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Vol. 45.
Páginas 31-68 (enero - junio 2013)
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Entre la utilidad y la coerción. Los desertores: una compleja realidad del México independiente (1820-1842)
Between utility and coercion. Defectors: a complex reality of independent Mexico (1820-1842)
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Angélica María Cacho Torres
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Este artículo analiza a los desertores como un problema de la sociedad decimonónica enmarcado en otros procesos complejos de aquella época que hicieron más difícil su resolución. Su condición marginal cambiaba de acuerdo con las circunstancias imperantes, pues –una vez capturados– podían volverse reemplazos útiles en los ejércitos ante la falta de hombres. A lo anterior hay que agregar la inestabilidad política del país, el constante déficit presupuestal, las lagunas e inconsistencias en la legislación, y la competencia jurisdiccional entre las autoridades a la hora de resolver los casos. Ese afán de disputa entre diversas autoridades y los problemas de la legislación permitían que los desertores se beneficiaran para esquivar el rigor de la ley castrense.

Palabras clave:
Desertor
ejército
inestabilidad
castigo
leyes
Abstract

This article analyses the case of defectors as a problem of the nineteenth-century society framed in other case processes that made the problem more difficult to be resolved. On one hand we have a marginal condition that could change according to the prevailing circumstances, for –once caught– they could become useful replacements in the absence of men. On the other hand, we have several factors that allowed them to avoid justice or lessen the penalties, because of the political instability in the country, the continuing budget deficit, gaps and inconsistencies in legislation, as well as the jurisdiction between the authorities in resolving cases. This desire of contention between various authorities and law problems allowed defectors to benefit in order to avoid the rigor of military law.

Keywords:
Defector
army
instability
punishment
laws
Texto completo

En 1820 la Nueva España se hallaba sumergida en una guerra civil que ya se había prolongado diez años. Después de la independencia solamente el primer presidente del México republicano, Guadalupe Victoria, conseguiría cumplir su mandato presidencial, pues más adelante ningún otro presidente lograría terminar su periodo de gobierno hasta mediados de siglo xix.

El México decimonónico tuvo numerosos problemas durante la mayor parte del siglo: gobiernos que enfrentaban una crisis permanente por falta de recursos económicos,1 facciones políticas que impedían consolidar un proyecto de nación, un fuerte regionalismo de las elites locales que favorecía las rebeliones estatales y los movimientos separatistas, un poder central que luchaba para disminuir la autonomía estatal, así como su dependencia de un ejército que no garantizaba su lealtad y se convertía en un peligro potencial cuando le suspendían los pagos,2 entre otros inconvenientes.

A todo esto se sumaron los constantes pronunciamientos militares que se llevaron a cabo, como se muestra en los dos primeros volúmenes de Planes en la nación mexicana.3 En estas circunstancias los soldados activos y los desertores constituían un grave problema para las autoridades, porque eran considerados como parte de los sectores mayormente politizados y prestos a participar en las numerosas revueltas que se presentaban en el país, bien fuera a nivel local o en insurrecciones de mayor envergadura.4 Tal condición se veía favorecida cuando los soldados no recibían sus remuneraciones puntualmente y pasaban con facilidad a formar parte del enemigo o la deserción generalizada.

Un claro ejemplo de esto lo vemos con la caída del primer régimen imperial, cuando el gobierno de Agustín de Iturbide decidió emitir moneda fiduciaria para remediar la acuciante falta de dinero.5 Estas cédulas que circularon como billetes rápidamente sufrieron una devaluación que llegó a 50%. Como el ejército fue pagado con dichas cédulas comenzó una numerosa deserción, y ante las repetidas protestas de los militares, primero se redujeron los montos del papel moneda en sus sueldos, y después se hicieron los pagos totales en metálico para los soldados, pero no para los oficiales, quienes también empezaron a desertar.6

En enero de 1823 algunos generales salieron de México para combatir la sublevación republicana encabezada por Santa Anna en Veracruz, pero terminaron uniéndose a ésta junto con otros desertores, mientras que para el gobierno era cada vez más difícil controlar a la milicia y a la leperada, pues en la ciudad se respiraba un ambiente general de inseguridad y de sedición. Esta falta de apoyo castrense agravó la crisis después de que Agustín de Iturbide disolvió al Congreso, precipitando así su caída, pues ante el avance de las fuerzas republicanas, la carencia de apoyo del ejército se volvió un factor decisivo para la renuncia del emperador.7

El caso anterior constituye un botón de muestra sobre la precaria estabilidad de los gobiernos decimonónicos que, la mayoría de las veces, descansaban sobre un ejército formado por soldados reclutados por la fuerza y sin carrera profesional.

Ahora bien, como los desertores se hallaban al margen de la ley, constituían un sector que fácilmente podía alterar el orden y la tranquilidad de las comunidades, pues su propia condición favorecía que usaran medios ilegales para subsistir;8 de ahí que podamos comprender la emisión de bandos como el que se publicó por orden del gobernador José Gómez de la Cortina el 10 de junio de 1836, donde afirmaba:

Es demasiado escandaloso el número de individuos filiados en los batallones activos desde su formación, y en los demás cuerpos del ejército de algunos años a la fecha. Puede asegurarse que la República está plagada de una multitud de desertores, que después de haber abandonado sus banderas, vagan entregados a los vicios y arrastrando la cadena del crimen con notable perjuicio de la seguridad y tranquilidad pública.9

Sin embargo, esto no era nuevo, pues desde la década pasada ya se habían emitido disposiciones en contra de este sector que se dedicaba, la mayoría de las veces, a vagar por la ciudad y cometer pequeños o grandes delitos.10 Pero los hechos eran mucho más complejos de lo que podamos imaginar; incluso de lo que nos muestra el gobernador en este mismo escrito. Si bien es cierto que los desertores eran infractores que fácilmente podían delinquir para garantizar su supervivencia, también lo es que la actitud hacia ellos nunca fue la misma por parte de las autoridades en turno. Así como llegaron a ser ejecutados por haber abandonado a su regimiento,11 fue común que los reutilizaran como cuerpos de reemplazo; esto ocurría por la constante demanda de hombres para hacer frente a los numerosos levantamientos y amenazas en el país (nacionales y extranjeras) y por la dificultad que había para conseguir nuevos reemplazos.12

Durante las primeras décadas de vida independiente, el gobierno constantemente emitía bandos, leyes y reglamentos para castigar y contener la deserción, al tiempo que indultaba a los desertores si éstos se presentaban y reincorporaban voluntariamente en un lapso corto de tiempo (lo cual también era bastante común).13 Asimismo, en todo momento que los desertores apoyaron a las autoridades urgidas por enfrentar alguna sublevación o revolución (como llamaban a los pronunciamientos armados), siempre fueron perdonados mediante la amnistía.14 De esta forma, entre el castigo y el perdón, el gobierno hacía de los desertores unos criminales cuya penalización no podía ser definitiva ni tampoco absoluta.

Los desertores mantenían una vida precaria, porque nunca podían sentirse con la libertad de andar por ciudades y pueblos sin ser presa de nuevas conscripciones con las que volvía a salir su pasado a la luz (como veremos más adelante). No obstante, su condición también les permitía un margen de actuación propio de la vida errante y desarraigada, bien fuera para asentarse temporalmente en otras localidades, y huir cuando el momento lo indicaba (después de cometer pequeños robos u otras infracciones) o ingresar temporalmente en algún otro cuerpo armado –fuera o no del gobierno en turno– y obtener rápidos ascensos; incluso cuando la oportunidad los favorecía, llegaban a formar parte de la facción ganadora obteniendo mayores prebendas.

Claudia Ceja Andrade realiza una investigación para su tesis de doctorado sobre los casos criminales de soldados procesados entre los años treinta y sesenta del siglo xix, en la cual ratifica la enorme deserción que había entre los soldados; asimismo, los constantes reingresos y deserciones de éstos la llevan a concluir que el reclutamiento forzoso desestructuraba los modos de vida de los individuos y los ponía en un estado de marginalidad social, puesto que ya no podían regresar a sus hogares y por eso terminaban volviendo al ejército, aunque muchos de ellos esperaban el momento oportuno para volver a fugarse.15

La realidad de la deserción estaba estrechamente vinculada al carácter obligatorio del servicio en las armas y lo impopular del reclutamiento, puesto que se reclutaba gente mediante levas y/o sorteos. También se ingresaba a las fuerzas armadas como castigo, es decir para compurgar una pena; en cambio la mayoría de los altos mandos –y los mejores sueldos– eran ocupados por quienes habían hecho la carrera militar.

Las levas que llegaron a realizar algunas autoridades para recoger a los vagos y mendigos que pululaban por la ciudad no se llevaron a cabo sin incidentes o fricciones entre las diversas autoridades (básicamente los ayuntamientos, por un lado, y el gobierno federal en turno, representado por el gobernador o el jefe de departamento, por el otro) y tanto éstas como los sorteos tenían claros tintes discriminatorios.16

Aunque la leva sirvió como uno de los medios para remediar el problema de la pobreza y la mendicidad, también se usó para reclutar a los que frecuentaban vinaterías, cafés, pulquerías y a quienes deambularan por la calle después del toque de queda.17 Sonia Pérez y Claudia Ceja han aportado interesantes datos donde muestran que se reclutaba principalmente a los artesanos y demás trabajadores pertenecientes a las clases populares.18

De hecho, durante la primera década del México independiente aumentaron las redadas y la militarización, con el fin de mantener la seguridad y la estabilidad política.19 De esta forma, capturaban a quien pareciera “sospechoso” debido a su vestimenta, su condición social o su color de piel y las redadas también se llevaron a cabo en horas diurnas (especialmente en horas tempranas cuando los individuos salían de sus casas para ir a trabajar). Los asaltos a las pulquerías, las redadas en la Alameda y por todo lugar non grato se hicieron frecuentes y motivaron las quejas de los vendedores de bebidas alcohólicas, tras la disminución de su clientela, y de los artesanos que veían a muchos de sus compañeros detenidos injustamente.20

Al parecer la condición forzosa del servicio de armas permaneció durante gran parte del siglo y ello mismo hacía que la deserción fuera una realidad cotidiana con la que debían vivir las autoridades y también padecer la población. De acuerdo con María Gayón, Vicente Rivapalacio opina ba que la leva, no sólo enganchaba a los vagos y ociosos, “sino también al labrador, al artesano, al mísero traficante, todo aquel, en fin, que por más útil que fuese a la agricultura, a la industria y al comercio, carecía, por humilde y proletario, de empeños o recursos para hacer valer sus derechos y defenderse contra el abuso y la tiranía.21

