La infección por el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH) es ya uno de los primeros problemas de salud en el mundo. Según el informe de la Organización Mundial de la Salud de noviembre de 1999 el número mundial de infectados ha alcanzado ya los 50 millones, de los que han fallecido 16 millones. En el año 1999 se han producido 5,6 millones de nuevas infecciones y se ha registrado un nuevo récord de fallecimientos, con 2,6 millones. La pandemia se ha cebado especialmente en el África subsahariana, donde viven dos de cada 3 infectados1. Según los últimos datos del Plan Nacional sobre síndrome de inmunodeficiencia adquirida (sida) a lo largo de la epidemia se han infectado en España más de 170.000 personas, de las que han fallecido más de 30.000. Las cifras de infectados vivos se estiman en alrededor de 140.000, lo que supone una prevalencia de 3 infectados por cada 1.000 habitantes.
El VIH irrumpió en España a principios de los años ochenta y se extendió con rapidez, aunque inicialmente sólo en ciertos colectivos. El más numeroso fue el formado por los usuarios de drogas por vía parenteral (UDVP) y, de manera simultánea, se infectaron los varones con prácticas homosexuales; también en los primeros momentos de la epidemia se produjeron infecciones en receptores de hemoderivados. La transmisión heterosexual se convirtió en una vía importante de transmisión algo más tardía, entre las parejas sexuales de los infectados por otras vías, pero ha ido adquiriendo un progresivo protagonismo y en la actualidad es, probablemente, la vía principal de transmisión en nuestro país.
Es indiscutible que la prevención mediante la modificación de las conductas de riesgo es la estrategia primordial para contener la epidemia. Los Programas de Educación y Prevención mediante la promoción del uso de preservativos, dirigidos a disminuir la transmisión heterosexual, han sido muy eficaces en lugares como Tailandia, Uganda y Senegal2. El mismo éxito han conseguido las campañas orientadas a comunidades homosexuales3. Las actuaciones centradas en los UDVP en las que se han combinado programas de rehabilitación del tipo libre de drogas, programas de metadona y programas de intercambio de jeringuillas también se han saldado con buenos resultados4.
Desde una perspectiva de Salud Pública, la intervención que ha resultado ser más eficaz para el control de la epidemia por el VIH ha sido la prevención primaria o profilaxis preexposición. Sin embargo, existen dos situaciones en las que se ha impuesto otra aproximación: las mujeres seropositivas embarazadas y personal sanitario que ha sufrido una exposición ocupacional accidental.
En enero de 1990 se abría la puerta a la profilaxis postexposición, con fármacos antirretrovíricos, al publicarse las primeras sugerencias sobre el uso de zidovudina en la profilaxis postexposición ocupacional5. Lo que inicialmente se planteó como meras consideraciones, llenas de cautelas, ha ido tomando cuerpo de forma progresiva, ascendiendo a la categoría de recomendaciones, primero provisionales6 y en 1998 como directrices7. Hoy día la profilaxis postexposición ocupacional se ha incorporado plenamente a la rutina asistencial de nuestros hospitales8, aunque resulte necesario recordar que las bases científicas que la sustentan no puedan considerarse en modo alguno definitivas. Esta intervención terapéutica se apoya en 3 pilares: a) plausibilidad biológica del beneficio; b) extrapolación de los resultados en los modelos de experimentación animal, y c) un único estudio retrospectivo realizado entre 1987 y 1994 en 33 casos y 665 controles9.
Como se puede apreciar, el peso de la información científica sobre su eficacia no llega al nivel I de calidad y los estudios metodológicamente impecables que serían necesarios para alcanzar ese nivel parecen utópicos, en especial tras el cierre prematuro, por falta de participantes, de aquel ensayo clínico iniciado en 198810.
En lógica concatenación de acontecimientos surgió la polémica. ¿Por qué restringir la profilaxis postexposición al ámbito ocupacional? ¿No podría aplicarse igualmente a las personas que hubieran sufrido una exposición por vía sexual o por uso de drogas por vía intravenosa? Como en otras ocasiones, la realidad y las preguntas relacionadas con la infección VIH van muy por delante de los estudios y de los datos necesarios para responderlas. En julio de 1997 los Centers of Disease Control (CDC) organizaron una reunión multidisciplinaria sobre profilaxis postexposición no ocupacional que concluyó sin consenso. No se disponía de base suficiente para plantear recomendaciones a favor (¡ni en contra!) sobre la administración de antirretrovíricos a las personas que pudieran acudir refiriendo una reciente relación sexual no protegida o intercambio de jeringuillas con un conocido o probable infectado por el VIH11.
