La reforma de las cofradías del siglo XvIII ofrece importantes elementos de comparación sobre los objetivos, instrumentos, alcances y consecuencias de las reformas borbónicas en España y México. Las cofradías fueron redefinidas como corporaciones seglares bajo la autoridad del rey y no del clero, sin embargo, se advierte bien que el proceso fue mucho más importante en la Península que en la Nueva España. La reforma, además, pretendió uniformar a las cofradías siguiendo unas reglas fijas en su organización, actos de culto y demás prácticas religiosas, reforzando en ellas la caridad y la utilidad pública.
The reform of brotherhoods in the 18th century offers important points of comparison between the objectives, instruments, scope and consequences of the Bourbon reforms in Spain and in Mexico. Brotherhoods were redefined as corporations lay under the authority of the king and not the clergy, however, we see that the process was much more important in the Peninsula than in New Spain. The reform also sought to standardize the brotherhoods fixed rules in their organization, acts of worship and other religious practices, reinforcing in them charity and public utility.
El tema de la reformas de las cofradías en el siglo XVIII ha sido tratado ya con cierta amplitud tanto en la historiografía española como en la mexicanista.1 Gracias a trabajos como los de Milagrosa Romero para la Península,2 y de Elisa Luque para México,3 es posible, por ejemplo, conocer con cierto detalle el desarrollo de los expedientes generales, instrumentos especialmente importantes utilizados por la monarquía para emprender la reforma. Es también importante la bibliografía que ha tratado las consecuencias que tuvo la reforma en algunas grandes ciudades: en el caso sevillano se destaca la obra de Joaquín Rodríguez Mateos,4 en el de México, los de Clara García Ayluardo y Alicia Bazarte.5 Empero, es de advertir que, en general, cada historiografía ha seguido rumbos particulares; esto es, las problemáticas en las que se inscribe a las cofradías no coin-ciden a un lado y otro del Atlántico. Así, mientras en España suele asociarse de inmediato la reforma de las cofradías con un tema propio de la historia social, la reorganización de la caridad y la beneficencia,6 en México son ante todo una prueba del ascenso de un reformismo agresivo hacia la Iglesia que conducirá a la crisis del Imperio hispánico, esto es, una problemática más bien de la historia política.7 De la misma forma, en México una parte significativa de los trabajos tratan de las cofradías de los pueblos rurales, las de los indios, como los de Dagmar Bechtloff 8 y William B. Taylor, en España pareciera ser prioritaria la preocupación por las cofradías urbanas.9
Esas distintas preocupaciones han contribuido sin duda a que hasta ahora no haya –o al menos no hemos podido identificar ninguno–, estudios comparativos sobre un esfuerzo reformista que si bien tenía lugar en dos continentes distintos, no dejaba de presentar objetivos y valores comunes, aunque es cierto que las realidades que abordaban, su implementación y sus consecuencias son harto contrastantes. De hecho, la perspectiva comparada nos sugiere que la reforma fue menos radical en la Nueva España de lo que la historiografía mexicanista reciente parece señalar y, al contrario, más efectiva (aunque menos exhaustiva) en la capital del reino de Sevilla. Tal pues el interés de esta primera aproximación, todavía tentativa, a la reforma de las cofradías en dos reinos de la monarquía hispánica, Nueva España y Sevilla. La hemos organizado en tres partes: en primer lugar veremos el desarrollo de los expedientes de reforma, generales y particulares, en los tribunales más importantes de estos reinos: la Real Audiencia de México y la Real Audiencia de Grados de Sevilla, teniendo presente también el expediente general del Consejo de Castilla y los expedientes particulares novohispanos llevados ante el Consejo de Indias. Gracias a ellos podremos comparar los objetivos y alcances de la reforma en uno y otro reino.
En segundo lugar nos interesa destacar el papel asignado al clero en la reforma. Podemos decir de antemano que si bien a ambos lados del Atlántico se criticaba con fuerza su posición rectora de las cofradías, y que sin duda uno de sus grandes objetivos fue independizarlas de los clérigos, en este caso sí que hubo consecuencias bien distintas en uno y otro reino. En fin, queremos resaltar también las divergencias en otros temas comunes, como el de la relación entre el culto y la caridad, y el de la uniformización del régimen de las cofradías, en particular evidente en materia de colecta de limosnas. veremos que en algunos casos la reforma fue más radical ahí donde sus alcances fueron más limitados y por el contrario más tolerante con las prácticas tradicionales ahí donde la autoridad real podía hacerse sentir con mayor facilidad.
Para nuestro análisis hemos utilizado sobre todo fuentes peninsu-lares: para el caso novohispano sobre todo los expedientes particulares de las cofradías novohispanas ante el Consejo de Indias, ubicados hoy en las secciones Audiencia de México, Audiencia de Guadalajara e Indiferente General; para el caso sevillano los expedientes general y particulares que hoy en día se encuentran en el Archivo General del Arzobispado de Sevilla, los que en su día fueron llevados por la Real Audiencia del distrito. Claro está que completamos la información con la bibliografía disponible y, para el caso mexicano, con fuentes del Archivo General de la Nación de México. Estos documentos pues, nos permiten ofrecer un primer panorama de la reforma de las cofradías a ambos lados del Atlántico.
Expedientes generales y particularesLa reforma de las cofradías en el imperio hispánico tiene como fecha de inicio simbólica la apertura del expediente general del Consejo de Castilla en 1768. En los años siguientes expedientes semejantes se abrieron con mayor o menor éxito en otros tribunales de la monarquía. En la Real Audiencia de México fue en virtud de una representación del contador general de Propios y Arbitrios del reino, Francisco Antonio de Gallarreta, en junio de 1775, que el fiscal José Antonio Areche pidió la apertura de un expediente semejante, lo que autorizó el virrey en agosto de 1776.10 Unas semanas antes se abrió también el expediente de la Real Audiencia de Grados de Sevilla, a iniciativa del fiscal García Pizarro, quien había recomendado en junio una averiguación de todas las cofradías del convento grande de San Francisco, y en julio las de todas las capillas, ermitas y retablos callejeros de la ciudad.11 No hubo, en cambio, expediente general en el Consejo de Indias, aunque ya veremos que este tribunal participó en el asunto de manera muy activa por otra vía.
Tanto en la censura del fiscal sevillano como en el dictamen del de México había un punto en común: el cumplimiento de la ley. Areche citaba directamente la ley 25, en el título Iv, libro I de la Recopilación de indias, la que establecía que todas las cofradías de los reinos americanos debían contar con las licencias eclesiástica y real.12 Menos específico, García Pizarro encabezó sus censuras aludiendo al “progreso en promover el más exacto cumplimiento y observancia de la ley del reino”. Sin duda tenía en mente las leyes 3 y 4 del título XIV de la Nueva Recopilación de Leyes de Castilla, que a su vez habían inspirado a la legislación indiana.13 Esto es, el tema de la reforma de las cofradías, a uno y otro lado del Atlántico, era primeramente un problema de jurisdicción: lo que los fiscales denunciaban era que, contrario al tenor de las leyes, esos cuerpos habían estado por mucho tiempo fuera del alcance de los magistrados reales y por tanto bajo la sola vigilancia de las autoridades eclesiásticas.
Ahora bien, en el dictamen de Areche y en la representación de Gallarreta en México había además una denuncia, primero, de que las cofradías eran un obstáculo para la utilidad pública en el sentido tradicional del término, o sea para el beneficio de los pueblos, sobre todo los de indios. Esto porque desviaban recursos que hubieran podido beneficiar a las cajas de comunidad. En segundo lugar estaba el tema del culto que promovían, “nada agradable a Dios por la serie de abominaciones que le acompañan”, según escribía el fiscal.14 Estos dos puntos no aparecen en el expediente sevillano, pero sí en cambio, y de manera mucho más amplia incluso, en el expediente general del Consejo de Castilla.
