La libertad comercial es la versión mejorada y corregida de la tesis doctoral que Gisela Moncada González elaboró en el Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, mismo que ahora la publica en su conocida colección sobre historia económica. El trabajo se inscribe en un afortunado vértice historiográfico en el que convergen cuando menos tres tradiciones. Por una parte, y como lo reconoce la autora, aquellos estudios sobre los precios y el consumo que para la historia mexicana inauguró con gran consistencia Enrique Florescano1 y que ha continuado con vigor de la mano de Clara Suárez, Gloria Artís, Virginia Acosta, Teresa Lozano, Manuel Miño y quien fungió como directora de esta tesis, Enriqueta Quiroz. Por otro lado, en La libertad comercial también aparece la renovada historiografía urbana dedicada al estudio de la ciudad de México que, cultivada por especialistas como Regina Hernández, Sergio Miranda, Sonia Pérez Toledo o Jorge Silva, ha mostrado sus valiosos aportes. Por la época que Moncada investiga (la transición del régimen virreinal al establecimiento del estado nacional independiente), dicho enfoque regional la aproxima de manera más evidente a los trabajos de Hira de Gortari y, más aún, a La caída del gobier-no español en la ciudad de México de Timothy Anna2. Finalmente, Moncada echa mano de la renovada historiografía fiscal que, para el periodo en cuestión, han promovido muy sugerentemente investigadores como Carlos Marichal, Ernest Sánchez Santiró, José Antonio Serrano y Luis Jáuregui.
De tal suerte, el libro pretende otear el complejo proceso que la historiografía ha convenido en bautizar como transición del antiguo régimen a la modernidad, pero a través de una atalaya no tan usual, es decir, la de las políticas de abasto ejercidas por el gobierno local. Así, Moncada explora las entrañas del Ayuntamiento de la ciudad de México para entender el tránsito del viejo proteccionismo monopolista al libre mercado. Es, en este sentido, una muy particular historia de la independencia que no nos hablará de batallas, naciones o declaraciones rupturistas, sino de las necesarias continuidades institucionales que en procesos como este —esencialmente políticos— suelen ser obviadas. En efecto, los protagonistas de La libertad comercial no son los Hidalgo o los Iturbide, sino los capitulares del Ayuntamiento capitalino (algunos más célebres que otros), quienes, a través de sus propuestas, actitudes, debates y recelos, mostraron los significados inmediatos, patentes y, en última instancia, cotidianos que supuso la creación de un nuevo orden de cosas, en este caso en términos comerciales y fiscales pero finalmente políticos. Por ello, la historia que traza Moncada es también la de una corporación privilegiada, típica del antiguo régimen, que tuvo que mutar en institución de gobierno representativo, metamorfosis nada menor. Su funcionamiento interior, sus vínculos con gobernantes y particulares, sus proyectos, sus negocios y sus penurias dejan ver una cara tremendamente tangible de los códigos y la cultura política del mundo de estados nacionales independientes paridos por la monarquía española.
Con dicha perspectiva, el libro se estructura en cuatro capítulos que abordan la organización y las funciones del Ayuntamiento de México, con particular atención a sus comisiones internas; el debate político de sus individuos, pendular entre el proteccionismo y la libertad comercial; la fiscalidad y el financiamiento de la corporación y, por último, el sistema de abasto de la ciudad entre la segunda y la cuarta década del siglo xix. En medio de todo eso, una suerte de historia de la vida cotidiana que lo mismo habla de los marcos normativos que de los mercados de comestibles, del consumo y de la alimentación, o de las conflictivas relaciones del Ayuntamiento con el resto de las instancias de gobierno regional y nacional (o, antes, virreinal). El resultado es un sólido trabajo de recopilación de información que acerca al lector al conocimiento de los individuos y del funcionamiento del Ayuntamiento capitalino.