Cabe mencionar que para este periodo también tuvo que legislarse sobre la deserción de mandos superiores. Durante los años veinte se registraron numerosos debates en el Congreso y se estipuló en las leyes del 12 de abril de 1824 el castigo para oficiales desertores y años más tarde, en la ley del 3 de octubre de 1833, las sanciones para generales y demás jefes del ejército, puesto que “en ninguna parte de la ordenanza del ejército […] ese sublime e inimitable código” se encuentra una pena “condigna” para jefes u oficiales que cometieran “tan vergonzoso crimen”.22

Autoridades locales, ejército y desertores

De hecho, la conscripción de soldados o del contingente de sangre, como le llamaban, siempre fue una labor sumamente impopular que los alcaldes del ayuntamiento rehuían llevar a cabo.23 Y las resistencias para denunciarlos o incumplir con más conscripciones forzosas se hicieron presentes durante los momentos de mayor apremio del gobierno para conseguir reemplazos, como lo muestran numerosos testimonios;24 al menos durante las primeras décadas de vida del México independiente.25

Específicamente durante 1836, el Ministerio de la Guerra solicitó al Ayuntamiento de la ciudad de México que realizara los sorteos correspondientes para el ejército que marcharía a Texas, pero sólo los celadores públicos bajo el mando de Mariano Dosamantes (dependientes directos del gobernador) reclutaron a los nuevos soldados por medio de las levas.26 El gobernador José J. Gómez de la Cortina amenazó con multar a los miembros del Ayuntamiento encargados de las Juntas de Sorteo con 500 pesos, si para el día 10 de julio “no esta[ba] completamente concluido este asunto”; sin embargo, los síndicos no pudieron realizar dichos sorteos, entre otras razones porque algunos de los regidores no les habían entregado las listas de los padrones levantados, con motivo de las elecciones realizadas a principio de año y, por lo tanto, no podía saberse la cantidad de varones disponibles en cada barrio.27

Los miembros del Ayuntamiento de la ciudad de México nunca realizaron los correspondientes sorteos durante el año de 1836 y, frente a la amenaza de multa, argumentaron que la aplicación de la medida únicamente a los miembros de la comisión de la Junta de Sorteos, en vez de hacerlo para todos los regidores se debía a que continuaba “la persecución contra uno de sus miembros por la parte que tuvo en la representación contra D. Mariano Dosamantes”. Todavía para finales de 1836 el nuevo gobernador Francisco García Conde (que sucedió en el puesto a José J. Gómez de la Cortina) continuaba pidiendo al Ayuntamiento la celebración del mencionado sorteo.28

En 1838 el Ayuntamiento de Yucatán manifestó su inconformidad por la suspensión que hizo el gobernador del estado de tres de sus miembros, debido a que éstos manifestaron los inconvenientes de realizar el sorteo solicitado con motivo de una posible invasión francesa. Los munícipes sostenían que para precipitar el sorteo debían “tener a sus puertas una fuerza extranjera amenazándonos”, y como no era el caso, ese motivo “tuvo presente la comisión para lo contrario”. Además, la ley de sorteos suponía que los padrones debían estar “sufcientemente legalizados”, para dar una copia certificada al comisario de parroquia “que debe nombrarse entre los que tengan más conocimiento”; de esta forma el comisario podría examinar que todos los registrados estuvieran “en sus clases correspondientes”, así como el nombre de los exceptuados y sin la aprobación de dicho padrón “no puede procederse al sorteo”.29

La comisión de sorteos del citado ayuntamiento yucateco enfatizaba que no había obrado cooperando al descrédito nacional, como se le acusaba, sino en virtud de la obligación que tenía de “humanizar todo lo posible sus providencias” y actuar en aras del bien común “y añadir esta razón más a las infinitas que tienen naturalmente para oponer una heroica resistencia”.30

Aunque muchos soldados regresaban al ejército después de un tiempo, no fue inusual que los lazos de solidaridad y clientelas forjados entre los pobladores de los barrios y las autoridades menores del Ayuntamiento evitaran que los lugareños huidos del ejército u otros cuerpos armados fueran denunciados con el fin de ser reintegrados nuevamente a su corporación.31 Igualmente también hubo casos donde la autoridad municipal intervino ante la arbitrariedad de la conscripción forzosa.

En marzo de 1825 El Sol informaba sobre la problemática suscitada entre el Ayuntamiento de Orizaba y Tomás Illanes, coronel del batallón de milicia activa de Tres Villas, debido a que éste deseaba pasar por las armas a Marcelino Luna. Los síndicos habían manifestado al coronel que, no obstante haber sido elegido Marcelino Luna para servir en la milicia, debía ser exceptuado (tal como lo había prometido el coronel para todos aquellos que gozasen de excepción), porque era el sostén de su madre viuda y una hermana. De este modo, aunque Luna se había fugado del cuartel para regresar a su hogar “no debía ser tratado como desertor, y en caso de serlo no merecía la pena capital”, puesto que era un recluta que registraba su primera deserción y no había sido sometido a consejo de guerra “para aplicarle la citada pena”. Sin embargo, el coronel Illanes contestó “que para juzgar a un desertor bastaba una simple sumaria” con el fin de aplicar hasta la pena capital sin la formalidad de un consejo de guerra. Además agregó “que los síndicos no podían enseñarle su deber ni reconvenirle como superiores”.32

La discusión en el Senado, por parte de la Comisión de Peticiones, después de convenir que “no tocaba este asunto al Senado”, se concentró en la necesidad de averiguar si efectivamente el gobierno había girado instrucciones reservadas al margen de las leyes estipuladas sobre la pena para los desertores, como aseguraba el coronel Illanes, pasando por alto la circular de septiembre de 1822 dada por el Ministerio de Guerra, donde se prohibía “que se dé pena capital, sea cual fuere el delito, sin los trámites que prescriben las leyes”.33

En marzo de 1834 en Tlacotalpan, Veracruz, se suscitaron graves enfrentamientos entre Pedro Estepa, comandante de la sexta sección del Batallón Activo de Alvarado y el ayuntamiento del lugar. La pugna comenzó desde 1833 cuando el comandante Estepa había solicitado al ayuntamiento la entrega de varios desertores que se hallaban en el citado poblado, pero la corporación municipal había conseguido que la comandancia general autorizara el reemplazo de éstos “con jóvenes solteros aptos para las armas”, tras la autorización del jefe que comandaba el cuerpo al que pertenecieron. El comandante Estepa sostuvo que la comandancia general no estaba autorizada para otorgar licencias absolutas, pues esto le correspondía al inspector de armas. Como la comandancia general no satisfizo los deseos del comandante Estepa, éste fue a Tlacotalpan y apresó a varios de los desertores que perseguía encerrándolos en la cárcel del lugar a nombre del alcalde. Ante estos hechos el alcalde ordenó a la guardia cívica que no entregara los reos al citado comandante, y cuando ambas autoridades se encontraron, se hicieron de palabras, y el comandante Estepa amenazó al alcalde diciéndole “que no sería la primera autoridad que amarraba y la hacía soldado para darle muchos palos”, según reportó el periódico El Fénix de la Libertad.34

Finalmente el comandante Estepa se presentó en Tlacotalpan unos días después con una columna de infantería para sitiar el poblado y apresar al alcalde (a quien pensaba llevarse amarrado) advirtiendo que haría fuego “sobre el pueblo si se le oponía resistencia”, pero como el munícipe había “tomado el prudente arbitrio de ocultarse o fugarse”, el comandante reconvino al regidor encargado provisionalmente de la vara para que le entregara los desertores que andaba persiguiendo. Sin embargo, la corporación contestó que “no podía ni debía diferir a lo que se le exigía”, puesto que el gobierno había sido informado de los hechos y le previno “que suspendiera todo procedimiento”.35

Estos casos nos dan una idea de las pugnas que existían entre las autoridades locales y las militares; por eso también muchos sostenían que era conocida “la impunidad en que viven los que ocultan, solapan o toleran a los desertores, ya sean autoridades o ciudadanos particulares”, como afirmó ALRV en 1827 al hacer una denuncia contra Francisco Hernández por encubrir a su sobrino Pedro Díaz, quien era acusado de ser desertor del Séptimo Batallón Permanente, y de haber participado en las elecciones municipales donde resultó elegido. Ante tales acusaciones el citado Hernández se dio a la tarea de aclarar el incidente públicamente para limpiar su nombre y desligarse de los posibles delitos cometidos por su sobrino.36

La autoridad también emitía bandos como éste para reconvenir a los encubridores de desertores:

[…] últimamente recordó el Gobierno de este distrito en 28 de enero del presente año [de 1836] a las autoridades a quienes corresponde, las reglas que deben observarse para la persecución y aprehensión de desertores […] previniendo muy particularmente a los sres. regidores del excmo. Ayuntamiento, que por conducto de los alcaldes auxiliares vigilen en sus respectivos cuarteles para purgar a la sociedad de aquellos criminales […].