En efecto, fue en Madrid donde se desarrolló la argumentación de la reforma peninsular. Ésta ha sido examinada a profundidad en la tesis de la profesora Milagrosa Romero Samper, quien ha destacado los múltiples problemas que las cofradías suscitaban a los ojos de los ilustrados españoles. Si bien al igual que en México estaban presentes temas religiosos y sociales, había además preocupaciones económicas más significativas, como la reorganización gremial y la beneficencia que debía sustituir a la caridad (punto más bien marginal en el expediente novohispano); había incluso otros temas políticos aparte del reforzamiento de la jurisdicción real, pues se veía con recelo el particularismo de las cofradías, especialmente las de “nacionales”, como un peligro para la unidad del reino.15
Los temas pues, con matices, eran básicamente los mismos a ambos lados del Atlántico; ahora bien, en su desarrollo, tanto el expediente de Madrid como el de México siguieron un mismo procedimiento: la “recogida de información” como se suele llamar en la bibliografía peninsular. Esto es, a través de los jueces reales, los intendentes en el caso peninsular, los alcaldes mayores y luego los intendentes y subdelegados en el caso novohispano, se procedió a recabar la mayor cantidad posible de datos de las cofradías de sus respectivas jurisdicciones. Evidentemente ello retrasó por varios años la toma de resoluciones, tanto más cuanto que también se pidieron informes a las autoridades eclesiásticas, pero justo es en este punto donde se diferencian los expedientes peninsular y novohispano: mientras que en el primero las respuestas de los prelados no fueron esperadas, y existen apenas las de cinco arzobispos (Tarragona, Zaragoza, Sevilla, Granada y Burgos),16 en México fue justamente la espera de las respuestas del arzobispo y sus seis sufragáneos la que mayores atrasos ocasionó. Ello además por la importancia que desde el dictamen de Areche se había concedido a la participación de los obispos. En realidad, en México se esperaba que fueran los propios mitrados los que tomaran la decisión final sobre la subsistencia o no de las cofradías de sus diócesis, a partir de los reportes reunidos por las autoridades civiles. Así, a partir de 1779 se fueron remitiendo a los mitrados las respuestas que iban llegando de los alcaldes mayores que, como cabía esperar, nunca fueron devueltas al gobierno de México.17 En parte por ello fue que se inició una segunda recopilación de informes civiles en los primeros años de la década de 1790.
Una segunda diferencia significativa: el expediente general del Consejo de Castilla, si bien nunca se cerró por completó, generó al menos un resolutivo, la Real Resolución sobre reforma, extinción y arreglo de cofradías de 1783.18 En ella, la Corona extinguía las cofradías gremiales y aquellas que no contaran ni con la licencia real ni con la eclesiástica, destinando sus bienes a las juntas de caridad que debían crearse en todos los reinos peninsulares siguiendo el modelo de Madrid. Asimismo, las constituciones de todas las otras cofradías debían ser examinadas por las autoridades civiles, en principio por esas juntas, y, mientras se instalaban, por los tribunales locales y el propio Consejo. En México el expediente general de cofradías tampoco llegó a cerrarse de manera formal, pero no generó resolutivo alguno. Así, en diciembre de 1793, el fiscal Lorenzo Hernández de Alva recomendó abandonar esta vía para la reforma en favor de los expedientes particulares, promovidos gracias a los obispos, y en particular a las visitas pastorales del arzobispo de México, Alonso Núñez de Haro y Peralta.19 Por esa vía, afirmaba el fiscal, se “ha facilitado el cumplimiento de la referida ley sin los embarazos que presentan los expedientes graves y cumulosos en que se trata de providencias generales”.
Empero, lo paradójico es que la reforma general peninsular terminó asimismo implementando una reforma por expedientes particulares. En virtud de la real resolución de 1783 debía llevarse a cabo la “recogida de constituciones”, es decir, los tribunales reales debían ahora recopilar los documentos fundamentales de las cofradías a fin de obligarlas a presentarse ante el Consejo de Castilla para pedir su licencia y, en general, redactar nuevos estatutos. veámoslo en el caso sevillano: la real resolución fue remitida a la Audiencia de Grados en noviembre de 1786 y en censura de 13 de febrero siguiente el fiscal Juan Francisco Cáceres pidió efectivamente que a través de los tenientes de asistente de Sevilla y justicias de los pueblos se recopilaran las constituciones de absolutamente todas las cofradías de la jurisdicción.20 La reforma pues, adquiría ahora la forma de una oleada de cofradías acudiendo ante los Consejos, de Castilla y de Indias, primero para obtener el beneplácito real para subsistir y luego para confirmar las constituciones que debían redactar nuevamente, con el visto bueno tanto del episcopado como de las autoridades locales, la Real Audiencia de Grados en Sevilla o el gobierno de México en el caso novohispano.
Sin embargo, los expedientes particulares no tuvieron exactamente la misma forma en uno y otro lado del Atlántico. En Sevilla, las herman-dades que habían visto sus constituciones recogidas normalmente acudían primero a la Audiencia de Grados pidiendo autorización para reunirse en cabildo para tratar del trámite ante el Consejo, e incluso para redactar ya sus nuevas reglas. Con ellas acudían al Consejo de Castilla, el cual expedía una real provisión dirigida a la Audiencia (a veces también al Ayuntamiento, al menos antes de la real resolución de 1783) insertando el nuevo documento. Con censura del fiscal, el tribunal sevillano redactaba su informe, normalmente haciendo algunas observaciones puntuales. El trámite volvía así al Consejo de Castilla que emitía una segunda provisión ya con las constituciones definitivas.21
En el caso novohispano el procedimiento, obra principalmente de los dictámenes del fiscal Antonio Porlier en los años 1770, era más complicado: las cofradías debían ante todo presentarse ante el Consejo para pedir la licencia real; una vez obtenida bajo la forma de una cédula real, debían proceder a redactar sus constituciones, que debían pasar por el gobierno del reino y el episcopado, en México a través del provisorato del arzobispado.22 Es importante destacar que en el caso sevillano se estimaba que las cofradías contaban ya con la licencia eclesiástica, con lo cual en varios casos se omitía simple y llanamente cualquier nueva revisión por la parte eclesiástica, que no hace sino recibir las ordenanzas ya aprobadas por el Consejo de Castilla,23 mientras que en la Nueva España nunca llegó a cuestionarse la intervención de los obispos en la redacción de estos documentos fundamentales de las cofradías. Es posible, aunque no podemos más que suponerlo a falta de declaraciones explícitas, que incluso los más importantes reformadores consideraran necesaria la cotutela entre el clero y la autoridad civil para vigilar las prácticas de los pueblos novohispanos. En fin, el procedimiento se cerraba con la cofradía acudiendo nuevamente a Madrid ante el Consejo de Indias, donde los fiscales podían todavía hacer nuevas adiciones y correcciones, para final-mente emitirse una segunda real cédula ya con las nuevas reglas insertas.