La probabilidad de transmisión del VIH por cada contacto de riesgo en la población general no es menor que en la ocupacional. El riesgo medio de adquisición nosocomial del virus tras una herida percutánea con un instrumento contaminado es del 0,3% (IC del 95% 0,2-0,5%)7. En los UDVP, el riesgo por cada episodio de inyección con jeringa/aguja compartida se ha estimado matemáticamente en el doble, el 0,67%12. Entre las prácticas sexuales no protegidas con una persona afectada, la más peligrosa es la anal receptiva, con un riesgo del 0,8-3%, seguida de la vaginal receptiva (0,05-0,15%) y de la vaginal insertiva (0,03-0,09%)13. No existen datos sobre el riesgo individualizado de las otras prácticas sexuales. Los defensores de la profilaxis postexposición no ocupacional extrapolan las recomendaciones sobre la profilaxis postexposición ocupacional a estas estimaciones de riesgo y abogan por su puesta en práctica14-16. Sin embargo, los argumentos en su contra no son desdeñables.
El primero es que la generalización de la profilaxis postexposición no ocupacional podría influir negativamente en la norma de salud pública fundamental antes citada: evitar conductas de riesgo de exposición. Si se llegara a extender la idea de que la profilaxis postexposición no ocupacional es eficaz y puede ser el equivalente de «la píldora del día siguiente» el resultado podría ser contraproducente, aumentando y no disminuyendo el número de nuevas infecciones17,18. Un estudio realizado en San Francisco en homosexuales seronegativos apunta hacia esta línea de impacto negativo19.
El segundo hilo argumental contra la generalización de la profilaxis postexposición no ocupacional deriva de la preocupación que el uso indiscriminado de los antirretrovíricos podría provocar que se disparara la incidencia de toxicidad medicamentosa y aumentara el número de cepas resistentes por una mala adhesión al tratamiento de estos individuos17. La experiencia acumulada en la profilaxis postexposición ocupacional recoge que entre el 50 y el 90% del personal sanitario presenta efectos secundarios con la medicación, de suficiente entidad como para que un tercio de los casos la suspenda definitivamente7. No hay motivos para pensar que la tolerancia a los antirretrovíricos vaya a ser mejor en el personal no sanitario.
El capítulo costes debe tomarse también en consideración. El tratamiento antirretrovírico con zidovudina más lamivudina, durante 4 semanas, supone unas 50.000 pesetas por caso, y la factura se doblará si se indica pauta triple con un inhibidor de la proteasa. Este gasto debe restarse al que supondrá cada nuevo infectado. Se han publicado algunos análisis coste/eficacia que han resultado favorables a la profilaxis postexposición no ocupacional en algunas situaciones, pero no en todas20,21. En concreto, en la práctica insertiva vaginal no ha resultado rentable en ningún supuesto22.
Descendiendo al terreno de la práctica asistencial, la implementación de esta medida planteará otro problema de envergadura. Un elemento esencial en la eficacia de la profilaxis postexposición es su instauración con la mayor precocidad posible, lo que implicaría que se debería realizar en los ya actualmente sobrecargados servicios de urgencia hospitalarios.
Una situación distinta se plantearía en los casos de violación anal o genital. Aunque en estos casos se complica mucho más la estimación del riesgo de contagio y variará de unas zonas a otras, la cifra que se maneja es superior al 0,2%18. La profilaxis postexposición sería una medida más en el abordaje holístico de estas situaciones, junto a la anticoncepción poscoital, el soporte psicológico, etc., y tendría la justificación añadida de contribuir a disminuir la ansiedad18. En Canadá se ha puesto en marcha un plan de asistencia a estos casos que incluye la disponibilidad en los servicios de urgencia de un equipo gratuito de inicio, con dosis para 5 días con zidovudina y lamivudina11.
En resumen, la polémica está servida. Algunos centros de la Unión Europea y de los EE.UU. han puesto en marcha estudios piloto23 cuyos resultados esperemos que arrojen algo de luz y racionalidad sobre un tema en el que se han vertido demasiados componentes emocionales. Consideramos que la profilaxis postexposición no ocupacional, si resultara eficaz, podría configurarse como el último resorte para prevenir la infección en aquellas personas en las que la prevención fundamental, la primaria, no les ha evitado la exposición al VIH.
Desde estas líneas planteamos la necesidad de que se realicen estudios y se establezcan directrices en nuestro país. Por un lado, el Plan Nacional sobre sida debe contribuir con mapas epidemiológicos actualizados de las seroprevalencias VIH en las diferentes poblaciones. Para el cálculo del riesgo de contagio del VIH podemos utilizar como numerador el de las publicaciones extranjeras, pero será el denominador del cociente el que marque las decisiones en cada comunidad. Se debe impulsar la formación de grupos de trabajo auspiciados bien por el Plan Nacional o por las sociedades científicas (GESIDA, SEISIDA, etc.) que deben orientar los estudios piloto imprescindibles en nuestro país para poder responder a este nuevo reto que plantea la infección VIH y que demanda la sociedad.