En el México del Porfiriato algunos médicos denunciaron en sus escritos una exacerbada amenaza social de los locos criminales. Mencionaban que eran capaces de realizar actos “monstruosos”. Sin embargo, al adentrarnos en las historias de algunos individuos que fueron catalogados por médicos legistas y jueces como locos criminales, encontramos que sus actos ni eran “monstruosos” ni demostraron tener una locura tan explícita, cuestión que era expresada constantemente por los médicos de guardia del Hospital para Dementes de San Hipólito. Es así como enfrentamos el discurso científico de la época con la realidad clínica.
In the Porfirian Mexico some physicians denounced in their writings an exacerbated social threat of the insane criminals, mentioning that they were capable of “monstrous” acts. However, to get into the life stories of some individuals who were categorized by legist physicians and judges as insane criminals, we find that their acts neither were monstrous, nor demonstrate have a so explicit madness, point that was expressed by the guard physicians of the San Hipólito Hospital for the Insane. Face is how scientific discourse of the time to clinical reality.
Durante el México porfiriano existieron casos en que algún delincuente, alser llevado a la comisaría, fue diagnosticado con una enfermedad mental por los médicos legistas. En dicha época no existía una institución que se encargara de este tipo de delincuentes; por lo tanto, en la mayoría de los casos estos locos criminales (como los médicos los llamaban) eran enviados a las instituciones para enfermos mentales que existían en la ciudad de México, el Hospital de San Hipólito, para hombres, y el Hospital del Divino Salvador, para mujeres.1
Si bien se creía que los locos en general necesitaban atención y tratamiento médico, los locos criminales requerían de cuidados más específicos ya que, según los médicos, éstos eran una mayor amenaza para la sociedad. En algunos escritos, doctores como Porfirio Parra, José Olvera o José María Bandera exponían que si los individuos criminales representaban un peligro, la amenaza de éstos crecía cuando sufrían de locura ya que sus actos podían llegar a ser “monstruosos” debido a la incapacidad de ser conscientes de sus acciones. Por lo tanto, los locos criminales eran una doble amenaza.
Pero la intención de estos médicos no sólo era expresar a la comunidad científica las teorías e ideas que se tenían en torno a los locos criminales, sino también exponían propuestas sobre la forma de tratar institucionalmente con estos individuos, ya que, como los sujetos eran enviados de las comisarías a los hospitales para dementes sin la opinión de los médicos encargados de tales instituciones, era visible que la medicina psiquiátrica estaba supeditada por la autoridad de los juristas y los magistrados.
En el Porfiriato, la psiquiatría mexicana era una disciplina que apenas estaba en camino hacia la profesionalización y muchos de los que participaban de ella eran médicos generales que se habían interesado en la asistencia a los locos ocasionalmente. La consecuencia de esto fue que los discursos científicos de estos psiquiatras ocasionales distaban frecuentemente de las opiniones de los médicos que sí estaban de lleno en los hospitales para dementes, en particular con los directores de dichas instituciones, quienes advertían constantemente a la Beneficencia Pública, a las comisarías o las mismas familias de los locos que gran cantidad de estos pacientes no estaban enfermos, que su internación era innecesaria y lo que buscaban era que esos sujetos fueran extraídos del establecimiento. Estos médicos de guardia, que a diario se enfrentaban con la realidad clínica, mencionaban que la presencia de los supuestos locos criminales perjudicaba a la institución psiquiátrica, sobrepoblaba el hospital y era negativo para el tratamiento de los demás internos. Sin embargo, como los locos habían llegado ahí con una orden judicial, no había otra opción más que recibirlos.
Para poder observar estos dos discursos, el de los psiquiatras ocasionales y el de los médicos de guardia y directores, hemos recurrido a dos tipos de fuentes. Las primeras son artículos de publicaciones científicas escritos por galenos que en ocasiones se habían dedicado a la medicina mental, en donde exageraban la amenaza representada por los locos criminales con el fin de posicionarse como portadores de un saber psiquiátrico que debía ser tomado en cuenta por las autoridades judiciales en las sentencias de los criminales y en la reclusión de esos sujetos. Las segundas son los expedientes clínicos donde, por medio de la recreación de historias de vida, se puede observar cómo los médicos de guardia y los directores de los hospitales para dementes advertían a las autoridades judiciales y a las familias que los pacientes no estaban locos y pedían que los sujetos fueran extraídos del establecimiento.
La finalidad de este estudio es demostrar la heterogeneidad de discursos en torno a la naturaleza de los locos criminales, la cual podía ser consecuencia de dos condicionantes:
- 1.
Una profesionalización de la medicina psiquiátrica apenas en marcha y un reconocimiento de cuadros de diagnóstico por parte de las autoridades judiciales y políticas, lo que provocaba que las opiniones de los psiquiatras estuvieran supeditadas por las órdenes judiciales que enviaban a los supuestos locos criminales a los hospitales de dementes, sin el peritaje de médicos dedicados a la asistencia de enfermos mentales.
- 2.
La aseveración teórica de algunos médicos sobre la “peligrosidad” y “monstruosidad” de los locos criminales sin advertir las necesidades, dinámicas y realidades clínicas llevadas a cabo en los hospitales para dementes, lo que resultó en que unos médicos y otros no coincidían en la amenaza que representaban los sujetos en cuestión.
Ambos grupos de médicos exponían intereses particulares: mientras unos intentaban posicionar su profesión y mencionaban que el peritaje lo debería de hacer un psiquiatra para que el paciente fuera enviado a una institución especial, los otros afirmaban que muchos de estos pacientes podían ser delincuentes, pero no locos, y su lugar no era el hospital de dementes. Sin llegar a negar que pudiera existir algún caso de un individuo que cometiera un acto verdaderamente monstruoso, no se podían generalizar las visiones ni tratar a todos los locos criminales como grandes amenazas para la sociedad. Es ahí donde toma importancia observar el debate entre los discursos científicos y las realidades clínicas.
No obstante, antes de poder comenzar con los argumentos del texto, es necesario encuadrar la discusión en un marco historiográfico, para conocer desde dónde se han abordado temáticas similares. Según Michel Foucault, la intervención de la psiquiatría en el terreno penal comenzó a darse a principios del xix, en la época liberal, cuando los juristas y abogados no podían explicar los crímenes “monstruosos”2 cometidos por personas que nunca habían demostrado tener un trastorno de sus facultades mentales. Por tal motivo, las autoridades judiciales fueron cediendo terreno a la naciente medicina psiquiátrica, la cual podía comprobar si el sujeto infractor estaba o no loco. Los psiquiatras de dicha época no sólo ofrecían un veredicto sobre la situación mental del criminal, sino también intentaban presentar a esos individuos como necesitados de un tratamiento que sólo los médicos podían llevar a cabo en una institución especializada, es decir el manicomio. Así es como el tema del criminal comenzó a inscribirse tanto en la institución psiquiátrica como en la institución judicial.3
Foucault menciona que fue gracias a estos locos criminales que en cierta medida comenzó a articularse el saber psiquiátrico, ya que el papel de los médicos se volvió indispensable para las sentencias penales.4 Para ejemplificar su tesis, Foucault presenta casos en los que los criminales realizaron actos “monstruosos” que las autoridades judiciales de la Europa liberal no sabían si catalogar dentro de un marco penal o patológico. El caso de Pierre Rivière —quien asesinó a su madre y hermanos— y el de Sélestad —quien le cortó una pierna a su hija para comérsela— fueron acontecimientos muy famosos que, según Foucault, dieron origen a los peritajes médicos legales realizados por psiquiatras para encontrar alguna enfermedad mental que los hubiera llevado a actuar de esa manera.5
Ricardo Campos ejemplifica esta situación en el caso español. El autor nos narra la historia de Manuel Morillo, quien en 1883 atacó a los padres de su novia, mató a la madre e hirió de gravedad a su padre.6 El acontecimiento ocurrió después de que había enviado cartas amenazadoras a los señores y de escribir un libro justificando su crimen. Las cartas fueron analizadas por juristas y por psiquiatras, y ambos especialistas dieron diferentes interpretaciones. Los primeros adjudicaron la responsabilidad del crimen a Morillo y los segundos demostraron que el sujeto estaba loco. Los juristas alegaban que el sujeto había planeado con premeditación el crimen y eso demostraba su responsabilidad, a diferencia de un loco que actúa por instinto. Mientras tanto los psiquiatras planteaban que en su libro el atacante afirmaba que había disparado a los padres de su novia porque Dios se lo ordenó, razón suficiente para afirmar que el agresor era un enajenado. Este caso fue muy famoso en su época, a tal grado que provocó un intenso debate.
Ahora bien, existe una condicionante muy importante: los casos que comentan estos autores son excepcionales, es decir, ¿cuántos “grandes criminales” de esta envergadura pueden existir en una sociedad? En ese sentido, sería bueno preguntarse si es posible generalizar visiones sobre la construcción del saber psiquiátrico como medio de explicación de los crímenes “monstruosos”, si éstos son realizados por personajes muy particulares. ¿Todos los criminales que parecían tener indicios de locura tendían a los actos “monstruosos”?, ¿todos eran peligrosos?
Existe, pues, una tendencia historiográfica que se centra en el análisis de los casos de locos famosos para dar una interpretación histórica sobre los imaginarios, las ideas, las teorías y las legislaciones para este tipo de individuos en diversas sociedades. Tal es el caso de Roy Porter7 y Andrés Ríos.8 Sin embargo, pocos se han preguntado qué pasó con aquellos locos criminales que no fueron famosos, es decir, los que quedaron en la sombra del anonimato porque sus acciones no llegaron a la luz pública. Para llenar ese vacío historiográfico, en este escrito nos proponemos estudiar a individuos que fueron vistos como locos criminales, pero que no tuvieron un impacto en la opinión pública. El estudio de los casos de estos individuos “anónimos” es una herramienta muy útil para hacer una interpretación histórica sobre las condicionantes culturales, sociales, legislativas y médicas de una sociedad particular.
Fue justamente la observación de estos sujetos anónimos lo que nos permitió conocer la relación contradictoria entre discurso científico y clínica psiquiátrica en el periodo que estudiamos. Por tal motivo, nos proponemos hacer un análisis de la historia de cuatro hombres internos en el Hospital de Hombres Dementes de San Hipólito. La información sobre ellos la extrajimos de sus expedientes clínicos.9 Dichos personajes no fueron locos criminales famosos, sino que fueron personas anónimas a las que se les diagnosticó algún tipo de locura y que llegaron ahí como consecuencia de una acción catalogada en primera instancia como criminal. Así, pues, el aporte historiográfico es que el estudio de los locos criminales “anónimos” también es una herramienta para conocer las ideas e imaginarios de una sociedad en relación con los fenómenos socioculturales.
