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Vol. 52.
Páginas 1-17 (julio - diciembre 2016)
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Vol. 52.
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Continuidad y cambio en las fronteras internas del norte de México en el siglo xix
Continuity and change in the internal bordelands of Northern Mexico in the 19th century
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Francisco Javier Sánchez Moreno
Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, México
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Resumen

El trabajo analiza la existencia de espacios dentro de los Estados del norte de México que fungieron como fronteras internas de guerra y comercio entre 1830 y 1880. En dichas áreas apaches, comanches abigeos y vecinos norteños realizaron intercambios ante el escaso control de las autoridades civiles y militares mexicanas. En especial, el abigeato fue una de las actividades más importantes, debido a las conexiones existentes a ambos lados de la frontera en torno al mismo.

Palabras clave:
Espacios internos
Fronteras
Relaciones interétnicas
Abigeato
Abstract

This article analyse the areas that existed in the States of Northern Mexico and served as internal frontiers for commerce and war from 1830 to 1880. In these areas Apache and Comanche Indians, cattle rustlers and northern “vecinos” made exchanges taking advantage of the lower control by the civilian and military Mexican authorities. Primarily the cattle theft was one of the most important activities due to the contacts existing on both sides of the borders.

Keywords:
Internal areas
Frontiers
Ethnics relations
Cattle theft
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Dinámicas de poblamiento y territorio en el norte de México

Que el interés de la Monarquía Católica por controlar los espacios del norte Novohispano estuvo motivado por los metales preciosos es algo conocido por la historiografía. La consecuencia de esto, desde el punto de vista del poblamiento de los territorios del Septentrión, fue que el asentamiento de población en los reales mineros fue efectivo, es decir, los espacios que constituyeron el centro de las explotaciones mineras se “territorializaron”1. En este sentido, con independencia de la movilidad que caracterizó a las villas mineras, fenómeno general en toda Hispanoamérica y el Brasil colonial entre los siglos xvi y xix, la llamada que la plata ejerció sobre los colonos permitió establecer una administración civil y eclesiástica, potenció el asentamiento de habitantes y la reducción de grupos indígenas utilizados como mano de obra en el beneficio del metal.

Esta coincidencia entre asentamiento de población y control espacial no solo se dio en los lugares directamente implicados en la extracción y el beneficio. Junto a ellos aparecieron otros enclaves de poblamiento vinculados a la producción argentífera en cuanto servían para el sostenimiento material de aquellos al proporcionar alimento, cabezas de ganado para las haciendas de beneficio, control militar para ofrecer seguridad en las labores extractivas y, en especial, mano de obra indígena.

Pero, además de estos espacios en los que el poder virreinal estaba sólidamente asentado, existieron otros puntos que estaban en entornos alejados, situados en el “extremo”, es decir, en los límites. Ubicados en áreas alejadas del centro del virreinato, padecieron una escasez crónica de recursos humanos. La consecuencia de esta existencia precaria desde el punto de vista geográfico y territorial fue que los pobladores de villas, haciendas y ranchos de Nueva Vizcaya, Nuevo León y la Nueva Extremadura no tuvieron la capacidad de conocer y explotar buena parte de estas tierras.

Unas tierras o “desiertos” que, por otra parte, no estaban deshabitadas. Existían poblaciones nativas nómadas o seminómadas que habían aprovechado los diferentes nichos ecológicos existentes en el norte mexicano desde antes de la llegada de los colonos novohispanos. Denominados tradicionalmente bajo el término genérico de “chichimecas”, la diversidad fue su nota característica2. Aunque somos conscientes de que con la palabra “diversidad” no especificamos cada uno de las agrupaciones que fueron calificadas de tal modo, la intención del presente trabajo no es entrar a fondo en esta cuestión tan polémica. Solamente nos limitamos a aclarar que el empleo de dicho concepto engloba una realidad más compleja.

Frente a estas poblaciones los euroamericanos se mostraron incapaces de aplicar unas prácticas de extensión del dominio colonial semejantes a las utilizadas en el centro del virreinato, al no existir núcleos sedentarios ni centros de culto. Por el contrario, los indios del norte se caracterizaron por su hábitat disperso. ¿Qué queremos decir? Precisamente que cada grupo indígena seminómada aprovechó la totalidad de su territorio, es decir, el espacio controlado desde un punto de vista económico y cultural. Dicho aprovechamiento vino determinado por los movimientos estacionales de los integrantes de cada ranchería. Asimismo, utilizando espacios que quedaban fuera del alcance del gobierno virreinal, implementaron una economía de pillaje sobre los ranchos y haciendas, alternándola con sus actividades tradicionales de caza y recolección.

Estos grupos acabarían colapsando a mediados del siglo xviii ante el avance de unos colonos que necesitaban la mano de obra indígena para la extracción y el procesamiento del mineral en las haciendas de beneficio, sin que las formas de resistencia pudiesen evitarlo3. Pero es en este momento cuando las fuentes del periodo comienzan a hablar de manera insistente de un nuevo enemigo: los “apaches”, nombre genérico utilizado por los españoles para hacer referencia a un conjunto de agrupaciones nativas procedentes del sur de las Grandes Llanuras. Este enemigo dotaría de un nuevo significado a las “correrías” contra los vecinos del norte: ahora no consistiría solamente en una estrategia de supervivencia, sino que se incardinarían dentro del “gran negocio” del robo de ganado que desde el norte de Nueva España alcanzaría a los tramperos franceses, ingleses y estadounidenses.

Al calor de la baja densidad demográfica, de la presencia de grupos nativos no sometidos y del negocio del abigeato aparecen por toda la geografía norteña espacios internos alejados del control de los gobiernos regionales y locales: en estos paisajes que huyen de clasificaciones o caracterizaciones rígidas, las identidades se diluían en pos del beneficio personal. Dentro de dichos lugares los intercambios, pacíficos o violentos, se llevaron a cabo por grupos que estaban en los límites de la sociedad colonial.

Por otra parte, la aparición de estas zonas está conectada a las trayectorias fronterizas de México y Estados Unidos. En efecto, a partir de la independencia de las Trece Colonias un nuevo contexto fronterizo se vivió en las Provincias Internas. En las primeras décadas, la presencia de la joven nación no sería tan evidente, a pesar de que la adquisición de Luisiana puso en contacto a los comerciantes angloamericanos con algunas parcialidades comanches y otros grupos nativos que habían girado hasta ese momento en torno al suministro de productos franceses, ingleses y españoles4. Sin embargo, a medida que se aproximaba el final del dominio español, la actividad de comerciantes y colonos procedentes de Estados Unidos fue manifiesta. ¿Cómo se explica? Desde sus inicios la dinámica demográfica estadounidense fue diferente a la mexicana en cuanto que hizo coincidir el territorio con el poblamiento: la expansión hacia el oeste y la colonización de tierras de manera efectiva constituyeron sendas características de la conformación nacional de esta pujante república. Por el contrario, el norte mexicano estuvo escasamente habitado. Desde la lógica expansiva hispana de los siglos anteriores, que seguirían los vecinos norteños con la llegada del periodo independiente, el norte no ofrecía alicientes para una colonización abundante y efectiva, a pesar de que desde las élites existía la certidumbre de que el afianzamiento demográfico y territorial era el mejor modo de defender la soberanía territorial5. La llegada creciente de colonos de adscripción cultural angloamericana a los territorios de frontera de las Provincias Internas, se inscribe dentro de este proceso6.

Manteniéndonos en el análisis de las dinámicas fronterizas, llegamos a la década de 1830, cuyos años serán críticos para los agentes indios y abigeos que operaron en los territorios del norte mexicano7. En efecto, desde 1831 arreciaron las acometidas apaches y comanches en el Estado de Chihuahua, una vez que el comandante José Joaquín Calvo decidió suspender las raciones y subsidios a los indios pacificados8. De hecho, si seguimos las fuentes de estos años, los brotes de violencia llegaron a ser tan fuertes que despoblaron ranchos y haciendas, en especial en la zona norte de este Estado, que hasta la década de 1880 presentó un escaso nivel demográfico y, en consecuencia, tuvo extensas áreas despobladas. Semejante problema también lo encontramos en otros estados norteños.

En este punto, es necesario precisar que la llegada del periodo independiente tuvo varias implicaciones para la defensa de la soberanía mexicana en la frontera. La primera de ellas fue que, en comparación con lo ocurrido durante la etapa colonial, las diferencias entre los distintos grupos políticos se resolvieron frecuentemente mediante el recurso de las armas, con la consecuente distracción de recursos para enfrentar las agresiones de apaches y comanches o para contener las desmembraciones territoriales. Por otra parte, el colapso progresivo del sistema de presidios potenció la defensa vecinal y la necesidad de que los hacendados, rancheros y sus trabajadores estuviesen armados o dispuestos a ejercer una defensa activa9. No obstante, el temor a que los sirvientes anduviesen armados restó eficacia militar a la resistencia armada contra asaltantes y a las expediciones para recuperar reses robadas y cautivos tomados.

Otra característica de la frontera mexicana se manifestaría en toda su gravedad a partir de la década de 1830: la debilidad demográfica. El norte seguía sin resultar atractivo para la población del centro de un país cuyo crecimiento poblacional estaba estancado si lo comparamos con el vecino del norte10. Esto acabó teniendo consecuencias graves para la defensa de los Estados norteños frente a los nómadas, al permitir que extensas áreas de Sonora, Chihuahua, Coahuila o Nuevo León fuesen controladas de facto por agrupaciones indígenas. Al mismo tiempo, fue grave en relación con las apetencias expansionistas de los angloamericanos: las pérdidas territoriales al norte del Bravo mostraron que la defensa de la soberanía territorial en unos territorios prácticamente sin poblar era muy difícil.

