Sobre las olas de un mar plateado es un libro novedoso, bien argumentado y ampliamente documentado, que nos transporta al mar Caribe del siglo xvii: un mar apacible a primera vista, con playas de arena blanca y aguas turquesa, pero donde asechaban peligros constantes: huracanes y tormentas; ataques piratas, y también —en algunos sitios más, en otros menos— el olvido y el aislamiento. Era un mar plateado por el efecto del agua trasparente y el reflejo de la luz, pero asimismo por las grandes cantidades de plata que se transportaban sobre el vaivén incansable de sus olas. Un mar cuyos puertos servían como estación de paso —parada necesaria— para los galeones españoles antes de emprender el largo cruce atlántico. Era un mar infestado de piratas, corsarios, bucaneros y filibusteros en busca de una tajada de las riquezas americanas. Era un refugio y a la vez una trampa.
Y es que los tesoros encontrados y los grandes imperios conquistados por España no tardaron en despertar la envidia y la ambición de otras naciones. Algunos marineros franceses, ingleses y holandeses, y de otras nacionalidades, incluyendo españoles, se aventuraron al Atlántico en búsqueda de gloria y riquezas. En el Caribe encontraron un paraíso, pequeñas islas que les permitían abastecerse y prepararse para interrumpir el paso obligado del tesoro español, islas que además estaban ubicadas cerca de puertos y ciudades costeras de la América Española y que resultaban fácil botín y recompensa para sus ambiciones.
Un fragmento del propio autor, Rafal Reichert, explica muy bien la situación: “ […] apenas un año después de la conquista de Tenochtitlán por Hernan Cortés (1521), el tesoro que arrebataron los españoles del rey de los mexicas Moctezuma II fue robado en las cercanías de las islas Azores por el corsario francés Juan Florín, mejor conocido como Florentino. Cuando la información sobre este acto de piratería llegó al rey Carlos I de España (1516-1556), el monarca escribió una carta a su contraparte francés, Francisco I (1515-1547) pidiéndole que devolviese inmediatamente el botín que se había llevado su corsario. El monarca francés respondió: “¿Cómo habían partido entre él y el rey de Portugal el mundo sin darle parte a él?”, y añadió “que mostrasen el testamento de nuestro padre Adán, si les dejó a ellos solamente por herederos y señores de aquellas tierras que habían tomado entre ellos dos, sin dar a él ninguna de ellas, por esta causa era licito robar y tomar todo lo que pudiese en la mar” (Reichert, 2013, 32-33).
Como Reichert señala, ésta fue la actitud que se generalizó entre las naciones europeas que rivalizaban con España por el dominio mundial. Es más, algunos de estos piratas incluso consiguieron el apoyo, a veces abierto, otras encubierto, de los gobernantes de sus naciones. Para Inglaterra, Francia y Holanda, atacar los puertos y barcos españoles en el Gran Caribe cumplía con varios objetivos: debilitar al Imperio español y al catolicismo, romper con el monopolio ultramarino y reivindicar su derecho al comercio y a las tierras del Nuevo Mundo, llenar convenientemente sus arcas de tesoros y conseguir provechosos intercambios de mercancía e información privilegiada. No es de extrañar que, en el último cuarto del siglo xvi, la reina Isabel I de Inglaterra otorgara patentes de corso a sus súbditos y títulos nobiliarios a los más destacados piratas, y que algunos de sus sucesores en el siglo xvii, sobre todo a partir del Interregnum, promovieran, o al menos no entorpecieran, la piratería en el Caribe, especialmente en tiempos de guerra con España.