La psiquiatría entre lo médico y lo legalEn un Estado como el porfiriano, que buscaba el ascenso social y económico del país, la ciencia fue vista como uno de los ejes modernizadores,10 y eso explica, en parte, el hecho de que las instituciones científicas hayan tenido un desarrollo fundamental en casi todo el periodo. La medicina, que a lo largo del siglo xix luchó por demostrar ser una disciplina científica, fue vista como un instrumento de progreso al ser el punto de unión entre varios factores científicos, económicos y políticos. Al comprender que la psiquiatría fue una disciplina que no estaba profesionalizada aun en el Porfiriato, el cuidado y tratamiento de los enfermos mentales recayó en las manos de médicos generales que se interesaron en conocer y comprender la génesis de las psicopatías. Sin embargo, no todos los interesados en las enfermedades mentales se dedicaron de lleno a la asistencia de los locos en los hospitales para dementes, sino que mientras algunos desarrollaron su práctica cotidiana al lado de los pacientes, otros tantos se dedicaron a teorizar la locura fuera de la práctica clínica. Es aquí donde podemos localizar dos grupos: los psiquiatras ocasionales que escribieron sobre la locura y que en algún punto de su vida profesional laboraron en instituciones mentales, pero no se dedicaron de lleno a esta actividad, y los médicos de guardia que se dedicaron exclusivamente a la asistencia de los locos en los hospitales.
Según Andrés Ríos, en países como Francia las principales obras psiquiátricas fueron producidas por quienes fungieron como médicos de los manicomios, pero en México no ocurrió así, ya que “los médicos que durante el Porfiriato redactaron artículos sobre las enfermedades mentales, no precisamente trabajaban en los hospitales para dementes, [mientras que] los médicos que estuvieron al frente de [dichos] hospitales no publicaron los resultados de su experiencia en la clínica”.11 Esta divergencia de actividades en torno a la medicina psiquiátrica nos parece trascendental, ya que los verdaderamente encargados de la locura no eran los que teorizaban en torno a ella.
El primer conocimiento psiquiátrico en México fue construido por médicos de muy distintas áreas. Es probable que esta situación haya ocasionado la bifurcación de actividades entre los interesados en la enfermedad mental, es decir, mientras que unos (los más reconocidos) intentaban de-linear el conocimiento psiquiátrico en torno a teorías más generales, muchas de ellas importadas, otros (los de menos renombre) entraron de lleno a la práctica clínica. Es muy importante observar que los psiquiatras ocasionales eran personajes de la elite médica que no sólo se interesaron por la psiquiatría, sino también por otras disciplinas médicas, y algunos de ellos hasta ocuparon puestos en el gobierno. Si bien no podemos negar que interactuaron dentro de los hospitales para dementes, esta no fue su principal ocupación. Entre éstos encontramos principalmente a José Olvera,12 Porfirio Parra,13 José María Bandera14 y Secundino Sosa.15 Los otros médicos, los de guardia, más que intentar construir un conocimiento en torno a la psiquiatría, se abocaron a la asistencia de los enfermos, y sus intereses, más que desarrollar la investigación médica, eran prestar un servicio en los hospitales para dementes.
En un país donde la elite gobernante y científica, influida por la filosofía positivista y el ánimo de avanzar hacia el progreso, buscaba establecer cánones de conducta, reglamentaciones sanitarias y desarrollo científico, el estudio de las psicopatologías era un tema de mucho interés. Recordemos que, desde varios años antes de la construcción del Manicomio de La Castañeda (1908–1910), algunos médicos habían manifestado la necesidad de crear una institución que atendiera a los enfermos mentales de la capital del país, como una parte importante, según los científicos positivistas, de la modernización de la misma. En el año de 1881, el Consejo Superior de Salubridad entregó un “Informe a la Secretaría de Gobernación sobre la planeación de un manicomio”.16 Luego, en el año de 1883 el secretario de Fomento, Colonización, Industria y Comercio encargó al doctor Román Ramírez que estudiara la literatura científica más moderna de la época y propusiera las medidas que debían tomarse para la creación de la institución.17 Por diversas razones la construcción del manicomio se retrasó hasta finales de la primera década del siglo xx; sin embargo, es importante observar que existía ese ánimo por emprender un proyecto para la asistencia psiquiátrica, que era vista como un problema trascendental en una sociedad que buscaba ascender a la modernidad.
Pero cualquier proyecto para llevar a cabo un cambio en la medicina psiquiátrica debía tener una base teórica mínimamente cimentada para justificar la construcción de un manicomio y, en parte, ese fue el trabajo de algunos médicos que propusieron la necesidad de hacer avanzar la psiquiatría. El problema era que realmente lo que se sabía de esa disciplina era poco. Claro que los esfuerzos llevados a cabo en los hospitales para dementes eran importantes, pero también era necesario tener una base teórica y una justificación para el accionar de los médicos interesados en la medicina mental. Visto desde el sentido de la utilidad, la psiquiatría fue presentada como una ciencia importante tanto para el control social, como para el fortalecimiento de las medidas sanitarias que tuvieron un auge durante el Porfiriato.18 Sin embargo, a pesar de toda la utilidad sanitaria que pudiera ofrecer la psiquiatría a la sociedad porfiriana, los psiquiatras ocasionales desarrollaron discursos en torno a la locura no tanto desde el ámbito de la salud pública, sino desde una disciplina que rayaba más en lo jurídico: la medicina legal.
Según Andrés Ríos, esto se debió a que los espacios académicos para la psiquiatría eran pocos, ya que las cátedras de dicha disciplina fueron más bien intermitentes durante los últimos años del xix, y sólo se impartieron de forma ininterrumpida a partir de la inauguración de La Castañeda.19 Así, pues, el espacio donde más se desarrolló la psiquiatría académica fue en los cursos de medicina legal de la Escuela de Medicina. De hecho la medicina legal fue una disciplina muy relevante que el gobierno porfiriano reconoció al crear el Consejo Médico Legal en 1886, el cual tendría una oficina en la Escuela de Medicina y un presupuesto anual.20 Aunque en la medicina legal se interconectaban diversas disciplinas médicas, algunos doctores, como los que veremos más adelante, intentaron posicionar la psiquiatría como una parte fundamental en el trabajo de esta rama, al afirmar que la labor de los médicos legistas estaba incompleta sin el conocimiento psiquiátrico.
Lo jurídico, campo en pleno crecimiento durante el Porfiriato, se convirtió en esa instancia estatal donde los médicos, no sólo los interesados en la medicina mental, buscaron incorporarse para demostrar la importancia de su saber en la sociedad. Bajo esa perspectiva, los psiquiatras ocasionales trataron de posicionar un saber que creían socialmente necesario, ya que bajo su óptica, el conocimiento psiquiátrico era el único capaz de esclarecer si los actos criminales eran consecuencia de la locura, elemento que era de importancia en el Código penal que veremos en un momento.
Era común, por lo menos en el tema que nos atañe, que los dictámenes de los expertos en medicina mental fueran pasados por alto cuando se daban sentencias donde los jueces o algunos médicos legistas consideraban que algún criminal había actuado bajo el influjo de la locura; esto era visto como un problema. Pero entonces habría que preguntarse ¿por qué las sentencias de los jueces supeditaban las opiniones de los médicos especialistas en psiquiatría? Pensamos que la base de este cuestionamiento se encuentra en la codificación. En el año de 1872 se puso en marcha el primer Código penal, el cual decía que el delito era la “infracción voluntaria de una ley penal, haciendo lo que ella prohíbe o dejando de hacer lo que manda”.21 Esto indica que el delincuente era un individuo que desobedecía la ley de manera voluntaria y libre, lo que evidenciaba su capacidad para discernir entre el bien y el mal. No obstante, existían circunstancias que excluían de responsabilidad al criminal y una de ellas, plasmada en el artículo 34o, era “violar la ley penal hallándose el acusado en estado de enajenación mental que le quite la libertad, ó le impida enteramente conocer la ilicitud del hecho u omisión del que se le acusa”;22 pero también podía ser motivo de irresponsabilidad criminal “haber duda fundada, á juicio de facultativos, de si tiene expeditas sus facultades mentales el acusado que, padeciendo de locura intermitente, viole alguna ley penal durante su intermitencia”.23 Es decir, la locura exentaba o atenuaba la responsabilidad criminal.
Aunque en el Porfiriato el sistema judicial estaba en construcción, ya había leyes que normaban el crimen como consecuencia de la locura. A pesar de que el conocimiento que se tenía sobre la enfermedad mental aún era muy volátil, ya existían legislaciones penales que modelaban la forma de actuar y sentenciar respecto de ella en el campo jurídico. El hecho de que la psiquiatría fuera una disciplina en plena construcción en el Porfiriato implicó que no existieran normas generales que regularan los tratamientos, los procedimientos y los internamientos y esta puede ser una razón por la cual las opiniones de los psiquiatras estuvieran supeditadas por las decisiones de los jueces, quienes respaldados por el Código penal tenían la plena facultad de enviar a algún criminal que, a sus ojos o a los de los médicos cercanos a ellos, presentara síntomas de locura. De hecho, si observamos bien, según el código sólo era necesario el “juicio de los facultativos” en el caso de locura intermitente, nosología que ni siquiera estaba bien definida.
Esta situación era un grave problema para los psiquiatras ocasionales, quienes criticaban en sus artículos esta forma de ver el crimen como consecuencia de la locura. Así, más que presentar a la psiquiatría como necesaria en cuestión de salud pública, la forma en la que intentaban justificar la pertinencia de sus opiniones fue por la ruta de la amenaza social que representaban los locos criminales. De esta manera, desarrollaron un discurso en el que presentaron a este tipo de locos como verdaderas amenazas al ser capaces de cometer crímenes “monstruosos” y presentarse como los únicos dotados para reconocerlos y tratarlos en instituciones especializadas (hospitales).
En realidad este discurso en torno a los locos criminales sólo fue construido por estos psiquiatras ocasionales, ya que sus intereses giraban en torno a ser reconocidos como portadores de un saber específico. Los juristas veían la locura como una atenuante y los médicos de guardia prestaban más atención a la locura que al hecho de que el individuo fuera criminal, aunque cabe destacar que muchos de estos criminales que eran enviados a los hospitales para dementes no parecían estar del todo enfermos y esta situación fue expuesta por los médicos de guardia. La “monstruosidad” no fue una característica que los jueces y los médicos de los hospitales de dementes atribuyeron a los locos criminales, y es que, en parte, la visión que los médicos de guardia tenían de los locos que delinquían era diferente.