Ante la inseguridad que esta situación generaba, los habitantes de los Estados adoptaron una serie de decisiones para protegerse: el reforzamiento del sistema de cordilleras11, el establecimiento de reglamentos que permitiesen que los trabajadores de ranchos y haciendas fuesen armados, así como efectuar una vigilancia y defensa local con la puntual colaboración de otros partidos y jurisdicciones de ámbito local12.

Espacios fronterizos internos

Llegados a este punto, podemos hacernos la siguiente pregunta: ¿Qué implicaron estas medidas? Podemos decir que, replegándose las comunidades y las autoridades de diverso ámbito sobre los límites que podían vigilar, quedaron grandes espacios fuera del control estatal o federal. Asimismo, a semejanza de lo que había sucedido durante la época colonial, en ellos tuvieron lugar los contactos e intercambios con los indios no sometidos. Como indicamos, es el estudio de estos paisajes que “huyen” del elemento coercitivo nacional el que centra la atención del presente artículo.

¿Qué entendemos por “espacios fronterizos internos”? ¿Dónde se ubican? ¿Qué agentes operan en ellos? Podemos definirlos como aquellas áreas que, debido a la lejanía de los centros de poder estatal y federal, así como a la escasa densidad demográfica de los Estados del norte de México, no podían ser controladas de manera permanente y efectiva por el elemento coercitivo gubernamental. Estos paisajes huían del control de las autoridades civiles y militares; la soberanía, que en el caso de México se identificaba con el territorio, se ejercía de manera nominal13.

El tratamiento de las “fronteras” y “desiertos” existentes dentro del territorio nacional mexicano, de una forma exclusiva, constituye el aporte original del presente trabajo. Es evidente que dichas zonas aparecen en la bibliografía existente, si bien no tratadas de una forma exclusiva. La realización del presente trabajo procura resaltar quiénes aprovechaban tales terrenos, por qué lo hacían y cuáles eran los elementos diferenciadores de los mismos.

Es necesaria una puntualización geográfica o más bien “fronteriza”. En efecto, estos espacios que calificamos como “internos” se hallaban dentro del territorio nacional de la república mexicana, en conexión con el lado estadounidense de la frontera, empleando en este momento dicho concepto en un sentido político. Sin embargo, en esta materia las limitaciones temporales, políticas y geográficas exigen una gran flexibilidad en el tratamiento del objeto de estudio. En efecto, la frontera existente en 1821 era diferente a la que se estableció en 1836 y, evidentemente, a la que se fijó en 1848. Con anterioridad a 1836 el Bravo no había desempeñado una importancia tan destacada en las relaciones con las agrupaciones indígenas, por ejemplo. La diplomacia con los grupos que recorrían las Grandes Llanuras del sur había sido organizada desde puntos más allá del mismo, como San Antonio o poblaciones de Nuevo México. Sin embargo, tras la independencia de Texas la agresividad de los grupos nativos asentados en la Comanchería arreció sobre unas poblaciones norteñas que hasta entonces habían padecido las incursiones de otros grupos, principalmente “apaches”. A ello, desde 1848, se sumó otro factor, que se había venido esbozando en los años previos pero que asumió tras el tratado de Guadalupe especial relevancia: la impunidad de la que podían gozar los grupos nativos al poder rebasar la frontera en ambas direcciones sin posibilidad de persecución por parte de las fuerzas organizadas para castigarlos.

Llegados a este punto, podemos extraer unas características generales acerca de estas áreas: en primer lugar, la lejanía y aislamiento respecto de los centros rectores de gobierno, lo que, aunado a la escasa entidad de las fuerzas militares, provocaba que las actividades que se desarrollaban en el interior de estos territorios fronterizos no pudiesen ser eliminadas o perseguidas14.

Al mismo tiempo, una nota que define a estos territorios es el hecho de ser contiguos a los lugares poblados que se habían erigido en los principales objetivos de las actividades ilícitas15. Cuando los “bárbaros” o “salvajes”, así como los ladrones de ganado emprendían expediciones desde aquellos puntos estratégicos para sustraer ganado, solían atacar labores de ranchos y haciendas; aquí la población dedicada a las actividades agropecuarias se hallaba más expuesta debido a que, a pesar de las disposiciones normativas en sentido contrario, no se encontraba armada y, por ende, estaba indefensa ante los indios no sometidos, abigeos, filibusteros y bandas de criminales.

Las reticencias de los grandes propietarios a armar a sus peones, ante el temor de que esta medida pudiese provocar levantamientos por la precaria situación económico-social, fueron en buena parte responsables de las muertes y pérdidas económicas. Lejos de preocuparse por el bienestar de los operarios agrarios de sus fincas, hacendados y rancheros pretendían mantener a aquellos en una situación de dependencia y falta de movilidad. De ahí que, por norma general, hasta 1832 se eximiese a los sirvientes de cualquier prestación o servicio de armas. Sin embargo, los asaltos apaches y comanches establecieron un nuevo contexto defensivo que requería el uso de todo el potencial humano de los Estados. De este modo, el decreto de 16 de junio de aquel año aprobado por el Estado de Chihuahua obligaba al uso de armas por parte de todos los habitantes, incluidos los sirvientes. En la exposición de motivos se indicaba que: “El no haber provisto algunos propietarios de armas correspondientes a sus sirvientes según está prevenido […]”, junto a otros motivos, había originado que la resistencia frente a los apaches hubiese sido un fracaso, y que “[…] los mismos sirvientes se prevalecen de tales causales para separarse de las haciendas, ranchos y demás tráficos a que están destinados y que éstos se abandonen con perjuicio insubsanable”16. Por esto, el artículo 5 concretaba que los amos debían proveer de armas de fuego y municiones a aquellos, así como de lanza, arcos, carcajes y flechas si las primeras no podían conseguirse.

En consecuencia, los braceros, arrieros o vaqueros que se hallaban diariamente en caminos y agostaderos alejados, o simplemente en las habitaciones de sus congregaciones familiares dentro de las grandes haciendas del norte fueron los que realmente experimentaron la cercanía de estos espacios internos, verdadera zona de frontera17. ¿Por qué los calificamos así? Porque eran territorios para la emboscada, el golpe de mano, el enfrentamiento armado, en suma, la violencia física generada por un estado de “guerra” permanente, aquella que los contemporáneos denominaron la “guerra de la pulga”.

No obstante, aunque resulte paradójico, hallamos otro elemento caracterizador. Las fuentes muestran que dentro de aquellos espacios fronterizos las relaciones interétnicas podían comprender el intercambio de productos aparte del enfrentamiento armado. Los operarios que habitaban las grandes explotaciones agropecuarias incluso guiaban a las partidas asaltantes. Aunque es un fenómeno que merece un estudio más detallado, la precaria situación socio-económica impuesta por los propietarios de fincas generaba una resistencia que nos hace sospechar que la posición que los infidentes habían ocupado durante el periodo colonial fue adoptada por los sirvientes y trabajadores del campo descontentos con la situación imperante durante buena parte de la centuria decimonónica18.

De este modo, cuando no podían hacer frente a los asaltos indígenas, buscaban la protección de otro propietario de tierras, a pesar de las disposiciones legales, o bien se integraban en las rancherías nativas19. Dentro de ellas podían albergar la esperanza de tener unas condiciones de vida mejores que las que habían disfrutado hasta entonces. Es más, en los textos de la época encontramos casos en los que vemos a algunos dentro de las partidas de guerra de indios nómadas. El 30 de marzo de 1838, por ejemplo, un antiguo sirviente indujo al jefe Písago, que comandaba una fuerza de 300 apaches en la que se hallaba integrado aquel, a que no aceptase los términos que le proponían los conductores de una caravana que había sido asaltada20. En otros casos estos individuos son calificados como “gente” en vez de “bárbaros”, pero su adscripción social o cultural no es fácil de establecer21. Por ejemplo, el 2 de julio de 1851 la alcaldía de Monclova informaba que entre las siete y ocho de la noche de ese día se había dado aviso por parte de don Santos Avilés de que un corto número de indios había asaltado a unos trabajadores de este en unas labores de una propiedad cercana a Monclova. Dirigiéndose al Cerro del Mercado, se llevaron a una mujer y a dos pequeños como cautivos. Tras escapar, la mujer refirió que “[…] los indios son nueve, dos a caballo y los demás a pie, que no traen arma de fuego ninguna, que solo a cuatro de ellos les vio muy pocas flechas, que por la clase que pronuncian los más el idioma nuestro, le parece que no todos son bárbaros […]”22.

Datos como el recogido en este párrafo nos llevan a destacar otro elemento definidor de lo que denominamos espacios fronterizos internos: son lugares aprovechados por grupos ajenos a la sociedad mexicana para desempeñar actividades ilegales, fundamentalmente el hurto o robo de ganado. La red de tráfico ilegal de reses y caballos satisfacía una demanda que no podía colmarse con el desempeño legal exclusivamente. “Apaches” y grupos procedentes de la Comanchería, así como bandas de abigeos procuraron abastecerla de manera ilícita. En el desarrollo de sus actividades los aguajes y agostaderos constituyeron elementos indispensables dentro de la infraestructura de almacenaje y distribución de los productos agropecuarios sustraídos23.

En este punto conviene que nos hagamos la siguiente pregunta: ¿dónde se hallaban los paisajes que no eran controlados por las autoridades? Tanto abigeos como grupos nativos no sometidos se refugiaban en puntos de fácil defensa y apropiados para resguardar el botín semoviente conseguido. Ello sucedía así desde el periodo colonial. En efecto, para el caso de Chihuahua Sara Ortelli resaltó que la presencia de pastos y fuentes de agua era vital para el mantenimiento de los animales durante el traslado de estos a través de los extensos territorios del Septentrión. En el caso de las piezas que los infidentes comerciaban con los “apaches”, era frecuente que la sustracción se produjese durante la época de seca para que, una vez llegadas las lluvias en las que muchos terrenos se hacían impracticables, el conjunto de lo robado fuese más fácil de ocultar y defender24. Aunque Ortelli especifica las características del circuito del comercio que las bandas de infidentes mantenían con los “bárbaros” en los “extremos” de la Nueva Vizcaya colonial, un esquema similar hallamos en otras regiones del norte mexicano hasta mediados de la centuria.

