En las historias generales de la Inquisición española, las décadas finales de esta institución suelen ocupar escasas páginas, sintéticas y descuidadas en comparación con la atención prestada a los tiempos de Torquemada a la persecución de judaizantes o a la represión del protestantismo. Hacía falta, pues, una historia de carácter general que aventurara una interpretación sobre la última etapa de la Inquisición y que al mismo tiempo hiciese un buen balance historiográfico. El libro de Emilio La Parra y María Angeles Casado satisface con creces este doble anhelo. Se trata de una bien documentada síntesis histórica, estructurada por una inteligente interpretación sobre el papel de la Inquisición (como institución y como elemento de poder) en el siglo xviii y en las primeras décadas del xix. Ante el reto que significa estudiar una institución polémica por antonomasia, los autores asumen una postura crítica que evita anacronismos o exageraciones. Además, la obra discute con una amplia bibliografía sin perder el hilo de una narración ágil y sugerente.
Al dar prioridad a una historia de alta política, los autores tienden a centrarse en las relaciones de poder en Madrid, donde el inquisidor general, el Consejo de la Suprema y los ministros de Estado y de Gracia y Justicia son los principales actores; pero no descuidan la actividad de los tribunales de distrito. En la medida en que el relato lo exige y la información lo permite, se refieren a ellos para apuntalar sus argumentos o mostrar las excepciones que demuestran la complejidad de la política. No obstante, la omisión deliberada de las experiencias americanas —y consiguientemente de su historiografía— ha dejado fuera de esta historia un área considerable de actividad inquisitorial, que hubiera podido ampliar o discutir algunos aspectos de una historia política que no solo se libró en la Península, como mostraré más adelante.
Un primer acierto del libro es precisar la temporalidad de las crisis inquisitoriales y separarse de la idea de que la Inquisición entró en “declive” o en decadencia continua durante el siglo xviii. Esta apreciación, que coincide con lo que varios autores hemos sugerido respecto de la actividad de distintos tribunales en España y América, es sintetizada con una bien elegida cita de Ricardo García Cárcel y Doris Moreno que describe las últimas décadas de la Inquisición como una etapa de “acomodaciones y reconversiones… marcadas por una voluntad firme de supervivencia” (p. 22). Sin exagerar su poder, La Parra y Casado aseguran que la Inquisición siguió estando “muy presente” en la vida de la sociedad española del siglo xviii, a pesar de los cambios y de las dificultades operativas. Más allá de los procesos o averiguaciones formadas contra sujetos identificados con la Ilustración o el reformismo, había una amplia gama de asuntos en los que la Inquisición intervenía. Los autores recuerdan que la “simple apertura de expediente” podía causar incomodidades o “un auténtico martirio para algunos”, mientras que hubo también procesos agotadores, deshonrosos y polémicos, como el de Pablo de Olavide o Ramón de Salas1. Económicamente, la institución tampoco parece haber experimentado una crisis continua. Si por un lado reconocen que hubo disminución de personal y dificultades financieras en el Consejo y en algunos tribunales, recuerdan al mismo tiempo que otros incrementaron sus rentas (p. 19)2. En cuanto a la creciente oposición a la Inquisición, La Parra y Casado no agrupan a todos los críticos en el mismo saco. Distinguen los proyectos regalistas como los del fiscal de Castilla, Melchor de Macanaz, de las opiniones ilustradas que afloraron en la década de 1780. Algunos textos clandestinos de esos años dan indicios de la oposición que anidaba en las esferas de la alta política y de la opinión pública; sin embargo, los autores advierten que la crítica solo cobró su verdadera dimensión en la “polémica finisecular” desatada por la Carta del obispo Grégoire, cuando, por primera vez, se tocó el punto de la tolerancia religiosa y de la razón de ser del tribunal. Varios de los argumentos que se expresaron entonces, a favor y en contra, serían recuperados en la polémica gaditana de 1813.