Todo esto ocurría ya desde antes de la real resolución de 1783 y del cierre del expediente general de México de 1793, al menos desde 1775, y esto tanto en la Península como en la Nueva España. En efecto, entre 1776 y 1809 se presentaron ante la Real Audiencia de Grados de Sevilla al menos 59 cofradías para la reforma de sus constituciones, mientras que en el Consejo de Indias se presentaron 116 cofradías novohispanas entre 1775 y 1808. Estos números son ya indicativos del impacto de la reforma: si bien ésta parece haber alcanzado con dificultad los pueblos de la jurisdicción sevillana, la sola ciudad de Sevilla contó prácticamente la mitad de las cofradías que iniciaron su reforma en todo el reino de la Nueva España. México, la capital y la urbe de la que más cofradías remitieron expedientes a Madrid, apenas llegó a un total de 29 en este período, superada incluso por el conjunto de los pueblos de la provincia de México de donde 34 cofradías acudieron al Consejo de Indias.24
Es significativo que al menos en el caso novohispano la reforma alcanzara el ámbito rural, mientras en Sevilla una década más tarde, en 1798, el fiscal Márquez lamentaba el “menos esmero” de “las justicias de dichos pueblos, de las cuales muy pocas dieron cumplido el encargo hecho”.25 La presencia de las cofradías de los pueblos está relacionada también con la forma en que se ejecutó la reforma por expedientes particulares. Hemos señalado que en el caso peninsular se trató de la “recogida de constituciones” llevada a cabo por las autoridades civiles. En cambio, en Nueva España, quien obligó a los cofrades a obtener la licencia real fue la autoridad eclesiástica. Así es, como lo había indicado el fiscal Hernández de Alva en 1793, al cerrar el expediente general de México, el arzobispo Haro y Peralta llevaba ya desde el propio año de 1776 dando instrucciones en sus visitas pastorales para que las cofradías acudieran al Consejo de Indias en un plazo máximo de dos años.26
La reforma peninsular, pues, iba claramente en el sentido de desplazar al clero, mientras que la reforma novohispana dependió de él para su ejecución. La primera fue mucho más intensiva y urbana, la segunda más extensiva y con la pretensión de abarcar los amplios espacios rurales novohispanos, pero una y otra, conviene destacarlo, siguieron haciendo parte de la reforma general: en Sevilla el expediente general de la Real Audiencia de Grados se reabrió con la real resolución de 1783 y continuó con las medidas tomadas para su cabal ejecución;27 en el Consejo de Indias las medidas aplicadas en los expedientes particulares sirvieron para ir armando cédulas generales, la más importante de ellas la del 15 de octubre de 1805 que compendió el trabajo acumulado de varios fiscales sucesivos del Consejo en la sección novohispana.28 En fin, ambas reformas tuvieron sus límites: aun si las reales cédulas generales que se emitieron para la Nueva España tuvieron una amplia difusión, es cierto que sólo un puñado de cofradías fue la que reformó realmente su organización; en Sevilla, el fiscal Márquez habría de dejar anotada en la última censura del expediente general de esa Audiencia, dada el 17 de octubre de 1798, el reconocimiento explícito del carácter parcial de la empresa, pues decía el letrado: “ha comprendido el fiscal, no correspondieron las resultas a los insinuados connatos”.29
vistos pues los caracteres generales de la reforma y sus alcances, conviene ahora observar con detalle lo que los fiscales tanto de Sevilla como de México y Madrid corregían en las cofradías de sus respectivas jurisdicciones, en primer término sobre el papel que en ellas debían jugar los clérigos.
Personas sagradas y cofradías profanasEn marzo de 1790 don Ambrosio de Sagarzurrieta, fiscal de la Real Audiencia de Guadalajara, uno de los impulsores de la reforma de cofradías en ese distrito, presentó un extenso dictamen sobre el tema contra la postura del obispo de la ciudad, fray Antonio Alcalde y Barriga. En él, denunciaba constantemente el “despótico gobierno de los curas” como uno de los grandes problemas a resolver con la reforma. Ellos, afirmaba el letrado, se apropiaban de los bienes de las comunidades a fin de convertirlos en bienes de cofradías para su solo beneficio, despojando a los pueblos de unos “fondos tan precisos para el socorro de sus urgencias”. Recuperando diversos casos de párrocos que en efecto habían sido denunciados por sus feligreses por su avidez en esta materia, el fiscal insistía, los párrocos “los manejan tan despóticamente que nombran capellanes a su arbitrio, se arrebatan para sí los ganados, y no dan cuentas como debieran”.30
Pocas veces hubo en los documentos de la reforma de cofradías una denuncia tan directa contra el predominio del clero parroquial, pero es cierto que a ambos lados del Atlántico fue uno de los temas capitales el de la intervención o no de los curas en las cofradías. Mas los argumentos podían ser radicalmente opuestos. Mientras que el fiscal Sagarzurrieta defendía la “emancipación”, por así decir, de las cofradías del dominio de los párrocos, fundado en la utilidad de los pueblos, las hermandades sevillanas comenzaban a excluir a los eclesiásticos fundadas en el argumento de proteger su calidad de personas sagradas.
En efecto, en el año de 1787 la Real Audiencia de Grados revisó constituciones de tres hermandades sevillanas que habían tomado medidas al respecto. Primero, la sacramental de la parroquia de San Isidoro, pues en el capítulo 15 de las constituciones que redactaron en octubre de 1785 los hermanos construyeron una límpida argumentación para excluir al clero: partiendo de que la cofradía era ante todo un camino para la salvación de las almas, se afirmaban en la “suma veneración” que debían a los clérigos, “especialmente si está condecorado con la dignidad sacerdotal”, pero identificándose de inmediato como una junta “compuesta de sujetos legos”, caracterizados por “la insuficiencia y poco conocimiento”, que podían poner en riesgo por “la inadvertencia o la propia pasión” ese respeto que tanto enaltecían, mandaban dejar fuera de los cabildos a los eclesiásticos. Explícitamente, los cofrades seglares quedaban así con el control de la corporación, paradójicamente reforzando con su discurso la jerarquía entre seglares y clérigos. Concluían enfatizando esa distancia que no debía romperse, pues “desdice mucho a lo sublime de su carácter que siendo nuestros oficiales seglares, manden tal vez a un eclesiástico como hermano”.31
La sacramental de la parroquia de San Juan de la Palma, en las constituciones que redactó en agosto de 1787, introdujo también la prohibición de los eclesiásticos en las juntas y en los cargos de cofradía, dejándolos en la calidad de hermanos para las indulgencias y funciones de iglesia. Su argumentación era básicamente la misma: la defensa del “respeto y veneración que todo seglar debe tener al eclesiástico”, el cual podía quedar comprometido al calor de las discusiones de los cabildos de la cofradía, donde “siendo causa de que el seglar, queriendo sostener asimismo el suyo [su opinión], profiera términos disonantes a la política”.32 Los cofrades además habían leído bien las ya para entonces numerosas provisiones en que se concedía la aprobación real a otras hermandades: ellas eran “cuerpos de legos”, “y como tal sujeta a la jurisdicción real ordinaria”, no eran por tanto un lugar para las personas sagradas de los sacerdotes.
Casi al mismo tiempo la hermandad del Escapulario del Carmen del convento carmelita calzado de la misma ciudad optaba por la misma exclusión, de manera mucho más breve. El capítulo 9 º de las constituciones que redactó en 1787 decía de manera directa: “No se les podrá nombrar empleo en esta hermandad a ningún hermano eclesiástico para evitar las faltas de respeto que a su carácter se le debe en los casos que se hallen encontrados los dictámenes con los seglares”.33
El fiscal de la Audiencia sevillana, Cáceres, inicialmente se mostró moderado en este punto: ya al ver el capítulo correspondiente de las constituciones de la sacramental de San Juan de la Palma decidió impugnarlo favoreciendo la participación del clero, del que esperaba se comportaría siempre en los cabildos “con toda prudencia y moderación”, “atendiendo al mismo carácter de que están revestidos” los sacerdotes. De hecho se diría que Cáceres esperaba que justamente su presencia calmaría unas reuniones que en la capital hispalense no siempre habían sido tenidas por pacíficas, “hay razones de más peso que persuadan su concurrencia”, afirmó al revisar las constituciones del Escapulario del Carmen.34Cabría esperar que un letrado de tiempos de los Borbones hubiera preferido establecer una norma fija, pero por el contrario, Cáceres optó en esta materia por respaldar la costumbre particular de cada corporación: “habrá de observarse la costumbre que haya habido hasta aquí”, estableció directamente en el caso de San Juan de la Palma y como quedó asentado incluso con aprobación del Consejo de Castilla en la real provisión de 12 de febrero de 1790 que culminó la reforma de esa hermandad.35