La Reforma Protestante otorgaba un tinte ideológico y religioso a la disputa por el Nuevo Mundo. Los protestantes, principalmente en Inglaterra, Francia y en los Países Bajos, se veían a sí mismos como redentores de la religión verdadera y mantenían que era necesario reducir la ventaja que tomaron los adversarios españoles en América; había que mermar su fuente de financiamiento para lograr derrotarlos en el Viejo Mundo. Además rechazaban la donación papal de América a España no sólo alegando que el pontífice no tenía ninguna autoridad para disponer de esas tierras, sino con el argumento de que los españoles habían fracasado en su misión de transmitir la fe cristiana, destruyendo más que convirtiendo a los indigenas.
Así pues, el Gran Caribe, también llamado Circuncaribe o Golfo Caribe, fue durante el siglo xvii uno de los escenarios más importantes de la constante competencia europea por las tierras y riquezas de América. La Corona española reconocía la necesidad apremiante de proteger sus posesiones en el Caribe, defender esas “llaves del Nuevo Mundo”, como llama Reichert a los puertos caribeños, para evitar que sus enemigos se apoderaran de recursos y plazas estratégicas. Es justamente esa respuesta la que este libro desmenuza y analiza ciudadosamente: la política española para defender la región del Gran Caribe, de 1598 a 1700.
Sobre las olas de un mar plateado es un estudio muy bien logrado de las estrategias militares, financieras y administrativas que la Corona española, el Consejo de Indias, la Junta de Guerra y la Casa de Contratación diseñaron y buscaron poner en marcha para hacer llegar recursos humanos, militares y, sobre todo económicos, a diversos puntos del Gran Caribe con el fin de asegurar su defensa.
A partir de un minucioso trabajo de investigación en el Archivo General de la Nación en México (Archivo Histórico de Hacienda) y en el Archivo General de Indias en Sevilla (fondos de Contaduría), Rafal Reichert reconstruye patrones y tendencias de recaudación y financiamiento muy detallados, sistematizando la información de manera clara y concreta en tablas y gráficas, aportando muchos datos en cuanto a montos de financiamiento por plaza, por año o período, e incluso ofreciendo datos concretos como las cantidades que se pagaban a los soldados y oficiales de las guarniciones o los fines para los que el dinero estaba destinado. El análisis es, sin duda, bastante completo, a pesar de que, como el mismo autor lo indica en el libro, una parte de la documentación no se conserva en los archivos, pues lamentablemente se perdió, por incendios o por descuido y por los efectos del paso del tiempo.
Además de los documentos de Hacienda y Contaduría, el autor consultó otras fuentes conservadas en los archivos del AGN en México y del AGI en Sevilla, principalmente hace uso de la abundante correspondencia entre gobernadores, virreyes y la Corte Real, así como las cartas de los oficiales y asentistas que vivían en algunas de las plazas militares del Caribe, con lo que logra recuperar información muy interesante sobre el transporte de la plata y sobre el manejo y estado de las fortificaciones y tropas.
El analisis de Reichert se enfoca en las plazas en el Gran Caribe que fueron financiadas por el Virreinato de la Nueva España, aunque no todas de manera exclusiva —algunas recibieron fondos del Perú— o durante todo el periodo analizado —algunas no tuvieron apoyo novohispano en ciertos periodos—.
El primer capítulo comienza con una descripción de la situación en la América Española, en general, y de la Nueva España en particular, explicando el papel del Gran Caribe como frontera imperial de esta última, tanto durante el imperio de los Austrias como de los Habsburgo. Aquí se estudian aspectos administrativos, jurídicos y económicos novohispanos, así como los deberes de los virreyes, de los cuales destacan dos: 1) el control de la extraccion de plata y mantenimiento de su flujo permanente a la metrópoli en flotas de Nueva España, y 2) el mantenimiento y defensa del poder español en los territorios ya ocupados por el Virreinato. En este apartado Reichert resalta el papel central que jugaba el Virreinato novohispano en el Imperio español como ente administrativo y financiero proveedor de recursos monetarios, y hasta humanos y alimentarios a plazas como Florida, Cuba, Santo Domingo e incluso tan lejanas como Venezuela.
