Sr. Editor: A raíz del artículo editorial publicado por el Dr. F. Soriano en la revista que usted dirige1, los Drs. B. Almirante y A. Pahissa han remitido recientemente una carta de réplica2 en la que destacan, entre otras cosas, el relevante papel que desempeñan actualmente los infectólogos en los hospitales de tercer nivel, y se lamentan de la falta de reconocimiento oficial de su especialidad. No tengo nada que objetar a estos planteamientos, que me parecen lícitos desde la perspectiva y peripecia personal de los dos profesionales que los formulan.
Se sorprenden los autores de la carta de no encontrar en el editorial mencionado -que suscribo sin matices en todo su contenidouna referencia clara a la figura del internista con una formación especializada en enfermedades infecciosas. Aunque esto también puede ser cierto, no lo es menos que en su editorial el Dr. F. Soriano hacia un análisis crítico de la situación de su especialidad, la microbiología clínica, y no de la de enfermedades infecciosas.
Pero dejando esto al margen, he considerado conveniente intervenir en el debate porque en la mencionada carta los autores califican como un "tremendo error" una afirmación mía, publicada en un artículo de opinión de la revista3, cuando afirmaba que "los infectólogos habían hecho perder, al menos en parte, protagonismo a los microbiólogos clínicos en muchos centros". Entiendo que, sobre este particular, puede haber también diferentes percepciones de la realidad, según los intereses de cada colectivo, pero se coincidirá conmigo en que son los hechos y la evolución de los mismos los que marcan la cruda realidad.
Dije, y me ratifico ahora en lo dicho, que para la evolución de la microbiología clínica en nuestro país, la incorporación de los especialistas en enfermedades infecciosas y la creación por Real Decreto de los Servicios de Medicina Preventiva con unas amplias funciones no bien delimitadas, en un momento de dinámica ascendente y consolidación de nuestra especialidad, supuso, en muchos aspectos, un retroceso. Es evidente que pasamos a compartir con ellos unas áreas de actividad (infección nosocomial, consultoría, comisiones de infecciones y antibióticos, y algunas otras) que nos habían sido bastante propias, cuando no exclusivas.
En aquellos momentos iniciales, y aceptando de buen grado esos evidentes conflictos competenciales, muchos microbiólogos clínicos (entre los que me incluyo) entendimos la necesidad de la existencia de especialistas en enfermedades infecciosas. La necesaria complementariedad clínico-microbiólogo, que comentan los autores de la carta, está implícita en los propios fundamentos de la SEIMC. Actualmente nadie pone en cuestión que, para la asistencia a los enfermos con infecciones, la incorporación de los especialistas en enfermedades infecciosas supuso un salto cualitativo muy importante, y sigue teniendo plena vigencia.
El problema actual, como constatan cada día muchos microbiólogos, no es compartir trabajo y responsabilidades en unas áreas de interés común, sino ser desplazados de ellas por los muchos infectólogos. Esta situación, que se ha producido de hecho en muchos hospitales españoles, puede agravarse o mejorarse en el futuro, aunque personalmente soy bastante pesimista al respecto.
Siempre se entendió en la SEIMC que la relación entre ambos colectivos debía de ser cooperativa, de igualdad y complementariedad. Pero tal como han ido las cosas en los últimos años, de una deseable relación simbiótica mutualista hemos pasado, sin solución de continuidad, a una clara relación patológica de parasitismo con claro perjuicio para la microbiología clínica. Sirva como ejemplo, aunque hay bastantes más, la abusiva función de "mensajería", por parte de muchos infectólogos, de la información generada por los Servicios de Microbiología.
Los doctores B. Almirante y A. Pahissa afirman en su carta que en su opinión "la microbiología clínica es una especialidad cuyo ámbito de trabajo ha de ser el laboratorio". Nada más lejos de la realidad. Los microbiólogos clínicos no podremos mantener nunca las esencias tradicionales de nuestra profesión aislados en nuestros laboratorios. Hemos de conectar con los clínicos de diferentes especialidades y percatarnos personalmente de las repercusiones de nuestro trabajo en la asistencia a los enfermos con infecciones. Es al lado de los enfermos donde reside el último veredicto de los hallazgos en el laboratorio.
No podemos ni debemos renunciar a la tecnología, pero nuestro futuro exige que podamos ofrecer una atención individualizada a los pacientes (aportando datos para su correcto diagnóstico y tratamiento) y proyectando un amplio abanico de relaciones con nuestro entorno. Esto puede y debe hacerse sin que por ello tengamos que interferir con el trabajo de consultor especializado que realiza cada día el infectólogo.
El problema es que algunos infectólogos no quieren aceptar, al menos es lo que deduzco de algunas afirmaciones de la carta en cuestión, que un microbiólogo pueda percatarse personalmente de la repercusión de las técnicas que realiza en el tratamiento de los pacientes. La horizontalidad, que reclaman con insistencia los infectólogos, es también una prioridad para los servicios de microbiología clínica.
Hay que romper el -para nosotrosnefasto paradigma de que la tecnología pertenece al microbiólogo y los pacientes al clínico. Mucho más, cuando la realidad nos ha demostrado que muchos de los que insisten machaconamente en este tipo de planteamientos no han tenido excesivos escrúpulos en montar y dirigir sus propios laboratorios de investigación al margen de los Servicios de Microbiología del propio centro.
Es importante que en nuestra actividad diaria dediquemos especial atención a las necesidades de los especialistas en enfermedades infecciosas. Pero ellos no son nuestros únicos clientes y se hace cada día más evidente que nuestra actividad asistencial, docente e investigadora, no debe supeditarse exclusivamente a ellos.
A pesar de los problemas existentes, considero necesario redoblar esfuerzos para consolidar la complementariedad de ambas especialidades en un próximo futuro. Esto exige, sin duda, gran capacidad de diálogo, sinceridad de planteamientos, generosidad y comprensión. En este necesario e inexcusable debate, la SEIMC debería desempeñar, creo, un papel muy relevante.