En ese sentido, podemos notar que existen divergencias importantes en los discursos de estos dos grupos de médicos. Por un lado los psiquiatras ocasionales exacerbaban la amenaza de los locos criminales con la finalidad de posicionar una disciplina, la psiquiatría, como útil en la sociedad progresista porfiriana; por otro lado los médicos de guardia de los hospitales de dementes dirigían sus discursos hacia la necesidad de despoblar las instituciones mentales que se encontraban hacinadas y con exceso de internos. Para estos últimos la categoría de loco criminal no fue desarrollada y más bien alegaban que muchos de los supuestos enfermos enviados desde las comisarías y juzgados no lo estaban, y el hecho de tener que resguardarlos era perjudicial para la institución. Y no es que los psiquiatras que escribieron en revistas científicas sobre los locos criminales desconocieran la situación precaria de los hospitales, ya que en cierta medida muchos de ellos habían laborado ahí, sino que más bien sus intereses y sus fines eran distintos. Para poder comprender esta heterogeneidad de discursos que parecen contraponerse, hay que analizar detenidamente las posturas de cada grupo de médicos.
La formación de un discurso sobre los locos criminalesPara el Código penal todos los locos eran iguales y tenían las mismas exenciones. Algunos médicos de finales del siglo xix vieron un problema en esta forma de entender el crimen como consecuencia de locura, ya que para la legislación “cualquiera que fuera el estado de sus facultades mentales [del infractor], había de ser plenamente responsable o completamente irresponsable”.24 Esto era criticado por los médicos, ya que era “preciso recordar que la perturbación de las facultades intelectuales no siempre [era] total, y que [había] locos que razona[ban] como las gentes quienes el edificio misterioso de la razón no ha sufrido conmoción”.25 El problema que veían estos médicos era, en primer lugar, que la legislación penal desconocía la posibilidad de que el infractor se encontrara en un “punto medio” entre la locura y la razón.
Según el médico José María Bandera, la enfermedad mental no siempre era total, es decir, existían casos de locura atenuada que no privaba al sujeto de la completa conciencia de sus actos cometidos. Por lo tanto, si bien el loco criminal cometía infracciones debido a su enajenación no siempre actuaba inconscientemente, sino que muchas veces sabía que lo que hacía estaba mal, pero debido a su locura y a la ansiedad provocada por ésta, no podía evitar la realización del crimen. Entonces, no podían declararse irresponsables a estos individuos, sino que había que hacer legislaciones e instituciones para ellos ya que el loco criminal, desde el punto de vista de la culpabilidad y la responsabilidad, no puede equipararse al delincuente cuyo cerebro está libre de lesiones que causan locura […;] el legislador sabio, preocupado por el interés social y de la justicia, tiene que investigar la naturaleza del tratamiento especial a la vez preservativo y represivo.26
Este médico estaba intentando legitimar un saber que la legislación penal ignoraba, es decir, que la locura no debía impedir la responsabilidad criminal. Si bien la medicina psiquiátrica apenas estaba en proceso de formación en el Porfiriato, ya estaba buscando un reconocimiento científico. Además, es visible la inconformidad con los peritajes de los médicos legistas, quienes al no tener conocimientos sobre medicina mental, podían enviar a un loco “atenuado” al hospital de dementes sin conocer el tratamiento que ameritaba.
Para Porfirio Parra, la psiquiatría era menospreciada, ya que se pensaba que sólo se dedicaba al cuidado de los enfermos que había en los Hospitales de Dementes y a “averiguar […], observar y consignar los hechos, a enlazarlos y coordinarlos por medio de luminosos conceptos o de generalizaciones inductivas”.27 Para este médico, la labor de la psiquiatría debía ser más amplia, había que investigar y demostrar la utilidad científica del psiquiatra, ya que ésta, según el médico, era una ciencia “bien constituida, dotada de suficiente autoridad, y que forma[ba] una de las más frondosas ramas de árbol gigantesco de las ciencias médicas”.28 Y aunque no todos estaban de acuerdo con esta última idea,29 sí creían necesaria la intervención de los psiquiatras en otras ramas, como en los juicios penales.
La cuestión concerniente al avance y profesionalización de la medicina psiquiátrica es en sí un tema de discusión. Aunque hay autores —como Cristina Sacristán— que ubican la profesionalización de la psiquiatría hasta la tercera década del siglo xx, existen elementos que nos invitan a pensar que esta disciplina buscó su propio prestigio científico desde la segunda mitad del siglo xix. Siguiendo a los autores extranjeros, principalmente franceses, alemanes y estadounidenses, los médicos mexicanos intentaban establecer patrones generales y modelos que la medicina mental debiera seguir, por lo menos en la capital del país. Con la secularización de las instituciones eclesiásticas en 1860, los hospitales, entre ellos los de dementes, pasaron a la Beneficencia Pública y con la llegada de los directores-médicos30 a las riendas de las instituciones mentales; se dio una medicalización del espacio que permitió desarrollar dinámicas más acordes con las necesidades asistenciales de los hospitales.31
Este contexto nos permite observar que para el último tercio del xix existía algo que podemos catalogar como profesionalización germinal de la psiquiatría, donde esta disciplina poco a poco se estaba desarrollando y su avance estaba directamente relacionado con los cursos de psiquiatría y las prácticas llevadas a cabo en los hospitales de dementes. Por lo tanto, la incipiente psiquiatría de la época exigía más espacios de actuación que estuvieran relacionados con su ciencia y la medicina legal fue vista como un buen marco para que estos médicos participaran como actores activos, ya que la línea divisoria entre la locura y el crimen era, para ellos, muy tenue y fue común pensar que así como el criminal tenía inclinaciones hacia la alienación mental, el loco era un criminal en potencia.32 De hecho los temas sobre psiquiatría más recurrentes en las publicaciones de la época tenían que ver con la medicina legal, la responsabilidad penal, la incapacidad civil, la simulación de locura y la peligrosidad, además del estudio de algunas enfermedades.33
Para el médico Secundino Sosa, “entre las distintas subdivisiones de la Medicina Legal, ninguna más laboriosa, ninguna más obscura, ninguna más augusta que aquella que lindaba con la Psiquiatría”.34 Para este médico, el papel de los psiquiatras debería ser indispensable en los juicios de criminales, sobre todo en los que pareciera haber locura de por medio. Su justificación era que si suponemos que una persona no es psiquiatra, ni siquiera médico, ni ha visto jamás un libro de medicina, ¿qué competencia le concederéis para decidir si alguien es o no responsable criminalmente?, […] pues desgraciadamente es el hecho cotidiano en nuestros tribunales; eso monstruosamente inconcebible sucede y seguirá sucediendo mientras no cambie nuestra legislación.35
Algunos médicos alegaban que en los procesos judiciales no se llamaba a médicos psiquiatras para determinar la responsabilidad de los individuos, y los jueces hacían sentencias y enviaban a los sujetos a la cárcel o al hospital sin saber a ciencia cierta si los individuos eran locos criminales o simplemente criminales, y “en ningún caso los locos pueden ser encerrados en la cárcel, puesto que la locura no es un crimen, sino una enfermedad susceptible de tratamiento”.36 El médico José Olvera mencionaba al respecto que “no todos los habitantes de un manicomio eran tan inocentes respecto de su responsabilidad moral de los prejuicios que ocasionaron, como también no todos los criminales de una cárcel eran tan culpables, como se les había juzgado, por los crímenes y delitos que cometieron”,37 de esta manera dichos médicos se patrocinaban como los únicos portadores del saber que podía determinar la situación mental del sujeto juzgado.
Podemos observar aquí cómo algunos médicos fueron construyendo un discurso en torno a la necesidad de legitimar un saber psiquiátrico que saliera de los hospitales para dementes y actuara en un terreno distinto, en este caso en el judicial; esto pudo ser a consecuencia de que, cuando las autoridades políticas y judiciales enviaban a alguien al hospital, se obviaba el diagnóstico y el individuo debía ser recibido por los médicos de guardia. Esto demostraba el grado de subordinación de la naciente psiquiatría respecto del poder público.38
Ahora bien, si era cierto que estos médicos pensaban que su opinión era indispensable para la sentencia de los locos criminales, sus propuestas tenían un fondo científico. No exponían tanto la injusticia de enviar a un loco a una cárcel o viceversa, sino más bien la importancia de sus diagnósticos en los juicios penales era por la amenaza que presentaban estos individuos. Es decir, con la finalidad de justificar un discurso, parece que pasaban por alto las necesidades médicas y las realidades clínicas llevadas a cabo en los hospitales de dementes por prestar más atención a la supuesta amenaza de estos sujetos criminales en la sociedad.
Porfirio Parra decía que “las emociones, los afectos, la voluntad sufren en estos individuos peligrosos grandes perturbaciones” y que podían tener accesos de cólera con gran intensidad,39 lo que significa que debido a sus acciones perturbadas eran una amenaza para los demás. Miguel Macedo, quien no era un médico sino un criminólogo, decía que los individuos más peligrosos eran “capaces de todos los actos de violencia, pues no estimando en nada ni su persona ni sus derechos, eran incapaces de respetar la vida y los derechos de los otros”.40
Para los galenos, la peligrosidad de los locos criminales era mayor, ya que además de ser débiles mentales, eran criminales y esto los hacía doblemente peligrosos y debido a “la incapacidad de los deberes y derechos de la vida social, resultarían un gran peligro personal y público, […] por lo tanto esta[ban] comprometidos los intereses del enfermo, de la familia y de la sociedad”.41 Para Porfirio Parra, los locos criminales tenían “impulsos monstruosos” que no podían evitar; tenían ímpetus violentos, inclinaciones crueles, carácter feroz e inteligencia escasa, “sus tendencias peligrosas […] estimula[ban] frecuentemente sus insaciables apetitos y sus brutales instintos de bestia hambrienta”.42 Notemos cómo hace ver el peligro de los locos criminales más grande que el de los criminales normales, ya que a diferencia de estos últimos no sólo tendían a herir, robar o violentar, sino que también tenían propensión a realizar actos monstruosos que no podían evitar por su locura. En ese sentido, Parra reiteraba: Estamos muy lejos de afirmar que todo criminal sea loco ó degenerado ó que todo loco ó degenerado sea criminal […]. Lo que la observación nos enseña es que, entre los que infringen la ley penal, unos son locos, otros degenerados, otros son la imagen más ó menos fiel del tipo […] criminal nato, y otros, por último, son hombres sanos de espíritu y de cuerpo […]. No todos los locos, ni los degenerados llegan a infringir la ley penal; pero esto no se opone á que todos estos seres sean peligrosos para la sociedad, ni que ésta, dado el caso, posea el legítimo derecho de precaverse de tales individuos.43
Por su parte, José Olvera también estaba de acuerdo en la amenaza acentuada de los locos criminales. Para él, los actos de estos individuos eran “horrendos” y de hecho hablar de locos criminales era lo mismo que hablar de “enajenados peligrosos”. Por tal motivo, este médico planteaba la necesidad de construir un “asilo-prisión” para “enajenados peligrosos”, quienes debido a los “débiles ligamentos [del Hospital para Dementes] los [podían] romper haciendo preceder su fuga para cometer un nuevo crimen”.44
Según algunos médicos, las instituciones para locos no estaban preparadas para atender a locos criminales, ya que existían “cuidados indispensables que [requerían] afecciones que son más peligrosas […]. De lo cual se puede deducir que [era] de justicia sacar de los asilos a los [criminales] y de las prisiones a los [locos] y encerrarlos en un lugar en donde [pudiera] aplicarse á la vez un tratamiento médico y un régimen penitenciario”, con la finalidad de regenerar a todos estos sujetos, al tiempo que estuvieran asegurados indefinidamente “mientras fueran una amenaza para la sociedad”.45
Olvera mencionó además que “tratándose de locos no peligrosos no tendría su libertad consecuencias graves para la sociedad, pero sí era de grande responsabilidad [que se libere a] esta clase de locos, que ya en libertad [volvieran] a cometer un crimen”.46 Nótese cómo para Olvera los locos criminales tenían una peligrosidad nata, que los locos no criminales no cargaban.