Comoquiera que por las expresadas reglas no solamente son responsables las autoridades que deben aprehender a los desertores, sino cualquiera persona que los ocultare o no los descubra, [por eso] he dispuesto se publique por bando este recuerdo para que no se alegue ignorancia; en el concepto de que al omiso o culpable en este asunto se le aplicarán irremisiblemente las penas a que se haga acreedor según las leyes.37

La responsabilidad por omisión adjudicada a los miembros del ayuntamiento venía de años atrás, como se mostró en 1825 cuando la Comisión de Guerra discutió sobre las penas para los desertores. El señor Camarillo protestó ante la propuesta hecha sobre responsabilizar al ayuntamiento de cubrir las bajas de los desertores del contingente con miembros de la misma ciudad, villa o lugar donde fuera vecino el fugado. La idea era que la corporación pagara los gastos de estos remplazos desde la marcha del poblado hasta su incorporación al ejército con los fondos municipales. En palabras de Camarillo “el artículo era injusto, impracticable y arbitrario, porque imponía a los ayuntamientos pena pecuniaria por delito que cometían los desertores”, cuando “de ninguna manera eran cómplices”, pues “aunque se dijera que eran culpables en no perseguir a los desertores” no era justo “imponer una pena segura por un delito dudoso”.38

Conscripción

Para los elegidos, ingresar al ejército u otras fuerzas armadas significaba permanecer desarraigados varios años en lugares lejanos (incluso en otros estados), sufrir por la irregularidad del pago y demás pertrechos, sobre todo cuando se prolongaba algún encuentro armado.39 La peor parte era para aquellos enviados a las zonas fronterizas o los puertos, donde muchos hallaban la muerte ante las pésimas condiciones ambientales, las enfermedades tropicales y la precaria alimentación; por eso desde 1825 el diputado Fernández había manifestado su desacuerdo con tal disposición en una sesión del Congreso, pues “si a los desertores que no tenían pena de muerte se les despachaba a las costas, era lo mismo que aplicarles la pena de muerte, porque es bien sabido lo expuesto que estaban cuando no a la muerte, a lo menos [sic] a padecer mucho tiempo por las enfermedades”.40

Las desventajas de ser enviado a las costas y zonas fronterizas explican acciones como la del coronel del primer batallón activo de Toluca, quien había promovido una iniciativa para que “los desertores de 2a. presentados [voluntariamente], no vayan a los cuerpos de Veracruz, sino solamente los aprehendidos [por la fuerza] y que los presentados pasen a los [cuerpos] permanentes”, con el fin de recibir la aprobación de la Inspección General de la Milicia Permanente y el Consejo de Gobierno, ante la dificultades para encontrar reemplazos.41

En 1858 el periódico El Siglo Diez y Nueve publicó un artículo sobre los aspectos negativos de la leva y afirmaba, “con toda diligencia, lo que primero procura el soldado novel, es desertarse, y aunque esto suele cos-tarles terribles palizas, y otros castigos no menos crueles, al fin lo logra”.42 Aunque esta referencia es bastante tardía, al parecer las condiciones en el ejército no cambiaron durante varias décadas en el México independiente. De suyo, desde 1825 el señor Camarillo había manifestado en la sesión del Congreso “que todo soldado que sufría el castigo de palos, moría infaliblemente tarde o temprano, pero siempre de resultas de ellos [sic]”.43

Ahora bien, dada la permanente escasez de soldados en el ejército,44 los medios para reincorporar a los fugitivos eran numerosos y permitían la potestad para traspasar ciertos límites de otras jurisdicciones que podían proteger a los desertores o sus cómplices; el fin era “contener la deserción y poder establecer la disciplina”, puesto que “si hubiera obstáculos y embarazos” para realizar las capturas, numerosas plazas “se verían pronto sin soldados por la facilidad de pasarse a pueblos de otra comandancia general”.45 Por ello, el comandante general de Tamaulipas puntualizaba que estos partidos de tropas enviados ex professo tenían la facultad de tomar presos tanto a los desertores como a sus cómplices en los pueblos vecinos, poniéndolos bajo la jurisdicción del ejército sin que por ello “pueda ofenderse la jurisdicción militar de los otros departamentos” ni “que los justicias naturales de éstos los embaracen”.46 De ahí, que vivir como desertor significaba estar al acecho para evitar ser aprehendido por dichos partidos de tropas mandados por la comandancia general, para agarrarlos y llevarlos ante el consabido Consejo de Guerra que los juzgaría y sentenciaría.47

Durante momentos de emergencia bélica, bien fuera cuando la república hubiera declarado la guerra a otro país, o estando en campaña con el enemigo al frente, así como cuando el ejército se hallara marchando para batirlo, los desertores debían ser pasados por las armas y muertos de acuerdo con la ley, pero la realidad tan extendida de la deserción no permitíaaplicar esta norma (al menos no de forma generalizada).48 Otras circunstancias consideradas como agravantes de la deserción eran cuando se fugaban en cuadrilla, e igualmente llegó a merecer la pena de muerte llevarse el fusil, la carabina, la tercerola, el sable, el caballo o la montura así como las municiones; máxime si las usaban para “cometer crímenes de salteo [sic], robo, sedición, sublevación, insubordinación e insulto a superiores”.49

Con la pena máxima se buscaba disuadir a los desertores y a cualquiera que deseara seguir este camino mediante un castigo ejemplar. También existían otras medidas para sancionar la deserción como la sentencia a presidio u obras públicas por algún tiempo (normalmente de uno a seis años); los arrestos en el cuartel y la asignación de trabajos de limpieza; el servicio en las costas, en la frontera, la marina o los buques; el trabajo como grumete en los bajeles; el recargo de ocho, diez y hasta quince años de conscripción obligatoria en los lugares indeseados: las costas y la frontera, además de la pérdida del tiempo que ya llevaran computado prestando su servicio en las armas.50

La reiterada emisión de leyes y bandos en contra de la deserción son la muestra más fehaciente de su práctica, así como otros delitos menores bastante habituales que ponían en evidencia la precariedad en la cual vivían los soldados. Igualmente común era que los desertores de un destacamento reingresaran a otro cuerpo, donde quizá tenían “mejores” condiciones, al no verse obligados a pagar sus faltas anteriores. Por ello, también se estipularon penas para quienes los aceptaran en vez de regresarlos a sus regimientos.51

Al estar contemplados en las leyes penales del ejército el castigo por vender o enajenar prendas de munición, el hurto de las mismas, así como la punición a los faltistas y borrachos o aquellos que cometieran excesos, se manifiesta la extensión del tales delitos.52 Por eso fue que en 1830 la Comisión de Guerra reformó el artículo 17 del dictamen sobre penas para los desertores, para que todo aquel que “venda, compre o reciba en empeño armas y vestuario de desertores o de cualquiera clase de tropas”, tenga que devolverlo, además de pagar “el importe de cuatro reemplazos, si tuviese bienes con qué hacerlo, y si no los tuviere, será destinado a obras públicas por un año”.53

Asimismo es indicativo que se haya estipulado:

El que cometiere deserción y después de ser aprehendido justificare para su defensa que incurrió en este delito por no habérsele asistido puntualmente con el prest, rancho, ración o vestuario que le corresponde, quedará relevado de la pena designada […] y constituido a servir en la propia compañía dos años más, si fuese de primera, y tres si de segunda […].54

Podemos ver que la moralidad del ejército no era precisamente la más deseable, porque las condiciones de los soldados –desertores potenciales– tampoco lo eran. Esta cita nos muestra cuán extendida era la falta de recursos para abastecer adecuadamente a los soldados y la necesidad de ser indulgentes cuando se comprobaba que la deserción se debió a tales carencias.

De suyo, si la mayor parte de los miembros de las fuerzas armadas estaban en el servicio como parte de un castigo (dada la dureza de la vida en el ejército), es comprensible que muchos buscaran diversos medios para mejorar sus condiciones evadiéndose o realizando pequeños hurtos, vendiendo o empeñando sus uniformes, los cartuchos, las armas, etcétera.55

Enseguida mostraremos un ejemplo, quizás extremo, pero bastante ilustrativo sobre la forma como podía permanecer la sombra de la persecución en contra de un desertor por más de una década, así como otras características que nos evidencian la compleja realidad de aquella época.

El caso de Cayetano Cristo

Cayetano Cristo, natural de La Habana, fue consignado a compurgar una pena de ocho años de presidio en San Juan de Ulúa, tras haber acuchillado a una mujer que murió como consecuencia de las heridas.56 Después de permanecer ocho meses acerrojado y en condiciones gravosas, pidió que le conmutaran la pena y lo pasaran al cuerpo de pardos y morenos de Veracruz en marzo de 1819. Con esto, buscaba que no fuera “tan amarga su dolorosa situación, siéndole igualmente útil al rey y a la patria”.57 Tras haber conseguido la conmutación de la pena por buena conducta (y quizá también por saber leer y escribir), comenzó su largo historial de deserciones.

Poco tiempo había transcurrido desde el cambio cuando la Compañía Provincial de Morenos Libres de Veracruz reportaba en el expediente de Cayetano Cristo que, luego de “sentar plaza” en Veracruz el 28 de marzo de 1819, éste se había fugado el 8 de diciembre de 1820, para presentarse el 1o. de febrero de 1821, pero favorecido y acogiéndose a la gracia de un indulto real fue liberado. De nueva cuenta el 28 de febrero de 1821 se dio a la fuga, y aunque regresó el mes siguiente (el 29 de marzo del mismo año) desertó unos meses después, en agosto de 1821. Lo reaprehendieron en marzo de 1823 e ingresó al cuerpo de granaderos de la misma Compañía Provincial de Morenos Libres, y volvió a fugarse días más adelante, el 23 de marzo del mismo año. Finalmente lo capturaron los provinciales de Caballería de Extramuros, y lo encerraron en un calabozo el 9 de abril de 1823. Sin embargo, logró evadirse otra vez el 23 de abril de 1823.58

Todos estos antecedentes salieron a la luz, en el proceso que le seguía la comandancia general de Veracruz desde comienzos de 1836, cuando ya ostentaba el puesto de capitán graduado del escuadrón activo de aquella plaza; por aquel entonces “se procedió a la aprehensión y castigo de Cayetano Cristo, respecto a que resultó desertor de quinta vez; asegurándole que por este delito se le instruye en el Batallón Permanente de Landeros a que pertenece, la competente sumaria averiguación […]”.59

Entonces Cayetano Cristo recurrió a una práctica muy común en aquella época: solicitar la competencia de la autoridad civil para evitar la justicia castrense. De suyo, durante el siglo xix la competencia jurisdiccional entre diversas autoridades (locales y federales, civiles, militares y eclesiásticas) sucedía a menudo. Se favorecía la disputa entre jurisdicciones por la falta de coherencia entre las leyes y la lenta conformación de una legislación de tipo iusnaturalista, que trataba de suplir la herencia del derecho novo-hispano, pero que todavía adolecía de grandes lagunas. Las autoridades debían recurrir constantemente a las legislaciones virreinales, ante la ausencia de leyes claras y concisas. Para esa época el derecho positivo todavía era un derecho en construcción, cuya visión teórica se amoldaba al credo liberal, pero que en los hechos tenía muchas prácticas de la casuística y la justicia novohispanas.60 La falta de coordinación y complementariedad entre las leyes, aunada a los problemas políticos de la época crearon un ambiente propicio para la competencia y las disputas jurisdiccionales así como la revancha y el encono político, por lo cual era común que se deslegitimaran unas autoridades a otras, tras considerar la aplicación de la justicia como su coto privado, y ante esto era fácil que las personas con problemas legales se aprovecharan de ello.