Por otra parte, las fuentes no siempre son claras en cuanto a la adscripción étnica de los grupos que están acampados en espacios como los descritos en el presente artículo. En efecto, desde el periodo colonial nos encontramos con casos en los que bandas de supuestos “apaches” estaban compuestas en realidad por miembros de procedencia muy diversa. Por ejemplo, la banda de infidentes comandada por miembros de la familia conocida como Calaxtrin se componía por un número elevado de miembros siendo sus jefes los únicos que eran denominados “apaches”25. Lo mismo sucedía con otros grupos que operaban en la región que adoptaban la indumentaria que los vecinos de la frontera identificaban como tales. Semejante forma de proceder, mediante la cual se inculpaba de los hurtos de ganado a las agrupaciones nativas, fue una práctica asentada en la frontera hasta mediados del siglo xix. Es lo que explica la aparición de disposiciones como la emitida desde el gobierno del Estado de Coahuila en la década de 1850; hablamos de un decreto que prohibía el uso de cabello largo por parte de la población civil para evitar que los delincuentes que operaban en la región pudiesen ser confundidos con los guerreros indígenas que hostilizaban el territorio coahuilense26.

El “gran negocio” del tráfico ilegal de ganado dentro de los espacios de frontera

Tal como lo caracterizó William L. Merril, el tráfico de reses obtenidas ilícitamente se configuró como un gran negocio en las tierras fronterizas del norte mexicano27. Tal vez, podríamos añadir, una de las actividades más lucrativas y con una importancia creciente tras el establecimiento de la frontera resultante del tratado de 1848. Como hemos ido señalando a lo largo del presente artículo, el hurto y el robo de ganado fueron actividades que se asentaron en las Provincias Internas desde el siglo xviii. Sin embargo, a raíz del establecimiento de la frontera en el río Bravo, con las posibilidades que este otorgaba, especialmente para eludir al elemento coercitivo estatal de ambos países, el abigeato creció cuantitativamente. En concreto, aquellos que realizaban las sustracciones de los caballos y reses en el norte de México contaban con una frontera internacional, una barrera que las autoridades mexicanas no podían eludir; al menos si no querían generar un conflicto de dimensión mayor al local o regional.

Constituyó una actividad delictiva difícil de erradicar por las autoridades, debido a que los intereses que se generaron en torno a la misma implicaron a diferentes sectores de la población de ambos países. Lo que afirmamos lo comprenderemos mejor si examinamos el problema del comercio de reses robadas desde diferentes ámbitos. Así, desde un punto de vista local y regional, las fuentes del periodo comprendido entre 1848 y 1885 inciden en diversos puntos. En primer lugar, destacan la dificultad para responsabilizar de los delitos a grupos claramente identificables. No es infrecuente que las notas publicadas en los periódicos oficiales norteños incidan en ello28. En segundo lugar, de la lectura de los documentos de archivo y de las publicaciones periódicas podemos resaltar la ineficacia y lentitud de las expediciones de recuperación de ganado y cautivos que organizaban las autoridades estatales con miembros de la Guardia Nacional. La correspondencia de las autoridades mexicanas en los Estados fronterizos contiene alusiones frecuentes a cómo estas fuerzas fracasaban en la persecución cuando los agresores calificados como “indios”, “bárbaros” o “indios bárbaros” se refugiaban en zonas apartadas y de difícil acceso, donde podían incluso contraatacar.

Por este motivo, la resistencia más efectiva era la que efectuaban los propios vecinos desde los puntos atacados. La propia normativa que se elaboró para reforzar la defensa ante las agresiones indígenas contempló la colaboración vecinal. En el artículo 14.o del Plan para la defensa del Estado de Coahuila invadido por los bárbaros se recogía lo siguiente: “Dispondrá asimismo el gobierno sea organizada en los pueblos y haciendas una milicia que […] pueda reunirse cuando las circunstancias la llamen con prontitud a perseguir a los indios”29. Disposición que se reafirma posteriormente en los artículos 16 y 17. En suma, con esta normativa se pretendía que el jefe político local concentrase la fuerza vecinal a su cargo para “[…] acudir y auxiliar con ella al pueblo o hacienda que ni puedan prestar resistencia […] O para perseguir al enemigo hasta desalojarlo de los términos del departamento respectivo”29.

Pero, ¿qué ocurría si la sustracción de ganado la efectuaban abigeos? Ni la reacción vecinal, ni la de las autoridades, era la misma que en el supuesto anterior. ¿Por qué? La persecución de las actividades delictivas de los ladrones de ganado se circunscribía al ámbito del derecho penal. Es decir, a pesar del carácter transnacional de los intereses económicos que implicaba la red de tráfico ilegal de reses, o a causa de los mismos, el abigeato no aparece en las fuentes como una amenaza para la conservación de los territorios del norte. Por el contrario, el discurso que se aprecia en relación con los indios “bárbaros” tiene otro matiz: la lucha contra estos era una cuestión de supervivencia física de los norteños, así como un problema que ponía en riesgo la soberanía. En el preámbulo del Plan de defensa del Estado de Coahuila invadido por los bárbaros, propuesto por los representantes de Monclova, Río Grande y Parras que lo suscriben encontramos este discurso, que también hallamos en otras fuentes, según el cual la presencia de “apaches”, comanches, kiowas o naishan en los Estados fronterizos era algo que había que combatir con medidas extremas para evitar el despoblamiento de los territorios30.

El discurso de la guerra desoladora del “apache” que se generaliza en los informes de las autoridades virreinales a partir de 1750 se retomó en 1832, momento en el que como vimos arreció la agresividad de algunas comunidades apaches, aunada a la que desplegaron los guerreros procedentes de la Comanchería desde los años de 1840 y 1841. Las dos guerras simultáneas que se sostuvieron entre 1846 y 1848, la de intervención estadounidense y la guerra contra los bárbaros, provocó que los estereotipos del “salvaje” y el exterminio del mismo continuasen en las manifestaciones públicas de las autoridades y en los artículos de los periódicos con posterioridad al Tratado de 1848.

Las acciones hostiles de los nativos se mantuvieron en niveles muy altos entre 1848 y 1858 en los Estados del noreste; es más, en Chihuahua y Sonora los documentos atestiguan su prolongación en el tiempo hasta mediados de la década de 188031. Si a estas añadimos las expediciones de filibusteros y criminales, así como el abigeato, no puede obviarse que la violencia fronteriza fue elevada.

No obstante, la cría de reses y de ganado equino se mantuvo. Puesto que una parte importante de la demanda de productos pecuarios mexicanos provenía de Texas, debemos adoptar un punto de vista internacional para comprender el abigeato y los espacios en los que se llevó a cabo. Así, como recogieron los integrantes de la Comisión Pesquisidora de la Frontera Norte en 1873, el envío de productos derivados de las reses aumentó al norte del Bravo con el final de la Guerra de Secesión. Bien fuese como resultado del crecimiento demográfico en Texas y Nuevo México, provocado por la llegada de nuevos colonos, bien se debiese al desarrollo de las industrias estadounidenses dependientes de las reses, la cabaña ganadera de los ranchos texanos no podía satisfacer la demanda creciente con los métodos de cría tradicionales. El robo de reses se tornó “necesario” para abastecerla32.

Ya hemos visto quiénes llevaban a cabo esta actividad: no solamente los abigeos propiamente dichos, sino también los indios nómadas o seminómadas no sometidos. Pero, en todo caso, la diversidad era la característica general; en este momento nos referimos a la composición multiétnica y también plurinacional33. Sin embargo, conviene que hagamos ahora una nueva puntualización relacionada con la forma en que estos agentes fronterizos aparecen reflejados en las fuentes. En concreto, no deben confundirse sus acciones con la violencia de las bandas de criminales o la de los filibusteros. No solo por la finalidad de las mismas, sino también por los lugares en los que se llevaban a cabo. Delincuentes comunes, desertores y aventureros procedentes del otro lado del Bravo operaban sobre pueblos y villas del norte, mientras que los abigeos lo hacían sobre las explotaciones agropecuarias donde obtenían las reses, y en los lugares donde almacenaban y distribuían lo adquirido.

Respecto a los grupos indígenas, su implicación en el robo de reses está en conexión con sus extensas redes de intercambio en las Llanuras norteamericanas y con sus contactos comerciales con los colonos de Texas y Nuevo México. Las poblaciones sedentarias novomexicanas habían sido destinatarias de este intercambio con estos grupos indígenas desde el periodo colonial34. La lejanía del centro del virreinato las hizo depender de los productos que elaboraban en las rancherías. El paso de las tierras al norte del Bravo a jurisdicción estadounidense no cambió radicalmente la situación en un primer momento. Por el contrario, los intercambios fueron fructíferos, en especial en lo referente al ganado. La labor de los “comancheros” fue destacada en este sentido, efectuándose en áreas “de frontera” dentro de dichos Estados hasta después de la Guerra de Secesión. Por otra parte, aunque los documentos no sean abundantes ni detallados, también podemos proponer que los vecinos de los Estados norteños de la República Mexicana se encontraban implicados en el tráfico de reses. Aludimos al hecho de que eran compradores de las cabezas de ganado sustraídas en otros Estados mexicanos o en tierras allende el Bravo. Por razones de interés económico en unos casos, pero en otros por motivaciones de supervivencia física35.