Vemos entonces cómo los médicos fueron formando un discurso, exponiendo la necesidad de ser tomados en cuenta en el terreno judicial. El medio que utilizaban para justificar su papel en las declaraciones de responsabilidad criminal era la amenaza más elevada de los locos criminales, que sólo podían ser recluidos y tratados por ellos, en hospitales, no en cárceles. Esta era su inconformidad con los peritajes legales.
Secundino Sosa alegaba: “el autor del Código Penal [y] los egregios presidentes de nuestra Suprema Corte no fueron ni aptos ni competentes para fallar acerca de la incapacidad o irresponsabilidad alegadas por enfermedades mentales”, y cierra diciendo, “es claro: la medicina es de los médicos […], no lo olvidéis: no es posible la justicia sin la ciencia”.47
Pero en todas estas consideraciones teóricas, estos médicos (que sólo se enfrentaron ocasionalmente a la asistencia de las enfermedades mentales) ignoraron las necesidades y la vida cotidiana de los individuos dentro de los hospitales para dementes. En su afán por legitimar un discurso pasaron por alto que realmente la cantidad de locos criminales peligrosos era mínima y que, en palabras de los médicos de planta de las instituciones mentales, el verdadero problema no sólo era la legitimación de una ciencia médica, sino la sobrepoblación y el hacinamiento provocado por el ingreso de delincuentes que no estaban locos. En ese sentido, los médicos directores de los hospitales para dementes manejaban una opinión diferente.
La realidad clínica frente a una falsa amenazaLo que hemos de notar, a diferencia de lo que Parra, Olvera o Sosa mencionaban, es que los psiquiatras encargados de la asistencia de los locos en el Hospital de Hombres Dementes no se quejaban de la amenaza que representaban los sujetos internos ahí como locos criminales, sino más bien los médicos de guardia —como Manuel Alfaro, director de la institución— alegaban que los individuos enviados por las instancias judiciales la mayoría de veces no eran locos y que su lugar no era el hospital. Esa institución estaba destinada a no más de trescientos pacientes, número muy bajo si pensamos que recibía enfermos de diversos lugares de la república;48 además, el presupuesto otorgado al hospital era mínimo y a veces hasta conseguir los medicamentos básicos era complicado. Por lo tanto, los médicos directores, como Alfaro, alegaban que la internación de los supuestos locos criminales era perjudicial para la institución debido a la sobrepoblación y la falta de alimentos, medicinas y personal.
El caso de Pedro es muy significativo.49 En 1885 don Pedro, un militar, y doña Refugio tuvieron un hijo en la ciudad de México al que decidieron llamar como a su padre. Siendo Pedro aún muy pequeño, no podía estar viajando constantemente en las campañas de su padre, así que su madre y él se asentaron en la capital del país un corto tiempo para después regresar a la tierra natal de doña Refugio, en San Luis Potosí.
Desde muy joven, Pedro en ocasiones tenía desplantes de ira espontánea y comenzaba a agredir a las personas, y aunque nunca llegó a herir de gravedad a nadie, su agresividad fue la razón por la que fue retenido varias veces en la cárcel de la ciudad, donde decía haber aprendido la lección, pero después al salir en libertad reincidía en sus actos agresivos en contra de otras personas, al grado de amenazar al mismo gobernador del estado de San Luis Potosí, Blas Escontría. Al ocurrir este incidente, en mayo de 1905, fue remitido a la cárcel de la ciudad durante cuatro meses; ahí fue donde comenzó a presentar supuestos delirios que hicieron a los médicos diagnosticar enajenación mental a Pedro. Al no tener un lugar adecuado para Pedro, el gobernador Escontría decidió mandarlo de la cárcel al Hospital para Hombres Dementes de San Hipólito el día 27 de septiembre de 1905 en calidad de reo y peligroso.50
En caso de que un criminal pareciera tener afectadas sus facultades mentales, un juez podía exonerar al individuo y confinarlo al Hospital para Dementes por tiempo indefinido. Ante esta situación, algún médico opinaba “¿quién, dotado de sentido común, prefiriera creer que no se equivocó el juez que no sabe una palabra de anatomía y fisiología del cerebro, ni ha leído nunca una letra de patología y clínica mentales?”,51 ya que muchas veces ocurría que, cuando llegaba el supuesto loco, al estar en observación los médicos lo declaraban sano, pero por haber llegado con una orden judicial no podían darle el alta, tal como ocurrió con Pedro.
Una vez que Pedro llegó al hospital, un practicante de medicina lo examinó y le dijo que “no tuviera cuidado, pues se trataba en realidad de un absurdo y sería cuestión cuando mucho de un mes en observación y quedaría libre”.52 Al otro día le fue entregado el paciente al director del establecimiento, Manuel Alfaro, quien al observarlo llegó a la misma conclusión que el practicante, y le dijo “que pasado un mes se dirigiría al ciudadano gobernador de San Luis Potosí para su salida”.53
Cumplido el mes de aislamiento, Pedro recordó su situación al doctor Alfaro, quien envió una carta al gobernador de San Luis. En respuesta, el gobernador contestó: El C. Director del establecimiento participó que Pedro se encontraba bien y en capacidad de volver con su familia, se le comunicó esta circunstancia al C. Gobernador de San Luis, haciendo presentes sus deseos de que Pedro permanezca por más tiempo en el hospital a consecuencia de que varias veces después de haber estado sujeto a reclusión y al parecer en buena salud ha vuelto a agredir.54
Aunque el psiquiatra no encontró un trastorno mental en Pedro, las normativas institucionales y la autoridad política provocaron que el sujeto no pudiera salir del hospital. La situación fue tal que para poder retenerlo ahí el gobierno de San Luis Potosí comenzó a pagar una pensión, razón por la cual Pedro pasó al departamento de distinguidos.55 A los pocos meses, el 21 de julio de 1906, tras un descuido de uno de los vigilantes que llevó a Pedro a un paseo,56 este último huyó.57
Los médicos psiquiatras pedían a las autoridades remitentes que se hicieran cargo de los individuos que enviaban al hospital con una supuesta locura, porque al estar en observación médica no presentaban trastornos de la mente, y aunque Pedro fuera un individuo cuya agresividad podía ser catalogada como un peligro para la sociedad, ante los ojos del médico de la institución no era un demente y por eso pedía su salida.
Esta era una situación muy común en el Hospital de San Hipólito, y por eso el doctor Manuel Alfaro mencionaba en una notificación al director de la Beneficencia Pública que, “con frecuencia, de diversas inspecciones de policía, son remitidos a este Hospital, enfermos que ni son aparentemente locos; unas veces se trata de individuos que han permanecido ahí [en la Comisaría] un tiempo más o menos largo, sin recibir alimento alguno, y entonces su estado famélico los hace delirar”.58 Las palabras de este doctor, quien era el encargado directo de San Hipólito, no intentaban legitimar un saber ni posicionarse como practicante de una ciencia ignorada por las autoridades, más bien estaba exponiendo una queja para evitar llenar al establecimiento de individuos que no estaban locos. Mientras los psiquiatras ocasionales, de los que hablamos más arriba, buscaban ser ellos quienes determinaran la culpabilidad y hacerse cargo de los locos criminales, los médicos de guardia como Manuel Alfaro, querían tener una voz para evitar que individuos que no estaban locos fueran ingresados al hospital. Este último fenómeno es lo que Cristina Sacristán ha denominado “desamparo jurídico” de la psiquiatría.
La naciente medicina mental se encontraba en un “desamparo jurídico” que limitaba el campo de acción de los psiquiatras. Sacristán menciona que desde el siglo xix la labor de los psiquiatras se vio subordinada ante dos principales instancias: el poder público y la familia,59 quienes dirigían a individuos a los hospitales para dementes sin que se les hubiera hecho un examen médico para determinar un posible diagnóstico. Esta situación se debió, en parte, al poco desarrollo que en esa época tenía la medicina mental, pero también al hecho de que no existía una legislación específica que determinara los procedimientos científicos y administrativos en la internación de los locos.
Con el ejemplo de Pedro observamos la complejidad del tejido social que caracterizaba estos fenómenos. Notemos cómo él no permaneció en el hospital sólo por la orden judicial, sino porque así lo sugirió la voluntad del gobernador del estado, entonces la reclusión de estos sujetos no sólo estaba determinada por condicionantes jurídicas, sino también intervenían elementos sociales y culturales enmarcados en claras relaciones de poder; ciertos actores, fuera del ámbito médico y judicial, participaban en la dinámica del encierro. Esto demuestra que lo jurídico y lo científico no escapaban de las dinámicas socioculturales, y que en realidad, aunque estos actores históricos se escudaban en la legislación penal, el encierro de los locos respondió en gran medida a la transgresión de cánones sociales y culturales.
Pedro nunca había cometido un acto “monstruoso” ni crimen perverso, pero aún así se le catalogó como loco. Fue visto como un loco criminal, pero no se acercaba al nivel de peligrosidad que los médicos antes citados atribuían a estos individuos. Esto nos Ileva a pensar que lo que escribieron los médicos fueron, en parte, generalizaciones teóricas, con el fin de crear discurso sobre la peligrosidad exacerbada de los locos criminales, para legitimarse como portadores de un saber psiquiátrico. Pero no fue el único caso.