Moncada escudriña los fondos documentales del Archivo Histórico del Distrito Federal para desentrañar la conformación de las múltiples comisiones organizadas en el seno del Ayuntamiento que debían dar cauce a los asuntos de gobierno local. Sin descuidar su vena docente, la autora explica los trabajos de dichas comisiones y su sensible aumento tras el advenimiento del régimen independiente, aunque también es cierto que podría haber profundizado en el análisis de las actividades, medidas y discusiones de cada una de las comisiones en lugar de detenerse con tanta minucia en el número de estas y de sus miembros. Moncada explica, cuando es preciso, los diferentes ingresos del Ayuntamiento (los propios, procedentes de la renta de cajones, fincas urbanas y mercados, y los arbitrios, impuestos obtenidos en caso necesario sobre las actividades comerciales o los productos) y el sentido de la desaparición de instancias tan significativas como la Fiel Ejecutoria (suerte de cámara reguladora e inspectora de la vida comercial de la ciudad), el pósito y la alhóndiga, ninguna de las cuales encontraba cabida en el esquema liberal.
Es verdad que el estudio podría haber hecho mayor hincapié en el restablecimiento constitucional de 1820. Tengo para mí que dicho cambio de régimen explica buena parte de las transformaciones significativas que sufrió no solo el gobierno a nivel local, sino también a nivel provincial y virreinal y en prácticamente todos los ámbitos (político, económico, militar). En efecto, el súbito advenimiento del régimen gaditano supuso la desaparición de los rancios ayuntamientos perpetuos o propietarios y el restablecimiento (donde los hubo en el primer periodo de vigencia constitucional ocurrido entre 1812 y 1814) o erección de los ayuntamientos constitucionales, entidades de nuevo cuño fundadas en la legitimidad del gobierno representativo y forjados con la horma del voto. La casi compulsiva actividad de los capitulares constitucionales que asumieron los cargos en el cabildo capitalino en junio de 1820, en contraste con las demandas más bien cansinas y elitistas de sus antecesores, es suficientemente manifiesta de los nuevos aires. El crecimiento de las comisiones que Moncada registra no debe adjudicarse, en este sentido, al régimen independiente, sino al constitucional gaditano que engendró, por cierto, al movimiento trigarante de 1821. Pareciera oportuno rastrear con mayor detenimiento dicho tránsito y aprovechar la abundante historiografía que ha analizado precisamente esa revolución política en el nivel municipal3, una revolución que, dicho sea de paso, reviste mayor importancia y transformaciones más hondas que la propia consumación de la independencia que, al menos en el ámbito del gobierno local, no comportó mayores rupturas en el corto plazo. Aunque Moncada transmite la idea de que el régimen constitucional gaditano no implicó cambios significativos en el funcionamiento de los ayuntamientos, la robusta historiografía reciente pareciera apuntar en la dirección contraria, y no solo en la evidente proliferación de corporaciones municipales por todo el territorio (fenómeno que Antonio Annino denominó “ruralización de la política”4), sino a la introducción de nuevas lógicas de gobierno local dotadas de una renovada cultura política e incluso a la aparición o configuración de grupos de poder distintos de los que previamente ejercían el control de las regiones.
Moncada aventura algunas sugerencias relativas a las estrechas redes que se tejieron en torno a los miembros del Ayuntamiento de México o, por mejor decir, redes de las cuales ellos formaron parte. Aunque queda mucho por ahondar en este ámbito para entender mejor los intereses de estos grupos (que quizá no pueden ser clasificados como “clase política” y para los cuales el término “élite” queda, como siempre, muy vago, lo mismo que “gente de alto poder adquisitivo”, que es la denominación que utiliza la autora), se ofrecen algunas valiosas pistas que ponen de manifiesto los evidentes vínculos existentes entre los capitulares y los miembros de corporaciones como el consulado, así como notables hacendados, mineros y terratenientes. La repetición en una y otra esfera de apellidos como Fagoaga, Michaus o Yermo no fue, de ningún modo, casual y es necesario profundizar las explicaciones del funcionamiento de dichas redes. Y si bien es cierto que prevaleció la representación de los grandes intereses en el Ayuntamiento como sugiere la autora, también habría que dar seguimiento a la impresión de que la institución había cambiado sensiblemente entre la primera y la segunda década de vida independiente. Contrario a esa intuición, Moncada percibe que los capitulares fueron por regla común no solo acaudalados, sino “intelectuales” o ilustrados. Quizá los evidentes nexos como los que surgieron entre el Ayuntamiento y la Sociedad Económica Mexicana de Amigos del País contribuyeron a idealizar a los integrantes de la corporación. No obstante, da la impresión de que individuos de las características de Wenceslao Barquera o Francisco Sánchez de Tagle fueron más bien excepcionales que representativos. Traer a colación en las sesiones de cabildo a Jovellanos o a Smith no indica forzosamente la sofisticación intelectual (o “ideológica”) que la autora atribuye a estos sujetos.