A pesar de que discutamos acerca de su intensidad o de la conveniencia del discurso de la guerra contra “el salvaje”, el hecho es que las razias indígenas habían provocado que los habitantes de los Estados fronterizos se aglutinasen en los asentamientos sitos más al sur, generando el despoblamiento de antiguos enclaves del periodo colonial, manteniendo la deficiente “territorialización”. Ello fue muy visible desde los años de la Gran Indiada entre 1840 y 184136. A partir de estos años la presencia de rancherías indígenas procedentes de la Comanchería aumentó, estando ello en relación con el mencionado deterioro del sistema de presidios y con cambios en las relaciones interétnicas entre las diferentes tribus de las llanuras, como el pacto alcanzado entre yamparikas y cheyennes en 184037. Si bien es cierto que las parcialidades comanches y sus grupos asociados actuaban según sus parámetros culturales tradicionales, también lo es que, según opinión de algunos especialistas, desde la década de 1830 el “imperio comanche”, es decir, la extensa red comercial controlada por este grupo nativo en las Grandes Llanuras, había convertido el norte de México en su lugar de aprovisionamiento de caballos y cautivos38.

Con la firma del tratado de Guadalupe en 1848 esta situación adquirió un nuevo matiz: el establecimiento de una línea fronteriza otorgó mayores posibilidades para salir impunes de sus acciones hostiles sobre los arrabales de las villas norteñas, así como sobre los ranchos y haciendas. Hasta entonces habían actuado desde los espacios deshabitados del norte mexicano hurtando o robando ganado, y almacenando el botín obtenido. Desde el establecimiento de la línea internacional en el Bravo, se añadió una nueva estrategia: rebasar la línea fronteriza internacional, tras reunir la caballada y los cautivos, a sabiendas de que las expediciones de rescate armadas desde las poblaciones mexicanas no podían continuar en territorio estadounidense39.

¿Cuáles eran estos espacios internos aprovechados? En un área tan extensa como la comprendida por los Estados de Sonora, Chihuahua, Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas, tan afectada por la carencia de recursos demográficos, existió gran número de enclaves apartados de accidentada orografía susceptibles de ser utilizados eventualmente para los golpes de mano sobre las poblaciones. Cada agostadero, cada aguaje poco conocido, toda elevación montañosa o serranía escabrosa cercana a alguna localidad o punto poblado era un espacio fronterizo potencial. Sin embargo, se pueden señalar algunos accidentes geográficos de especial importancia.

En primer lugar, resaltaremos el Bolsón Mapimí, que fungió como zona de establecimiento de rancherías, principalmente procedentes de la Comanchería, en los años que estamos tratando. Las noticias de los periódicos oficiales y las notas entre autoridades mexicanas entre 1849 y 1854 abundan en referencias a asentamientos estables en esta área. Más concretamente, dentro de ella destaca la Laguna de Jaco. ¿Por qué? Por la razón de que desde ella podían efectuarse razias sobre los estados colindantes de Chihuahua, Coahuila y Durango; asimismo, fungió como centro de almacenaje. Este es el motivo por el que los enviados de los Estados azotados por las “invasiones” insistieron en la necesidad de desalojar a los “bárbaros”. Así se desprende de la nota enviada por Rafael de la Fuente desde el Gobierno Supremo del Estado de Coahuila al Secretario de Guerra y Marina el 16 de febrero de 1852, cuando afirma respecto a esta área geográfica que era un “[…] punto donde según las noticias recibidas, se creía la ecsistencia de varias tribus con considerable número de bienes de campo […]”, añadiendo posteriormente que el coronel Langberg, don Andrés de la Garza y algunos vecinos de la villa de Múzquiz “[…] proyectaron una nueva espedición á la Laguna de Jaco […] y como había la fundada esperanza de escarmentar al enemigo en sus propios aduares, y recobrar el cuantioso robo que este tenía reunido […]”40.

Otra zona especialmente importante era la comprendida por Boquillas del Carmen y el Big Bend: su aislamiento la hacía idónea para convertirse en puerta de entrada de las expediciones lideradas por los jefes comanches. Asimismo, la ribera del Bravo, a pesar de contar con poblaciones estables y de importancia a ambos lados, presentaba muchos espacios “vacíos”, en cuanto no habitados por población sedentaria mexicana o estadounidense. Expediciones que se realizaron por parte de oficiales del ejército estadounidense hicieron hincapié en el hecho de que la despoblación del terreno era un aliciente para los nómadas, que establecieron puntos de entrada y salida cerca de las zonas menos profundas del río41.

Dentro del Estado de Coahuila encontramos lugares como la sierra de Santa Rosa, Pájaros Azules, las serranías inmediatas a Monclova y, en especial, las estribaciones de la Sierra Madre Oriental que colindan con Nuevo León. Es aquí donde, entre 1850 y 1853, encontramos más referencias a ataques de indígenas sobre poblaciones sedentarias, así como de zonas donde arranchaban aquellos. Destacaremos en especial la sierra de Pánuco, las serranías cercanas a la hacienda de Icamole, Lomas de Tinajas y La Azufrosa. Asimismo, los accidentes geográficos sitos entre Villaldama, Sabinas Hidalgo y Cerralvo constituyeron un extenso espacio donde los “bárbaros” podían reunir las presas obtenidas en sus incursiones42.

Agentes fronterizos, espacios internos y robo de ganado con posterioridad a 1859

A partir de 1858, según las estadísticas extraídas del Informe de la Comisión Pesquisidora de 1873, la agresividad nativa sobre los Estados de Coahuila y Nuevo León decrece hasta 187043, como podemos ver en las tablas elaboradas por los integrantes de la Comisión Pesquisidora44. La debilidad demográfica de las rancherías comanches, paralela a una crisis ecológica del bisonte americano, así como la presión cada vez mayor de los colonos texanos, coadyuvaron para minorar los asaltos en el Estado de Nuevo León. Asimismo, la masacre de lipanes de 1856 provocó que la amenaza de este grupo en tierras coahuilenses declinase45.

Las noticias contenidas en los periódicos oficiales también presentan lagunas en cuanto a la agresividad de las bandas indígenas. Las referencias de las fuentes para el periodo de la Guerra de Intervención Francesa son escasas en relación con los asaltos nativos que buscaban reses, caballos y cautivos; la razón estriba en que el interés de la República Mexicana estaba centrado en su supervivencia. Sin embargo, podemos afirmar que para estas agrupaciones indias la Guerra de Secesión estadounidense y la guerra contra los franceses en México no supusieron cambio alguno en cuanto a sus actividades económicas.

A finales de la década de 1860 vuelven a aparecer, por breve tiempo, asaltos en Coahuila. En el periódico El coahuilense se indica que en marzo de 1868 los comanches volvieron a atacar en el sur del Estado, en concreto en localidades de Arteaga, Parras, San Juan de la Vaquería y Ciénegas. Según se indica en el periódico:

“Hacía mucho tiempo que los salvajes habían suspendido sus hostilidades, y aunque el Gobierno tenía en esto la mayor satisfacción, no por eso se descuidó de recavar oportunamente las medidas que ha creído más indispensables para poner a cubierto a los pueblos de un mal, que siempre ha sido de las más terribles trascendencias, no sólo para Coahuila, sino también para los Estados limítrofes cualquiera que haya sido la situación […]”46.

Por su parte, la situación imperante en Chihuahua y Sonora tuvo un matiz diferente. Hasta mediados de la década de 1880 los daños ocasionados en los bienes semovientes de los mexicanos residentes o con propiedades en los mismos fueron cuantiosos. De hecho, tal como vemos en las reclamaciones presentadas por los mismos ante el gobierno estadounidense, los apaches mantuvieron una actividad considerable47. La reducción en reservas, que pretendía controlar sus movimientos, tardó en erradicar la práctica del asalto y del robo de ganado48.

A partir de 1880 entramos en un nuevo contexto histórico fronterizo. Dentro del mismo, la presencia de indígenas no sometidos, o reducidos deficientemente, no tenía cabida. Es en estos años cuando, tanto desde Chihuahua como Coahuila, se emprendieron campañas militares en forma que buscaron no solamente erradicar la presencia de los nómadas, sino también incluir los territorios norteños dentro de la vida económica nacional49. Los intereses de la construcción del ferrocarril y sus industrias anexas empujaron a ello.

Sin embargo, los problemas para la seguridad de la economía pecuaria no desaparecieron. El abigeato continuaba con fuerza. Las fuentes documentales atestiguan un crecimiento durante los años de conflicto de la década de 1860 y, en especial, tras el final de la guerra de Secesión. Es más, durante la década siguiente se erigió en un problema fundamental dentro las relaciones fronterizas entre ambos países50. De hecho, está detrás de las tensiones entre las autoridades estatales (no tanto las federales) de las dos repúblicas51, así como en el fondo de las numerosas reclamaciones que ciudadanos de ambos países dirigieron a los respectivos gobiernos.

Las gavillas de ladrones de ganado mantuvieron el mismo modus operandi que en las décadas anteriores, aprovechando espacios deshabitados para resguardar el producto obtenido con sus actividades delictivas. Por ejemplo, entre 1880 y 1881 dos partidas de abigeos, compuestas de mexicanos y estadounidenses, operaron en el territorio de Chihuahua. Una, comandada por Robert E. Martin, operaba en el distrito de Galeana, hostilizando fundamentalmente la colonia de La Ascensión. Esta banda aprovechaba la complicada orografía de la Sierra del Hacha para mantenerse a salvo de las autoridades. Por su parte, el otro grupo de abigeos prefería operar en el valle de San Bartolomé52. Supuestos como estos podemos encontrarlos, durante estos años, en los territorios limítrofes de Arizona, Sonora y Chihuahua.