Debido a lo anterior y como práctica usual de los hombres y la cultura política de la época, se consignó en el expediente de Cayetano Cristo cómo “el reo ha excitado a la jurisdicción ordinaria para que lo reclame de aquella autoridad [militar]: [por lo cual la Corte Suprema de Justicia] lo ha verificado en efecto y esto es lo que ha dado lugar a la presente competencia”.61 Es evidente que Cayetano Cristo contaba con acogerse a las nuevas disposiciones legales que le permitían tal maniobra, con el fin de eximirse de los delitos pretéritos que la autoridad militar no le hubiera pasado por alto. De este modo “El alcalde 1o. se basa[ba] en el artículo 3o. del decreto de 12 de abril de 1824 por el que queda desaforado todo oficial desertor [… y así] en pena de deserción, y desde el momento en que la verifican, y por lo mismo solamente la jurisdicción ordinaria puede conocer de sus delitos anteriores y posteriores a la deserción”.62

La Corte Suprema de Justicia declaró la querella de competencias a favor de la justicia ordinaria como lo pedía el señor fiscal, y por ello sentenció que “el conocimiento de la causa que se le instruye a Cayetano Cristo como desertor, por quinta vez, corresponde al alcalde primero de Veracruz”.63

La reasignación del caso a la justicia ordinaria tuvo el buen efecto buscado por Cayetano Cristo, dada la intención del alcalde de pasar por alto los delitos anteriormente cometidos. Como consecuencia, el comandante general del Departamento de Veracruz pidió la revisión del caso y que se “revocase el superior auto del 4 de julio último”, reclamando nuevamente la jurisdicción sobre Cristo, pero la Corte Suprema de Justicia respondió “no haber lugar a tal solicitud.64 El comandante hacía esta gestión porque opinaba que el alcalde 1o. “no debería reformar la sentencia”, sino circunscribirse a “discutir si [el reo] ha cumplido o no la condena, o si ha de volver a las armas o al presidio que fue en [sic] primera condena”.65

Como vemos, Cayetano Cristo se había convertido en desertor de quinta vez desde los años veinte, pero tuvo la ocasión de ingresar al escuadrón activo en Veracruz (posiblemente hasta los años treinta) y esto le permitió, al menos temporalmente, evitar el castigo que merecían sus infracciones anteriores. Así llegó a ser teniente para después obtener el nombramiento de capitán graduado a mediados de los treinta. Cuando el Batallón Permanente de Landeros evidenció su pasado lejano y la justicia militar lo quiso enjuiciar, las leyes le permitieron encontrar un resquicio para favorecerse de la justicia ordinaria y sustraerse tanto de la justicia militar como de los delitos que ésta le imputaba.

Era obvio que para la justicia militar sus anteriores deserciones lo habían privado del tiempo servido y computado hasta entonces, por lo cual no había “devengado un solo día del tiempo de su condena que pasó a extinguirse en el servicio de las armas”.66 Además si Cristo había llegado a obtener el grado de oficial, “fue debido solamente a los desórdenes tan comunes en las revoluciones políticas, y porque el poder que le confrió el empleo ignoraba que lo hacía a un desertor de 5a. vez y no porque, haciéndose meritorio por su posición [y] buena conducta, hubiese ascendido por la escala regular de cabo, sargento […]”.67 Pero el juez ordinario, en voz del fiscal, le argumentaba a la Corte Suprema de Justicia: “Si fue nombrado en tiempo de revolución, o como vulgarmente se dice, en medio del barullo, si el gobierno no tuvo presentes las deserciones cometidas; si, en fin, Cayetano era indigno de ser oficial esto no es del examen de V. E. […] pues el modo de reclamarlo es ante el gobierno y no ante V. E.”

Ya que la Corte Suprema de Justicia no podía ponerse a indagar sobre la justicia o injusticia de los nombramientos de los miembros del ejército, porque eso sería calificar “los procedimientos del gobierno en prejuicio de la disciplina militar” y los resultados que ello traería serían funestos, “pues quedarían expuestos muchos jefes a quedar de subalternos y muchos subalternos a quedar de simples soldados y aun de paisanos”.68

¿Qué tan extendidos estarían los nombramientos irregulares de oficiales, capitanes y demás miembros del ejército para valerse de este argumento a favor de la causa de Cayetano Cristo? Este expediente nos evidencia cómo la inestabilidad política favorecía a los individuos que pasaban de una situación a otra (aunque también podía perjudicarlos), dadas las constantes mudanzas de los gobiernos y la situación política imperante. Así vemos cuán cuestionable podría resultar la condición de muchos mandos medios y los soldados en el ejército debido a estos nombramientos “coyunturales”.

Debido a lo anterior, el fiscal argumentaba contra las objeciones militares que:

V. E. [Corte Suprema de Justicia] debe dar crédito a lo hecho por una autoridad tan respetable como el gobierno cuando obra en la órbita de sus atribuciones, y por lo mismo si se le presenta un oficial, debe suponer que para nombrarlo se han tenido presentes todas las consideraciones legales; si el gobierno se equivocó, o hizo notoriamente una imprudencia no es de cuenta de V. E. examinarla. Por lo que, habiendo encontrado de oficial a Cayetano Cristo, debió suponer que el gobierno había tenido presentes sus deserciones y las había subsanado.69

Vemos que la necesidad de mantener la legitimidad del gobierno y su actuación, a través del ejército y el nombramiento de sus miembros, se manifiesta como una necesidad política, pero también como parte del respeto y la convivencia entre los poderes: el poder judicial debía circunscribirse a obrar en el ámbito de sus competencias y solamente actuar conforme a derecho, omitiendo otras consideraciones que pudieran inclinar la balanza de las decisiones. Estamos viendo cómo la facultad deliberativa de los jueces debía dar paso al apego irrestricto a la ley, y la convivencia entre poderes debía darse sin la invasión o valoración de uno, en el ámbito del otro. Los nombramientos irregulares eran una realidad de facto en el ejército, pero indagar en ello debilitaba a la institución.

Otros casos

El análisis de otros expedientes sobre desertores nos muestra claramente, la precariedad del Estado en tanto regulador y ordenador de la vida social en su correcta –si no justa– aplicación de la ley. El orden jurídico y el orden social imperantes permitían que muchos delitos cometidos permanecieran impunes y agravaban la solución de querellas entre sus propias autoridades. Las brechas y las fallas existentes en el sistema legal permitían la actuación de los privados en su propio beneficio (como lo mencionamos anteriormente). Numerosos testimonios ponen en evidencia las irregularidades que había en el ejército y la imposibilidad de corregirlas, dados los constantes cambios políticos y los ascensos circunstanciales de los cuales gozaban varios de sus miembros.

Veamos un ejemplo más sobre querellas jurisdiccionales entre las autoridades a la hora de procesar a los desertores. En Pueblo Viejo de Tampico en 1842 se dio otra disputa de competencias, tras la acusación imputada a unos indígenas por encubrir desertores. La denuncia de Antonio Rivas, Agustín Román, Juan Alejandro y Paulino Rivas, ante la suprema corte marcial de Santa Anna de Tamaulipas en abril de 1842, dio comienzo a la querella jurisdiccional entre el juez de Letras de Pueblo Viejo y la comandancia general de Tamaulipas por el conocimiento de la causa seguida a tres indígenas acusados de ocultar desertores: Bartolo González teniente comisario de Pueblo Viejo, Ygnacio Arriaga y Lucas Rivas.70 La resolución de la Corte Suprema falló: “remítanse en consecuencia a la comandancia general de Tamaulipas, para que los prosiga según su estado, no sólo por lo respectivo al ocultador del desertor José Hernández [González] sino también de los otros de que [sic] comenzó a conocer el juez de Letras de Pueblo Viejo […]”.71

Después de haber obtenido una respuesta favorable de la Corte Suprema, el comandante general de Tamaulipas tuvo que enfrentar los reclamos expuestos por el subprefecto de Tampico, quien dio “conocimiento de lo sucedido al Superior Gobierno”, trayendo como consecuencia una “auditoría que ha intervenido en las diligencias del asunto”.72

El subprefecto manifestó su desacuerdo porque la aprehensión de los inculpados interrumpió el proceso que él había promovido, porque se dio cuenta de que el juez de Pánuco (quien fue el primero en llevar la querella) había pasado por alto otros delitos que el caso encerraba.

El subprefecto cuestionó la legitimidad sobre la cual se fundó la aprehensión de los implicados, debido a que se llevó a cabo en un partido que no estaba bajo la jurisdicción de la Comandancia General de Tamaulipas.73 Sin embargo el comandante general contestó replicando la “ofciosidad”74 y ligereza del subprefecto por increparlo. Además de negarle la información “sobre el contenido de la representación que me hicieron dos vecinos de Pueblo Viejo de Tampico” y expuso “la equivocación y error en los terminantes artículos de la ordenanza general del ejército y otras leyes militares contraídas [sic] a la deserción y sus cómplices” en las que se amparaba el subprefecto. Asimismo recalcó la oficiosidad del subprefecto, “porque ese negocio era en sus principios de las atribuciones judiciales y no de las económico-gubernativas de la Subprefectura”.

