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Vol. 23. Núm. 2.
Páginas 176-178 (abril 2012)
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Sobre la evaluación docente1
On teaching evaluation
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José Antonio Chamizo
* Facultad de Química, Universidad Nacional Autónoma de México. Ciudad Universitaria, Avenida Universidad 3000. 04510 México, Distrito Federal, México
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Abstract

Universities require a deep reflection on their ultimate goals to build a culture of evaluation on teaching activities, which are different from research activities. The main idea is that the superficial bureaucratic process, summative and closed, should be changed to one that involves teachers and is reflective and open.

Keywords:
teacher's assessment
standards
research
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L as funciones sustantivas de muchas universidades en el mundo se resumen en: generación de conocimiento, enseñanza y difusión de la cultura. En su historia reciente, al menos en México, únicamente la evaluación de la primera de dichas funciones se ha hecho de manera por demás exitosa. Lo anterior quiere decir que los investigadores adscritos a los institutos y muchos profesores, adscritos a las facultades, componen un pequeño grupo académico experto, capaz de competir, en el terreno de la investigación, en cualquier lugar del mundo. Lo anterior porque la evaluación que se hace de su trabajo está regida por normas internacionales y por una visión del trabajo de investigación trasplantado desde los centros del poder científico y económico, las cuales se impusieron aquí sin mayores objeciones. Como lo manifestó Xavier Polanco, se tiene una “fuga interior de cerebros”:2

La “fuga interior de cerebros” tiene lugar en el sistema de conocimiento. Significa que el sistema de conocimientos en el contexto de los países latinoamericanos está influenciado y determinado, como hemos dicho, en sus patrones científicos, criterios y elección de los problemas, desde afuera; es decir, por los objetivos científicos que son propios al desarrollo de la ciencia en los países desarrollados.

He aquí una razón por la cual las actividades científicas tengan lazos muy limitados con los objetivos y las necesidades del sistema social en donde ellas se realizan. Por lo tanto, una gran parte —o al menos considerable— de la producción científica es irrelevante para el medio […] la “fuga interior de cerebros” es una propiedad intrínseca del sistema de conocimiento periférico, que determina el comportamiento de aquellos que por su calidad constituyen la comunidad científica que debería ser el agente principal de la creación de una tradición científica endógena, es decir, autocentrada e independiente en el juego del mercado internacional de conocimientos.

Sin entrar en los detalles cuantitativos, es decir la relación de investigadores respecto a la población total del país, que en comparación no sólo con los países de la OCDE sino con otros países latinoamericanos nos dejan muy mal parados, se puede decir de manera optimista que en forma modesta pero sostenida la ciencia académica profesional despegó en México en la segunda mitad del siglo XX, cuando se crearon diversos centros de investigación y, posteriormente, cuando en medio de una de las tantas crisis nacionales, nos dotamos del Sistema Nacional de Investigadores. Sin embargo, el número de patentes registradas en el país por mexicanos ha venido cayendo. Las razones son muchas y no es éste el lugar para abordarlas; sin embargo, de lo anterior y de otros trabajos se puede concluir apretadamente que se hace investigación, no hay quien la aplique, poca de ella se enseña y seguramente casi nadie la entiende. Parece ser que el país se contenta con un ejército analfabeto y supersticioso de empleados y obreros cuando tienen la suerte de serlo y no estar desempleados— que lo único que saben hacer es obedecer y repetir lo que se hace en otros países. Retomando las palabras de Julio Muñoz en el Primer Foro de Análisis de la Política Científica en México en el lejano año 2000, cuando parecía que este país podría haber sido otro:

Quizá sería mejor concebir a los investigadores como prestadores de servicios y no como productores con pocos usuarios, y el mayor servicio que podemos prestarle al país, repito, es en la educación sin dejar de ser investigadores.

Obras en este servicio no cuentan o cuentan poco cuando el Sistema Nacional de Investigadores nos evalúa. Aclaro desde ahora que el participar en tareas educativas no se refiere únicamente a dar clases. Me refiero a un ejemplo que conozco bien: la publicación de textos científicos para los estudiantes de educación media superior, superior y de posgrado. Hay muchas otras tareas que son académica, social y económicamente necesarias, para las que el investigador es indispensable, aunque la tarea no traiga como resultado la publicación de un artículo de corte internacional, pero que considera interesante la investigación y posible solución de problemas locales, o el desarrollo de técnicas que sin ser de punta sí son adecuadas y útiles en nuestro medio.

Si a medio siglo de distancia la “fuga interior de cerebros”, con la que se puede caracterizar a mucha de la investigación que se hace en México, no necesariamente nos beneficia como país, tal vez podría considerarse a la educación, otra de las funciones sustantivas de las universidades, una posible respuesta a los grandes retos y desequilibrios nacionales. Pero hablar de educación es hablar de profesores, más precisamente del logro de los profesores, que es el aprendizaje de sus alumnos y que, como han demostrado diversos estudios internacionales,3 no mejora necesariamente por más dinero que líderes y políticos le asignen a la educación, porque no se está colocando donde debe colocarse, en la mejora profesional de los profesores.