Conclusión

En suma, los problemas para la seguridad física y económica de los habitantes del norte de México y sur de los Estados Unidos se mantuvieron hasta finales del siglo xix. Las continuidades y cambios de los fenómenos que provocaban violencia, inseguridad e intereses ajenos a la legalidad se conjugaron de tal modo que propiciaron que los espacios internos existentes en el interior de la República Mexicana perviviesen hasta ese momento.

Comenzando por los elementos que se mantuvieron constantes a lo largo de los años, tenemos en primer lugar la deficiente “territorialización” de extensos espacios dentro de los Estados. Desde la etapa colonial la población del resto de México había visto pocos incentivos en la colonización del norte; dicha dinámica se mantuvo a raíz de la independencia, dificultando los intentos de los gobiernos estatales y federales de controlar de manera efectiva y eficiente el territorio. Además, las medidas colonizadoras de mediados del siglo tuvieron resultados muy limitados no solamente por esta circunstancia, sino también por los problemas hacendísticos, generales en toda la república53. A finales de la década de 1860 volvió a proponerse por algunos sectores la implantación de las colonias militares, medida que no llegó a prosperar54. La población efectiva del territorio norteño vendría a partir de la década de 1880, con el cambio de la coyuntura económica.

En consecuencia la existencia de un “desierto” fue permanente hasta las dos últimas décadas de la centuria. Como señalaban Ignacio Galindo y Francisco Valdés Gómez, integrantes de la Comisión Pesquisidora, en relación con la medición de terrenos baldíos: “[…] contienen […] cuanto se requiere para que la República, sin erogar muchos gastos, dé un grande impulso al desarrollo de la riqueza, y se procure por un medio eficaz que desaparezca un desierto, de cuya existencia no ha faltado quien derive razones para formular cargos contra México”55, aludiendo indirectamente a las acusaciones que el gobierno de los Estados Unidos había vertido en el pasado contra el vecino del sur56. A la altura de 1878, sin embargo, los “desiertos” existentes en los Estados limítrofes de ambas repúblicas impulsaron a la celebración de nuevos acuerdos de extradición de desertores del ejército y prófugos de la justicia, que se refugiaban en aquellos. Así en diciembre de aquel año, Rutherford B. Hayes señalaba en su primer informe presidencial que deploraba “[…] tener que decir que en nuestro tiempo las incursiones ilegales de bandas armadas provenientes del lado mexicano con el propósito de saquear han sido con frecuencia exitosas, a pesar de los esfuerzos de vigilancia por parte de nuestro comando, y que no se ha podido castigar a los bandoleros porque se han escapado hacia México con su botín […]”57.

Aunque los prejuicios acerca de la responsabilidad de los robos de ganado no desaparecieron, los gobiernos centrales de Estados Unidos y de la República Mexicana eran conscientes de que, a la altura de 1880, se hacía necesario renovar las disposiciones de 186158. No obstante, las diferencias en cuanto a la visión del fenómeno provocaron la tardanza en la consecución de unos puntos de consenso. Finalmente, en 1882 se firmó el pacto sobre paso recíproco de tropas para perseguir a los indios “salvajes”. Tres años después, se firmó un nuevo Tratado de Extradición, reformado en 1899. Para entonces, el final de las guerras apaches, la progresiva integración económica del norte mexicano y el crecimiento demográfico en los Estados limítrofes de ambas repúblicas coadyuvaron a la desaparición paulatina de los espacios internos no controlados por las fuerzas de seguridad y a la reducción de los índices de criminalidad.

Otro elemento que continuó estando presente a lo largo del siglo xix fue la existencia de vínculos transfronterizos interesados en el mantenimiento de una red clandestina de ganado. Como señalamos al comienzo del presente trabajo, ya desde el siglo xviii el robo de reses, caballada y ganado menor se había erigido en un “gran negocio” que pretendía satisfacer la demanda interna del virreinato y, al mismo tiempo, la externa. Precisamente, la satisfacción de la misma provocó que en ocasiones las barreras legales se acabasen obviando. Para ello la implicación de las autoridades fronterizas en las actividades ilícitas fue importante. Nos referimos tanto a la existencia de intereses económicos de los oficiales militares y civiles en el negocio del transporte y venta de ganado, como al hecho de que las autoridades judiciales solían dejar impunes a los responsables de los delitos59.

A la deficiente “territorialización”, la existencia de “desiertos”, la vigencia de intereses transfronterizos de particulares y autoridades, debemos añadir otro elemento que, a pesar de permanecer a lo largo del siglo xix, sí experimentó transformaciones. En este sentido, las comunidades nativas que a comienzos del periodo que analizamos vivieron un momento de fuerza se encontraban en franco declive hacia 1875. ¿Por qué? A pesar de sus problemas demográficos, las agrupaciones comanches habían logrado articular una red comercial en las Llanuras estadounidenses que las había erigido en fuerzas dominantes de la región. Sin embargo, la sobreexplotación del bisonte, así como la presión creciente de los colonos y militares estadounidenses fueron reduciendo sus posibilidades de actuación. La disminución de sus correrías sobre el noreste mexicano a partir de la década de 1860 apuntaría a una limitación del poderío de antaño, visible ya en la batalla de Palo Duro Canyon.

¿Qué decir de lipanes, mezcaleros o chiricahuas? Sin duda la situación de las bandas apaches fue precaria a lo largo de la centuria, dada su tradicional enemistad con comanches y mexicanos. Respecto a los angloamericanos, las relaciones experimentaron una transformación a medida que los colonos se fueron asentando en espacios pertenecientes a la Apachería. Por ejemplo, en el caso de los lipanes, aquel que hemos tratado de manera más cercana en anteriores estudios, en un principio los colonos que se establecieron en Texas trabaron relaciones amistosas con algunos jefes, pero a partir de la expansión de los primeros hacia el oeste el tenor de las mismas cambió60. Progresivamente las incursiones se dirigieron también contra los asentamientos recién creados. De este modo, entre 1851 y 1860 comenzaron a alternar la presencia en los Estados Unidos con la estancia en tierras poco habitadas del interior mexicano61. Un esquema que observamos en las otras agrupaciones citadas, si bien en el caso de los chiricahuas las expediciones de robo de ganado y la resistencia frente a las fuerzas estadounidenses se prolongó hasta mediados de la década de 1880.

Respecto a los abigeos, sus actividades ilícitas experimentaron un crecimiento durante los años de conflictos de ambas naciones en la década de 1860. Es más, según el Informe de la Comisión Pesquisidora, la precaria seguridad del periodo posbélico contribuyó a ello, así como el incremento de la demanda de cabezas de ganado desde Texas. Por ello, lo que ocurrió a partir de 1867 fue que el desarrollo económico regional jugó a favor de un incremento en el número de incidencias relacionadas con la criminalidad sobre las cabezas de ganado ante las necesidades de los criadores al norte del Bravo62. Puesto que la producción estadounidense no bastaba para alimentar los mercados internos, el abigeato se arbitró como un medio para allegar el número de cabezas necesarias. En este contexto, los rancheros texanos recurrieron a la “infraestructura” existente, es decir, aprovecharon las prácticas ilegales que se habían consolidado en los años anteriores en perjuicio de los propietarios de ganado situados al sur del Nueces, muchos de ellos habitantes de origen mexicano que habían pasado a formar parte de los Estados Unidos tras el final de la guerra del 47.

Todos estos elementos jugaron a favor del mantenimiento de zonas que fungieron como fronteras de guerra, contrabando e intercambios hasta la década de 1880. A partir de entonces, la integración económica del norte mexicano con la economía nacional, así como los nuevos intereses derivados de la construcción del ferrocarril provocaron que la existencia de territorios no controlados por las fuerzas de seguridad y las autoridades civiles no fuese aceptable. Además, la creación de una imagen del territorio nacional como espacio plenamente integrado en la soberanía y susceptible de ser aprovechado económicamente, jugó a favor de la desaparición de los espacios internos.

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Francisco Javier Sánchez Moreno. Doctor en Historia por la Universidad de Sevilla y premio extraordinario de doctorado por dicha Universidad, actualmente es investigador posdoctoral en el Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, México. Su proyecto de investigación aborda el estudio de los espacios fronterizos internos existentes en los Estados del norte de México durante la segunda mitad del siglo xix. En concreto analiza los siguientes tópicos: espacios internos, fronteras, relaciones interétnicas y abigeato. Entre sus publicaciones más recientes relacionadas con esta temática destaca “Apolinario Moreno. Cautivo de los comanches y prisionero en México“, en La indianización: cautivos renegados, “hommes libres” y misioneros en los confines, s. XVI-XIX, coordinación de Salvador Bernabéu, Christophe Giudicelli y Gilles Havard, Sevilla-París, Doce Calles/École des Hautes Études en Sciences Sociales, 2012.

La revisión por pares es responsabilidad de la Universidad Nacional Autónoma de México.

“Territorializar”, según el avance a la vigésima tercera edición del DRAE, implica adscribir competencias, actuaciones, infraestructuras, etc., a una región. En este sentido, supone dotar a esta de diferentes elementos que permitan que el poblamiento de la misma sea efectivo. Por ello, el impulso es estatal es esencial.

Las dificultades terminológicas que los españoles hallaron a la hora de reducir a los diferentes grupos y subgrupos a sus estructuras clasificatorias son una muestra de lo que decimos. Véase sobre el concepto de “nación” el capítulo de Cramaussel (2000), pp. 276-277.

Véase Aboites Aguilar (2000), pp. 615-616, donde el autor ejemplifica este problema mediante las diferencias en el uso del agua y el impacto de la ganadería. En esta misma obra, José Luis Mirafuentes sostiene que “[…] El desgaste provocado por el estado de guerra, las cacerías y las malas condiciones de trabajo, las epidemias, además de la integración o asimilación a la sociedad española y a otros grupos indios, y hasta la deportación, componen esta historia, que encierra una verdadera catástrofe demográfica. En el norte de Nueva Vizcaya tal vez los ejemplos más importantes sean los tobosos y los conchos, cuyos rastros todavía eran perceptibles en la década de 1740 […]”.