El comandante general reclamaba que el juez de Pánuco (donde se formuló la primera denuncia) “en vez de dirigirse al Juzgado de Letras, de quien también depende en lo judicial, no le dio cuenta sino a la subprefec-tura”, agravando con ello la querella jurisdiccional, pues el juez de Pánuco en vez de practicar “la correspondiente sumaria información”, se había mantenido “en rodeos con el juez 2o. de Paz de Pueblo Viejo”.75 Finalmente el comandante alegó que, incluso si él hubiera cometido “excesos o abusos”, no dejaba de ser legítima su autoridad y la potestad para “traspasar otras jurisdicciones”, con tal de castigar y detener los delitos de deserción. De este modo puntualizó:

V. E. sabe muy bien que la jurisdicción militar es la legítima y competente exclusiva o privativamente para reclamar los desertores y sus cómplices que se aprehendan en cualquier punto de la República en que se hallen, a fin de que unos y otros, sean juzgados y sentenciados por el Consejo de Guerra Ordinario de oficiales del regimiento de que fuere desertor, aunque sean los cómplices individuos de otros cuerpos o jurisdicciones militares, [ya que] así lo disponen, la ordenanza general de ejército y las leyes o resoluciones posteriores, como la circular de 3 de enero de año corriente, que coincide con la penal de 22 de diciembre de 1838 inhibiendo a cualquiera jurisdicción de que dependa el cómplice.76

Como podemos darnos cuenta, el citado comandante de Tamaulipas se valió de las atribuciones extraordinarias que le daban las ordenanzas militares, al tiempo que también las deslegitimaba cuando coartaban su libertad de acción para aprehender a los desertores y por eso afirmaba “la equivocación y error en los terminantes artículos de la ordenanza general del ejército y otras leyes militares contraídas [sic] a la deserción y sus cómplices”, cuando las citaban para frenar su actuación. Aun con todo, el comandante sostuvo la legitimidad y potestad para reprender a los involucrados en el delito de deserción, ya que “sin el temor de un pronto castigo se multiplicarían los desertores y cómplices y el servicio […] del gobierno habría de resultar muy perjudicado”.77

Observamos entonces que el proceso seguido contra Ignacio Arriaga, don Lucas Rivas y Bartolo González, por auxiliadores y ocultadores (de desertores), puso en evidencia diversos intereses y pugnas internas entre los pobladores de Pueblo Viejo de Tampico, así como inconsistencias entre las leyes y otros problemas que giraban en torno a la realidad tan extendida de la deserción. Pero veamos qué otras cosas nos muestra este caso.

Primera, la querella en contra del supuesto desertor José Hernández González involucraba directamente a una autoridad del pueblo: Bartolo González, el teniente comisario de Pueblo Viejo, quien lo tenía bajo su resguardo. Podemos suponer que la acusación en su contra pudo tener móviles políticos, ya que la denuncia pareció estar fundada en la extendida estancia que tuvo el desertor. Las ordenanzas militares señalaban claramente el tiempo de ausencia permitido y el castigo ante los abusos durante los permisos;78 ello dio cabida a la causa judicial, por lo cual debía dirimirse “si la deserción de que se trata en estos autos, ha sido o no calumniosa”. Segunda, los denunciantes Antonio Rivas y Paulino Rivas quizá tenían algún parentesco con el acusado Lucas Rivas y tuvieron otras razones personales para proceder en contra de él.

Ahora bien, después de que el subprefecto se comunicó con la Corte Suprema de Justicia para justificar su actuación frente al comandante de Tamaulipas, puso en evidencia más complicaciones del caso. De acuerdo con el subprefecto, Paulino Rivas, junto con el suplente Juan Hernández (vecinos de Tampico), había acusado a don Ygnacio Arriaga, don Lucas Rivas y don Bartolo González, teniente o comisario de Tampico, por tener a varios desertores en el servicio de sus casas y habían logrado hacerlos comparecer:

para exigirles la responsabilidad (particularmente a González como comisario) que resulta y que entregasen a dichos desertores, [mas se] han negado unos y sólo dicho González ha presentado tres de los cuatro que se le señalan […] uno desertor o disperso desde el 32 que es Hernández González exige a los denunciantes indemnizaciones por los días que falta de su casa […].79

¿Con qué facultad o poder se creía el desertor Hernández González para exigir indemnizaciones a sus acusadores? ¿Acaso se sentía con algún tipo de privilegio por estar al servicio del comisario del pueblo o tenía algún lazo de parentesco con él? No hay forma de saberlo, al menos a partir de ese expediente, pero eso nos indica irregularidades o comportamientos poco aceptables, como el mismo subprefecto lo manifestó.

Además de todo, en el careo que se hizo con los denunciantes también se supo que, cuando el comisario González fue a reclutar hombres para el ejército, realizó una selección sin justificación aparente. Los testigos afirmaban que, cuando iba con sus acompañantes, “les contestó que ése no, y lo mismo hizo respecto de Arriaga”, lo cual indicaba algún tipo de conveniencia a la hora de seleccionar a la gente.80 En vista de ello el subprefecto solicitó “aclarar tales hechos” que el juez de Paz de Pánuco había omitido investigar, y por lo mismo había dispuesto “que el juez segundo de Paz de esta cabecera se ocupase de las expresadas sumarias”.81

¿Cuáles habrán sido los motivos reales que dieron inicio a la causa?, posiblemente la presencia de los desertores tensó y puso en evidencia diversos agravios, desacuerdos o algún tipo de pugnas existentes que pudieron clarificarse cuando rebasaron el ámbito local, sacando a la luz una red de intereses y prácticas de favoritismo y mal gobierno.

Este expediente muestra cómo los desertores podían hallar cabida en otros lugares distintos de sus regimientos –amén de sus lugares de origen–, cuando lograban fugarse y tener éxito para no ser reaprehendidos por los partidos de tropa que salían en su búsqueda.

Así también debemos poner atención en el señalamiento que hacen los testigos: Hernández González era “desertor o disperso desde el 32”. ¿Desde 1832 se había fugado José Hernández González y era procesado hasta 1842, como producto de delación y no por haber sido aprehendi do por los partidos de tropa? ¿Cuánto tiempo podían permanecer libres los desertores sin caer en manos de la justicia castrense?

Con todo, aunque el desorden político trastocaba la aplicación de la ley, nunca paralizó completamente el funcionamiento de las diversas instancias y aparatos de justicia, como observamos en este y otros casos. Aunque la ejecución de las penas no pudiera llevarse a cabo de forma inmediata, no por ello, perdía su vigencia. El sistema de justicia podía demorarse y llegaba a ser inconsistente y con fisuras, pero seguía funcionando.82

Tanto este caso como el de Cayetano Cristo nos muestran, por un lado, la facilidad con la cual podían permanecer los desertores impunes durante años, pero también la permanencia de los expedientes, y con ello, la sombra de la persecución y el castigo.

Analicemos otro expediente. El fiscal recibió la consulta del comandante general sobre la deserción de dos cabos y ocho soldados del batallón activo de guardacostas del Carmen (Yucatán), que debieron haberse presentado en el destacamento de la Barra de San Pedro (Tabasco) a mediados de 1841. El fiscal recomendó la pertinencia de “reservar este expediente hasta que vuelva a aquel departamento el orden constitucional”, en vista “del estado de escisión” en el cual se hallaba Tabasco.83 Este caso nos recuerda también a los generales enviados para combatir la sublevación encabezada por Santa Anna en Veracruz, y que terminaron uniéndose a ésta. Vemos que en algunos casos los envíos de soldados o refuerzos no siempre llegaban a su destino ni cumplían con las órdenes que les habían dado.

Las autoridades militares y ordinarias eran conscientes de la situación política del país y los problemas que conllevaban tantas revoluciones para la correcta aplicación de la ley, pero no dejaban de actuar según sus propias concepciones sobre la Justicia, en su sentido más amplio (como lo hicieron en su momento sus pares novohispanos). Por eso el comandante general de Tamaulipas hacía uso de todas las prerrogativas a su alcance, para cumplir su cometido de atrapar a los desertores.

De esta manera, las mismas autoridades al entablar las disputas de competencias en su afán de reafirmar las atribuciones que les correspondían (para imponer su propia razón), sin darse cuenta caían en un juego que demeritaba el sistema en general, porque restaban autoridad y legitimidad, amén de prestigio, a otras jurisdicciones y esto era sabido por los litigantes y los sujetos que enfrentaban un proceso por infringir las leyes. De ahí que las querellas jurisdiccionales fueran tan frecuentes en aquella época.

Como las revoluciones políticas se sucedían unas a otras, la conscripción y la deserción eran numerosas y frecuentes. Por tal razón era común encontrar entre los soldados (o los reos condenados) antecedentes de uno o varios ingresos al ejército y deserciones pretéritas. Tal fue el caso del sargento 1o. del Batallón Activo de México, José Velásquez, quien pidió un indulto en 1835 por el delito único de deserción.84 Sin embargo, en 1838 el capitán general de México descubrió que, además de ser desertor reincidente, también había sido “ladrón de rancho” desde 1825, por lo cual le negaron el indulto.85 De nueva cuenta vemos cómo un proceso por deserción mostraba delitos pasados que no habían sido conocidos, y quizá tampoco castigados hasta entonces.

Tenemos un ejemplo donde la disparidad de las condenas igualmente nos indica la preocupación que giraba en torno a la deserción. En el caso de José María Hurtado, el fiscal recomendó en 1839 condenarlo al servicio de obras públicas durante un año, por haberle infligido numerosas heridas graves a una mujer con un clavo; en cambio pidió que purgara ocho años de castigo en uno de los cuerpos fronterizos, por habérsele descubierto desertor del Batallón Activo de México.86

Aunque el estado de “revolución”, casi permanente, impidiera que los desertores pudieran ser procesados cuando cometían las infracciones, los expedientes ahí quedaban y en algún momento salían a la luz. Podían pasar muchos años, pero la comunicación entre las autoridades permitía que los informes llegaran al comandante, a la tropa o al partido que lo solicitara. A pesar de las distancias y los malos caminos, la justicia y las imperfectas leyes decimonónicas ajustaban cuentas en aquellos casos que se mantuvieron “en espera” de las sanciones correspondientes. ¿Qué tan frecuente fue esto y cuántos quedaron impunes?, no podemos saberlo por ahora.

Sin embargo, los desertores no siempre fueron vistos como los delincuentes que asechaban el orden y la tranquilidad, amén de desprestigiar al ejército, pues todo dependía del momento de la deserción y el bando del que huyeran, así como de la posición política que después alcanzaran las facciones beligerantes.