Miguel nació en la ciudad de Oaxaca en 1861 y llegó a la ciudad de México muy joven.60 Desde que era pequeño comenzó a tener problemas de conducta a raíz de la muerte de su madre, teniendo una vida muy solitaria porque su padre viajaba mucho por su trabajo. El carácter y el temperamento de Miguel se deterioraron seriamente y su conducta se tornó agresiva, irascible e impaciente. Siempre ocasionaba problemas a quienes estaban a su alrededor.
En una ocasión conoció a un individuo que regenteaba en una casa de prostitución y ambos comenzaron una relación amistosa. Un día este individuo invitó a comer a Miguel a su casa; Miguel compró obsequios para los familiares de su amigo y a consecuencia de ello “se le toleraron ciertas familiaridades que lo autorizaban según cree a intimidades de mala ley que ya tenía pagadas”.61 Obviamente estas acciones imprudentes no agradaron al supuesto amigo que lo había invitado y, ya ebrios, comenzaron a discutir y Miguel empezó a golpear al amigo. Cuando intervino la policía para detener la riña, Miguel bajo la influencia del alcohol se lanzó a agredir a los gendarmes también. En el Porfiriato el oficio de gendarme estaba muy desprestigiado, la población en general se negaba a reconocerles su autoridad y “la gente del pueblo no tenía la costumbre de respetar al guardián del orden público”; de hecho hasta lo ubicaba como enemigo al que insultaba con frecuencia. Sin embargo, la agresión física, y sobre todo bajo los influjos del alcohol, provocaron el encierro de Miguel.62 Él fue retenido y llevado al Primer Juzgado donde, por haber golpeado a los gendarmes, fue sentenciado por el delito de lesiones y faltas a la autoridad con 16 años de prisión y fue remitido a la Cárcel de Belem. Dentro de la cárcel se exaltaba demasiado, discutía y golpeaba a los presos y a los guardias, y para evitar más problemas con él, se le internó en una bartolina.63 A causa de la situación en que vivía, poco a poco fue presentando delirios y alucinaciones sobre personas que confabulaban en su contra.64
Durante el tiempo en prisión, Miguel fue remitido al Hospital de San Hipólito tres veces, porque su estancia en Belem era muy problemática y sólo causaba inconvenientes, además de haber comenzado a tener alucinaciones e ideas delirantes explícitas. Así, en 1908 fue exonerado de cualquier cargo penal debido a que los médicos legistas encontraron al reo con un trastorno mental que lo excluía de cualquier responsabilidad y fue enviado al hospital.
No obstante, un año después los médicos de San Hipólito declararon que Miguel “aunque no esta[ba] sano, [podía] ser trasladado a otro lugar por estar correcto en el uso de sus facultades mentales”,65 pero como ya había sido declarado irresponsable jurídicamente, las autoridades judiciales de la cárcel creyeron imprudente dejar en libertad a Miguel, así que sin ser ya catalogado como un criminal, debería permanecer encerrado dentro del hospital. Tiempo después, cuando se inauguró La Castañeda, en septiembre de 1910,66 fue trasladado hacia allá e ingresado en el Pabellón de Peligrosos.
En el Pabellón de Peligrosos del manicomio eran “resguardados, en primer lugar, los asilados violentos […] cuya permanencia en otros pabe llones pudiera ser nociva para los otros asilados”. Dicho lugar también estaba destinado a internar a los “presos […] de cuya seguridad no pudiera confiarse en los otros pabellones”,67 es decir, en ese pabellón se resguardó a todos los reos que por alguna razón fueron remitidos al manicomio. La existencia de éste es interesante, ya que a él llegaban todos los presos o individuos en proceso de sentencia que las autoridades judiciales enviaban al manicomio, fueran o no individuos agresivos, violentos o, valga la expresión, peligrosos. Esta cuestión nos permite hasta cierto punto comprender la unión entre crimen y peligrosidad que los científicos atribuían a los enajenados mentales.
No obstante, tras poco menos de un mes de haber llegado al manicomio, Miguel huyó. La forma en que escapó Miguel indica que el Pabellón de Peligrosos no tenía la seguridad necesaria ya que ni siquiera había un cuerpo de policías que hiciera guardia, lo que es contradictorio al notar que los médicos más consagrados atribuían una peligrosidad mayor a los locos criminales, y que por lo tanto lo lógico sería que tuvieran una reclusión bien vigilada. Esto nuevamente contradice la teoría que afirmaba que los locos criminales cometían actos “monstruosos”, ya que en la práctica no tenían una vigilancia mejor que los otros internos, tomando en cuenta también que para los médicos del manicomio, Miguel no merecía estar en la institución.
Podemos destacar que, si bien es cierto que Miguel llegó al hospital con trastornos en sus facultades mentales, parece ser que éstos fueron el resultado de la calidad del encierro que sufrió en la cárcel, entonces los médicos aceptaron su internamiento, pero al estar en San Hipólito, donde su encierro fue probablemente menos traumático, desaparecieron los síntomas de locura. No podemos aseverar que todos los individuos enviados desde las instituciones judiciales no tuvieran cierto grado de locura, lo que sí es verdad es que la dinámica que presentamos aquí, donde los médicos alegaban la internación de individuos que no estaban enfermos, se repitió en diversos casos de los cuales nosotros presentamos algunos. Si existieron individuos que cumplieran con las características expuestas por los psiquiatras ocasionales (casos “monstruosos”), esos fueron excepcionales ya que la revisión general de los expedientes clínicos demuestra lo contrario.
No fueron los psiquiatras quienes atribuyeron la locura a Miguel, sino que fueron las autoridades judiciales, y aunque para los médicos era conveniente otorgarle el alta de la institución psiquiátrica debido a que para las autoridades de la cárcel Miguel era una amenaza, no se le permitió su salida y fue condenado vivir dentro de la institución mental sin que los médicos pudieran hacer nada. Se muestra que los espacios de las instituciones mentales del Porfiriato respondían a otras necesidades y no estaban adecuadas para los locos criminales que, se suponía, eran la peor amenaza para la sociedad.
Otra situación muy común que provocaba inconformidad en los médicos del Hospital de Dementes era cuando de las demarcaciones de policía se enviaban individuos alcoholizados. Los médicos mexicanos del Porfiriato, influidos por la teoría del degeneracionismo,68 pensaban que cuando una persona era alcohólica podía engendrar hijos locos o epilépticos. éstos a su vez darían a luz “imbéciles” o “idiotas” que acabarían con la raza ya que no podrían procrear. Según Andrés Ríos Molina, esta teoría se convirtió en un apoyo científico para la elite porfiriana que luchaba por extirpar los males sociales69 como la locura y el crimen.
El médico Porfirio Parra decía que los locos criminales eran la consecuencia de un proceso de degeneración racial70 y que “la herencia morbosa” provocaba un retroceso en la evolución humana, por lo tanto los degenerados eran inferiores a los demás y por eso eran una amenaza. Aunque la degeneración racial tenía diversas formas de manifestarse, una de las principales razones y consecuencias era el exceso en el consumo del alcohol. El caso de Ángel es muy ilustrativo.
Él nació en el pueblo de Jilotepec, Estado de México, el 17 de febrero de 1877. A la edad de 16 años salió de su pueblo natal porque consiguió un trabajo como ferrocarrilero en Michoacán. Estuvo en este empleo algunos años mudándose constantemente de estaciones porque era separado de los puestos por su difícil carácter y su exagerada forma de tomar alcohol. ángel siempre tuvo un carácter difícil, petulante, jactancioso, grosero y violento, a tal grado de perder la conciencia y golpear a quien se le atravesase y estas exaltaciones eran intermitentes de uno a dos días hasta que recobraba su tranquilidad y quedaba silencioso y resignado por algún tiempo. Aunado a esto, cada vez que ingería alcohol lo hacía por varios días, causándoles problemas a todos los que lo rodeaban, por ser un tomador impertinente.
En el año de 1900 ángel llegó a la capital del país y ahí conoció a Vicenta, quien se convirtió en su esposa. Sin embargo, descubrió “no muy tarde, que era una prostituta clandestina que había tenido una hija de un mecánico del [Ferrocarril] Central de apellido Vázquez, quien por su mal carácter la había abandonado dejándole a la hija, habiéndose ésta tirado a la prostitución, aunque muy precavida desde entonces”.71 Las prostitutas eran mujeres de la vida pública72 y no eran el modelo de honorabilidad que un hombre buscaba para hacer una familia; por ese motivo, ángel no quiso permanecer con Vicenta.
Ya separado de su esposa, ángel se volvió alcohólico y depresivo. Tras una borrachera fue enviado por una demarcación de policía al Hospital de San Hipólito en el año de 1901. Esta detención sólo duró ocho días ya que al recuperarse fue dado de alta. Continuó su vida normal durante algún tiempo hasta que en abril de 1903 fue aprehendido ebrio nuevamente en el perímetro de la segunda demarcación de policía. Esta vez no fue enviado al hospital, sino que fue remitido a la Cárcel de Belem porque le encontraron algunos objetos que había robado. Ya en la cárcel, a causa de su actitud violenta fue remitido de inmediato a San Hipólito. Esta vez su estancia fue más larga ya que, aunque los doctores le dieron el alta médica casi de inmediato, como entró en calidad de reo no pudo salir del hospital.
Esta tendencia de ingresar al Hospital de Dementes a individuos ebrios venía desde mediados del siglo xixen México. Entre los años de 1867 y 1886, 39 por ciento de los locos ingresados a San Hipólito entraron por sufrir de alcoholismo, y aunque estas cifras disminuyeron a finales del Porfiriato, donde sólo 10 por ciento de los internos eran alcohólicos73 (este descenso se debe en gran parte a la lucha que se llevó a cabo en el Porfiriato para eliminar el alcoholismo, que se veía como una causa de las enfermedades mentales), los ebrios eran una población más o menos considerable dentro de las filas de los hospitales para dementes y lo evidenció Miguel Alvarado, director del Hospital de Mujeres Dementes del Divino Salvador, al denunciar en 1890 la gran cantidad de personas que eran remitidas a los hospitales por estar ebrias74 y que salían después de unos días.
Pero aunque los médicos señalaban el peligro que traía consigo el alcoholismo y existieron algunas legislaciones para disminuir el consumo del alcohol durante el Porfiriato, en materia penal el alcoholismo no era visto como una infracción, sino como una atenuante, ya que según el Código penal antes mencionado, en el artículo 34, fracción III, se decía que un individuo podía tener irresponsabilidad criminal por “la embriaguez completa que prive enteramente de la razón, si no es habitual, ni el acusado ha cometido antes una infracción punible estando ebrio”.75 Entonces, si los policías encontraban a un ebrio en la calle, podían llevarlo a la comisaría, pero cuando el individuo recuperaba el juicio lo dejaban salir, porque estar ebrio no era un crimen; esto podría explicar por qué muchas veces la policía prefería llevar al individuo al hospital, en lugar de la cárcel.