Otro tanto ocurre con la interpretación que Moncada ofrece con respecto al autonomismo o independentismo de los capitulares y que ella generaliza como uno de sus rasgos comunes (el “rechazo al régimen virreinal”). Que haya habido una indiscutible continuidad entre el Ayuntamiento constitucional de 1820-1821 y el que gobernó durante el Imperio no quiere decir que sus individuos necesariamente hayan operado en favor de la ruptura política con respecto a la metrópoli, sino que el nuevo régimen se construyó con la legitimidad (constitucional, electoral) de las instituciones existentes (ayuntamientos y diputaciones provinciales). Sin duda es necesario revisar con sumo cuidado el modo en que algunos capitulares capitalinos fungieron como intermediarios del independentismo en 1821, pero no podemos perder de vista que la corporación tuvo que actuar públicamente apegada al régimen virreinal a lo largo de los 11 años de conflicto, lo que tampoco habla, por cierto, de la postura política de sus individuos, sino de las obligaciones institucionales en determinadas coyunturas. En ningún caso (fidelismo virreinal, independentismo imperial) el Ayuntamiento podía prescindir del régimen que le confería legitimidad para ejercer el gobierno local. Resulta problemático, por tanto, establecer “perfiles ideológicos” de los capitulares en conjunto. En pocas palabras, frente a un Juan Francisco Azcárate, “autonomista” donde los hubiera desde 1808, hubo un Gabriel Patricio de Yermo, “fidelista” recalcitrante y sobrino del golpista de 1808.
El segundo capítulo recorre los avatares del tránsito del proteccionismo vigente en el antiguo régimen y tan bien ejercido por la Fiel Ejecutoria, hasta la liberación de precios que comenzó con el expendio de la carne en 1811 a causa de las dificultades y escaseces ocasionadas por los primeros meses de guerra. Moncada ilustra con amplitud los problemas derivados de dicha liberación, como por ejemplo la natural oposición de los “obligados”, es decir, los contratistas que gozaban del privilegio monopolista de la introducción de la carne a la capital y que vieron en aquella crisis la pérdida de sus prerrogativas. Quizá el estudio podría haber prestado mayor atención a que la liberación de precios también buscaba la captación de mayores ingresos fiscales a través de la alcabala, pues si bien cualquiera podía introducir estos comestibles, todos tenían obligación de pagar dicho gravamen, que además era relativamente fácil de recaudar. Tampoco repara lo suficiente en que las posteriores liberaciones comerciales exigidas por panaderos, tocineros y veleros, que terminaron por aceptarse en 1813, ocurrieron durante la vigencia de la Constitución de Cádiz, régimen que favorecía esta tendencia política. No puede ser casual que esas liberaciones y la desaparición del pósito y la alhóndiga ocurrieran en el primer periodo de liberalismo español. Por otra parte, queda la inquietud de los usos que se dieron a dichos espacios (es decir, como edificios públicos) y la manera en que las autoridades y los particulares suplieron aquellas prácticas especulativas o monopolistas pues, como sabemos, nada desapareció del todo en esta transición, como se ha comprobado por ejemplo, mutatis mutandi, con la Inquisición, cuyos procesos y prácticas quedaron en manos de los obispos.