Incluso los desertores llegaron a convertirse en los mejores informantes para el gobierno sobre la condición de las fuerzas extranjeras o nacionales contra las cuales combatía, como sucedió en los casos de las rebeliones en el territorio encabezadas por Santa Anna u otros caudillos mexicanos.87 Igualmente cuando el castillo de San Juan de Ulúa se hallaba en manos extrajeras en su intento por recuperar la antigua colonia mexicana, los desertores brindaron un panorama bastante amplio sobre las desoladoras condiciones vividas por estos extranjeros antes de la rendición. De acuerdo con Carlos María de Bustamante en San Juan de Ulúa se agravó la escasez de víveres, de dinero y la deserción no podía contenerse, ni siquiera con las ejecuciones que llegaron a realizarse, porque cotidianamente dos o tres soldados se aventuraban a nadar por el canal hacia el puerto de Veracruz, sorteando los tiburones y demás peligros en alta mar. Y por ello, algunos congresistas llegaron a proponer iniciativas para remunerar a dichos desertores con 200 pesos, permitiéndoles entrar al territorio nacional “a que busquen vida y se [les] felicite”. En octubre de 1825, Bustamante nos relata

En el Oriente de Jalapa se ha dicho, y hoy se ha repetido en el Águila, que el 2 del corriente, a las once de la noche, llegaron al muelle de Veracruz en una tabla dos desertores de Ulúa, que declaran “que la fortaleza se halla reducida al extremo de la miseria en cuanto a víveres, tanto que sólo conservan unas barricas de la cáscara de las miniestras [sic], de que se hace un caldo para humedecer la galleta podrida que sirve de alimento diario a sanos y enfermos, que éstos son en gran número y están muriendo dos y tres diarios, quedando sólo útiles 56 soldados de La Habana y Cataluña, 12 paisanos, algunos presidiarios y 8 mujeres.88

Este fragmento es bastante ilustrativo sobre la condición de vulnerabilidad de un ejército con pocos recursos y acorralado, que motivaba la deserción generalizada de los soldados. Sin embargo, también muestra que la facilidad para desertar y la perspectiva de hallar “mejores” condiciones podían ser un fuerte incentivo para abandonar el regimiento sin llegar necesariamente a estos extremos, y dadas las constantes luchas o escaramuzas entre facciones, no sería extraño que situaciones similares se presentaran con cierta frecuencia en el ejército mexicano durante aquella época.

Como vemos, no tenían la misma condición los desertores del bando propio y de los enemigos, aunque fueran tratados con una dureza más o menos equivalente entre sus regimientos y autoridades propias. Por eso mientras los desertores eran condenados por los cuerpos a los cuales abandonaban, mantenían una condición –aunque pasajera– de privilegio por la utilidad inmediata que pudieran reportar, con sus informes o sus servicios al, otrora, bando contrario.

Afirmar que el problema de la deserción era grave o que estuvo presente gran parte –o todo– el siglo xix, no nos dice mucho sobre las complejas realidades que se daban en torno al fenómeno. Estos casos nos muestran la condición de marginalidad que vivían los desertores, pero también evidencian otros factores difícilmente imaginables que se daban en aquella época, o que podrían ser fácilmente ignorados por su “obviedad”. ¿Pensar que los desertores del ejército podían verse perseguidos nuevamente por la autoridad militar, después de años de haberse fugado? ¿Imaginar la relativa facilidad con la cual podían fugarse los reclutas, a grado tal que debieran mandar tropas para que los cogieran y regresaran a sus destacamentos?

Así también debemos recapacitar en el análisis del vocabulario y ver cómo un simple adjetivo, “dispersos”, puede hablarnos de una condición continua de desarraigo. Igualmente interesante es enterarnos de la forma como las autoridades podían valerse de los desertores para sus servicios personales. Además volvemos a constatar las prácticas selectivas de las autoridades para reclutar a los miembros de su comunidad. En fin, son muchas las reflexiones que pueden sacarse de los pocos casos que hemos visto.

Conclusión

De los numerosos testimonios que pueden hallarse sobre la deserción, quizá ninguno pueda decirnos (con datos numéricos fables) la dimensión y la frecuencia del delito, así como sus variaciones o especificidades de una década a otra (o de un lustro, de un año, de un mes a otro), así como de una región a otra. Pero si algo puede afirmarse con toda certeza, es la presencia del fenómeno. Las repetidas menciones sobre la problemática en la prensa, la legislación, así como los testimonios de los cronistas, publicistas y demás escritores nos acercan a esa realidad. Pero sólo el estudio de los casos concretos nos brinda un panorama más cabal sobre la complejidad que se daba en torno a la deserción y sus protagonistas. De este modo, vemos cómo gran parte del siglo xix la sociedad vivió con todo lo positivo y negativo que circunscribía la compleja realidad de la deserción.

La deserción se hallaba estrechamente vinculada a los métodos forzosos de reclutamiento y la precariedad económica con la cual era sostenido el ejército (y demás cuerpos armados), pero también a la imposibilidad de controlar a la población infractora mediante la aplicación eficaz y expedita de las leyes.

De acuerdo con todo lo que hemos visto, no podemos hablar de la deserción como un delito igualmente punible y condenable en todo momento y circunstancia. Los lazos de solidaridad, la corrupción, las luchas de poder, las querellas jurisdiccionales asoman o se muestran con tal claridad, que la deserción, al igual que otros delitos y situaciones de marginalidad, nos obliga a realizar una lectura cuidadosa y profunda de los casos, sus circunstancias, sus actores y finalmente la sociedad y la época de aquel entonces. Cada uno de estos factores encierra diversos elementos que ameritan un cuidadoso análisis, y la manera como se entrecruzan o superponen a veces tienen un peso mayor, mientras que en otro contexto son irrelevantes. Esto imposibilita dar explicaciones unívocas o sencillas.

La deserción fue una más de tantas formas de marginalidad que existieron durante el siglo xix y convivió con muchas otras, ¿pero de qué manera alteró su condición de marginalidad y la aplicación de las leyes su repetida frecuencia?, ¿hasta qué grado se convirtió en parte de la cotidianidad?, ¿todos compartían de forma generalizada su condena?, no lo sabemos pues en aquella época también hubo quien habló bien de ella y propuso premiar a los desertores por abandonar algo tan negativo y corrompido como el ejército.89

Las palabras nos dicen mucho, mientras en los diccionarios de autoridades desde el virreinato hasta el siglo xix “desertor” se refere al soldado que desampara o abandona su bandera, al menos para el periodo de estudio de este trabajo; desertor también designa al que se había fugado de la cárcel. Por eso encontramos como uno más de los diferentes tipos de delitos al “desertor de presidio”.90

Igualmente Bustamante comentaba en 1824, cuando se promulgó la ley contra los oficiales desertores, “escandaliza el título, pues la palabra desertor excluyó por algunos siglos al de oficial; ésta era carrera de pundonor ¡Hoy es de iniquidad! ¡Quibus incidimus temporibus¡91

A la luz de lo que hemos visto se puede explicar por qué los cuerpos de depósito de reemplazos y desertores formaban parte de los regimientos y estaban contemplados en las partidas presupuestarias normales, además de que también había fondos extraordinarios de ayuda para los deserto-res.92 No fue ocioso que las mismas leyes contemplaron los indultos o la disminución de los castigos ante la repetida frecuencia de la infracción. Los desertores eran mal vistos, pero eran necesarios cuando no había alguien más a quien recurrir. En resumen, los desertores vivían entre la coerción que se les quería aplicar y la utilidad que reportaban a los pobres y desorganizados gobiernos, estados, ejércitos y demás batallones del Estado mexicano, así como a sus contrapartes beligerantes.

Siglas

AHSCJN  Archivo Histórico de la Suprema Corte de Justicia de la Nación 
AE  Asuntos Económicos 
AP  Asuntos Penales 
AHDF  Archivo Histórico del Distrito Federal 
A  Ayuntamientos 
AC  Actas de Cabildo 
M  Militares 
MS  Militares Sorteos 
AHSDN  Archivo Histórico de la Secretaría de la Defensa Nacional 
HN, FL  Hemeroteca Nacional, Fondo Lafragua 

Bibliografía

Actualmente realiza la tesis de doctorado “Infidencia, control y censura política en el México virreinal tardío, 1809-1811” en El Colegio de México. Es licenciada y maestra en Historia por la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa. Ha sido profesora en la Escuela Nacional de Antropología e Historia y ha estudiano sobre motines y movimientos populares, especialmente sobre el motín por la moneda de cobre en la ciudad de México el 11 de marzo de 1837. Su dirección de correo electrónico es

En todas las memorias de Hacienda la mención de la crisis del erario permanece como una constante, desde el gobierno de Agustín de Iturbide y Guadalupe Victoria, al menos hasta 1838, salvo en 1832 donde se habla de una recuperación debida a la emisión de la moneda de cobre. Memoria del secretario del Despacho de Hacienda, leída en la Cámara de Senadores el día 15, y en la de Diputados el 17 de febrero de 1832, México, Imprenta del Águila, dirigida por José Ximeno, calle de los Medinas n. 6.

Esto era muy común y bastante comentado por la prensa de la época. Véase “Individuos de tropa año de 1829. El comandante de Tepic, Nayarit, dando cuenta de haberse conjurado el peligro de amotinamiento de su tropa, por falta de pago de haberes”, AHSDN, Siglo xix, xi, 481.3, exp. 633. “Tertulia de la Alameda. Diálogo undécimo”, en La Marimba, México, Imprenta del ciudadano Alejandro Valdés, t. I, n. 21, martes 29 de mayo de 1832. Carlos María de Bustamante, Diario histórico (anexos mayo 1832), CD-ROM, México, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social/El Colegio de México, 2001, v. I.

Cámara de Senadores. LIII Legislatura, Planes en la nación mexicana, México, Congreso de la Unión, 1987, v. I y II.

El Fénix de la Libertad, t. IV, n. 144, sábado 24 de mayo de 1834. El Telégrafo, periódico oficial del gobierno de los Estados Unidos Mexicanos, t. II, n. 23, domingo 2 de junio de 1833. Alcance al n. 86 del Regenerado, México, Impreso en Oaxaca por Antonio Valdés y Moya, 1835. Lima de Vulcano, sábado 19 de enero de 1839, t. VII, n. 102.

Durante esta época Rafael Pérez Maldonado, ministro de Hacienda, no pudo conseguir recursos para realizar las tareas del ministerio y su sucesor, Antonio Medina, propuso al Congreso combinar dos medidas extraordinarias: la creación de moneda fiduciaria y la implantación de una contribución directa para dar alivio a la escasez de ingresos. Carlos Rodríguez Venegas, “Las políticas ministeriales durante la Regencia y el Imperio”, en Leonor Ludlow (coord.),Los secretarios de Hacienda y sus proyectos (1821-1933), 2 v., México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 2002, p. 41; HN, FL, Bando dictado por D. José Antonio de Andrade Baldomar, […] capitán general y jefe político superior de esta provincia”, para “deshacer las equivocaciones y mal inteligencia que por muchos mal contentos se da al papel moneda”. Para una sucinto pero ilustrativo panorama de los problemas financieros enfrentados por la administración imperial, véase Guillermina del Valle Pavón, “Los empréstitos de fines de la Colonia y su permanencia en el gobierno de Iturbide”, en José Antonio Serrano Ortega y Luis Jáuregui (eds.), Hacienda y política. Las finanzas públicas y los grupos de poder en la primera República Federalista Mexicana, México, El Colegio de Michoacán/Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 1998, p. 66-72.