Hämäläinen (2011), pp. 220-22. También Sánchez Moreno (2011b), p. 194.

Terrazas y Basante y Gurza Lavalle (2012), p. 146, señalan que “[…] los mexicanos permanecen en sus lugares de origen, no obstante la legislación y los proyectos colonizadores de su gobierno. Tal actitud responde al escaso atractivo que ofrecen aquellos parajes –en virtud de su lejanía y de la amenaza india–, a la disponibilidad de tierras en zonas más cercanas al centro de México y a que no existe una presión demográfica […]”.

Una discusión en detalle del concepto de soberanía nacional en México durante el siglo xix escapa al objetivo de este artículo. Debemos tener presente que la agitada centuria decimonónica experimentó cambios muy fuertes en su configuración territorial y en las concepciones políticas relativas a qué se entendía por “México”. La idea misma de cómo gobernar la joven república, a través del federalismo o del centralismo, resulta esencial para comprender la “soberanía”. Aun así, puede afirmarse que la defensa del “territorio” que había surgido de 1821 se tornaba esencial, con independencia de que el mismo tuviese un poblamiento efectivo por parte de aquellos que en ese año pasaron a denominarse “mexicanos”. Para una profundización en este punto resulta conveniente recurrir a algunas obras de relevancia. Así, véase Schiavon, Vázquez Olvera y Spencer, (2006). También destacamos las obras de Zepeda (2012), González Esparza (1999), Aboites Aguilar (1998), Florescano (1997).

Al utilizar el término “agente” aludimos a aquellos individuos o colectividades que actuaron en el escenario fronterizo.

Véanse Aboites Aguilar (2010), pp. 113-114, y Orozco (1992), p. 41.

Orozco (1992), p. 40, escribe que el declive de los presidios “[…] se tradujo en un debilitamiento militar que, desde luego, no pasó inadvertido para los capitanes apaches y comanches cuyas rancherías tenían contacto continuo con los presidios […]”.

Nos referimos al sistema de comunicaciones entre las autoridades locales y estatales. Véase al respecto el Plan para la defensa del Estado de Coahuila invadido por los bárbaros, propuesto por los representantes de Monclova, Río Grande y Parras que lo suscriben, y adoptado por la comisión respectiva, quien lo presentó al H. Congreso en 25 de agosto de 1849 (Plan para la defensa del Estado de Coahuila invadido por los bárbaros, propuesto por los representantes de Monclova, 1849) en cuyo artículo 12 se especifica que: “Se arreglará el sistema de cordilleras para que se conduzcan oportunamente estas noticias, adicionándose los puntos que sucesivamente van ocupando los salvajes, rumbo que toman, número de que se componen, las partidas y los destrozos que cometen”. En el siguiente artículo se especificaba que “El gobierno cuidará que se establezcan líneas de cordilleras por todos rumbos, exigiéndose que en cada punto de escala se anote la hora en que se recibió el pliego […] que se comuniquen los pueblos cuantas noticias tengan sobre invasiones de los bárbaros y que las transmitan a los jefes políticos y estos a la primera autoridad del estado”.

Plan para la defensa del Estado de Coahuila invadido por los bárbaros, propuesto por los representantes de Monclova (1849), donde se especifica en el artículo 14 que el gobierno estatal debería organizar en los pueblos y haciendas una milicia que pudiera reunirse cuando las circunstancias la llamasen para perseguir a los grupos nativos asaltantes. En virtud de lo expresado, en el artículo 17 se especificaba que era deber del jefe político disponer de la fuerza expresada y “[…] concertarla violentamente para acudir y auxiliar con ella al pueblo o hacienda que no puedan prestar resistencia y se vea amenazada de peligro grave por la superioridad de los salvajes que le asalten […]”.

Terrazas y Basante y Gurza Lavalle (2012), pp. 127-134, señalan las diferencias en cuanto la concepción de la soberanía y del territorio. En concreto, resultan significativas las siguientes palabras: “Así pues, mexicanos y estadounidenses conciben territorio y colonización de manera distinta. Mientras los primeros le dan a aquél el carácter de ‘fetiche nacional’ […] pero su magra población le impide colonizarlo, los segundos, con un notable crecimiento demográfico […] conciben la geografía americana como un área abierta para ser ocupada […]”.

Truett (2006), pp. 28-32, acuña el término “paisaje fugitivo” para referirse a espacios en los que sus habitantes habían adoptado medidas sin contar con la colaboración de las autoridades centrales. En estos paisajes los vecinos habían tenido que establecer una indianización de muchas de sus costumbres, habida cuenta que eran los indios aquellos con los que mantenían un contacto más directo y diario.

Citemos como ejemplo el caso del punto denominado como “Tía Resadora”, en el noreste de Coahuila, cerca de la jurisdicción de Allende, 21 de febrero de 1852, La Patria. Periódico Oficial del Supremo Gobierno del Estado de Coahuila, pp. 327-328.

Orozco (1992), pp. 180-181.

La distribución de las viviendas de los sirvientes dentro de las grandes haciendas podía ser dispersa y ubicarse en zonas alejadas dentro de estas, algo que perjudicaba el control directo de los patrones. Véase el decreto del Ministerio de Gobernación mexicano de 23 de mayo de 1856, donde se declaraba derogado otro que prohibía que las congregaciones de familias de las haciendas se erigiesen en pueblos sin el consentimiento de los propietarios de los terrenos (El archivo mejicano: colección de leyes, decretos, circulares y otros documentos, 1856, pp. 153-154).

Los hacendados disponían de capacidad penal para reprimir aquellos comportamientos de sus sirvientes que juzgasen contrarios a su dominio e intereses económicos. En Chihuahua desde el 30 de octubre de 1830 los capataces o mandones tenían la posibilidad de aprisionar durante ocho días y mantener por más tiempo en el cepo, en las horas no laborables, a los trabajadores que hubiesen incurrido en faltas. Orozco (1992), p. 31, considera que se estableció un sistema “policiaco” que perseguía no solo a los infractores, sino también a los encubridores.

Por los testimonios de comerciantes y cautivos se tiene noticia de sujetos que estaban fuera de la sociedad mexicana al integrarse como “agregados” en los campamentos indios. Un fenómeno que no se circunscribe a la frontera mexicano-estadounidense, sino que se encuentra también en otros lugares de América, como, por ejemplo, en la frontera sur argentina. Dichos individuos participaban activamente en la vida de las “tolderías” o rancherías indias, incluyéndose en las correrías en busca de ganado y cautivos. Véase, respecto a este fenómeno en la frontera sur de Argentina y en Chile Villar (2006), p. 101. Salomón Tarquini (2006), pp. 124-125, señalaba que la huida a los indios “[…] podía deberse a un sinnúmero de razones personales, familiares, laborales, judiciales o políticas […] pero siempre implicaba ser acogido con beneplácito por los nativos y confundirse con ellos […]”. Un caso que se repite también en las tierras colindantes entre Estados Unidos y la República Mexicana. Por ejemplo, a comienzos de la década de 1850 María del Carmen García, al prestar declaración ante las autoridades fronterizas, indicó “Que a poco rato la vino a alcanzar otro, que dice no ser indio, sino cristiano, güero, delgado, cerrado de barba, y éste le trajo hasta que la puso en el camino real […] asegurando esta mujer, que la más de esa partida […] eran gentes, porque todos estaban barbados […]”, tal como aparece en Vizcaya Canales (1968), p. 74. Véase también Sánchez Moreno (2011b), pp. 183-187.

AMMVA, FSXIX, C78, F4, E12, 2F, Libro borrador.

Su ocupación dificultó el desempeño normal de la cría ganadera de ranchos y haciendas. Véase Informe de la Comisión Pesquisidora de la frontera norte al ejecutivo de la Unión sobre depredaciones de los indios y otros males que sufre la frontera mexicana (1874), p. 18. Como ejemplo podemos citar el caso de Nuevo Laredo recogido en el mismo Informe, donde se especifica que en marzo de 1850 grupos de vecinos que se hallaban patrullando las inmediaciones de la localidad tuvieron que volver apresuradamente puesto que partidas de bárbaros se encontraban en las inmediaciones. De hecho, la situación llegó a ser tan grave que “[…] los agostaderos quedaron en manos de los indios, por lo que la actividad económica se paralizó”.

Ortelli (2007), pp. 196-197. Señala la autora que los infidentes “Una vez obtenido en las haciendas el cuadrúpedo botín, emprendían camino hacia el sistema de serranías ubicadas en el borde occidental del Bolsón, que fungían como sitios de refugio para los hombres y de descanso y pastura para los animales […]”. El primero de estos puntos era el accidente geográfico conocido como “Tetas de Juana”, una serranía que contenía “[…] un aguaje y eran un sitio intermedio de encuentro, donde se reunían diferentes partidas para emprender desde allí el camino hacia el siguiente paradero, la sierra del Rosario […]”. Más adelante la sierra del Rosario se erigió en el principal asentamiento de las bandas de infidentes dedicadas al hurto de ganado, contando con muchos ojos de agua y pastos apropiados para custodiar por el tiempo de la seca las cabezas de ganado.

Carta de José de Faini al Virrey Bucareli, AGN, PI, vol. 40, f. 12v, en Ortelli (2007), pp. 128-129.

Véase AMMVA, FSXIX, C84, F5, E68, 2F, donde se recoge un comunicado de J. Francisco Falcón, prefecto del distrito de Monclova, al ayuntamiento de esta villa en la que informa acerca de este decreto del gobierno del Estado de Coahuila. En concreto, indicaba que “[…] muchos malhechores prevalidos del espanto que produce en gentes timoratas la guerra del salvaje, se han presentado con los vestidos de éstos a efecto de cometer con más seguridad sus depredaciones; siendo necesario para un disfraz semejante el uso de pelo largo […] S.E. se ha servido prevenir que prohíba en los pueblos de su Distrito un uso tan perjudicial y fuera de todo gusto, haciendo que lo corten al tamaño que se usa, por la gente moderada pacífica y pensadora […]”.