Para los autores, lo que explica la supervivencia del sistema inquisitorial y su capacidad de reinvención en momentos difíciles es el vínculo con el monarca. Si bien explican las dificultades de la Corona para dominar un tribunal de naturaleza apostólica, también se apartan del mito de una monarquía borbónica desafecta a la Inquisición. En su opinión, los reyes del xviii no fueron tan distintos en ese punto de sus predecesores: “no pensaron en acabar con Inquisición. Desearon que les fuera útil, y todos los monarcas de esta centuria creyeron que lo era” (p. 37). La relación entre el inquisidor general y el poder es analizada con singular detenimiento al tratar de Manuel Godoy, a quien Emilio La Parra dedicó hace varios años un libro imprescindible. Con documentación convincente, los autores demuestran que Godoy trató de controlar la institución y reformarla con la ayuda del inquisidor Manuel Abad y La Sierra; pero al mismo tiempo muestran su temor a suprimirla y los límites de esa voluntad reformista que no necesariamente respondía a un ideal ilustrado, como el de Jovellanos. Si la Revolución Francesa y las intrigas políticas subsecuentes impidieron la reforma, no es tan claro por qué no se reemprendió con todo vigor cuando, a partir de 1797, el primer ministro contó con un inquisidor tan leal como Arce. Tras un retiro momentáneo de Godoy y la caída de Jovellanos como ministro de Gracia y Justicia, la Inquisición y el gobierno parecen haber vuelto a un viejo acuerdo. Los autores fortalecen, así, la interpretación de una política real oscilante, en la que intervenían muchos actores que hacían contrapeso a Godoy. Esos cambios de actitud en torno a la Inquisición pudieron haber generado muchas más contradicciones y conflictos al interior de la institución de los que conocemos. El libro da cuenta, por ejemplo, del conflicto provocado por el tribunal de Barcelona al estorbar el desembarco del cónsul de Marruecos (p. 63). Los autores destacan la destitución de los miembros del tribunal por el conde de Urquijo, ministro interino de Estado, como un momento de confrontación entre el gobierno y la Inquisición; ¿pero podríamos interpretarlo también como el desafío de un tribunal local a la intervención de la política real en el Consejo de la Suprema?
Fuera de la creación del Juzgado de Imprenta en 1805, La Parra y Casado no detectan nuevas afectaciones o proyectos de reforma a la Inquisición en los primeros años del nuevo siglo. Podría pensarse que la “crisis finisecular” no se incrementó en los primeros años del xix, pero lo cierto es que la ausencia de estudios particulares sobre la actividad de los tribunales de distrito hace que el libro dé un pequeño salto para llegar a 18083. Los autores dedican particular atención al golpe mortal que sufrió la institución en este año; retoman la pregunta de Gérard Dufour sobre si la Inquisición fue suprimida en virtud del estatuto de Bayona (que la eliminaba implícitamente) o mediante los “decretos de Chamartín” dictados por Napoleón4, y complican el panorama político al recordar que el Consejo de Inquisición, en septiembre de ese mismo año de 1808, cambió de bando al reconocer a la Junta Suprema establecida en Aranjuez tras la batalla de Bailén (p. 87). En cualquier caso, recuerdan que algunos tribunales, como el de Valencia —cuya correspondencia ha estudiado Astorgano Abajo5— se mantuvieron en pie, a pesar de la desintegración del Consejo. Para documentar la precaria actividad inquisitorial del periodo 1808-1812, los autores enfrentan la escasez de monografías y la falta de información. La incautación del Archivo de la Suprema y la destrucción de archivos de tribunal de distrito no solo afectaron el sistema inquisitorial, sino que han impedido a los historiadores documentar los procesos particulares. Por ello, la documentación del tribunal de México —que prácticamente no tuvo pérdidas cuando se suprimió en 1813— puede servir para fortalecer algunas hipótesis y completar lagunas informativas, sobre todo en lo que concierne a la reinstalación del Consejo de la Suprema Inquisición y a la articulación de una defensa de la institución en los debates de Cádiz.
La larga discusión en las Cortes es discutida con amplitud. Se aprecia en ella la supervivencia de los viejos argumentos expuestos en la primera parte del libro; pero los autores evitan una explicación simplista. Sostienen que la discusión incorporó una variedad de posturas que no se reducen a la pugna entre un bando “liberal” y otro “servil”, por lo que el resultado fue ambiguo. El argumento de defender los derechos episcopales vulnerados por la Inquisición, por ejemplo, tuvo algo de paradójico, pues la mayoría de los obispos eran partidarios de la Inquisición. De ahí que al final triunfara la postura a favor de la supresión (esto es, la que decretó la incompatibilidad de la Inquisición con el sistema constitucional); pero también su sustitución con esa extraña figura de los tribunales protectores de la religión. Para los autores, el hecho de que estos “nunca actuaron tal como fueron concebidos por las Cortes de Cádiz” imposibilita “aventurar cuál hubiera sido el alcance de esta disposición, cuyo simple enunciado contradice el ideario liberal” (p. 117). Una vez más, el caso americano podría servir para contrastar experiencias, pues lo que parecería una quimera imposible en la Península fue una realidad en la ciudad de Nueva España6.