Moncada interpreta que la libertad comercial ocasionó un doble incremento no deseado: el de los precios y el de los comerciantes ambulantes (o que hoy llamamos ambulantes). No quiere decir que antes de la liberación de 1811-1813 no haya habido este tipo de comercio, sino que con dicha medida se incrementó sensiblemente y resultó muy difícil de controlar y gravar, como sigue ocurriendo en nuestros días. La autora da seguimiento al problema de los regatones y la especulación comercial y examina las discusiones originadas en torno a los decretos de libertad comercial emitidos por el virrey Venegas. Al respecto, sería interesante ampliar el periodo de estudio para evaluar más adecuadamente la antigüedad de las propuestas de eliminación de los monopolios que se ventilaron, cuando menos, en distintos momentos del reformismo borbónico. Una añeja corriente historiográfica (que llama la atención no encontrar reflejada en La libertad comercial) abona en la sentido de que las tendencias favorables a la liberación comercial venían mostrándose con fuerza desde el último cuarto del siglo xviii5.
El libro continúa analizando el financiamiento y la fiscalidad del Ayuntamiento capitalino en el contexto de los primeros tres lustros de gobierno nacional independiente. Queda claro que, como en la política, la guerra ocasionó también descentralización económica y que el surgimiento de nuevos circuitos comerciales y mercados regionales disminuyó la influencia y las pretensiones de la capital. Moncada muestra interesantes tablas sobre los arbitrios autorizados para la ciudad de México en tiempos del reformismo borbónico (p. 92) en contraste con los productos sujetos al derecho municipal en 1818 (p. 96) y subraya, por otra parte, el importante cambio en el sistema de recaudación municipal pactado e instrumentado entre 1817 y 1819 consistente en el aumento de los gravámenes pero en la concesión de su cobro a la Aduana, misma que se comprometía a entregarlos mensualmente al Ayuntamiento. Además de los elementos que la autora propone para interpretar este giro (el momento de la guerra, la capacidad negociadora del Ayuntamiento), cabe argüir un elemental pragmatismo: el Ayuntamiento buscó aumentar sus ingresos descargando la laboriosa tarea de la recaudación. La Aduana, encargada justamente de esa tarea, se quedaría con un jugoso porcentaje. Una medida en apariencia simple en la que todos ganaban (menos los fiscalizados, claro, como siempre) y que resultó tan eficiente que se mantuvo, como apunta Moncada, hasta 1835. Un detalle no menor es que, a través de este acuerdo, el Ayuntamiento (mediante la Aduana) percibió los arbitrios procedentes de la introducción de animales y de maíz.
Ese tercer capítulo es prolífico en laboriosos cuadros. Particularmente llamativos son los que muestran los ingresos fiscales del Ayuntamiento entre 1820 y 1827 (p. 107-110) y que dejan ver la importancia de los distintos propios y arbitrios. Otros muestran los derechos municipales por año y por concepto. En este sentido, Moncada atribuye el aumento de la recaudación a partir de 1824 al incremento de productos ingresados a la capital y no necesariamente a la mayor eficacia en la recaudación o a la presión fiscal. La hipótesis apuntaría a una implícita recuperación de los circuitos comerciales tras la conclusión del prolongado conflicto bélico. Para finalizar el capítulo la autora explica los egresos municipales (sueldos, mantenimiento, contratistas, salud, educación, réditos, fiestas, etc.). Interpreta el aumento del gasto en sueldos por el aumento de las comisiones al interior del Ayuntamiento; no obstante, sería necesario corroborar el momento en que los cargos municipales fueron asalariados, pues quizá el gasto en sueldos correspondió al aumento de empleados del Ayuntamiento y no a los sueldos de los capitulares. Mención especial merecería el costosísimo mantenimiento de los hospitales, problema al que se enfrentó el Ayuntamiento a partir de la supresión de las órdenes hospitalarias en tiempos de la segunda vigencia constitucional (1820) y que delegó dichas funciones sanitarias precisamente a los ayuntamientos.