Mas conforme fue avanzando la década de 1790 el propio fiscal y sus sucesores pasaron a tomar la iniciativa introduciendo este punto en la reforma. Al revisar las constituciones de la hermandad del Cristo de la Salud de la parroquia de San Bernardo, en 1792 el propio Cáceres adicionó la constitución 7ª con la prohibición de que los eclesiásticos tuvieran voto activo o pasivo en los cabildos.36 Al año siguiente, en las constituciones de la sacramental de la parroquia de San vicente, que habían sido redactadas a partir de las ya mencionadas de la sacramental de la parroquia de San Isidoro, el fiscal incluso se extendió en sus argumentos: la presencia de los clérigos en los cargos de cofradías era una forma en que burlaban la legislación que les impedía administrar bienes profanos y, más todavía, tendían con su presencia a recuperar para la jurisdicción eclesiástica unas corporaciones recién ganadas para la del rey. En fin, estaba la redefinición de las cofradías que ya hemos citado: ellas eran “un cuerpo de legos, cuya mera denominación indica que no deben componerla personas eclesiásticas”.37
La tendencia fue ganando a otras cofradías sevillanas, no sin protestas del clero, como fue en el caso de la sacramental de la parroquia de San Miguel, donde el capítulo que excluía a los eclesiásticos, formado por el apoderado de la corporación en Madrid, fue cuestionado por los propios cofrades y por los clérigos de la parroquia. Contra ellos Cáceres lo asumió como si hubiera sido propuesto por él en tanto fiscal, y reiteró, con mayor amplitud incluso, los motivos para esa exclusión.38 Hubo algún intento de moderación: en la cofradía de Nuestra Señora de Gracia de la parroquia de Omnium Sanctorum se aprobó en 1795 que los eclesiásticos tuvieran voz y voto, pero no intervención en la administración de los bienes.39 Mas ya con el fiscal José Hevia y Noriega, a principios del siglo XIX, se agregó la prohibición tanto en las constituciones de la cofradía del Señor de la Pasión del convento mercedario, como en las de Nuestra Señora de las Maravillas de la parroquia de San Juan de la Palma.40
Mientras en Sevilla la reforma implicó que los clérigos fueran expulsados de los cabildos cofradieros, en la Nueva España únicamente perdieron su calidad de presidentes de las reuniones, en beneficio de los jueces reales. En efecto, ni los fiscales reformadores más radicales, como Ramón de Posada, Lorenzo Hernández de Alva o Ambrosio de Sagarzurrieta, se atrevieron a ir más allá del estricto tenor de la Ley de Indias que establecía la presencia de los “prelados de la casa donde se juntaren”. De nuevo, es bien posible que los fiscales consideraran indispensable la presencia del clero en el extenso mundo rural novohispano para mejor garantizar su control. Era una lógicamente semejante a la que mostrara al principio el fiscal Cáceres en Sevilla: los conflictivos cofrades sevillanos necesitaban al menos del buen ejemplo clerical para mantener el orden, los indios novohispanos tanto más justo por su condición de tales. Siendo fiscal de la Audiencia de México, Ambrosio de Sagarzurrieta revisó las constituciones de la cofradía sacramental de Tlapacoyan, dejando ahí intacta la intervención del párroco, quien poseía una de las llaves del arca de sus valores, “por ser ésta de solos indios”.41
El clero novohispano opuso una resistencia mucho mayor que sus homólogos sevillanos ante la exclusión de la presidencia de los cabildos, y más todavía en los únicos casos en que llegó a contemplarse su expulsión absoluta de ellos. Fue éste sin duda el punto más exitoso, pero también uno de los más discutidos de la reforma de cofradías en Nueva España. Así como en Sevilla fueron expedientes de finales de la década de 1780 y principios de la siguiente los decisivos en esta materia, en concreto, el expediente de la congregación de cocheros del Santísimo Sacramento de la parroquia de Santa Catalina de la ciudad de México. Formados en 1763, acudieron al Consejo de Indias en 1785 pidiendo la aprobación de sus constituciones, pero el fiscal Antonio Porlier reprochó la falta de la licencia real, que debían haber pedido previamente; como en la gran mayoría de estos expedientes recomendó que se les concediera la licencia, pero que redactaran de nuevo sus constituciones y las pasaran a la curia eclesiástica de México y luego al virrey para su revisión. Todo ello quedó asentado en la real cédula dada en Aranjuez el 16 de diciembre de 1785.42 Ésta, fue presentada al gobierno de México en mayo de 1786 para su ejecución y el fiscal Lorenzo Hernández de Alva dictaminó que los congregantes podían reunirse para redactar sus constituciones nuevamente, pero sólo bajo la presidencia de un juez real nombrado por el virrey.
Como cabía esperar, ello prolongó el trámite del expediente hasta 1789, primero por la negativa de la curia arzobispal de aceptar las condiciones impuestas por el fiscal y luego directamente por las contestaciones entre Hernández de Alva y el doctor Larragoiti, defensor de obras pías del arzobispado. Del lado eclesiástico la defensa se fundó en que las juntas de cofradías eran finalmente “actos eclesiásticos” en que las propias leyes de Indias garantizaban la presidencia de los prelados y sus representantes, tanto más cuanto que se entendía de la propia ley y de la naturaleza de la cofradía, que las juntas debían realizarse en una iglesia y no, como la Audiencia de México propuso para salvar el impase, en la casa de un juez seglar. Esto es, las juntas de cofradías eran “espirituales y pías” como sus fines, por tanto su presidencia caía en manos del clero. Como puede verse fue ésta una de las raras ocasiones en que la definición de las cofradías estaba directamente en litigio y Hernández de Alva no hizo sino responder con la definición que la Corona quería imponer: no porque los cofrades realizaran “actos o fines píos”, decía, “pueden llamarse dichas cofradías o juntas eclesiásticas o espirituales”. Ellas eran puramente seglares, formadas por legos y bajo la jurisdicción real, que debía por ello presidirlas.43
Llegado el caso al Consejo de Indias en 1790, el fiscal Juan Antonio Uruñuela salió desde luego a favor de su colega de la Real Audiencia de México, de quien elogió el “loable tesón y recomendable eficacia”, pidiendo además que el Consejo dirigiera una advertencia al arzobispo. Los consejeros no consintieron en esto último, pero en cambio se redactó una real cédula general para los reinos de Indias, fechada en Madrid el 8 de marzo de 1791, declarando que toda junta de cofradías, de cualquier género que fuese, debía presidirla un juez real.44 Claro está que al recibirse esta real cédula en México, el fiscal Alva la mandó circular de inmediato por todo el reino. No faltaron dudas y conflictos en diversos pueblos del reino que el propio fiscal resolvió siempre a favor de la jurisdicción regia, integrando en principio hasta a las congregaciones de San Pedro y a las órdenes terceras,45 que en Sevilla al menos lograron mantenerse al margen de la reforma, como se ve explícitamente en el intento, curiosamente iniciativa de un clérigo, de hacer reformar la orden tercera del colegio franciscano de San Pedro de Alcántara.46
No es de extrañar que entre párrocos y jueces reales había una diferencia radical sobre lo que significaba esta innovación. Lo planteó bien el subdelegado de Ario, en la provincia de Michoacán, en 1792, “aquellos conciben limitada la facultad de la presidencia […] a sólo el efecto de autorizar las determinaciones, y los segundos la consideran extensiva a ordenar, dirigir e impedir las resoluciones del párroco y cofrades”47. Si bien al inicio los obispos novohispanos no parecen haber intervenido en el asunto, ya para 1804 el nuevo arzobispo de México, Francisco Xavier Lizana, denunciaba lo que calificaba de un “abuso” de los jueces reales, pidiendo, desde luego, que las cofradías y sus bienes volvieran a quedar por completo bajo la presidencia de los curas.48
Tal vez una de las más discutidas cofradías que se reformaron en esta época en la capital novohispana fue la congregación de Dolores, con sede en el propio Sagrario Metropolitano. Por una serie de errores de procedimiento que sería largo de desenredar aquí, la Corona les aprobó en real cédula de 15 de julio de 1796 unas constituciones en que los párrocos del Sagrario quedaban por completo fuera, no sólo de la presidencia, sino de toda participación en los cabildos, que incluso habrían de realizarse en casa de los jueces reales. Las contestaciones sobre el asunto se extendieron hasta 1801 y en ellas es significativo que fue el único caso entre todas las cofradías novohispanas que se reformaron por la vía civil, en que los eclesiásticos insistieron en que se trataba de una cofradía inútil y perjudicial.49
Aunque el propio arzobispo Lizana respaldó a su clero, los fiscales de México y Madrid prestaron oídos sordos a esta protesta y en general se negaron a dar marcha atrás en esta materia, de forma que incluso tras la independencia en algunos puntos de México las cofradías siguieron siendo presididas por representantes de la autoridad civil, municipal sobre todo. Así, si la reforma coincidía a ambos lados del Atlántico en excluir al clero, en la Península ello contribuía a fortalecer la posición de los cofrades seglares y en la Nueva España a la de los jueces reales. Puede parecer paradójico, pero era tal vez más radical el dejar en las cofradías novohispanas a los eclesiásticos presentes, aunque bajo la presidencia de otra autoridad, que simplemente excluirlos de las reuniones.