El autor divide el espacio geopolítico del Golfo Caribe en dos bloques o regiones que responden a la importancia que les asignaba la Corona española como baluartes defensivos: la primera, considerada la de mayor importancia, se componía de los presidios de Florida, Cuba, La Española y Puerto Rico, junto con los puertos de Tierra Firme y el Seno Mexicano. La segunda estaba formada por las pequeñas Antillas, Trinidad y Guyana, Nueva Andalucía, Venezuela, Maracaibo, y la capitanía general de Guatemala. Además de ofrecer información detallada sobre cada uno de estos lugares, Reichert hace una revisión histórica —desde el siglo xvi— de la política defensiva española, las ordenanzas y los proyectos militares que se emitieron, así como de sus precisiones y recomendaciones, además se introducen y definen conceptos importantes como fortificaciones, flotas, situados y presidios.
Aquí aparece la interesante figura de Bautista Antonelli, ingeniero italiano al que Felipe II encomendó la revisión e inspección de los puertos de Veracruz, San Agustín de Florida, La Habana, Santo Domingo, Puerto Rico, Cartagena de Indias, Portobello, Chagres y Panamá, y más tarde otros como Santiago de Cuba y Campeche, con el objetivo de que preparara los proyectos de defensa de estos lugares. Reichert recupera y sintetiza las experiencias, los reportes y los proyectos que Antonelli propuso —que con frecuencia implicaban la construcción y mejoramiento de fortalezas, baluartes, murallas y castillos para cada uno de estos sitios— ofreciendo una perspectiva histórica del desarrollo del sistema de defensa hispanoamericano.
En el segundo capítulo, el autor pasa de la descripción de las zonas a la de los presidios que dependían de los recursos del Virreinato de la Nueva España y que estaban ubicados en estas zonas del Gran Caribe. Se presentan y explican, uno por uno, los casos y características de los dos presidios en Florida —San Agustín y San Marcos—, los dos en Cuba —La Habana y Santiago—, el de Santo Domingo en La Española, el de San Juan de Puerto Rico y otros puertos caribeños que también recibieron ayuda monetaria de Nueva España, como la isla Margarita, Cumaná (en la provincia de Sucre en Venezuela) y Cartagena de Indias. El autor aborda el apoyo financiero que se dio a cada uno de ellos, detallando las fuentes de financiamiento y las cantidades enviadas año con año, cuando la información lo permite, o por periodos de tres o cuatro años, cuando las fuentes no son tan puntuales. Reichert distingue tres periodos de financimiento, que responden a diferentes circunstancias de carácter político y económico: a) de 1586 a 1630 cuando se introduce el plan de defensa de Antonelli y se construyen y concluyen muchas obras defensivas en Puerto Rico, Santo Domingo, La Habana, Veracruz. Cartagena y Porto bello, b) entre 1630 y 1670, cuando casi no se construye sino que más bien se hacen trabajos de mantenimiento y conservación y c) de 1670 a 1700, cuando otra vez se impulsa la construcción de lugares defensivos.
El tercer capítulo ofrece una revisión de los situados, recursos remitidos por la Nueva España durante los reinados de Felipe III (1598-1621), Felipe IV (1621-1665) y Carlos II (1665-1700); se distinguen los cambios en las cantidades asignadas para cada situado o plaza militar en el Gran Caribe y se desglosan los gastos para los que se destinaba el dinero: sueldos, fundición de artillería, mantenimiento de galeras, etc. Reichert hace un análisis de la reacción de cada uno de estos monarcas a las circunstancias políticas y económicas que enfrentaba España, y de su efecto en la reducción o aumento del gasto destinado a la defensa del Caribe. Esta consideración por reinado complementa muy bien la realizada en el capítulo anterior respecto a los periodos de financiamiento. El autor va así conectando la situación de cada bastión caribeño con las políticas reales y el contexto político internacional.