Merril (2000), pp. 623-668. Véase también Weber (1988), pp. 129-155.

Véase, por ejemplo, “Gefatura política del departamento de Parras”, La Patria. Periódico Oficial…, tomo I, Saltillo, 26 de enero de 1850, número 33, pp. 134-136. Dos años después, desde la presidencia municipal de la villa de Viesca se señalaba, el 23 de enero de 1852, que el 17 de ese mismo mes había salido una fuerza de guardia nacional móvil “[…] para perseguir indios bárbaros y ladrones que hostilizan diariamente aquellos puntos […]”, tal como aparece en 31 de enero de 1852, “Presidencia municipal de la villa de Viesca”, Ibidem, Saltillo, 31 de enero de 1852, número 77, pp. 315-318. Para paliar la inseguridad las autoridades municipales debían expedir pasaporte para que los que no eran naturales de las diferentes localidades pudiesen transitar por ellas.

Plan para la defensa del Estado de Coahuila invadido por los bárbaros, propuesto por los representantes de Monclova (1849), p. 22.

Plan para la defensa del Estado de Coahuila invadido por los bárbaros, propuesto por los representantes de Monclova (1849), p. 15, donde se contienen palabras como las siguientes: “[…] Hagamos con los indios lo que ellos hacen con nosotros. Permitamos expediciones de voluntarios en poco o mucho número […] que lleguen en el silencio a sus rancherías, que les cojan los bienes, que acechen a los que vengan a hostilizarnos, que los maten […] que alarmen sus pueblos infundiendo temor y sobresalto en sus familias, que los inquieten a menudo y obliguen a huir frecuentemente […] El saqueo, la destrucción de sus aduares, el cautiverio de sus mujeres e hijos, la desolación de los campos, los estragos y los incendios aunque odiosos y detestados, existen razones poderosas para ejecutarlos. Estos excesos son disculpables por los atentados enormes contra el derecho de gentes que ellos infinitas veces han perpetrado […]”.

¿Por qué el ritmo de las expediciones periódicas nativas comenzó a descender a partir de los años 1858 y 1859? ¿Fue un proceso general en toda la frontera? De antemano, tenemos que sostener que el manejo de las fuentes debe ser cuidadoso. En efecto, de los datos aportados por la Comisión Pesquisidora y de las noticias de los periódicos oficiales de los Estados norteños puede extraerse que las incursiones disminuyeron, probablemente dentro de un proceso relacionado con el establecimiento de las reservas estadounidenses y con una reorientación de la hostilidad nativa. Sin embargo, en Chihuahua y Sonora las agresiones mantuvieron una importancia considerable, en especial en la cuantía de los bienes dañados o sustraídos. Por otra parte, también podría pensarse en nuevos intereses por parte de los redactores de los periódicos oficiales, los cuales desviaron la atención hacia nuevos problemas internos dentro de los Estados. Véase el “Apéndice al Informe de la Comisión Pesquisidora del Norte”, en Informe de la Comisión Pesquisidora de la frontera norte al ejecutivo de la Unión sobre depredaciones de los indios y otros males que sufre la frontera mexicana…, I-XLI, donde las tablas nos permiten apreciar el descenso del ritmo de las acometidas nativas a partir de 1859. Isidro Vizcaya Canales (2001), p. 384, indicaba que a partir de 1859 “[…] había terminado el punto culminante de las incursiones y aunque éstas persistirían todavía por unos veinte años, su intensidad fue disminuyendo”. También véase Sánchez Moreno (2011b), pp. 355-364.

Informe de la Comisión Pesquisidora de la frontera norte al ejecutivo de la Unión en cumplimiento del artículo 3.ode la Ley de 30 de septiembre de 1872, pp. 26-27. Véase también Sánchez Moreno (2011b), p. 372. Asimismo, Ceballos Ramírez (1994), p. 180, señala que la demanda de ganado en Estados Unidos aumentó en la década de 1870 por una serie de factores: “[…] la decadencia de la ganadería en el este estadounidense, la penetración de los ferrocarriles hacia el occidente, la gran demanda que ejercieron las gigantescas ciudades del este y del medio oeste, la invención del vagón refrigerado y la instalación de empacadoras de carne”.

Diversidad que agravaba las cuestiones de adscripción identitaria, no solamente porque las bandas de abigeos, por ejemplo, utilizasen indumentarias nativas, sino también porque los asaltantes indígenas adoptaban características propias del mundo sedentario. Para ejemplificar lo que decimos, podemos traer el caso recogido en La Patria…, tomo II, Saltillo, 29 de mayo de 1852, número 92, p. 374, donde se indica que a lo largo de la primera quincena del mes de mayo de 1852 los ataques indios alcanzaron hasta Saltillo, Múzquiz, Abasolo y otros enclaves del estado de Coahuila. Coincidiendo con ello, el 18 de mayo, desde el Juzgado de primera instancia de Nadadores, se envió un comunicado a los alcaldes constitucionales coahuilenses en el que se informaba de la fuga de tres reos de abigeato, los cuales habían pretendido aprovechar la pantalla de las hostilidades nativas para ejecutar sus robos. También, como hemos indicado, los integrantes de las bandas nativas usaban el problema de la identidad fronteriza en su provecho. El caso de los cautivos ejemplifica lo que decimos. En efecto, cuando pasaban a manos de las autoridades mexicanas su primera reacción era declararse mexicanos, a pesar de haberse integrado en las rancherías indígenas. Véase el caso de Apolinario Moreno en nota 68 del Ministro de Relaciones Exteriores al Ministro Plenipotenciario en Washington, México, 21 de agosto de 1851, AHSRE, México, Archivo de la Embajada de México en los Estados Unidos de América (AEMEUA), leg. 33, exp. 2, f. 157. Cuando el citado cautivo iba a ser aprehendido por los semínoles de Gato del Monte declaró que era cautivo porque temía que lo fuesen a matar al verlo con la indumentaria y la forma de comportarse propia de un guerrero indio. Sánchez Moreno (2012), pp. 85-116, realiza un estudio sobre este caso. Véase AGEC, Fondo Colonias Militares de Oriente (FCMO), c16, f2, e19, 5f para el caso del cautivo Ramón Trejo. También resulta interesante la declaración de Guadalupe González Montalvo contenida en Velasco (1996), p. 81.

Merril (2000), pp. 623-668.

En el curso de la presente investigación nos encontramos con un caso significativo. Aunque es difícil generalizar, podemos llegar a la conclusión de que no fue un fenómeno excepcional, habida cuenta el aislamiento de algunos pueblos, ranchos o haciendas. El ejemplo que traemos aquí es el de la localidad de San Carlos en el Estado de Chihuahua. Según indicaba el militar Blas M. Flores en 1881, el temor mutuo que llegaron a infundirse tanto comanches como vecinos los llevó a acordar que aquellos harían partícipes a los habitantes de la localidad chihuahuense en los beneficios de sus correrías. “[…] Abandonados los habitantes de ‘San Carlos’ a sus propios esfuerzos, adoptaron, como medio de subsistencia, organizarse en son de guerra para despojar a los indios Comanches del ganado vacuno y caballar que frecuentemente conducían de la ‘Laguna del Jaco’ a ‘Nacogdoches’ […] Los despojos que sufrían los Comanches y el temor que los vecinos de ‘San Carlos’ lograran inspirarles originaron la paz entre unos y otros, comprometiéndose los Comanches a participar a aquellos de cuanto adquirieran en sus correrías[…]”, en Osorio Morales (1986), pp. 83-84.

“La Gran Indiada” es la expresión que se acuñó en los Estados de Chihuahua, Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas para referirse a los fuertes ataques nativos que experimentaron los vecinos norteños dese mediados de 1840 hasta marzo de 1841. A partir de este momento puede considerarse que los territorios fronterizos experimentaron un hostigamiento ininterrumpido por parte de bandas de los indios “bárbaros”, hasta la década de 1880, si bien su momento álgido se vivió entre 1840 y 1859. Al respecto véase Sánchez Moreno (2011a), pp. 103-104. También resultan especialmente interesantes los datos que proporciona Vizcaya Canales (1968), p. 50, en relación con los ataques indígenas sobre el territorio de Nuevo León el año de 1839.

Dicho acuerdo permitió a los primeros dirigirse, junto a sus grupos asociados kiowas y naishan, al norte de México para aprovisionarse de caballada y cautivos sin temor de ser asaltados por los segundos, los cuales estaban interesados en obtener équidos. Véase Delay (2008), pp. 68 y 80-85.

Hämäläinen (2011), pp. 209-262.

En función del artículo xi del Tratado de Guadalupe-Hidalgo el gobierno de Washington estaba obligado a perseguir a las bandas de guerreros nativos que atravesaban la frontera para cometer hostilidades. Sin embargo, lo extenso del territorio y la movilidad de las rancherías indígenas dificultaron en gran medida el cumplimiento de este artículo. Asimismo, la composición de las fuerzas militares estadounidenses fue otro elemento que jugó a favor de lo anterior. Véase Ampudia (1996), pp. 146-149, donde se aprecia que los informes presidenciales de Millard Fillmore hacen referencia a la necesidad de reclutar unidades de caballería para cumplir con lo estipulado.

La Patria. Periódico Oficial…, tomo II, Saltillo, 21 de febrero de 1852, número 80, pp. 327-328. También en AMMVA, FSXIX, C78, F6, E36, 2F, Libro de correspondencia, se indica que la Laguna de Jaco contiene “[…] un considerable depósito de bienes y un gran número de cautivos”.