Ahora bien, los fiscales de ambos lados del Atlántico tenían en mente no sólo extender la jurisdicción real sobre las cofradías, acorde con su definición de que se trataba de unos cuerpos profanos, sino también darles características específicas, más acordes con su carácter religioso.
Reglas fijas y deberes sagradosPuede parecer repetitivo pero conviene advertir nuevamente que la reforma de las cofradías de los Borbones no pretendía destruirlas sino reorganizarlas. Hay que insistir en ello, sobre todo en la historiografía mexicanista, pues algunos autores han caracterizado la reforma como una serie de “golpes mortales”.50 Lo ha señalado también para el caso sevillano Joaquín Rodríguez Mateos, sólo algunas de las cofradías más debilitadas fueron directamente suprimidas, salvándose incluso algunas de las gremiales explícitamente incluidas en la real resolución de 1783.51 Esto, sin duda, porque los propios reformadores tampoco tenían la pretensión de eliminarlas de manera radical, sino de rectificar su constitución. Ello implicaba unificarlas, darles reglas fijas que remplazaran el hasta entonces heterogéneo universo cofradiero extremadamente marcado por las variaciones locales, mas respetando la organización corporativa que aquí, como en otros temas, no llegó a ser cuestionada por las reformas borbónicas, según ha señalado en diversos trabajos Annick Lempérière.52
Así pues, a ambos lados del Atlántico hubo una preocupación clara por la estructura interna de las cofradías. En el caso sevillano se manifestó, primeramente, en al menos siete censuras fiscales pidiendo se modificara la terminología de los cargos. Nombramientos como “alcalde”, “fiscal”, “tesorero” y “escribano” fueron así sistemáticamente remplazados por “hermano mayor”, “celador”, “receptor” y “secretario”, respectivamente. Si la idea era evitar hasta la sospecha de que las cofradías ejercían alguna forma de jurisdicción, en menoscabo de la jurisdicción real a que estaban sometidas, ello estaba también relacionado con su carácter esencialmente religioso. Decía el fiscal Juan Francisco Cáceres al revisar las constituciones de la Esclavitud de San José en 1780: esas “voces” de “autoridad”, “no dicen bien con el espíritu de humildad que debe hacer el principal carácter de la congregación”.53
Por ello en trece expedientes los fiscales sevillanos Cáceres y Hevia limitaron la posibilidad que tenían las cofradías de juzgar y expulsar a sus miembros. Debían ahora pedir la intervención de la justicia real en los casos más graves, pero sobre todo, parece que se estimaba más propio de estos cuerpos religiosos usar varias veces de la amonestación antes que recurrir a la fuerza para corregir a sus hermanos.54 En este mismo sentido, en quince expedientes, Cáceres, Márquez y Hevia corrigieron los procedimientos de elección de los cargos poniendo fuertes restricciones a la reelección, que en general sólo debía ser posible por unánime acuerdo de los cofrades.55 Fortalecieron además el papel de los cabildos, prefiriendo la elección a pluralidad de votos antes que otros mecanismos, como el sorteo y los escrutinios previos, en los que al parecer veían la posibilidad de alguna forma de manipulación. Todo ello, porque en corporaciones dedicadas a la religión no debía tolerarse, decía Cáceres en el expediente de la hermandad de San Juan Nepomuceno de la parroquial de San Pedro, “se apodere alguna o algunas personas del gobierno de la hermandad”.56
Medidas semejantes se fueron aplicando a las cofradías novohispanas en el Consejo de Indias. Largo sería citarlas una a una en cada expediente, pero podemos verlas en el resultado final de la reforma, las reales cédulas dadas en Cartagena en 27 de diciembre de 1802 y la real cédula general del 15 de octubre de 1805, producto de largos años de recomendaciones de los fiscales Ramón de Posada y Lorenzo Hernández de Alva.57 También en este caso se trató de unificar la organización de las cofradías: Posada sobre todo impulsó que las mesas de ellas quedaran integradas por un rector, un mayordomo y ocho diputados, quienes durarían en sus cargos dos años; los diputados se renovarían por mitad cada año, con posibilidad de reelección sólo en el caso del mayordomo para uno e incluso dos períodos, pero nada más.58 Alva, por su parte, insistió en el tema del “desinterés” que debía caracterizar la relación de los oficiales con las cofradías: ni a los mayordomos se debía de exigir fianzas para garantizar los bienes que administraban, “por no haber semejante práctica en las congregaciones piadosas”, ni tampoco se les debía asignar ningún tipo de pago, como tampoco a los secretarios o a los otros oficiales.59 El único fin legítimo que debían perseguir con sus cargos era, según se asienta en la real cédula de 1805, “el de contribuir por su parte al objeto de su instituto”.60
Ahora bien, es cierto que los fiscales de Sevilla de manera sistemática incluyeron una misma cláusula en sus censuras: las cofradías, incluso las que ahora recibían la aprobación de la Corona, podían ser reunidas con otras, especialmente con las sacramentales, en general consideradas las más útiles por los reformadores. En Sevilla se hizo así, por el esfuerzo del fiscal Cáceres, con las cofradías sacramental y de ánimas de la parroquia de Omnium Sanctorum;61 en el caso novohispano los fiscales del Consejo de Indias promovieron la reunión en al menos siete casos de cofradías sacramentales.62 Las cofradías novohispanas se mostraron reticentes: el mejor ejemplo es de Toluca, donde la amenaza de la fusión en la cofradía sacramental dio motivo a que fuera el único expediente tratado por el Consejo en el que se dio cuenta por parte del gobierno de México que la ejecución de las reales cédulas había incluso puesto en peligro la tranquilidad pública.63
Por otra parte la reorganización de las cofradías a ambos lados del Atlántico incluyó también la reforma de algunas de sus prácticas, por ejemplo, la colecta de limosnas. A pesar de su importancia, en realidad se ha prestado poca atención en la historiografía hacia este tema, casi universal para el financiamiento de las corporaciones del Antiguo Régimen, especialmente las religiosas, si bien existen algunos trabajos más bien dedicados a su relación con el culto de las imágenes peregrinas, obra de María Elena Barral y de Raffaele Moro.64 Por lo que toca a las cofradías, los fiscales Ramón de Posada, Lorenzo Hernández de Alva, Juan Francisco Cáceres y José Hevia y Noriega pugnaron por eliminar la cues-tación de limosnas por las calles. Hasta entonces había sido común en la Península como en Nueva España que en las salidas públicas e incluso en otras oportunidades los cofrades recorrieran las calles de sus barrios e incluso más allá portando platos para recolectar fondos, siendo esta labor una de las que los cofrades se repartían a lo largo del año. Así lo establecía lo mismo en la ciudad de veracruz las viejas constituciones de la cofradía de la Concepción y Humildad y Paciencia de Cristo, que databan del siglo XVII, cuyos diputados debían organizar el reparto del plato de la cuesta cada uno por tres meses,65 y asimismo, en 1790, lo contemplaban también las constituciones de la Hermandad del Cristo de Zalamea de la collación de Omnium Sanctorum de Sevilla, siguiendo en este caso “el orden de los empleos y antigüedad”.66