El cambio que más destaca es el traspaso, en 1640, de la obligación de los situados de Santo Domingo y Puerto Rico al Virreinato peruano, después de que la crisis minera y la creación de la Armada de Barlovento causaran problemas financieros al Virreinato novohispano, ya de por sí agotado después de años de financiar las guerras españolas en Europa. Señala que por esta misma causa fue suprimido el presidio de San Martín, mientras que el único sitio al que no se le disminuyeron los gastos militares fue La Habana, debido a su papel central en la defensa de las flotas de la Carrera de Indias, sobre todo a partir de 1655, cuando los ingleses se apoderaron de Jamaica. En 1682 y 1684, respectivamente, regresan Santo Domingo y Puerto Rico al esquema de financiamiento novohispano debido a la disminución de la producción minera en el Perú y a la recuperación económica de la Nueva España.
El cuarto y último capítulo se ocupa del asunto de los retrasos en la distribución, el transporte y la entrega de la plata, y de cómo enfrentaban dichos problemas las autoridades de las plazas receptoras. El autor nos habla de presidios a los que se les daba prioridad, mientras a otros se les sometía al olvido; dificultades monetarias, burocráticas, administrativas y logísticas; accidentes marítimos; ataques de piratas, e incluso situaciones de corrupción a todos los niveles. Reichert presenta así las posibilidades reales de defensa del Imperio español en el Gran Caribe y la situación, muchas veces miserable e inhumana, en la que vivían los soldados en los presidios circuncaribeños.
En la conclusión, Reichert señala que la defensa del Imperio español fue bastante eficiente y que las pérdidas de tesoro y territorio no resultaron apabullantes. A pesar de que no se pudo evitar la toma de Jamaica por los ingleses y de la banda noroccidental de La Española por los franceses, en general, las fortalezas cumplieron su cometido defensivo. La mayoría de los intentos de invasion fueron fallidos gracias a las murallas, a las enfermedades que atacaron a los agresores, y a la fuerte resistencia de la guarnición y de los habitantes. Las estrategias promovidas por la Corona española resultaron exitosas. Las incursiones de Inglaterra, Francia y Holanda en la América hispana se limitaron a territorios que en realidad no representaban gran valor para el Imperio español.
Conviene señalar que hasta ahora la historiografía se había ocupado muy poco del sistema defensivo de la América española y menos aún de su financiamiento y administración. Algunos trabajos han aparecido recientemente, por ejemplo la compilación coordinada por Carlos Marichal y Johanna von Grafenstein, publicada en 2012 con el título El secreto del Imperio español: los situados coloniales en el siglo xviii, en la cual se habla de la defensa del Virreinato y de los recursos y finanzas, pero revisando sólo la situación en el siglo xviii. En este sentido, el libro de Rafal Reichert, que revisa el siglo xvii, es una aportación que se complementa muy bien con estos otros avances y contribuciones a la historia económica de la época colonial.
Las contribuciones del libro son, reitero, numerosas. Reichert no sólo desmenuza la política defensiva, analiza minuciosamente las diferentes plazas y puertos, los presupuestos, los gastos y las finanzas, sino que rastrea la circulación de los recursos, así como las relaciones de poder y dependencia que se establecieron entre diferentes territorios de la América española, prestando cuidadosa atención a los cambios que se presentaron en diferentes periodos en contextos diversos. De esta manera, va más allá de demostrar la importancia central de las plazas militares del Golfo de México y del Caribe dentro de la estrategia defensiva española; las coloca y analiza en el contexto de las estrategias geopolíticas de la Corona española en un momento en el que el orden internacional está en juego, y las diferentes imperios europeos pugnan por establecer su hegemonía. En suma, es un libro muy interesante que, sin lugar a dudas, constituye un novedoso acercamiento y una valiosa contribución no sólo a la historia del Caribe, de la Nueva España y de Hispanoamérica, sino también a la historia atlántica e internacional.