A pesar del elevado coste de los fármacos, el tratamiento antirretroviral se ha establecido como una de las estrategias más coste-efectivas de la medicina moderna. El tratamiento ha logrado modificar la historia natural de la infección por el virus de la inmunodeficiencia adquirida (VIH), con un aumento notable de la supervivencia y de la calidad de vida de las personas afectadas1. Todas las estimaciones actuales coinciden en que, con tratamiento antirretroviral adecuado y en ausencia de otros factores asociados (uso de drogas, enfermedades concomitantes graves), la supervivencia de las personas infectadas por VIH es similar a la de la población no infectada2. No cabe duda, por tanto, que proporcionar tratamiento a las personas que lo precisan no supone solo una medida excelente para el cuidado de la salud individual, e incluso para la salud colectiva, sino que es rentable desde el punto de vista económico.
Nadie en su sano juicio cuestionaría las afirmaciones del párrafo previo. Sin embargo, tampoco puede negarse que el coste global del tratamiento de la infección por VIH es elevado y supone uno de los capítulos más importantes del gasto farmacéutico. Esto es especialmente cierto para países en los que la prevalencia de la infección es alta y se mantiene una incidencia constante también elevada. Este es el caso de España, donde se estima que hay unas 150.000 personas infectadas por VIH y donde cada año se diagnostican alrededor de 4.000 pacientes nuevos3. Más aún, las guías de expertos y sociedades científicas más recientes sobre tratamiento antirretroviral recomiendan el inicio del mismo en todas las personas diagnosticadas de infección por VIH, independientemente de cuál sea su situación de base (presencia o no de síntomas, recuento de linfocitosT CD4+, carga viral plasmática de VIH)4,5. Esto significa que el número de personas en tratamiento irá aumentando cada año en la misma proporción que los nuevos diagnósticos. Puede llegar a plantearse la capacidad de un sistema sanitario para afrontar este reto económico, incluso en los países industrializados. Es obligado por todo ello reflexionar sobre la manera de optimizar el gasto relacionado con la infección por VIH.
En ese ejercicio de reflexión deben participar además todas las partes implicadas: los médicos que velan por la salud de los pacientes infectados por VIH y prescriben la medicación antirretroviral, los administradores que cuidan que el gasto sanitario sea lo más adecuado posible y la industria farmacéutica, que, de modo legítimo, debe rentabilizar su esfuerzo de investigación y comercialización de fármacos. El objetivo irrenunciable y aceptado por todos es que los pacientes deben recibir el tratamiento óptimo y a un coste razonable. Las discrepancias aparecen cuando se trata de acordar qué es tratamiento óptimo y cuál es el coste razonable.
De manera tradicional, una de las medidas que con mayor frecuencia se pone en práctica para disminuir el gasto farmacéutico consiste en una estimación por parte de los administradores sanitarios del gasto máximo anual que debe realizarse por paciente con una determinada enfermedad. Esa estimación es trasladada a los servicios clínicos encargados del cuidado de los pacientes para ser tenida en cuenta a la hora de realizar las prescripciones, y se pasa a considerar, con frecuencia, uno de los objetivos mediante los que se valora la actividad del servicio clínico. La medida, de dudosa eficacia, tiene además importantes limitaciones en cuanto a su diseño. Aunque puede darse por entendida la buena voluntad al adoptar este tipo de medidas, no es un acierto que se elaboren sin recabar la opinión de quién debe ejecutarlas, y su implantación tiene algo de coercitiva. Los ejecutores de la medida son profesionales expertos en una enfermedad importante a los que se les cuestiona los criterios de elección del tratamiento de sus pacientes que, en la inmensa mayoría de los casos, están avalados por la opinión de sociedades científicas de implantación nacional e internacional. Por otro lado, los criterios con los que se establece la cantidad máxima de gasto anual no siempre se fundamentan en criterios que respetan el mejor tratamiento para el paciente. Precisamente esta es una de las divergencias que aparecen entre los agentes implicados a las que se hacía referencia antes: las características de un fármaco que médicos y pacientes pueden valorar como importantes, pueden ser consideradas solo ventajas marginales y prescindibles por los administradores.