Para los médicos el alcoholismo era una característica muy peligrosa porque fue, según ellos, una de las principales causas y consecuencias de la degeneración de la raza. Porfirio Parra, por ejemplo, decía que los degenerados eran la consecuencia de la “durísima ley de la herencia morbosa”, y que éstos eran descendientes de alcohólicos, entre otros.76 El doctor Nicolás Ramírez de Arellano decía que el alcoholismo era una enfermedad generadora de otras y que al aumentar el alcoholismo, la criminalidad y la mortalidad aumentaban.77 Trinidad Sánchez Santos78 afirmaba que el alcoholismo era un estado patológico que afectaba al enfermo en tres niveles: el individual, su descendencia y a la sociedad.
La teoría del degeneracionismo, en torno a los locos criminales, puede ser vista como una herramienta que los médicos utilizaron para legitimar su saber, ya que los degenerados eran sujetos que tenían una herencia negativa que afectaba su intelecto y sus acciones; por lo tanto, su tratamiento y reclusión era papel de médicos, no de jueces. Tal vez esta fue la razón por la que, al no poder sentenciar a un criminal que delinquió en estado de completa ebriedad, una solución era enviarlo al Hospital para Dementes.
Algunos médicos, como Parra, aseguraban que los degenerados “presenta[ban] raras aberraciones, é inmotivados cambios […] los cuales [sentían] á menudo desapego por los seres que debieran amar y vivo afecto por los seres extraños y […] pasa[ban] sin motivo suficiente del cariño al odio”.79 Por ello, al no saber la forma en la que podían actuar, eran seres muy amenazantes, pero además la “herencia morbosa” que iban a heredar a sus hijos y nietos los hacía seres todavía más peligrosos. Por lo tanto, era necesario que los causantes de la degeneración, como los alcohólicos, fueran enviados al hospital.
Esta conclusión puede sonar lógica, de no ser porque uno de los psiquiatras de San Hipólito alegaba que existían “individuos diagnosticados locos, siendo lo más a que esto se ref[ería], casos de ebriedad transitoria y los cuales [eran] dados de alta casi inmediatamente, porque a veces se presenta[ban] ya en su estado normal”,80 pero como eran llevados por las autoridades judiciales, no se les podía negar la internación, como en el caso de Ángel, que no cometió un crimen “monstruoso”, ni nada parecido, más bien se le encerró por ser alcohólico. Podemos ver que algunas autoridades médicas del hospital estaban en contra de la internación de los alcohólicos. Sin duda, para la elite científica, dicho fenómeno era un verdadero problema social y no faltaron los médicos que no dudaron en advertir que el alcoholismo debía ser combatido; sin embargo, seguía quedando el vacío legal hacia los que abusaban de ese tipo de bebidas. Nuevamente encontramos que existían prejuicios culturales que determinaban dinámicas de encierro ya que, como mencionamos, ser alcohólico no era en sí un crimen. No obstante, al ser visto como un problema social, el combate al alcoholismo definió formas de actuar ante él.
Existía toda una percepción cultural que llevó a las autoridades a sacar a los bebedores de las calles, la paradoja era que no existían espacios de reclusión especiales para estos sujetos y dicha situación provocó que tanto las cárceles como los hospitales de dementes sirvieran de espacios versátiles para el internamiento. Así pues, el alcohólico, delinquiera o no, era dirigido a una institución donde estuviera por lo menos hasta su recuperación. Pero con el caso de ángel podemos ver que el alcoholismo, aunque fuera un atenuante penal, también era criminalizado y esto respondió, en parte, a que las creencias e ideas sobre este fenómeno eran del todo negativas. Si este personaje fue sentenciado fue más bien por el hecho de que su recurrencia a ingerir bebidas alcohólicas lo posicionaron como una amenaza y debía ser aislado de la sociedad.
Dado el contexto que acabamos de presentar en torno a la cuestión del alcoholismo, observamos que también existe una divergencia de discursos en torno a éste. Por un lado, los médicos de la elite científica criticaban duramente el alcoholismo, mientras que por otro los médicos de guardia de los hospitales de dementes combatían la internación de estos individuos en las instituciones, y esto es más visible al observar que el periodo de internamiento de los bebedores en la mayoría de los casos no excedía los 30 días. Si los médicos de guardia compartieran la idea de la gran amenaza social de los alcohólicos, tal vez permitirían el ingreso de éstos sin alegatos, pero sus preocupaciones eran otras, y la cuestión de la sobrepoblación en las instituciones seguía siendo el problema que más las aquejaba.
No debemos pasar por alto que las condicionantes culturales del encierro de los locos son fundamentales para comprender la relación entre crimen y locura. A pesar de que había legislaciones y procesos específicos, muchas veces lo que determinó la decisión de un juez o de un médico en el encierro de un individuo fueron elementos que salían del terreno legal o médico, y encuadraban más en lo cultural. Veamos el caso de Guillermo. él era una persona de color, procedente de Estados Unidos, y había nacido en 1870. Era uno de los sirvientes de un personaje inglés rico que residía en Missouri. Una noche, Guillermo se embriagó y en el estado etílico le robó dos sillas de montar, un freno y varias piezas de ropa a su patrón y escapó hacia México para no ser capturado.
Al llegar Guillermo a la capital, la policía lo encontró en la calle portando las ropas finas que había robado. De inmediato fue puesto en custodia y enviado a la Cárcel de Belem en 1909 sentenciado por robo. Su vida en la cárcel fue muy problemática, ya que a causa de su color de piel los otros reos acostumbraban burlarse de él y lo insultaban, y a consecuencia de esto solía pelear con ellos. Se podría poner a discusión el hecho de que la sociedad mexicana, al no estar familiarizada con la presencia de negros dentro del nudo social, era determinantemente racista. Las características del color de piel fueron reflejadas siempre hacia una negatividad inminente ya que la “negritud” se consideró durante muchos años perjudicial y poco digna.81
Los pleitos de Guillermo fueron la constante durante su estancia en Belem; las riñas, vistas como parte de una conducta anormal, fueron los medios por los cuales su abogado defensor lo hizo pasar como loco y así pudo conseguir la remisión al Hospital para Hombres Dementes. Ingresó el día 5 de mayo de 1910, pero no duró mucho tiempo porque después de un mes de observación fue dado de alta por “no ser justificada su internación”.82 La estancia de Guillermo duró muy poco, ya que el juez atendió la solicitud del abogado, y más bien el individuo fue enviado al hospital para probar si estaba loco o no. Los doctores de San Hipólito negaron la enfermedad del sujeto en cuestión y lo regresaron a la cárcel. Es interesante, además, recalcar el papel del abogado que, basándose en presupuestos no médicos (ya que según la historia clínica nunca pidió la opinión de algún experto en enfermedades mentales), logró conseguir la remisión de su defendido al hospital. Una vez más encontramos que los actores que participaban en los internamientos eran diversos y actuaban en distintos campos sociales.
Así fue como se le reingresó a Belem a mediados de junio del mismo año. Pero su regreso a la cárcel fue peor, ya que al haber estado en el hospital, los reos de Belem lo molestaban todavía más, “y hasta los más muchachos que ahí había eran azuzados por los más grandes para molestarlo, llamándole loco, negro, ladrón y mil obscenidades, hasta lo hostigaron, viéndose entonces obligado a defenderse, pues ya no sólo lo insultaban, sino que llegaron a golpearlo”.83 Debido a estas problemáticas y por su actitud violenta y agresiva (que era consecuencia de los ataques de los demás internos) las autoridades de la cárcel decidieron remitirlo nuevamente, pero esta vez al recién inaugurado Manicomio de La Castañeda, el día 10 de septiembre de 1910.
Guillermo fue recibido en el manicomio y puesto en observación, ya que no había muchos datos de su anterior ingreso al Hospital para Dementes. Lo que se escribió en el expediente clínico del manicomio fue: “no encontramos en su reconocimiento nada anormal en su físico, pues ni aún tiene signos de [alcohólico] consuetudinario, el uso de sus facultades psíquicas es normal; fuera de esto en el pabellón su conducta ha sido irreprochable, es callado, servicial e inofensivo”.84 Entonces es posible entrever que su situación mental parece no tener mucho de anormal, sino más bien las circunstancias de su vida y, obvio de su color de piel, lo exiliaron a la locura. Guillermo tuvo que permanecer en el Manicomio General ya que las autoridades de Belem lo exoneraron de los crímenes realizados por la supuesta locura. El diagnóstico que se le atribuyó fue el de alcoholismo, con la especificación de “Tratamiento nulo por falta de indicación”.85
Una mañana durante un paseo por los jardines del manicomio, tras un pequeño descuido de los vigilantes, Guillermo soltó una carrera y se dirigió hacia la parte de la institución que colindaba con el río y escapó. En el expediente quedó asentado de la siguiente manera: “no parece haber habido en esa fuga culpa por parte de los vigilantes, los cuales se dieron cuenta de que el asilado se fugaba y le persiguieron oportunamente; pero sin duda, por tratarse de un negro, andarín de profesión, que es el expresado asilado, no pudieron darle alcance”.86
El caso de Guillermo nos parece relevante para comprender un poco mejor la problemática que hemos expuesto en este trabajo. Si por un lado encontramos una dicotomía entre los discursos médicos con respecto a la naturaleza de los locos criminales y una supeditación de las sentencias de los jueces por sobre la opinión de los médicos del Hospital de Dementes, por otro notamos que existían condicionantes que sobrepasaban los discursos y las prácticas clínicas y que tenían que ver más con visiones culturales de la misma transgresión y amenaza social. Esta última historia termina por englobar varias de las caras de un fenómeno, ya que el mismo ingreso de Guillermo a la Cárcel de Belem estuvo muy condicionado por presupuestos culturales, asimismo su paso al manicomio se debió en gran medida a una dinámica social donde los médicos se vieron obligados a recibirlo, aunque no creyeran que estuviera loco y de hecho no se propusiera ningún tratamiento para él. Es claro que este sujeto nunca cometió un crimen “monstruoso”, sin embargo fue sentenciado a permanecer en La Castañeda, por lo menos hasta que huyó.