La docencia en las universidades no se sabe evaluar, o si se sabe,4 no se quiere hacerlo de manera sistemática, como se hace con la producción del conocimiento. Aquí la libertad de cátedra aparece como una oportunidad y también como una dificultad. El derecho que tiene cada docente a realizar su proceso de enseñanza como sepa o quiera, sin verse limitado por algún agente externo no debe esgrimirse para ocultar un quehacer mediocre. La dificultad en la evaluación de la docencia ha hecho, entre otras razones, que la actividad académica se haya reducido a la investigación, al extremo de que ésta es la función que predominantemente se considera en el otorgamiento de premios y estímulos, incluidos los de docencia. La “fuga interior de cerebros” se ha vuelto omnipresente.

A diferencia de la investigación y particularmente de la investigación científica que tiene criterios de evaluación que en primera instancia son claros y objetivos, no hay consenso en los criterios de evaluación docente. Mientras que los investigadores se mueven en un solo terreno, los profesores se mueven, al menos, en tres terrenos diferentes. Por ello deben tener una sólida formación en el contenido que se proponen enseñar, no hay escapatoria, un profesor debe ser un experto en su tema lo que implica una constante actualización. Deben tener una adecuada formación pedagógica, una vez que trabajan con jóvenes que deben aprender, contra sus propias ideas previas, en un entorno cada vez más especializado y cambiante. Deben tener una mínima, pero no por ello oculta, formación humanística, una vez que sus alumnos, evidentemente de otra generación, heredarán un mundo que transformarán de acuerdo con valores también recibidos a través de los profesores públicamente.

“ La evaluación debe poder retroalimentar al docente para que como consecuencia de la misma su actividad mejore ”

Un buen desempeño en el primer terreno es responsabilidad de las universidades, que otorgan los títulos profesionales. Hacerlo en el segundo y el tercero es uno de sus principales problemas, porque éstas asumen y aceptan que se pueden dar clases con sólo tener un título. De manera implícita han vuelto la docencia una acción rutinaria y acomodada. Así, la docencia se encuentra en un círculo vicioso: vista desde la investigación, sus pobres resultados gene ran una baja valoración y su baja valoración produce resultados pobres lo que se resume en la máxima “cualquiera puede ser profesor”, o también que aquellos que se dedican a ella han sido, generalmente, incapaces de dedicarse con éxito a la investigación.

Hay consenso en que la evaluación docente se debe hacer para mejorar la docencia de acuerdo con ideales claros y precisos (responsabilidad de la que muchas universidades han claudicado). Como ya se dijo, en la docencia hay diversidad de terrenos, por lo que una adecuada evaluación docente requiere ampliar el número de actores implicados en el proceso. Por ello apela al menos a la autoevaluación (en la que el portafolio aparece como un buen instrumento); a la coevaluación (por pares profesionales), a la heteroevaluación (por instancias superiores con objetivos e instrumentos claros y por alumnos, reconociendo que los cuestionarios de opinión que muchos de ellos responden son generalmente limitados). Independientemente de cómo se exprese su resultado, la evaluación debe poder retroalimentar al docente para que como consecuencia de la misma su actividad mejore.

La complejidad del tema se manifestó en la dificultad de encontrar quien tuviera algo que decir, particularmente en lo referido a las ciencias a nivel medio superior y superior. Tres invitados internacionales que en un principio aceptaron colaborar denegaron posteriormente su participación. Así, en el presente número se presentan únicamente cuatro experiencias. Dos de carácter académico, una a nivel de política de Estado, y la última un estudio de caso desarrollado a lo largo de los últimos 20 años. Tigelaar y Janseen nos comparten los dilemas teóricos y prácticos por los que se atraviesa en el diseño de instrumentos de evaluación docente para profesores holandeses en formación. Quintanilla, Merino y Cuéllar, desde Chile, ejemplifican las dificultades de evaluar las competencias de pensamiento científico en los alumnos y cómo, a través de los argumentos que enuncian sobre un determinado problema, se puede reconocer el trabajo del profesor. Santos indica, desde el Instituto Nacional de Evaluación en México, que el principal propósito de un sistema de evaluación docente debe ser el mejoramiento de las prácticas de enseñanza a fin de dar retroalimentación a los profesores y asegurar que todos los estudiantes logren aprender durante su paso por la escuela, asunto que tanto en su propósito como en su resultado difícilmente se logra. Chamizo, Catalá y Jiménez, por su lado, relatan la implementación de programas de evaluación docente en un colegio específico y las dificultades y soluciones que se les ha dado a lo largo del tiempo.

Como idea final se puede decir que las universidades requieren para construir una cultura evaluativa una reflexión profunda sobre sus fines últimos. Si uno de ellos es enseñar, y el protagonista es el docente, se requiere construir una cultura de la evaluación en particular respecto a la evaluación docente que, alejándose de “la fuga interior de cerebros” no sólo sea un proceso burocrático, sumativo y cerrado, sino magisterial, reflexivo y abierto.

Polanco X. La ciencia como ficción. Historia y Contexto. En: Saldaña J. J. (ed.) El perfil de la ciencia en América. México: Cuadernos de Quipu, SLHCT, 1986.

Educación Química agradece mucho al Dr. José Antonio Chamizo su labor de edición de la sección “Tópicos Emergentes en la educación Química [Evaluación de profesores]” de este número ordinario, desde la selección de los autores invitados, hasta la elaboración de esta editorial.

Un excelente estudio sobre este tema se encuentra en Evaluación y reconocimiento de la calidad de los docentes. Prácticas Internacionales. Paris: OCDE, 2009.

En la UNAM se sabe hacerlo, como se reconoce en las Memorias del IV Coloquio Iberoamericano sobre la Evaluación de la Docencia, publicado por el Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación en 2008.

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