Por último, el capítulo IV está dedicado al abasto de la ciudad de México y se nutre de los registros de la tesorería del Ayuntamiento como fuente principalísima. Si bien se aleja hasta cierto punto del tema central (la libertad comercial) logra completar la imagen de la ciudad de México que es, en última instancia, el sujeto histórico de la investigación. Es verdad que las deducciones del consumo de alimentos (reses, carneros, maíz, aguardiente, etc.) podrían consolidarse con otras fuentes, pero el panorama es sugerente. Aun así, puede señalarse un prurito metodológico: por momentos se pierde conciencia (o da la impresión de que se pierde conciencia) de que la fuente muestra registros fiscales de una institución, no el consumo en sí mismo; es decir, no es lo mismo asegurar que “se consumió más pulque que aguardiente entre los habitantes de la ciudad de México”, que decir que los registros del Ayuntamiento reflejan mayores ingresos de pulque que de aguardiente. Esos problemas de interpretación aparecen también en las conclusiones: asumir que “se comió menos en la república”6 porque la aduana registró menores ingresos de harina, trigo y carne parece riesgoso, lo único que ese dato pone en evidencia (aunque pareciera perogrullada) es que la Aduana registró menos ingresos, disminución que se puede achacar, por ejemplo, a debilidades burocráticas o adaptaciones comerciales o aumento del comercio ilegal, y no necesariamente a que los habitantes comieran menos.
Este apartado se redondea con informaciones, proyecciones y especulaciones demográficas, algunas reflexiones sobre el sistema de garitas y el funcionamiento aduanal de la ciudad, y análisis sobre el papel de los intermediarios o regatones como (riesgosos y a veces fraudulentos) facilitadores o reguladores del mercado y que Moncada ilustra con el caso de Mariano Riva Palacio.
El estudio concluye recuperando algunas hipótesis entre las cuales destaca aquella que sostiene que el éxito fiscal del Ayuntamiento capitalino bajo el régimen independiente se debió a su flexibilidad (en vez de entablar una estéril lucha por el exterminio del comercio ambulante, buscó fiscalizarlo) o la creencia de que sin la libertad comercial el sistema de abasto de la ciudad de México habría corrido el riesgo de colapsarse. También la autora reconoce ciertas deudas, como la que tiene que ver con el Imperio (etapa a la que ciertamente es pertinente dar más atención, sobre todo como momento de continuidad de las estructuras gaditanas a nivel local); otro tanto sucede con la necesidad de ahondar en las fricciones generadas entre el Ayuntamiento y las distintas instancias de gobierno, como por ejemplo el intendente, el virrey y la diputación provincial, en el régimen virreinal, y con el gobernador y las autoridades federales, en el estado nacional. Dichas fricciones, en efecto, son materia de otra muy necesaria investigación, al igual que las muy diversas vetas que el estudio de Moncada sugiere tácitamente y que van desde una historia de la alimentación en la ciudad de México, un estudio de largo plazo sobre el comercio ambulante, una prosopografía de los capitulares, una historia de las redes de comercio y abasto o estudios comparativos entre los sistemas de abasto de distintas ciudades mexicanas e hispanoamericanas, por solo mencionar algunas posibilidades.
En definitiva, La libertad comercial escudriña las dificultades y la complejidad que supuso el advenimiento de una nueva manera de organización política de la sociedad, misma que evidentemente acarreó serias transformaciones económicas, fiscales y comerciales. El problema del abasto fue uno de tantos aspectos que sufrieron giros copernicanos en lo que historiográficamente conocemos como transición del antiguo régimen a la modernidad. Y esas transformaciones, como era natural, tuvieron en todo momento partidarios y opositores, pesos y contrapesos, intereses de todo tipo e inmediatas consecuencias en la vida cotidiana de gobernantes y gobernados. El estudio del abasto, entonces, reviste particular interés en la medida en que sirve para entender —a través de un problema concreto y muy palpable— la puesta en marcha del liberalismo y el dificultoso establecimiento de un nuevo orden de cosas a partir de prácticas y referencias tradicionales.
Remito, para ejemplificar, a estas tres representativas compilaciones: Ortiz Escamilla y Serrano Ortega (2007), Guzmán Pérez (2009) y Salinas Sandoval, Birrichaga Gardida y Escobar Ohmstede (2011).
Me refiero a estudios como el de Tandron (1976) o a las compilaciones documentales de Florescano y Castillo (1975-1976) o Flores Caballero y Córdoba (1971), y la más añeja de Chávez Orozco (1943).
Cabe señalar que el uso endémico de “república” corre el riesgo de caer en el anacronismo, puesto que en tiempos del antiguo régimen podía aludir tanto a los asuntos públicos en general cuanto a los gobiernos de indios. Además, dar a entender que la “república” equivale al régimen independiente obvia la etapa monárquica del Imperio.