Parece ser que los fiscales estimaron esta práctica inadecuada en corporaciones dedicadas a la religión por lo que tenía de coacción a los fieles; por ello mismo tampoco suprimieron de manera radical toda limosna, sino que procedieron a ordenarlas para que las contribuciones fueran absolutamente voluntarias. Posada y Cáceres, en sus respectivas funciones, fueron quienes introdujeron la que debía ser la nueva práctica en ese sentido: debían establecerse mesas en los pórticos de las iglesias para colocar ahí el plato, los días festivos sobre todo. Cuatro cofradías novohispanas y ocho sevillanas recibieron indicaciones en este sentido.67 Debemos destacar que la limosna suponía otro problema adicional para los fiscales, el de su ubicación, pues claramente se trataba de restringirla y evitar que se practicara en las calles, pero tampoco estimaban correcta su realización al interior del espacio sagrado de las iglesias. El pórtico, el lugar intermedio, era la única solución posible para reubicar esta incómoda pero indispensable práctica.A propósito de lugares sagrados y profanos otro de los que más interesaba a las cofradías era el lugar para su entierro. A ambos lados del Atlántico muchas de ellas poseían espacios propios para ello, al pie de los altares y en las capillas de sus imágenes titulares. Tímida y marginalmente la reforma iba también en el sentido de cambiar esa situación. Aunque sin lograr un cambio radical fue bajo los Borbones que comenzó a difundirse en el mundo hispánico el impulso higienista de separar de manera radical el espacio de los muertos del de los vivos con la creación de cementerios extramuros de las poblaciones. Las cofradías debían adaptarse a esta nueva distribución: las diez cofradías de la ciudad de veracruz que fueron reformadas en la década de 1790 debieron aceptar que sus entierros tendrían lugar en el nuevo cementerio general, aunque trataron siempre de solicitar espacios reservados para ello.68 En Sevilla, ya en la primera década del siglo XIX, el fiscal Hevia impuso también ese traslado al cementerio en la reforma de las constituciones de las hermandades de Ánimas del Salvador y las sacramentales de las parroquias de Santiago Apóstol y Santa Marina.69
En ambos lados del Atlántico hubo indicaciones, puntuales es cierto, en el sentido de reducir los fastuosos cultos de las cofradías. En Sevilla parece ser que el problema era sobre todo el sonido, tal vez poco apropiado para la sensibilidad de los reformadores: el fiscal Cáceres suprimió los dobles de campana en que abundaba la cofradía de Jesús Nazareno y Nuestra Señora de la O en 1785;70 tres años más tarde los cofrades del Señor de la Exaltación de la parroquia de Santa Catalina consideraron necesario imponer castigos en sus constituciones reformadas a los hermanos que anunciaran su procesión “con voces, ni trompetas ni otros instrumentos”;71 y en fin, en 1807, la cofradía del Señor de la Pasión vio objetar por el Consejo de Castilla las cuatro trompetas que “con sus ecos dolorosos” debían acompañar su procesión de Semana Santa, aunque para defenderlas contó con el apoyo del propio fiscal Hevia.72
En las cofradías novohispanas el problema no era el fasto sonoro sino el visual: las abundantes luces de cirios, velas y hachas que engalanaba en los días de fiesta los altares de los santos patronos y advocaciones marianas. Fue sobre todo el fiscal Ramón de Posada quien se esforzó en reducir el abundante gasto en cera que generaban, por ejemplo en la cofradía de San Crispín de Puebla en 1797, con sus más de 60 luces en la fiesta principal y otras 24 en el túmulo de difuntos. Escribía directamente el letrado: “aunque las funciones eclesiásticas se deben hacer con decoro, no es justo se consuma en ellas más que lo que es regular y exige la moderación…”73
Por supuesto, hubo también preocupaciones específicas en cada caso. La más característica en las cofradías sevillanas fue el tema del ingreso en la cofradía, que en 18 casos llevó a los fiscales a hacer reformas en los estatutos. Por una parte trataron de evitar la exclusión de ciertos oficios que las cofradías sevillanas seguían considerando “viles” a pesar de la real cédula de 1783 a propósito de los oficios manuales. Todavía en 1803 la sacramental de la parroquia del Sagrario había tratado de reformar sus constituciones para excluir una larga lista de actividades74 que el fiscal Hevia suprimió de inmediato. De manera más frecuente los letrados insistieron en la discreción que debía caracterizar los procedimientos de ingreso, sobre todo si se encontraba algún defecto en la limpieza de sangre y costumbres de los pretendientes. Por citar de nuevo un ejemplo solo, Cáceres pidió en 1790 que la hermandad del Cristo de Zalamea no revelara los motivos del rechazo, sino que el hermano mayor disuadiera “prudentemente y con sigilo” al afectado.75
En Nueva España hubo en cambio una mayor preocupación por el tema de la administración de bienes. Lo común en las cofradías novohispanas era que dispusieran no sólo de las contribuciones de los miembros, sino sobre todo de capitales, las urbanas, y de tierras y ganado las rurales. Como ya hemos visto, para los letrados de la Corona era de extrema importancia evitar que esos bienes fueran dilapidados, de ahí su insistencia en la presentación de cuentas anuales por parte de los mayordomos, las cuales habrían de ser revisadas, ya no por los párrocos como se hacía tradicionalmente, sino por dos seglares libremente nombrados por los propios cofrades. Asimismo, estaban obligadas a poseer arcas con tres llaves para el depósito de documentos y caudales, que estarían bajo la custodia conjunta de los oficiales, debiendo llevar libros de cuentas necesarios para su administración.76
Tanto en la metrópoli como en las colonias estuvo presente el tema de la caridad. Ya lo habíamos mencionado al principio, es más evidente en el expediente general del Consejo de Castilla, pero como no llegó a concretarse la instalación de las juntas que preveía la real resolución de 1783, los expedientes particulares fueron la oportunidad para implementarlas a partir de algunas cofradías ya existentes. El fiscal Hevia trató así de reducir a diputaciones de caridad las congregaciones que bajo ese título se habían fundado en las parroquias de San vicente y San Miguel a consecuencia de una epidemia del año 1800.77 Menos directos, los fiscales Posada y Hernández de Alva prefirieron introducir en las cofradías novohispanas la obligación de destinar los sobrantes de sus ingresos anuales para obras de caridad, especialmente para la atención de huérfanos.78
Resumiendo pues, los fiscales en ambas orillas del Atlántico trataron de transformar a las cofradías en corporaciones uniformes en su organización y con una renovada utilidad pública. Cabe destacar que los cofrades e incluso algunos clérigos parecen haberlo entendido bien. En efecto, las cofradías caritativas sevillanas tuvieron su equivalente desde 1794 en la cofradía de la Piedad del pueblo de Acajete en Nueva España, iniciativa del párroco Miguel Guridi y Alcocer, hombre que más tarde se destacaría por una amplia trayectoria como diputado en las Cortes de Cádiz y en los Congresos constituyentes mexicanos.79 Era ésta una corporación dedicada por entero a la atención de los pobres, no con limosnas en metálico sino directamente con ropa y alimentos e incluso con préstamos, reduciendo el financiamiento del culto a lo mínimo. Las cofradías sevillanas también mostraron cierto ingenio en los argumentos sobre su utilidad. La hermandad de Nuestra Señora de Europa, cuya imagen estaba instalada en una capilla en las cercanías de la Alameda, y por tanto prácticamente en la calle, podía alegar en 1794 que beneficiaba a un barrio desierto y expuesto al delito, “iluminando con las muchas luces que alumbran a la imagen de noche, con lo cual sin dispendio del público se advierte establecido un sistema político el más análogo a las actuales ideas de nuestro sabio gobierno”.80
Comentarios finalesSi bien existen, sin duda, otros elementos que pueden compararse entre las cofradías de España y América, y otras formas de organizar la comparación, este primer ejercicio muestra bien hasta qué punto los fiscales de la Corona pretendían reforzar, simultáneamente y aunque parezca paradójico, el carácter religioso, corporativo y secular de las cofradías de uno y otro reino. Esto es, no trataban de destruirlas por completo sino de separarlas del predominio del clero en beneficio de la jurisdicción real, del culto vano o de la superstición en beneficio de la caridad y de la utilidad pública, garantizando el mantenimiento del orden y de la correcta administración de sus bienes. Fue más bien excepcional que los letrados que aquí hemos citado pusieran en cuestión la existencia misma de estas corporaciones, antes bien llegaron a proteger algunas de sus prácticas, como hiciera incluso el principal fiscal reformador del tribunal sevillano, Juan Francisco Cáceres, o pertenecían ellos mismos a cofradías, como fue en el caso del gran reformador de las novohispanas, Lorenzo Hernández de Alva.