Carlos María de Bustamante, Diario histórico (7 y 8 enero 1823), op. cit.

Véase el periódico Noticioso General, n. 31, miércoles 12 de marzo de 1823 (en Condumex, fondo I-2, impresos [copias], carpeta 14, doc. 109), y los diarios de Carlos María de Bustamante, Diario histórico, op. cit., así como de José Ramón Malo, Diario de sucesos notables, México, Patria, 1948, v. I, 1832-1853.

Es representativo el caso de Espinosa, un desertor del regimiento de Lovera que encabezó una gavilla de asaltantes que asolaron diversos pueblos circundantes a la ciudad de México y fue ejecutado el 19 de marzo de 1823. Ejecución de justicia, México, Oficina del liberal ciudadano Juan Cabrera, 1825.

Bando emitido por José Gómez de la Cortina, AHSCJN, AE, caja 34, exp. 3034, 10 de junio 1836.

Véase el decreto del 14 de octubre de 1823 sobre “penas a los desertores”, y del 12 de abril de 1824, “modo de proceder y penas contra los oficiales desertores”, en Manuel Dublán y José María Lozano,Legislación mexicana o colección completa de las disposiciones legislativas expedidas desde la independencia de la República, ordenada por los licenciados […], edición oficial, México, Imprenta del Comercio a cargo de Dublán y Lozano, hijos, calle de Cordobanes, n. 8, 1876, t. I, p. 682, 704-705. De acuerdo con José Antonio Serrano, después del motín de la Acordada, las medidas punitivas y de control empezaron a ser más duras en contra de los vagos, ociosos, desertores y demás grupos sociales a quienes se identificaron como responsables de la algarabía y quema del Parián. José Antonio Serrano, “Los virreyes del barrio: alcaldes auxiliares y seguridad pública, 1820-1840”, en Carlos Illades y Ariel Rodríguez Kuri, Ciudad de México: instituciones, actores sociales y conficto político, 1774-1931, México, El Colegio de Michoacán/Universidad Autónoma Metropolitana, 1996, p. 50-51.

Como lo hizo Guadalupe Victoria en 1823, “Continuación del Diario exacto de las ocurrencias de Veracruz y Castillo de S. Juan de Ulúa para inteligencia de las provincias, que comenzamos a publicar el miércoles 8 del corriente”, en El Centzontli. Diario de México Extraordinario, t. I, n. 20, sábado 18 de octubre de 1823, p. 77.

“El constante estado de guerra: México, 1824-1844”, en José Antonio Serrano Ortega, El contingente de sangre. Los gobiernos estatales y departamentales y los métodos de reclutamiento del ejército permanente mexicano, 1824-1844, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1993, p. 18-20. Véase el testimonio de Pedro Corral en: “Desórdenes de Durango. Parte que dio el teniente Pedro Corral del modo y términos con que sorprendió la supuesta conspiración del 4 de agosto último [1826] y comentario”, en Bustamante, Diario histórico (anexos noviembre 1826), op. cit. Solicitud del comandante general de Durango, José Antonio Heredia, sobre el indulto a los desertores que colaboraron con él para sofocar “la revolución que acaudilló D. José Urrea por el sistema federativo” en 1841 en Durango, AHSCJN, AE, Siglo xix, caja 69, exp. 5210; igualmente el uso de desertores en la defensa de Palacio (en la ciudad de México) durante el pronunciamiento que hicieron los adeptos al Plan de Jalapa. Bustamante, Diario histórico (23 diciembre 1829), op. cit., o durante el motín de la Acordada en diciembre de 1828, “contestación que hace el capitán Filisola al Diario de ocurrencias acaecidas en esta capital de México desde el 1o. de diciembre hasta el 4 del mismo”, Voz de la Patria, n. 27, miércoles 8 de julio de 1829, anexos julio de 1829.

Indulto aprobado para los desertores del ejército y la armada, por la Cámara de Diputados en la sesión del 4 de mayo de 1829, en Bustamante, Diario histórico (anexos mayo 1829), op. cit.; decreto emitido por el ejecutivo para “indultar a los desertores de sargento abajo que se presenten en el término de quince días”, El Telégrafo (6 diciembre 1833); “Amnistía general a todos los desertores del ejército mexicano, sean de primera o más veces, y penas a los que no verifiquen, así como a sus encubridores”, Ley del 4 de abril de 1838, en Dublán y Lozano, Legislación…, t. III, p. 468-470.

Proposición aprobada para indultar “de la pena de presidio a los desertores de la compañía activa de artillería de Durango que sostuvieron al gobierno supremo en los últimos acontecimientos políticos, conmutándose el tiempo de la condena en recargo del servicio de las armas en el mismo cuerpo”, en Diario del Gobierno, de la república mexicana, t. XXII, n. 2, martes, 26 de abril de 1842, p. 498.

Segundo seminario de investigación de Claudia Ceja Andrade, candidata a doctora por El Colegio de México, en su trabajo “Conficto, género y vida cotidiana entre los militares de la ciudad de México, 1835-1860”, febrero 2013. Ceja trabaja más de trescientos casos de los cuales llevaba computados poco más de 100 y de éstos sólo 16 fueron juzgados por deserción, mientras que 60% del total global registró una o más deserciones que salieron a la luz con el proceso judicial y aproximadamente el 34% no registró ese dato, mientras que menos de 6% tenía consignado en el expediente no haber desertado.

Manuel Chust, “Sociedad, cultura y ocio en la ciudad de México independiente, 1821-1830”, Anuario de Estudios Urbanos, n. 3, 1996, p. 16-18. Antonio Serrano afirma que desde 1835 las levas comenzaron a realizarse bajo la dirección de Mariano Dosamantes, el capitán de los celadores públicos, quien fue autorizado por el gobernador José Gómez de la Cortina para realizarlas sin la anuencia del Ayuntamiento, lo cual motivó serias desavenencias entre el gobernador y el Ayuntamiento. Serrano, “Los virreyes del barrio…”, op. cit., p. 50-51. Para seguir la disputa entre el ayuntamiento y el gobernador, tras la creación del puesto ocupado por Dosamantes, véanse las Actas de las Juntas para el servicio militar; AHDF, AC, Sesiones Secretas, 1836, sesiones del 13 de enero, 22 de marzo, 19 de abril, 17 de mayo, 20 al 28 de mayo, 11 y 12 de julio; AHDF, MS, v. 3282.

AHDF, M, v. 3274, exp. 88; también Manuel Chust, op. cit.

El concepto de clases populares está tomado de Clara Lida, “¿Qué son las clases populares? Los modelos europeos frente al caso español en el siglo XIX”, Historia Social, n. 27, 1997, p. 3-21. Claudia Ceja, op. cit.; Sonia Pérez Toledo, “El ejército en la ciudad de México a mediados del siglo XIX: datos y reflexiones acerca de su composición social”, en Jaime E. Rodríguez O. (coord.), Las nuevas naciones: España y México 1800-1850, Madrid, MAPFRE, 2008, p. 315-336.

De acuerdo con Antonio Serrano, el Ministerio de Guerra ordenó la realización de levas durante los años 1821, 1823, 1824 y 1825. Particularmente en la ciudad de México las levas se realizaron durante la conspiración del padre Arenas en 1827 y en 1830 para prever una nueva invasión española, así como a mediados de los treinta debido a la guerra con Texas; en cambio los sorteos se intentaron llevar a cabo en 1826, 1829, 1830, 1831 y 1834. Serrano, El contingente…, p. 50, 53.

Manuel Chust, “Sociedad, cultura…”, p. 18-20.

María Gayón, Condiciones de vida y de trabajo en la ciudad de México en el siglo xix, tesis de licenciatura, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1988, p. 58-59; cfr. con Serrano, El contingente…

El Mosquito Mexicano, t. III, n. 73, 16 diciembre 1836, p. 4.

Bustamante ya señalaba en su diario “El ministro instó eficazmente porque se expidiese la Ley de Reemplazos del Ejército muy estrechamente a los Ayuntamientos, que se muestran omisos en el arresto de desertores y mucho más en realizar el cupo de reclutas que se les asigna, por lo cual el ejército se mantiene con la tercera parte menos de la fuerza de que debiera constar. Bustamante, Diario histórico (14 agosto 1824). Véanse también las disputas y ordenanzas entre el gobernador de la ciudad y el Ayuntamiento por el incumplimiento de éste para realizar los sorteos destinados a reclutar reemplazos para el ejército, en varias fojas del AHDF, A, MS, v. 3282.

Actas de las juntas para el servicio militar. Sobre la formación de listas y sorteos para formar tropas para continuar la guerra sobre Texas, AHDF, MS, v. 3282.

Parece que las autoridades municipales tuvieron la misma resistencia para cumplir con el contingente de sangre, desde la época novohispana a mediados del siglo XVIII. Véase Serrano, El contingente…, p. 23-37.

Serrano afirma que desde 1835 las levas comenzaron a realizarse bajo la dirección de Mariano Dosamantes, el capitán de los celadores públicos, quien fue autorizado por el gobernador José Gómez de la Cortina para realizarlas sin la anuencia del Ayuntamiento, lo cual motivó serias desavenencias entre el gobernador y el Ayuntamiento. Serrano, “Los virreyes del barrio…”, p. 50-51.

AHDF, A, MS, v. 3282.

“Sobre la formación de listas y sorteos para formar tropas para continuar la guerra sobre Texas”, AHDF, MS, Actas de las Juntas para el Servicio Militar, v. 3282. “Se autoriza al Gobierno para que pueda pedir a los departamentos hasta la cuarta parte de los reemplazos que se señalaron a los antiguos estados por la ley del 24 de agosto de 1824 […]. 6o. La capital de la república con los pueblos que entraban en su compresión como Distrito federal dará trescientos reemplazos colectados por el método de sorteo que establece el reglamento de milicias de 1767 en la parte que no está derogado”.

El Cosmopolita, t. III, n. 56, 20 de junio de 1838, portada y p. 2.

ibid., p. 2.