Incluso, el interior de las cuevas existentes en las serranías era susceptible de ser utilizado para el resguardo de los productos sustraídos y para la huida. En “Relación de la exploración hecha en el Río Grande, ó sea Río Bravo del Norte, por H. Love en la balandra llamada ‘el Mayor Rabbitt’, con un mapa del río, de la navegación del mismo, de los puestos militares, del terreno, de las producciones &c.”; en Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística (1850), pp. 332-342, se indica que “[…] El capitán Love no vio ningunos indios salvajes durante su expedición, pero pasó por muchos lugares donde habían recientemente estado con un gran número de caballos y mulas, y vio por las montañas una multitud de hogueras pequeñas en la noche, que probablemente indicaban su presencia allí […] hay una gran cueva que contiene varios cuartos formados con arcos naturales capaz de contener mil hombres […]”.

Como la sierra de Gomas y la sierra de Picachos.

“Apéndice al Informe de la Comisión Pesquisidora del Norte que contiene Estados de la incursiones de los indios, varios documentos sobre sus depredaciones, y muchas otras constancias del mal estado de las relaciones entre las fronteras de México y los Estados Unidos”, en Informe de la Comisión Pesquisidora de la frontera norte al ejecutivo de la Unión sobre depredaciones de los indios y otros males que sufre la frontera mexicana, I-XLII. Por otra parte, Sánchez Moreno (2012), pp. 384-514, utilizando el material de la Comisión Pesquisidora elabora unas tablas donde recoge los asaltos nativos sobre las poblaciones de Nuevo León y Coahuila entre 1848 y 1873.

En concreto en el Informe de la Comisión Pesquisidora de la frontera norte al ejecutivo de la Unión sobre depredaciones de los indios y otros males que sufre la frontera mexicana, XXI-XVI se señalan las localidades del Estado de Nuevo León que fueron asaltadas. Por su parte en el Estado de Coahuila solo aparecen referencias documentales en el apéndice del Informe de la Comisión Pesquisidora hasta 1857.

A comienzos de la primavera de 1856 el recién nombrado comandante militar de la frontera, Pablo Espinosa, y don Juan de Zuazua, vecino avezado en la “guerra india”, emprendieron una campaña cuyo objetivo era atacar a varias bandas lipanes que campaban sobre tierras del norte de Coahuila. Espinosa, comandando una fuerza de 175 hombres, logró sorprender y aprehender a los indígenas. Como recoge Rodríguez (1998), p. 246: “Con los lipanes bajo su control, el comandante Espinosa dispuso que el capitán Miguel Patiño, junto con 175 hombres, emprendiera la marcha rumbo a Monterrey […] Antes, debería reunirse con las fuerzas del coronel Zuazua y, juntos, atacar al resto de las familias lipanas […]”. Fue en el trayecto donde los lipanes prisioneros fueron masacrados, muriendo 41 indios entre hombres, mujeres y niños.

“INCURSIONES DE BÁRBAROS. Gobierno del Estado Libre de Coahuila de Zaragoza-Secretaría”, en El coahuilense. Periódico del gobierno del Estado Libre de Coahuila de Zaragoza, tomo ii, Saltillo, 23 de marzo de 1868, número 62. En este mismo número se incide en el hecho de que son los habitantes de ranchos y haciendas los que se encuentran más expuestos. En concreto, se indica que: “[…] los giros están paralizados, sin saber qué hacer algunos, y otros […] viven aisladamente en la ensenada de Calaveras, esperando por momentos ser víctimas de esos enemigos […]”. Véase también la noticia de 27 de marzo de 1868, ibidem, donde continúan las referencias a las medidas adoptadas para hacer frente al problema del asalto comanche. Finalmente, según consta el 30 de marzo de 1868, ibidem, los guerreros indígenas serían batidos por una fuerza de 39 vecinos en las inmediaciones del punto del Sobaco, recuperándose un cautivo y otros bienes muebles sustraídos.

Los casos son numerosos, por lo que solo podemos hacer referencia a unos ejemplos significativos. Así entre 1878 y 1879 tenemos noticia de robos de ganado perpetrados por mezcaleros en Chihuahua, tal como aparece en el AEMEUA del Archivo Histórico Genaro Estrada de la Secretaría de Relaciones Exteriores de México, Leg. 86, exp. 9, 128 f. Unos hechos que se repiten entre 1879 y 1881, nuevamente en tierras chihuahuenses, tal como aparece en ibidem, Leg. 98, exp. 1, 105f. En estos casos, nos encontramos con partidas de apaches comandados por los jefes Victorio y Riñón, quienes no cesaron en su actividad predatoria en unos años especialmente conflictivos para su supervivencia física y cultural. Véase ibidem, Leg. 100, exp. 26, 172f.

En Sonora, por ejemplo, los indígenas reducidos en la reserva de San Carlos seguían cometiendo depredaciones, tal como aparece en ibidem, Leg. 106, exp. 3, 125f.

Véase Aboites Aguilar (2010), pp. 139-145, donde se hace alusión a la nueva situación fronteriza.

El gran jurado de condado de Cameron, a comienzos de la década de 1870, elaboró un informe sobre el robo de ganado que se producía en Texas y que se dirigía hacia México, según consta en AEMEUA, Archivo Histórico Genaro Estrada de la Secretaría de Relaciones Exteriores de México, leg. 70, exp. 4, 122f. Según el mismo, la responsabilidad por la sustracción de bienes semovientes recaería en ciudadanos mexicanos. El Informe de la Comisión Pesquisidora, elaborado en parte para hacer frente a semejantes acusaciones, matizó esta cuestión; los espacios en los que tenían lugar las actividades ilícitas, así como los intereses transnacionales implicados provocaban que tanto ciudadanos estadounidenses como mexicanos llevasen a cabo los robos. Véase ibidem, leg. 75, exp. 9, 220f, donde se contienen copias de documentos referentes al robo de ganado caballar y vacuno efectuado por partidas de norteamericanos en el Estado de Coahuila entre 1876 y 1878. En el mismo fondo documental, en concreto en leg. 82, exp. 3, 586f, se contienen informes y datos de las autoridades fronterizas del año 1878 sobre robo de ganado y extradición que se recabaron ante la delicada situación que vivían las relaciones entre los dos países. Ese mismo año partidas procedentes de Arizona robaban ganado en el norte de Sonora, según consta en ibidem, leg. 88, exp. 12, 42f. El problema persistía en 1881.

Ibidem, leg. 90, exp. 5, 53f, contiene referencias a robo de ganado en Rosales, Coahuila, entre 1878 y 1879. En el mismo expediente se contiene un informe del Secretario de Guerra de los Estados Unidos referente a los obstáculos que las autoridades texanas habían puesto para devolver el ganado robado. En el leg. 93, exp. 1, 183f se contienen las diligencias practicadas por las autoridades de la villa de San Juan de Allende para esclarecer la conducta oficial de las autoridades civiles y militares mexicanas en el distrito de Río Grande en cuanto al robo de ganado.

Ibidem, leg. 108, exp. 17, 102f. También aparecen referencias, dentro del mismo legajo, en exp. 18, 52f.

Rodríguez (1998), p. 70, indica que: “Las colonias militares enfrentaron un sinnúmero de problemas que fueron desde el reclutamiento de soldados, la paga, manutención y equipamiento, hasta serias dificultades entre ellas y las autoridades civiles, debido a la puesta en marcha de distintas estrategias en la guerra contra el ‘bárbaro’. A consecuencia de ello, y a escasos cinco años de su creación, las colonias militares fueron suprimidas el 25 de abril de 1853”.

“Proyecto de Ley sobre creación de colonias militares en las fronteras de la república amagadas por las incursiones de los bárbaros”, en El coahuilense, tomo ii, Saltillo, 23 de marzo de 1868, número 62. Véase también, ibidem, tomo ii, Saltillo, 17 de abril de 1868, número 69, donde se contiene un artículo de opinión en el que se señala que: “Las colonias militares entre nosotros son de una necesidad imprescindible: siempre lo hemos considerado así, y há (sic) pocos días que los comanches y mescaleros vinieron a recordárnosla con una prueba de vulto (sic) en su rápida invasión […]”.

Nota de Ignacio Galindo y Francisco Valdés Gómez al Ministro de Fomento de 1.o de febrero de 1874, en Informe de la Comisión Pesquisidora de la frontera norte al ejecutivo de la Unión sobre depredaciones de los indios y otros males que sufre la frontera mexicana, E-F.

Segundo informe presidencial de James Buchanan de 6 de diciembre de 1858 en Ampudia (1996), pp. 152-154.

Ibidem, p. 170.

El 11 de diciembre de 1861 el representante estadounidense Corwin y Sebastián Lerdo de Tejada acordaron un Tratado de Extradición en el que se añadió el abigeato a los delitos de robo, homicidio y piratería entre otros. Véase García Zorrilla (1977), p. 422.

García Zorrilla (1977), pp. 512-513, recoge que “[…] Consultando las estadísticas de las cortes criminales de Texas, para ver si había castigado a los responsables de estos delitos, se descubrió que los abigeos anglosajones siempre fueron absueltos por los jurados populares, compuestos exclusivamente de anglosajones […]”. Y más adelante vuelve a insistir en el hecho de que “[…] ganaderos mexicanos residentes en Texas eran los que vivían en constante temor de perder lo que poseían a manos de los abigeos anglosajones protegidos por las autoridades […]”.

McGown Minor (2009), pp. 139-168.

Ibidem, pp. 161-191, donde se contiene la dinámica de depredaciones lipanes y respuestas militares mexicanas y estadounidenses.

Ceballos Ramírez (1994), p. 178, señala los puntos en los que desarrolló en mayor medida la economía texana. Véase ibidem, p. 180 para los factores del aumento de la demanda de ganado vacuno.

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