Ahora bien, es cierto que la reforma fue más bien limitada en sus alcances, empero, tampoco puede subestimarse. Dejó una huella duradera en las cofradías de uno y otro lado del Atlántico, y a pesar de ser una misma reforma, inspirada por unos mismos principios, con unos mismos objetivos y procedimientos, significó diferentes cosas en los reinos peninsulares y en los americanos. Si hemos visto que la historiografía mexicanista suele insistir en el desplazamiento del clero, una mirada comparativa nos muestra hasta que punto los párrocos mantuvieron una injerencia mucho mayor en las de Nueva España que en sus homólogas peninsulares. El clero americano fue así directamente uno de los actores fundamentales de la reforma llevada a cabo por los tribunales de la Corona, aunque organizó además –y esto es otro tema en que no hemos podido entrar en esta oportunidad–su propia reforma de cofradías. En Sevilla se diría que el clero fue efectivamente desplazado, pero no tanto en beneficio de los magistrados reales cuanto de la autonomía de los propios cofrades.
Cabe destacar también que la reforma no se detuvo con la crisis de 1808. En Sevilla los expedientes de reforma de constituciones continuaron durante todo el reinado de Fernando VII, aunque a partir de la caída del régimen gaditano la intervención del arzobispado hispalense reaparece con fuerza en los expedientes decimonónicos, reapareciendo también varias cofradías que los fiscales del tribunal sevillano habían tratado de suprimir. En el México independiente la ley de Indias que trataba sobre cofradías siguió en vigor durante varios años y con la instalación del federalismo los gobiernos estatales llegaron a tener iniciativas de reforma claramente inspiradas en el reformismo borbónico, pero sus temas principales serían cada vez más el económico, hasta llevar a la desamortización de la década de 1850, y el étnico, con las cofradías cada vez más asociadas con prácticas propias de los para entonces llamados ya indígenas.
Pero quedándonos en fin con la problemática de la reforma bajo los Borbones el caso de las cofradías lo ejemplifica bien, no se trató tanto de la construcción o del reforzamiento de un Estado, en el sentido moderno del término, cuanto de la reorganización de las corporaciones “todavía” en el marco de una monarquía católica, en la cual, como hemos visto, a pesar de los esfuerzos por construir unas cofradías puramente profanas la separación de los ámbitos secular y religioso era prácticamente imposible.
Doctor en historia por la Universidad de París I Panteón-Sorbona. Profesor del Centro Universitario de los Lagos de la Universidad de Guadalajara. Ha obtenido el premio “Francisco Xavier Clavijero” del Instituto Nacional de Antropologíae Historia (México) en la categoría tesis de licenciatura (2003) y tesis de maestría (2006). Autor del libro La política eclesiástica del estado de Veracruz, 1824-1834.
La bibliografía sobre las cofradías en la Nueva España es abundante, aunque no han sido objeto de una obra general, debemos mencionar entre las publicaciones colectivas más recientes: Pilar Martínez López-Cano, Gisela von Wobeser y Juan Guillermo Muñoz Correa (coords.), Cofradías, capellanías y obras pías en la América colonial, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1998, 280 p. y Eduardo Carrera, Clemente Cruz Peralta, José Antonio Cruz Rangel, Juan Manuel Pérez Zevallos (coords.), Las voces de la fe. Las cofradías en México (siglos XVII-XIX), México, Universidad Autónoma Metropolitana/ Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 2011. Para las cofradías sevillanas un estudio general en José Sánchez Herrero, “Las cofradías de Semana Santa de Sevilla durante la modernidad, siglos XV a XVII”, en Rafael Sánchez Mantero, José Sánchez Herrero, Juan Miguel González Gómez y José Roda Peña (comps.), Las cofradías de Sevilla en la modernidad, 3ª. ed., Sevilla, Universidad de Sevilla, 1999, p. 29-97.
Milagrosa Romero Samper, Las cofradías en el Madrid del siglo XVIII, tesis doctoral, Madrid, Universidad Complutense de Madrid, 1998, 2 v., y “El expediente general de cofradías del Archivo Histórico Nacional. Regesto Documental”, Hispania Sacra, Madrid, Consejo Superior de Investigación Científica-Instituto de Historia, v. 40, 1988, p. 205-234.
Elisa Luque Alcaide, “El debate sobre las cofradías en el México borbónico (1775-1794)”, Dieciocho. Hispanic Enlightenment, Charlottesville, University of virginia, v. 26, núm. 1, p. 25-42.
Joaquín Rodríguez Mateos, Las cofradías y las Luces. ilustración y Reforma en la crisis del Barroco, Sevilla, Ayuntamiento de Sevilla, 2006, 313 p.
Alicia Bazarte, Las cofradías de españoles en la ciudad de México (1582-1860), México, Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, 1989, 278 p. y Clara García Ayluardo, “Re-formar la Iglesia novohispana”, en Clara García Ayluardo (coord.), Las reformas borbónicas, 1750-1808, México, CIDE/FCE/ Conaculta/ FCE/ INEHRM/ Fundación Cultural de la Ciudad de México, 2010, p. 225-287, especialmente p. 262-271. Asimismo Alicia Bazarte y Clara García Ayluardo, Los costos de la salvación: las cofradías y la ciudad de México (siglos XVI al XIX), México, Centro de Investigación y Docencia Económica/ Instituto Politécnico Nacional/ Archivo General de la Nación, 2001, 432 p.
El texto clásico en la materia es el de Antonio Rumeu de Armas, Historia de la previsión social en España: cofradías, gremios, hermandades, montepíos, Madrid, Revista de Derecho Privado, 1944, 709 p.
Especialmente ejemplar de esta perspectiva es la síntesis reciente de Clara García Ayluardo, “Re-formar la Iglesia novohispana”, p. 225-287.
Dagmar Bechtloff, Las cofradías en Michoacán durante la época de la Colonia. La religión y su relación política y económica en una sociedad intercultural, Zinacantepec, El Colegio Mexiquense/ El Colegio de Michoacán, 1996, 405 p. William B. Taylor, Ministros de lo sagrado. Sacerdotes y feligreses en el México de la segunda mitad del siglo XVIII, Zamora, El Colegio de Michoacán/ Secretaría de Gobernación/ El Colegio de México, 1999, p. 449-472. También conviene citar aquí el estudio ya clásico de William B. Taylor y John K. Chance, “Cofradías and Cargos: An historical perspective of the Mesoamerican civil-religious hierarchy”, American Etnologist, v. 12, núm. 1, febrero 1985, p. 1-26. Cabe señalarlo, pocos autores se han dedicado tanto a las cofradías urbanas como rurales, aunque una excepción es Asunción Lavrín, “La Congregación de San Pedro. Una cofradía urbana del México colonial, 1604-1730”, Historia mexicana, México, El Colegio de México, v. 29, núm. 4, abril-junio 1980, p. 562-601 y “Rural Confraternities in the Local Economies of New Spain: the Bishopric of Oaxaca in the Context of Colonial Mexico”, en Arij Ouweneel (ed.), Studying the indian Community in New Spain, Amsterdam, Centrum voor Studie Documentatie van Latijns Amerika, 1990, p. 224-249.
Además de la tesis doctoral de Milagrosa Romero Samper sobre Madrid, véase sobre Granada y otras ciudades peninsulares el estudio de Inmaculada Arias Saavedra y Miguel Luis López-Guadalupe Muñoz, La represión de la religiosidad popular. Crítica y acción contra las cofradías en la España del siglo XVIII, Granada, Universidad de Granada, 2002, 353 p.
Archivo General del Arzobispado de Sevilla (en adelante AGAS), Justicia, Hermandades y cofradías, leg. 9813, exp. 4, f. 1-5v.
Recopilación de Leyes de indias, libro I, título IV “Hospitales y cofradías”, ley XXV, “Que no se funden cofradías sin licencia del rey, ni se junten sin asistencia del prelado de la casa y ministros reales”, http://www.congreso.gob.pe/ntley/LeyIndiaP.htm
véase Recopilación de las leyes de estos reynos hecha por mandado… del rey don Philipe Segundo (1569), versión digital, valladolid, Junta de Castilla y León, 2009-2010, http://bibliotecadigital.jcyl.es/i18n/consulta/registro.cmd?id=8419
El análisis de sus respuestas en Inmaculada Arias Saavedra y Miguel Luis López-Guadalupe Muñoz, La represión de la religiosidad popular, p. 247-264.