Además, el coste propuesto por paciente es uniforme para todos los centros sanitarios, pero existen importantes diferencias entre los pacientes en tratamiento en función del centro en que son atendidos. Algunos centros que tratan gran número de pacientes desde el inicio de la epidemia de sida tienen un porcentaje elevado de pacientes que deben recibir regímenes de mayor complejidad y coste, en comparación con otros centros que, por su apertura reciente, por ejemplo, cuidan de pacientes con reciente diagnóstico cuyo tratamiento es más sencillo y de menor coste. Este aspecto está excelentemente analizado en la publicación de Velasco et al. en este número de Enfermedades Infecciosas y Microbiología Clínica6. Los autores crean un sistema de puntuación con el que, teniendo en cuenta variables relacionadas con la complejidad de los pacientes, pueden evaluar el coste del tratamiento antirretroviral. Mediante este sistema se evidencia que un porcentaje más pequeño de pacientes complejos pueden suponer una parte proporcionalmente mayor del gasto farmacéutico, y que hospitales con un gasto lineal mayor por paciente en realidad son rentables y ahorradores porque tratan de manera eficiente a los pacientes complejos que atienden. Sin duda, como los autores admiten, el modelo puede perfeccionarse, pero el concepto que transmite es claro y de importancia a la hora de evaluar a un servicio prescriptor y de destinar recursos.
Debe entenderse que la propuesta de Velasco et al. es compleja y, además, solo considera una parte del problema. Las variables que pueden intervenir en la dificultad de manejo de un paciente exceden a las incluidas en el modelo, y seguramente se precisaría la individualización de cada paciente. Por otro lado, solo convierte en menos mala la única medida que se propone año tras año para contener el gasto, consistente en mostrar un gasto máximo por paciente. Los esfuerzos deben ir más allá de continuar en esa línea. Sin duda, ante la importancia del problema, se deben proponer medidas imaginativas que puedan ser aceptadas por todos los agentes afectados y que supongan beneficio en salud y ahorro en recursos.
Para que esta reflexión no quede vacía de contenido, se puede considerar una propuesta cuya puesta en marcha solo requiere el interés de los responsables. Resulta curioso que, como es el caso de este editorial, se discute con demasiada frecuencia sobre el uso de los recursos económicos en el tratamiento de pacientes infectados por VIH. Raramente, sin embargo, las partes implicadas en la discusión invocan con convicción la medida más rentable de cuantas se han propuesto, tanto desde el punto de vista de la salud individual y comunitaria como económica: la disminución de la transmisión de la infección y, por tanto, de las nuevas infecciones. La reducción de la transmisión pasa necesariamente por la adopción de medidas destinadas a la prevención que, hemos aprendido, van más allá de recomendar el uso del preservativo masculino y otros métodos de barrera. La educación sanitaria continúa siendo el pilar básico de la prevención, pero se ha mostrado insuficiente. En el estado del conocimiento actual, el diagnóstico precoz y el tratamiento eficaz e inmediato de todas las personas infectadas por VIH es seguramente la medida más eficaz para prevenir nuevas infecciones7 y resulta rentable económicamente en el medio plazo8. Los datos más recientes indican además que el uso de medicamentos en personas no infectadas que mantienen relaciones sexuales de riesgo puede ayudar a reducir la transmisión del VIH (la llamada profilaxis pre-exposición)9–11. Si las implicaciones que estas medidas tienen para la salud individual y comunitaria no son suficientes para convencer a los que deben tomar decisiones, la rentabilidad económica de las mismas a medio y a largo plazo puede ayudarles a justificar su adopción.
El gasto en medicación antirretroviral va a continuar siendo elevado y suponiendo una parte elevada de nuestro gasto en farmacia. Está en nuestras manos optimizar ese coste para garantizar ahora y en el futuro los resultados excelentes en materia de salud que hasta ahora se han obtenido. Las soluciones deben ser imaginativas e ir más allá de medidas únicas o diseñadas y decididas con una visión parcial del problema. Como elementos ineludibles, la solución pasa necesariamente por la implicación de todas las partes y por ver el problema más allá de los objetivos a corto plazo.