Circular expedida por la Primera Secretaría de Estado (el Ministerio de Relaciones Interiores y Exteriores) a cargo de Lucas Alamán en México el 7 de agosto de 1824, para que los ayuntamientos no protejan a los desertores y se hagan efectivas las penas que la ordenanza militar impone a los contraventores y muy especialmente contra las autoridades omisas en este punto o encubridoras de desertores, en Nicole Giron et al., Folletería mexicana del siglo xix (etapa 1), CD-ROM, México, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora/Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, 2001.

El Sol, n. 641, año 2o., 17 de marzo de 1825, p. 1137, portada.

idem.

El Fénix de la Libertad, t. IV, n. 63, 4 de marzo de 1834, p. 4.

ibid., t. IV, n. 68, 9 de marzo de 1834, p. 4.

Águila Mexicana, 12 de septiembre de 1827, n. 255, p. 2.

Bando emitido por José Gómez de la Cortina, op. cit.

El Sol, n. 678, año 2o., 22 de abril de 1825, p. (2) 1282.

En un plan para la regeneración política de la república suscrito por varios militares en 1840, en su artículo noveno se puntualizaba “el ejército de la república será pagado con la mayor puntualidad, lo mismo que los retirados, viudas y pensionistas”, El Cosmopolita, Imprenta dirigida por Mariano Soto, calle del Coliseo Viejo n. 14, t. IV, n. 100, miércoles 29 de julio de 1840.

Sesión del Congreso del 16 de abril de 1825, El Sol, n. 655, año 2, 21 abril 1825, p. 1277 (portada principal).

AHSCJN, AE, Siglo xix, caja 30, exp. 2637.

El Siglo Diez y Nueve, t. duodécimo, n. 3431, 7 de marzo de 1858, p. 2.

Sesión del Congreso del 16 de abril de 1825, El Sol, n. 655, año 2, 21 abril 1825, p. 1278.

Aunque la mayoría de las veces hablamos del ejército, nos referimos en general a todos los cuerpos armados como la marina y buques, los cuerpos y milicias activos, cuerpos de artillería e ingenieros y cuerpos de inválidos o veteranos hábiles, contemplando tanto a las tropas permanentes como a las de presidio y las de milicia cívica.

“Competencia entre el juez 1o. del cantón de Veracruz y el comandante general de la misma ciudad, sobre conocimiento de la causa de Cayetano Cristo por desertor”, AHSCJN, AE, Siglo xix, caja 26, exp. 2429, f. 11-12.

Para esta época y de acuerdo con el Diccionario de la lengua castellana por la Real Academia Española, octava edición, Madrid, Imprenta Nacional, 1837, embarazar significa impedir o retardar alguna cosa. El testimonio es tomado del comandante general de Tamaulipas, en una disputa de jurisdicción entablada primeramente con el Juzgado de Letras de Pueblo Viejo, y después con el Subprefecto de Tampico, por el encarcelamiento de unos indígenas acusados de encubrir a unos desertores. AHSCJN, AE, Siglo xix, caja 47, exp. 3884.

“Competencia entre el juez 1o. del cantón de Veracruz y el comandante general…”, AHSCJN, op. cit.

Durante 1824 y los primeros meses de 1825 se discutía ampliamente la forma de contener la deserción y Carlos María de Bustamante propuso un proyecto para tal efecto, pues opinaba que debía resolverse el problema mediante “leyes penales duras”, y aseveraba (12 noviembre 1824) “En dos meses se han desertado más de 1 200 hombres; al paso que vamos, destinándose los desertores a Veracruz, dentro de cuatro tendremos allí al ejército todo”, mientras que en enero de 1825 señaló “En vano hizo ver el ministro de Guerra la disolución instantánea que sufre el ejército por la impunidad de los desertores. Dijo que pasaban de 700 los que vagan por los campos de Toluca, que son todos bandoleros, y mostró a la evidencia que falta la tercera parte del ejército” (27 enero 1825), en Diario histórico.

Ley penal para los desertores, viciosos y faltistas del ejército nacional mexicano, dado por el supremo gobierno en uso de la facultad que le concede el soberano decreto de 13 de junio de 1838, México, Imprenta del Águila, dirigida por José Ximeno, calle de Medinas núm. 6, 1839, p. 14.

idem. Desde 1825 ya se había emitido una circular en la cual se estipula que los desertores, del tiempo que tuvieran pendientes en sus cuentas, “no deberán perder más que el alcance que les resulte en el cuatrimestre en que desertaron”, lo cual cambiaría para la década siguiente donde ya se daban por perdidos todos los años de servicio por desertar.

“Los jefes u oficiales que a sabiendas filiasen como soldado de su cuerpo a un desertor de otro, deberán perder el empleo”, en Ley penal para los desertores…, p. 10.

Ley penal para los desertores…, p. 7.

El Sol, año 2o., n. 407, 11 de agosto 1830, p. 1626.

Ley penal para los desertores…, p. 16.

Desde muy temprano el reclutamiento de soldados por parte de los ayuntamientos se usó como un medio para deshacerse de los elementos indeseables de la comunidad. Véase Serrano, El contingente…, p. 47-50. Existen numerosos testimonios sobre desertores que venden armas. Véase “fondos de subsistencia”, en Noticias instructivas al público sobre la conducta del licenciado Rosains, o bien sea Apéndice a la historia que él mismo escribió sobre los importantes servicios que hizo como insurgente, México, Impreso en la oficina a cargo de Martín Rivera, 1826.

AHSCJN, AE, Siglo xix, caja 26, exp. 2429, f. 17.

idem.

ibid., f. 19-20.

ibid., reporte del 2 de julio de 1836, f. 12-13.

Véase Jaime del Arenal fenochio, “ ‘El discurso en torno a la ley’: el agotamiento de lo privado como fuente del derecho en el México del siglo XIX”, en Brian Connaughton, Carlos Illades y Sonia Pérez Toledo (coords.), Construcción de la legitimidad política: México en el siglo xix, México, Universidad Autónoma Metropolitana/El Colegio de Michoacán/El Colegio de México/ Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1999, p. 303-322, y en Historia Mexicana, v. LV, n. 220, abril-junio 2006, los artículos de Jorge E. Traslosheros, “Orden judicial y herencia medieval en la Nueva España”, así como de Elisa Speckman Guerra, “Los jueces, el honor y la muerte. Un análisis de la justicia (ciudad de México, 1871-1931). Para casos concretos pueden verse las exposiciones realizadas por los jueces ante los problemas que experimentaban con la ley sobre la libertad de imprenta en 1836. AHSCJN, AE, Siglo xix, caja 29, exp. 2593. Existe también una amplia folletería donde se exponen estas competencias por problemas jurisdiccionales.

“Competencia entre el juez 1o. del cantón de Veracruz y el comandante general…”, AHSCJN, AE, Siglo xix, f. 11-12.

“Modo de proceder y penas contra los oficiales desertores, (apartado 3)”, Decreto de 12 de abril de 1824, en Dublán y Lozano, Legislación mexicana, p. 704-705.

“Competencia entre el juez 1o. del cantón de Veracruz y el comandante general…”, AHSCJN, AE, Siglo xix, f. 15.

ibid., f. 37.

ibid., f. 33-34.

ibid., f. 41-42.

idem.

ibid., f. 46-47.

ibid., f. 48.

“Competencia iniciada ante la comandancia general del Departamento de Tamaulipas y el Juzgado de Letras de Pueblo Viejo, sobre el conocimiento de la causa formada por el delito de calumnia de ocultación de unos desertores hecha a unos indígenas”, AHSCJN, AE, Siglo xix, caja 37, exp. 3284, 13 de julio de 1842.

ibid., f. 22, 24-26.

ibid., f. 39.

ibid., f. 40.

Para aquellos años oficiosidad significaba “importunidad y hazañería del que se entromete en oficio o negocio que no le incumbe”, en Diccionario de la lengua castellana, p. 521.

“Competencia iniciada…”, AHSCJN, AE, Siglo xix, caja 37, f. 39-40. El caso pasó a manos del juez 2o. de Paz por órdenes del subprefecto, para que atendiera las irregularidades que el otro juez no había investigado.

ibid., f. 40.

ibid., f. 41.

Véase Ley penal para los desertores.

“Competencia iniciada…”, AHSCJN, AE, Siglo xix, caja 37, f. 42-43.

ibid., f. 43-44.

ibid., f. 44.

Ceja, “Conficto, género y vida cotidiana entre los militares…”, op. cit. Son muy interesantes los datos aportados por Ceja sobre el funcionamiento de la justicia castrense, así como los impedimentos y problemas que enfrentaba.

AHSCJN, AE, Siglo xix, caja 36, exp. 3206.

“Expediente sobre el indulto que solicita el sargento 1o. José Velásquez por desertor”, AHSCJN, AP, Siglo xix, caja 9, exp. 380, 1836.

idem.

AHSCJN, AE, Siglo xix, caja 47, exp. 3884.

Véase Boletín del Gobierno, México, Imprenta de Ignacio Cumplido, calle de los Rebeldes n. 2, n. 5, viernes 24 de julio de 1840. Existen muchos relatos al respecto en las obras de los cronistas, publicistas, escritores y la prensa de la época; particularmente prolífico entre estos ejemplos es el Diario histórico de México de Carlos María de Bustamante, op. cit., v. I y II.

Bustamante, Diario histórico (14 octubre 1825).

Intervención del señor Liceaga en la sesión del 28 de julio de 1830 en la Cámara de Diputados. Registro Oficial del Gobierno de los Estados Unidos Mexicanos, México, Imprenta del Águila año 1o., t. II, n. 104, sábado 7 de agosto de 1830. También el clérigo fernández, desde abril de 1825 abogaba a favor de los desertores.

Véase “Lista de las causas pendientes en la tercera Sala del Tribunal Superior del Departamento de México, en el segundo semestre del corriente año y se forman para remitir a la Suprema Corte de Justicia en cumplimiento de lo mandado en el artículo sesenta y siete, capítulo tercero de la Ley de 23 de mayo de 1837”, AHSCJN, AE, Siglo xix, caja 584, exp. 68250.

Bustamante, Diario histórico (6 marzo 1824).

“Orden general de la plaza del 30 al 31 de marzo de 1830”, en Registro Oficial del Gobierno de los Estados Unidos Mexicanos, Imprenta del Águila, año 1o., n. 72, miércoles 31 de marzo de 1830. “Razón de la entrada, salida y existencia de caudales que ha tenido esta Tesorería general”, en Gaceta del Supremo Gobierno de la Federación Mexicana, t. V, n. 23, jueves 17 de febrero de 1825.

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