Fue el fiscal Manuel Merino quien en 1779 recomendó enviar los informes de los alcaldes mayores a los obispos. AGN, Historia, v. 312, f. 23v-24v.
La real resolución puede verse como anexo de la tesis de Milagrosa Romero Samper, Las cofradías en el Madrid del siglo XVIII, v. 2, p. 899-910.
Hemos revisado de manera sistemática los expedientes de hermandades de la ciudad de Sevilla que se encuentran en el AGAS, Justicia, Hermandades y cofradías.
véase sobre todo el dictamen del fiscal de 11 de octubre de 1775 en el expediente de la cofradía de Santa Catalina Mártir de México, en Archivo General de Indias (en adelante AGI), México, leg. 2661.
véase por ejemplo el expediente de la Hermandad de San Antonio Abad, en AGAS, Justicia, Hermandades y cofradías, leg. 9801, exp. 15, en que la jurisdicción eclesiástica recibe las constituciones ya aprobadas por el Consejo de Castilla. Hubo, empero, algunas excepciones, como en el caso de la cofradía sacramental de la parroquia de Santa Catalina, en que el Consejo pidió informe al arzobispo de Sevilla: AGAS, Justicia, Hermandades y cofradías, leg. 9814, exp. 5.
Hemos revisado de manera sistemática los expedientes particulares que llegaron al Consejo de Indias y que se concentran en las secciones México, Guadalajara e indiferente General del AGI.
AGAS, Justicia, Hermandades y cofradías, leg. 9813, exp. 4, censura del fiscal Márquez, 17 de octubre de 1798.
véase el informe del propio arzobispo Haro y Peralta al rey del 20 de mayo de 1780 en AGI, México, leg. 2664.
AGAS, Justicia, Hermandades y cofradías, leg. 9813, exp. 4, censura del fiscal Márquez, 17 de octubre de 1798.
AGI, Guadalajara, leg. 352, exp. 11, “Testimonio íntegro de los autos formados sobre los bienes de comunidad que goza cada pueblo de indios de los del distrito de esta intendencia de la provincia de la Nueva Galicia”, dictamen del fiscal Ambrosio de Sagarzurrieta de 29 de marzo de 1790. También hay copia en AGN, Cofradías y archicofradías, v. 10, exp. 4.
El fiscal Cáceres emitió sus censuras de estos dos expedientes, citados en las notas precedentes, el mismo día, 12 de diciembre de 1787.
Si bien no contamos con el expediente completo, existe un certificado de notario público que lo resume con amplitud. AGAS, Justicia, Hermandades y cofradías, leg. 9809, exp. 13.
AGAS, Justicia, Hermandades y cofradías, leg. 9814, exp. 7 y AGAS, Justicia, Hermandades y cofradías, leg. 9801, exp. 18.
AGI, México, 2692 “Testimonio del expediente sobre aprobación de las constituciones de la cofradía de Nuestra Señora de la Soledad y Santísimo Sacramento de Tlapacoyan, jurisdicción de Jalacingo”, f. 13-16v.
Toda la discusión en AGI, México, leg. 2669, “Testimonio del expediente instruido sobre fundar una congregación de cocheros españoles del Divinísimo Señor Sacramentado en la parroquia de Santa Catarina Mártir de esta capital”.
La real cédula está en AGI, indiferente General, leg. 191 y AGN, Cofradías y archicofradías, v. 18, exp. 1.
AGN, Cofradías y archicofradías, v. 18, exp. 1, f. 30, Juan Joseph de Enciso al virrey, subdelegación de Ario, 13 de abril de 1792.
Clara García Ayluardo, “El privilegio de pertenecer: Las comunidades de fieles y la crisis de la monarquía católica”, en Beatriz Rojas (coord.), Cuerpo político y pluralidad de derechos. Los privilegios de las corporaciones novohispanas, México, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 2007, p. 85-128.
Annick Lempérière, Entre Dieu et le Roi, La République. Mexico, XVIe-XIXe siècles. Paris, Les Belles Lettres, 2004, y para el caso específico de las cofradías, Annick Lempérière, “Orden corporativo y orden social. La reforma de las cofradías en la ciudad de México, siglos XVIII-XIX”, Historia y Sociedad, Medellín, Universidad Nacional de Colombia, v. 14, junio de 2008, p. 9-21.
Se trata de los expedientes de las esclavitudes de San José y de la Encarnación, las cofradías sacramentales de las parroquias del Sagrario, San Isidoro, San Juan de la Palma y San Julián, y las hermandades de San Antonio de Padua, Jesús Nazareno, Nuestra Señora del Pilar, San Juan Nepomuceno, Escapulario del Carmen, Nuestra Señora del Carmen del Postigo del Aceite y del Señor de la Pasión.
Las hermandades en cuestión fueron: Nuestra Señora de la Esperanza de la parroquia de San Martín, Amor de Jesucristo, sacramental de la parroquia de Omnium Sanctorum, San Juan Nepomuceno, Cristo de la Salud, sacramental de la parroquia de San vicente, Nuestra Señora del Carmen de la calle Sierpes, Nuestra Señora del Carmen del Postigo del Aceite, Patrocinio, Santas Justa y Rufina, Benditas Ánimas de la Colegial del Salvador, sacramental de la parroquia de Santiago, Señor de la Pasión, Nuestra Señora de las Maravillas y Nuestra Señora del Coral.
La real cédula de 1805 aparece citada en la nota 27, las reales cédulas de 27 de diciembre de 1802 en AGI, México, legs. 2651, 2688 y 2692.
véase especialmente su dictamen de 19 de diciembre de 1800 sobre la cofradía de Nuestra Señora de los Dolores de Acatzingo en AGI, México, leg. 2650.
véase el dictamen de Alva de 3 de septiembre de 1802 en el expediente de la cofradía de Ánimas de Santiago Calimaya, AGI, México, leg. 2651.
Se trató de las cofradías de Toluca, Iztapalapa, Atotonilco, Santiago Calimaya, Sultepec, de parroquia auxiliar del Espíritu Santo de Querétaro y de la catedral de Durango.
AGI, México, leg. 2651, “Testimonio del expediente rotulado: Sobre aprobación de las cofradías del Santísimo Sacramento y Benditas Ánimas del Purgatorio de la Iglesia parroquial de la ciudad de Toluca”, f. 6v-9, pedimento del fiscal Borbón de 18 de septiembre de 1797.
María Elena Barral, “Limosneros de la virgen, cuestores y cuestaciones: La recolección de la limosna en la campaña rioplatense, siglo XVIII y principios del siglo XIX”, Boletín del instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani, Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires-Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani, 3ª. serie, núm. 18, segundo semestre de 1998, p. 7-33. Raffaele Moro, “Les usages de la route dans le Mexique colonial: histoires de vie et mobilités du XVIe au XIXe siècle”, Nuevo Mundo Mundos Nuevos, revista virtual, París, EHESS-CERMA, 2007, puesto en línea el 14 junio 2007. http://nuevomundo.revues.org/6505
AGI, México, leg. 1308, “Testimonio de las constituciones de la cofradía de la Limpia Concepción y Humildad y Paciencia de Cristo Señor Nuestro, sita en el convento de mercenarios [sic] de veracruz y demás actuaciones en su virtud practicadas, y a continuación de real cédula que ésta presentó”.
Las cofradías novohispanas fueron la Congregación de Dolores del Sagrario Metropolitano de México, Rosario de Ixtapaluca, sacramental de San Luis Potosí y del Carmen de Salvatierra. Las cofradías sevillanas fueron las de Cristo de Zalamea, Humildad, sacramental de la parroquia de San Julián, Cristo de la Salud, Patrocinio, Santas Justa y Rufina, Ánimas de la Colegial del Salvador y Nuestra Señora de las Maravillas.
La cofradía excluía las siguientes: “ejecutor de la justicia, pregonero, encombrador de calles o pozos negros, carnicero guisero, pescadero, reportillero, tripero, ni cobradores de estas, torero, sepulturero, bodegonero, mesonero, pastelero, tabernero, criado de justicia, mistelero, cochero, lacayo, regatón, cómico”. AGAS, Justicia, Hermandades y cofradías, leg. 9794, exp. 11.