Más allá de lo efímero del experimento constitucional gaditano, los autores reflexionan sobre la trascendencia del debate en Cortes, y sostienen la aparición de “un cambio del concepto de Iglesia” e incluso de “catolicismo” (pp. 128-129). Se trataba, efectivamente de un abandono progresivo y quizá no muy consciente de sus elementos más autoritarios. La Parra y Casado lo resumen así: la intolerancia pasó a ser un principio de la nación, que decidía si convenía o no; y dejó de ser una característica “consustancial” de la religión (p. 139). La casi total destrucción de la actividad inquisitorial en la Península entre 1808-1814, pero sobre todo el desafío en la opinión pública, consiguieron esa transformación conceptual, que dificultó la actividad de la Inquisición tras el restablecimiento del Absolutismo. Si bien los autores reconocen la falta de información para el periodo 1814-1820, señalan que la Corona reactivó los tribunales con extrema dificultad y con una clara voluntad política, que incluso fue denunciada ante la Santa Sede. Los ejemplos que presentan dan la impresión de que la Inquisición suprimida en 1820 era muy distinta de la que encontró Napoleón en 1808. El libro dedica sus páginas finales al segundo restablecimiento del Absolutismo en 1823. La Inquisición, en este periodo, ya no era una institución, sino una representación que dividía a los políticos dentro y fuera de España. “La triste y terrorífica imagen del Santo Tribunal en Europa no facilitaba su restauración”, dicen los autores, y ello impidió que el tribunal fuese restablecido en 1823, defraudando las esperanzas de los enemigos del constitucionalismo. La Inquisición prevaleció, sin embargo, como anhelo de políticos más o menos influyentes en tiempos de Fernando y en la práctica de algunas juntas de fe diocesanas, que intentaron suplir la ausencia del tribunal con la colaboración de autoridades civiles. Los autores aclaran la confusión: como institución la Inquisición desapareció definitivamente en 1823; pero en la medida que hubo juntas de fe continuó habiendo actividad inquisitorial hasta 1834, cuando se declaró “definitivamente” su supresión, en todas sus modalidades. En contraste, la imagen negativa de la Inquisición sobrevivió y la amenaza de su restauración siguió viva, convirtiéndose en el fantasma que acompañó al carlismo y a las órdenes regulares. Estos, por su parte, aunque trataran de defender la memoria de la institución, ya no harían esfuerzos por establecerla en las zonas bajo su poder, como bien señalamos antes.
Una vez más, es necesario celebrar la aparición de este libro y agradecer a sus autores la reflexión inteligente y bien sustentada con la que se han acercado a una institución que durante tres siglos fue parte integral de la historia española. No hay duda de que han logrado demostrar, con evidencia y argumentos convincentes, que la Inquisición todavía tenía un importante papel político, social y simbólico en la historia de España al momento de la crisis napoleónica y que siguió teniéndolo, como abstracción política, como elemento de discordia o como mera ficción, muchos años después de su supresión formal.
El caso que citan es el de Valencia, estudiado por Haliczer. El tribunal de México también gozó de prosperidad económica gracias al arrendamiento de bienes y préstamos a particulares, como ha mostrado Gisela von Wobeser (1990).
No deja de asombrar la falta de estudios sobre la actividad de los tribunales peninsulares en esta etapa, pues el de México funcionaba con bastante normalidad. El tribunal incluso renovó su edificio, ampliando el archivo y creando una nueva sección de cárceles. Torres Puga (2004), p. 41.
José Luis Quezada Lara (2014) ha demostrado en una tesis reciente que el arzobispo Antonio de Bergosa, ex inquisidor de México, estableció un “tribunal protector de la religión” en su diócesis entre 1813 y 1814, con el que consiguió mantener vivo algo de la vieja institución bajo el manto constitucional.