Estas cuatro breves historias que hemos expuesto nos han permitido observar lo que exponían los médicos del Hospital de San Hipólito, que tenía que ver con su incapacidad para rechazar individuos supuestamente locos que eran enviados por las autoridades judiciales. Este fenómeno distaba de las consideraciones teóricas de los psiquiatras ocasionales que expresaban la amenaza que corría la sociedad debido a los locos criminales, y aunque ambos grupos de médicos estaban preocupados por la asistencia de los locos, fueran criminales o no, sus justificaciones eran totalmente opuestas. Pero además nos permite observar que, más allá de los discursos y las prácticas clínicas, el encierro y todo lo que conllevaba éste estaban condicionados directamente por cuestiones sociales y culturales, así como por prejuicios, valores, miedos y formas de pensar. Así, pues, el encierro de los locos criminales traspasó los discursos científicos y la práctica clínica.
ConclusionesLas instituciones mentales se han caracterizado a lo largo de la historia por la sobrepoblación y el hacinamiento. Justamente esa característica es la que expresaban los médicos del Hospital de Hombres Dementes de San Hipólito, sobre todo su director. Cuando eran enviados desde las comisarías locos que habían delinquido, muchas veces al estar en observación demostraban no tener trastornos mentales; sin embargo, debido a los condicionamientos legales en el Porfiriato dichos individuos se quedaban en la institución, sin que la opinión de los médicos fuera tomada en cuenta. Este era el problema que los psiquiatras veían en las sentencias penales.
Por otro lado, los psiquiatras ocasionales alegaban que la ciencia psiquiátrica estaba supeditada por la autoridad de los jueces y magistrados, quienes enviaban a los locos criminales a la cárcel o al hospital sin el debido peritaje médico especializado, realizado por médicos expertos en la enfermedad mental. Estos médicos intentaban legitimarse como portadores de una ciencia y pretendían alzar la voz frente a las autoridades judiciales que ignoraban la importancia de su papel en las sentencias penales, además de que se mostraban como los únicos capaces de tratar con dichos individuos. A diferencia de los médicos de guardia, los psiquiatras ocasionales no prestaban atención a las necesidades internas de la institución mental, a la sobrepoblación o a la falta de personal, y no porque no conocieran estas condiciones institucionales, sino más bien porque sus intereses eran otros. Ellos querían posicionar a la medicina psiquiátrica, que ya había iniciado su camino hacia la profesionalización. La justificación que estos médicos daban era la amenaza social, y en cierta medida la degeneración, que representaban estos locos criminales, quienes podían realizar actos “monstruosos” y además transferir su herencia morbosa.
Encontramos entonces que las opiniones y los discursos médicos en torno a la locura criminal eran heterogéneos y se basaban en justificaciones diversas, que buscaban fines diferentes, todo esto exponenciado por una profesionalización germinal científica y un “desamparo jurídico” que intentaba ser atacado desde diferentes perspectivas. Es notable que en el interior de cada comunidad científica existen intereses encontrados y que muchas veces los representantes de una misma disciplina no concuerdan en las finalidades de su quehacer. Si bien no queremos poner a discusión la existencia de locos criminales que cometieran actos “monstruosos” durante el Porfiriato, sí nos interesa mostrar que la visión que se tenía de éstos era variopinta.
Pero por otro lado, también es importante advertir que la cuestión sociocultural es un elemento incuestionable para poder comprender las dinámicas de internamiento de los locos criminales. Si bien existían discursos científicos y prácticas clínicas, muchas veces los contextos sociales eran los que determinaban el encierro, y a veces en este punto ni los psiquiatras ocasionales ni los médicos de guardia ni los mismos jueces intervenían directamente en la problemática en cuestión.
Maestro en Historia por la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesor de asignatura de la Escuela Nacional de Antropología e Historia y de la Universidad del Valle de México. Especialista en historia de la locura y la psiquiatría, ha trabajado sobre temas de historia del crimen, historia de la medicina e historia de la ciencia. Actualmente participa en un proyecto de investigación sobre un análisis cuantitativo de la población psiquiátrica del Manicomio General “La Castañeda” (1910–1968). Su correo electrónico es:
Este artículo fue dictaminado por especialistas de forma anónima. This article has been peer reviewed.
Antes de la construcción del Manicomio de La Castañeda existían dos instituciones inauguradas en la época colonial que asilaban personas con trastornos mentales: el Hospital de Hombres Dementes de San Hipólito, fundado por fray Bernardino Álvarez en 1566, y el Hospital de Mujeres Dementes del Divino Salvador, creado por iniciativa del carpintero José Sáyago en 1687, que en 1700 fue traslado a la calle Canoa, razón por la cual se le conoció también con ese apelativo. Francisco Flores, Historia de la medicina en México desde la época de los indios hasta el presente, México, Oficina Tipográfica de Fomento, 1886, v. II, p. 236, 244.
Para comprender mejor el concepto foucaultiano de “monstruo”, véase Michel Foucault, Los anormales. Curso en el Collège de France, México, Fondo de Cultura Económica, 2000.
Ibidem, p. 111. Foucault también menciona que la introducción de la psiquiatría a los juicios legales se debió en gran medida a los médicos que postulaban que cualquier criminal podía tener una enfermedad mental. Michel Foucault, El poder psiquiátrico, México, Fondo de cultura Económica, 2005, p. 295–296.
Ricardo Campos Marín, “Leer el crimen. Violencia, escritura y subjetividad en el proceso Morillo (1882–1884)”, Frenia. Revista de Historia de la Psiquiatría, Madrid, v. x, 2010, p. 96.
Los expedientes clínicos fueron extraídos del Archivo Histórico de la Secretaría de Salud, de la ciudad de México. Respecto de la utilización de las historias clínicas como fuente para la historia, Rafael Huertas comenta que éstas “facilitan estudios de demografía y epidemiología histórica, aclaran muchos aspectos del funcionamiento de las instituciones asistenciales y sugieren las características reales de una praxis clínica que no siempre coincidió con los conocimientos o paradigmas imperantes”. Rafael Huertas, “Las historias clínicas como fuente para la historia de la psiquiatría: posibles acercamientos metodológicos”, Frenia. Revista de Historia de la Psiquiatría, Madrid, v. I, n. 2, 2001, p. 8.
Juan José Saldaña, Ciudad de México, metrópoli científica. Una historia de la ciencia en situación, México, Ámatl/Instituto de Ciencia y Tecnología del Distrito Federal, 2012, p. 371.
Andrés Ríos Molina, La locura durante la Revolución mexicana. Los primeros años del Manicomio General La Castañeda, 1910-1920, México, El Colegio de México, 2009, p. 68.
Médico cirujano por la Escuela de Medicina, se interesó por estudiar la epilepsia, la histeria y el suicidio. También realizó varios escritos sobre medicina legal a finales del siglo xix. Carmen Rovira, Pensamiento filosófico mexicano del siglo xix y primeros años del xx, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1999, p. 389.
Oriundo de Chihuahua, fue discípulo de Gabino Barreda, quien lo influenció con la corriente positivista en la Escuela Nacional Preparatoria. Fue médico, político, literato y periodista. Fundó la Escuela Nacional de Altos Estudios y fungió como diputado y senador representando a los estados de Chihuahua, Hidalgo y Aguascalientes. Información disponible en: www.chihuahuamexico.com, revisada el día 18 de noviembre de 2013.
Nació en Guerrero en 1832. Fue un médico que se interesó por investigar enfermedades mentales, de la piel y del oído, pero la disciplina en la que más destacó fue la oftalmología, aportando una teoría sobre la acomodación del ojo. Fue miembro de la Academia Nacional de Medicina y escribió diversos poemas. Información disponible en: www.smo.org.mx, revisada el día 17 de noviembre de 2013.
Nacido en el estado de Puebla en 1857, estudió en la Escuela Nacional de Medicina y luego viajó a Europa, donde hizo estudios en clínicas de enfermos mentales. Fundó la revista El Estudio, que era un semanario de ciencias médicas, trabajó para el Instituto Médico Nacional y realizó diversos estudios sobre higiene y enfermedades de su estado natal, Sergio López Alonso, Rosa María Ramos Rodríguez, Estudios de Antropología Biológica, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Antropológicas, 1995, v. V, p. 452.
Informe del Consejo Superior de Salubridad a la Secretaría de Gobernación sobre la planeación de un manicomio, México, D. F., 1881, Archivo Histórico de la Secretaría de Salud, México (en adelante, AHSSM), Beneficencia Pública, Establecimientos Hospitalarios, leg. 1, exp. 2, f. 1.
José Luis Patiño Rojas e Ignacio Sierra Macedo, Cincuenta años de psiquiatría en el Manicomio General, México, Secretaría de Salubridad y Asistencia, 1960, p. 2–3.
Según Ana María Carrillo, el nacimiento de la salud pública moderna nació durante los años del Porfiriato. Esto ocurrió debido a la unión de diversos factores científicos, políticos y económicos. Ana María Carrillo, Epidemias, saber médico y salud pública durante el Porfiriato, tesis de doctorado en Historia, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2010, p. 19.
En 1893 el doctor Miguel Alvarado impartió la cátedra de psiquiatría en la Escuela de Medicina, pero dicha clase se cerró tras su muerte; el doctor Alfonso Ruiz Erdozain impartió dicho curso en 1903 y 1905. Fue hasta 1910 cuando se comenzó a dictar la clase psiquiatría de forma continua en el Manicomio de La Castañeda, a cargo del director de la institución, José Meza Gutiérrez. Andrés Ríos Molina, La locura durante la Revolución mexicana, p. 68.
Código penal para el Distrito Federal y el territorio de la Baja California sobre delitos del fuero común y para toda la República mexicana sobre delitos contra la Federación, México, Librería Donato Miramontes, 1883, p. 73.
Porfirio Parra, “¿Según la psiquiatría, puede admitirse la responsabilidad parcial o atenuada?”, Primer Concurso Científico Mexicano, México, Oficina Tipográfica de la Secretaría de Fomento, 1895, p. 10.
José María Bandera, “Necesidad de una ley que reglamente la admisión y salida de locos en los establecimientos públicos o particulares, destinados a esta clase de enfermos”, Primer Concurso Científico Mexicano, México, Oficina Tipográfica de la Secretaría de Fomento, 1895, p. 4.
José Olvera, por ejemplo, menciona que el estado de la psiquiatría aún no contaba con los medios de investigación suficientes y se consolaba con que más tarde se llegara a saber en “qué región estaba el motor de este acto humano”, que era la locura. José Olvera, “Asiloprisión para ‘enajenados criminales’ y reos presuntos de locura. Necesidad urgente de su creación”, Gaceta Médica de México, órgano de la Academia Nacional de Medicina, México, t. xxvi, n. 9, 1891, p. 164.
