que trabaja a sueldo como asesor de muchas empresas y no despreciaba oportunidad para ganar dinero (Weightman, 2008). Hofmann contribuirá a fundar en 1867, la Deutsche Chemische Gesellschaft (Sociedad Alemana de Química).
Lo irónico de la historia es el hecho de que algunos de los alumnos de Liebig se dedicaron a las aplicaciones industriales de esta ciencia. Entre ellos cabe mencionar a H. E. Merck (1794–1855), quien en 1827 fundó en la ciudad de Darmstadt, Chemische Fabrik E. Merck, para la producción en gran escala de medicamentos, comenzando por la aspirina. Le sigue K. Clemm, quien con su hermano Gustav creó una industria dedicada a la producción de fertilizantes artificiales; luego se abrieron a la de la sosa, al ácido sulfúrico y a los tintes. En 1865 la empresa pasó a llamarse Badische Anilin und Soda Fabrik (BASF) (Sánchez, 2009). En este listado que no pretende agotar las referencias, hay que mencionar a C. A. von Martius (1838–1929), quien funda en 1867, la Aktiengeselleschaft für Anilinenfarbenfabrikation (AGFA) (Lockemann, 1960). Alemania se convirtió en una potencia de la industria basada en los conocimientos químicos, comenzando el siglo XX.
Si se toma como referencia de partida 1827, para el proceso de obtención de sustancias químicas para la industria, se enfrenta el problema del uso de un lenguaje universal y comercial que tuviera el mismo significado en los distintos destinos de la comercialización de dichas sustancias. Esta situación exigía una nomenclatura de uso compartido por los oferentes y los destinatarios de los productos de la industrialización. La razón parece ser evidente, puesto que si bien no hay documentos que lo confirmen, detrás de los objetivos de la convocatoria al Congreso de Karlsruhe estaba también presente el hecho de la diferencia entre la denominación empleada por los artesanos para los insumos y las sustancias que producían, y la utilizada por los químicos para los mismos compuestos (Bensaude-Vincent y Stengers, 1997), algo que podaría haber constituido en sí, no sólo la solución de los problemas para los cuales fue convocado el Congreso, sino también la de unificar una nomenclatura que permitiera el flujo comercial.
Palabras finalesComo puede destacarse, se ha hecho una relación, de carácter lineal, de algunos de los textos que desde el siglo XVII se escribieron con la intención de enseñar los conocimientos elaborados. Primero, por darlos a conocer a las nuevas generaciones y, segundo, como el presupuesto que aquí se sostiene, institucionalizarlos, hacer reconocible por parte de la sociedad en general una ocupación que había caído en descrédito, circunstancia debida a ese tercer grupo que se llamaron “alquimistas” y que en la actualidad se les reconoce como simples embaucadores.
Hay que apuntalar lo sostenido, al destacar que algunos de los modelos “químicos” que hoy se consideran científicos (Caldin, 2002), fueron inicialmente modelos didácticos. Al respecto se puede señalar, entre otros, la versión inicial cúbica para el enlace químico propuesta por G. N. Lewis (Herreño Chaves, Gallego Badillo y Pérez Miranda, 2010), el de la ley de periodicidad y la Tabla Periódica de D. I. Mendeléiev (Camacho González, Gallego Badillo y Pérez Miranda, 2007; Pérez Miranda, Gallego Badillo y Garay Garay, 2006). Habría que agregar, como ya se mencionó, el modelo de la hibridación de los orbitales atómicos de C. L. Pauling, cuya representación gráfica ideó para que sus estudiantes se aproximaran a esa introducción de la mecánica cuántica para una nueva explicación del enlace químico (Izquierdo, 2010).
Esta labor, si bien se remonta a las postrimerías del siglo XVI, se consolidó a partir del año en que el texto de J. Lothar Meyer fue admitido como guía para la enseñanza de una ciencia a la que le dieron su rumbo definitivo. Las nuevas generaciones de químicos se basarán en la Hipótesis de Avogadro con el fin de determinar pesos atómicos y moleculares, tanto como acordar la representación gráfica de las fórmulas de los compuestos y el establecimiento de un sistema racional de nomenclatura. Aun cuando no suele ser explicitado por los historiadores, es preciso subrayar que el proceso de industrialización influyó de alguna manera en la búsqueda de ese acuerdo en la denominación de la sustancias.
Las referencias bibliográficas que tratan de lo sucedido en Karlsruhe suelen afirmar que este convite científico fue un fracaso, en razón de que sobre los objetivos de la convocatoria, los asistentes no allegaron en sus discusiones a acordar una solución al problema que constituyó la razón de ser del mismo. Sin embargo, se ha intentado mostrar en este capítulo que fue S. Cannízzaro el personaje que revivió para la aún no constituida comunidad científica de químicos, la hipótesis que 50 años antes había sido enunciada por Avogadro. Va más allá, por cuanto la concibe en los términos de una innovación conceptual, metodológica y didáctica que discurre acerca de la determinación de pesos moleculares y atómicos, con el fin de derivar de este procedimiento, la elaboración de las fórmulas de los compuestos y, en consecuencia, una nomenclatura racional. “Il Sunto” tiene un doble significado: por una parte es un modelo didáctico, a la vez que un modelo científico.