Antes de 1860 los encargados de los hospitales de dementes eran directores-administradores que se supeditaban a las recomendaciones de los médicos, y muchas veces no se seguían las opiniones de los encargados de la asistencia de los enfermos. Cristina Sacristán, “La contribución de La Castañeda a la profesionalización de la psiquiatría mexicana, 1910–1968”, Salud Mental, México, v. 33, n. 6, 2010, p. 475.
Beatriz Urías Horcasitas, “Locura y criminalidad: degeneracionismo e higiene mental en México posrevolucionario, 1920–1940”, en Claudia Agostoni y Elisa Speckman (coords.), Denormas y transgresiones. Enfermedad y crimen en América Latina (1850–1959), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 2005, p. 350.
Secundino Sosa, “Valor de los dictámenes médicos en los casos de irresponsabilidad criminal y de incapacidad por trastornos mentales”, Primer Concurso Científico Mexicano, México, Oficina Tipográfica de la Secretaría de Fomento, 1895, p. 5.
Cristina Sacristán, “Entre curar y contener. La psiquiatría mexicana ante el desamparo jurídico”, Frenia. Revista de historia de la psiquiatría, Madrid, v. II, t. 2, 2010, p. 67.
Miguel Macedo, “La criminalidad en México. Medios de combatirla”, Primer Concurso Científico Mexicano, México, Oficina Tipográfica de la Secretaría de Fomento, 1895, p. 160.
Esta fue una de las razones por la cual en 1908 fue trasladado al Hospital de San Pedro y San Pablo, que tenía una capacidad mayor. Daniel Vicencio, Diez historias de locura y masculinidad en el Porfiriato tardío. Locura, encierro y cotidianeidad, 1900–1910, tesis de licenciatura en Historia, México, Escuela Nacional de Antropología e Historia, 2010, p. 100.
Por protección de los individuos utilizados en este escrito, omitiremos los apellidos de los personajes estudiados.
Expediente clínico del interno Pedro S., México, D. F., 2 de octubre de 1905, AHSSM, Manicomio General, Expedientes Clínicos, caja 10, exp. 47, f. 3.
Secundino Sosa, op. cit., p. 7. Este médico mencionaba que los jueces no sólo equivocaban sus veredictos al declarar loco a alguien que no lo era, sino que también ocurría en sentido inverso, al respecto mencionó que un juez una vez dijo “éste no es loco; éste no puede ser loco; ¿cómo ha de ser loco, si platica tan bien?”. Ibidem, p. 8.
Expediente clínico del interno Pedro S., México, D. F., 2 de octubre de 1905, AHSSM, Manicomio General, Expedientes Clínicos, caja 10, exp. 47, f. 4.
En el Hospital de San Hipólito existían dos categorías de asilados: los indigentes, que eran gente pobre sin muchos recursos, y los distinguidos o pensionistas, que pagaban una mensualidad y tenían ciertos privilegios, como una mejor habitación y una alimentación más abundante. Daniel Vicencio, op. cit., p. 106.
Muchos asilados tenían permisos especiales para salir del hospital ya fuera acompañados de vigilantes o con sus familias. Cuando se inauguró La Castañeda era común que los asilados salieran al pueblo de Mixcoac a pasar la tarde y regresar por la noche; también se puede encontrar en los expedientes clínicos solicitudes de permisos temporales de la familia para llevarse a su enfermo mental por algunos días. Ibidem, p. 105.
Expediente clínico del interno Pedro S., México, D. F., 21 de julio de 1906, AHSSM, Manicomio General, Expedientes Clínicos, caja 10, exp. 47, f. 5.
Notificación del director del Hospital de San Hipólito, doctor Manuel Alfaro, al director general de Beneficencia Pública, México, D. F., 16 de enero de 1904, AHSSM, Beneficencia Pública, Establecimientos Hospitalarios, Serie Hospital de San Hipólito, caja 6, exp. 39, f. 1.
Parte de la historia de vida de este personaje fue obtenida del trabajo de Heriberto Frías, “Crónicas desde la cárcel”, realizado durante la última década del siglo xix, cuando el autor fue encerrado en la Cárcel de Belén y ahí realizó una serie de crónicas detalladas sobre la vida en la prisión. Ahí conoció a Miguel, protagonista de esta historia, y le dedicó un artículo entero debido a lo particular e interesante que había sido su estancia en la cárcel. Heriberto Frías, “Crónicas desde la cárcel”, Historias, órgano de la Dirección de Estudios Históricos del Instituto Nacional de Antropología en Historia, México, v. 11, 1985, p. 62.
Expediente clínico del interno Miguel T., México, D. F., 8 de mayo de 1908, AHSSM, Manicomio General, Expedientes Clínicos, caja 8, exp. 35, f. 24.
Jacinto Barrera Bassols, El caso Villavicencio. Violencia y poder en el Porfiriato, México, Extra Alfaguara, 1997, p. 29.
La Cárcel de Belén tenía bartolinas o celdas de castigo, que eran cuartos sin iluminación ni ventilación y de dimensiones tan reducidas que el sujeto no tenía espacio para acostarse, debía permanecer de pie o hincado; además, ahí mismo debía de hacer sus necesidades y comer. Esas celdas eran utilizadas para los reos que desobedecían las reglas y que eran problemáticos. Elisa Speckman, “De experiencias e imaginarios: penurias de los reos en las cárceles de la ciudad de México”, en Pilar Gonzalbo (coord.), Gozos y sufrimientos en la historia de México, México, El Colegio de México/Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 2007, p. 300.
Expediente clínico del interno Miguel T., México, D. F., 10 de mayo de 1909, AHSSM, Manicomio General, Expedientes Clínicos, caja 8, exp. 35, f. 66.
El Manicomio General La Castañeda fue inaugurado el 1o. de septiembre de 1910 como parte de las fiestas del Centenario de la Independencia de México. El diseño fue creación del ingeniero Porfirio Díaz, hijo del presidente Díaz. Contaba con 25 edificios independientes que resguardaban enfermos y enfermas de diferentes categorías: epilépticos, alcohólicos, imbéciles, peligrosos, etcétera, y contaba también con un espacio para niños. Tenía un patio central, talleres, un mortuorio y oficinas administrativas. Fue construido fuera de la ciudad, en el pueblo de Mixcoac, y tenía capacidad para albergar a 1 300 internos aproximadamente. Daniel Vicencio, op. cit., p. 7.
Reglamento Interior del Manicomio General, México, D. F., 1913, AHSSM, Beneficencia Pública, Establecimientos Hospitalarios, Serie Manicomio General, caja 3, exp. 25.
La teoría del “degeneracionismo” fue desarrollada por el alienista francés Bénédict-Augustin Morel en 1857. En su Tratado de la degeneración intelectual, moral y física de la raza humana, Morel decía que factores como el alcoholismo, la inmoralidad, la mala alimentación y las insalubres condiciones domésticas y laborales producían una secuencia patológica que caracterizaba el linaje de algunas familias. Los miembros de esas familias mostraban síntomas como neurosis, alienación mental, imbecilidad, idiocia y esterilidad a lo largo de las generaciones. Ian R. Dowbiggin, Inheriting madness. Professionalization and psychiatric knowledge in nineteenth century France, Berkeley/Los Ángeles, University of California Press, 1991, p. 118.
Andrés Ríos Molina, La locura durante la Revolución mexicana…, p. 63–64. Por su parte Rafael Huertas menciona que el degeneracionismo fue utilizado por la burguesía ascendente del siglo xix como forma de control sobre la nueva clase obrera y campesina. Rafael Huertas, “Del ‘ángel caído’ al enfermo mental”, Locura y Degeneración. Psiquiatría y sociedad en el positivismo francés, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, n. 5, 1987, p. 57.
Expediente clínico del interno Ángel A., México, D. F., 20 de mayo de 1905, AHSSM, Manicomio General, Expedientes Clínicos, caja 7, exp. 10, f. 82. Énfasis del original.
Según la elite científica, la prostitución era un mal necesario; era peligrosa debido a las consecuencias higiénicas relacionadas con la propagación de las enfermedades venéreas, principalmente la sífilis, que en el Porfiriato fue una enfermedad recurrente y que además era una amenaza para el futuro de la nación debido a las secuelas hereditarias y su incidencia en la degeneración de la raza; pero al mismo tiempo representaba una necesidad social porque el papel de dichas mujeres era desviar los impulsos más inmorales de los hombres que de otra forma causarían daños mayores, como el adulterio, la violación, el rapto y el onanismo. Fabiola Bailón Vázquez, “Las garantías individuales frente a los derechos sociales: una discusión porfiriana en torno a la prostitución”, en Julia Tuñón (coord.), Enjaular los cuerpos: normativas decimonónicas y feminidad en México, México, El Colegio de México, 2008, p. 339.
Andrés Ríos Molina, La locura durante la Revolución mexicana…, p. 109; en 1890 los jueces correccionales de la ciudad de México se quejaban de que el número de ebrios arrestados superaba la capacidad de las cortes. Según Pablo Piccato en 1896 se arrestó a 29 729 ebrios; en 1897 la cifra disminuyó a 8 108 individuos, pero en 1909 la cifra volvió a aumentar hasta llegar a 16 318. Pablo Piccato, “El discurso sobre la criminalidad y el alcoholismo hacia el final del Porfiriato”, en Ricardo Pérez Montfort (coord.), Hábitos, normas y escándalo. Prensa, criminalidad y drogas en México durante el Porfiriato tardío, México, Plaza y Valdés, 1997, p. 85–86.
Nicolás Ramírez de Arellano, “El alcoholismo en México”, Primer Concurso Científico Mexicano, México, Oficina Tipográfica de la Secretaría de Fomento, 1895, p. 9.
Trinidad Sánchez Santos, El alcoholismo en la República Mexicana, México, Imprenta del Sagrado Corazón de Jesús, 1896, p. 3.
Informe del director del Hospital de San Hipólito, México, D. F., 11 de noviembre de 1909, AHSSM, Beneficencia Pública, Establecimientos Hospitalarios, Serie Hospital de San Hipólito, caja 10, exp. 6, f. 1.
De hecho, el propio José Vasconcelos creía que el único aporte de los negros había sido la enfermedad y la inmoralidad, a diferencia de los grandes beneficios culturales de los indígenas y los que habían traído consigo los europeos. Ben Vinson III, Afroméxico. El pulso de la población negra en México. Una historia recordada, olvidada y vuelta a recordar, México, Centro de Investigación y Docencia Económicas/Fondo de Cultura Económica, 2004, p. 16.
Expediente clínico del interno Guillermo B., México, D. F., 1911, AHSSM, Manicomio General, Expedientes Clínicos, caja 7, exp. 31, f. 3.
Expediente clínico del interno Guillermo B., México, D. F., 1911, AHSSM, Manicomio General, Expedientes Clínicos, caja 7, exp. 31, f. 4.