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Inicio Estudios de Historia Novohispana El trabajo en las minas de Guanajuato durante la segunda mitad del siglo XVIII
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Vol. 48.
Páginas 35-83 (enero - junio 2013)
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El trabajo en las minas de Guanajuato durante la segunda mitad del siglo XVIII
The labor in Guanajuato mines during the second half of eighteenth century
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Margarita Villalba Bustamante
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Este artículo aborda el trabajo en las minas de Guanajuato durante la segunda mitad del siglo XVIII, para mostrar la diversidad de oficios de los trabajadores, pero, sobre todo, los procesos a que estos quedaron sujetos en una época de moder-nización de la minería impulsada por el Estado. El trabajo forzado, la regulación del trabajo por el Estado con intervención de los empresarios mineros y la adopción de diversas me-didas de control sociolaboral, limitaron el desarrollo de la fuerza de trabajo de uno de los sectores protoindustriales más avanzados de la época.

Palabras Clave:
Guanajuato
fuerza de trabajo en minería
heterogeneidad
jerarquía laboral
modernización industrial
siglo XVIII
Abstract

This article discusses the labor in the mines of Guanajuato during the second half of the 18th century, to show the diversity of trades among the workers, but above all that these processes were subject to an era of mining modernization led by the State. The forced labor, labor regulation by the State with the intervention of the mining companies and the adoption of various measures of labor and social control, limited the development of the workforce in one of the most advanced sectors of the times.

Keywords:
Guanajuato
mining workforce
heterogeneity
labor hierarchy
industrial modernization
18th century
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Introducción

El trabajo minero en el México virreinal durante el siglo XVIII ha sido estudiado como un factor que contribuye a explicar la estructura de la producción de metales preciosos, la trayectoria de los empresarios y em-presas mineras más productivas o los movimientos populares en los que participaron los “operarios de mina”, sin embargo, todavía hay mucho por investigar para conocer las especificidades de dicho trabajo en cada distrito y su impacto en la vida de los trabajadores.1 Guanajuato era entonces el productor más importante que, contando con empresas como las de Rayas y la Valenciana, concentró la mayor fuerza de trabajo existente en toda la Nueva España. Durante las rebeliones de 1766 y 1767 las autoridades sostuvieron que toda la población realizaba actividades ligadas con la minería, estimando que el número de trabajadores de esta industria alcanzaba alrededor de 40 000. Así, este distrito es el espacio ideal para estudiar su formación y dinámica en un contexto marcado por la decadencia de la actividad minera hacia mediados del siglo, la nueva política industrial y laboral promovida por el Estado a partir de fines de la década de los sesenta, y el posterior auge del sector minero.

Las dificultades para reconstruir los procesos vinculados con el trabajo minero son múltiples a causa de la escasez de fuentes sobre este tema, lo que sin duda se explica por el interés de las autoridades y los dueños de minas en no dejar huella de la situación que prevalecía en ellas. No obstante, pretendemos observar el comportamiento de los operarios de mina, las condiciones de trabajo y su impacto, así como la movilidad espacial de los trabajadores libres coexistente con una esclavitud virtual de los trabajadores forzados y el control sociolaboral institucionalizado por la legislación vigente en la época, cuyos principios determinaron las formas de explotación de los trabajadores. Describir sus oficios, estimar cuánto de ellos requerían las minas de Guanajuato y observar la relación entre su número, la dimensión y características físico-geológicas de las minas y las condiciones de trabajo, permitirá comprender su amplia participación en las rebeliones mencionadas y la represión del gobierno es-pañol, que se tradujo en un reforzamiento del control laboral como respuesta a problemas estructurales de la producción de metales precio-sos que no se lograría resolver del todo. Pero también los cambios pro-movidos por el aumento de esta producción a partir de 1770, entre los que destaca la nueva división y organización del trabajo en las grandes empresas mineras capitalistas y la gradual inserción de españoles al mer-cado del trabajo minero en contraposición con un uso creciente de la fuerza de trabajo forzada hacia fines de esa década. Para ello contamos con informes de los oficiales reales de Guanajuato (1773) y de Manuel Domínguez de la Fuente (1774); gestiones de los administradores de minas para liberarse de la obligación de cobrar tributos, además del proceso judicial contra quienes participaron en la rebelión de 1767, o documentos sobre la trayectoria de algunos trabajadores y el repartimien-to de indígenas, entre otros.2 Igual revisaremos las leyes como discurso que no bastó para ocultar la intención primera del Estado frente al trabajo de indígenas, mestizos, mulatos libres y españoles, según veremos.

La política fiscal como medio para reforzar el control socio-laboral

En 1765 la corona española envío a Nueva España a José de Gálvez como visitador general para realizar, entre otros importantes asuntos, un in-forme sobre la situación de la minería. Era necesario conocer las condiciones que influían en su atraso para diseñar estrategias de desarrollo y con ello recuperar el poderío que España había perdido ante el avance del expansionismo inglés y francés. Al llegar a Nueva España Gálvez tuvo que ocuparse de las rebeliones de 1766 y 1767 en los distritos mineros de Guanajuato, San Luis Potosí y Michoacán, en las que participaron diversos grupos de la sociedad colonial, incluidos los trabajadores de la industria minero-metalúrgica. José de Gálvez calificó a Guanajuato como centro de la infidelidad de la Nueva España a causa de la “ingobernabilidad” de dichos trabajadores; ingobernabilidad que según él incidía en el decremento de los ingresos reales recaudados cada año por las minas de Guanajuato.3 De ahí que cuando el visitador se enteró por Felipe Barri, alcalde mayor de Guanajuato, de que gran número de familias, temerosas de los motines, estaban abandonando la ciudad, lo mismo que considerable plebe y operarios de minería que huían de ella, ordenó bloquear las montañas que la rodeaban para evitar la fuga de trabajado-res y el abandono de las minas.4 Asimismo, Gálvez dispuso algunas me-didas económicas y sociopolíticas que implicaron reorganizar el trabajo en las minas y favorecer la disponibilidad de la fuerza de trabajo. Por un lado, ordenó al Ayuntamiento de Guanajuato elegir “diputados del co-mún” entre los individuos más distinguidos del lugar, para que elabora-ran padrones de los habitantes de la ciudad a fin de facilitar el cobro de tributos. Los administradores o mandones estarían encargados de empadronar los trabajadores de sus cuadrillas, pues estos no sólo tenían di-versos oficios sino que eran de tan “diferentes castas y países” que parecía imposible matricularlos.5 Así, para lograr la “sujeción y quietud” de los trabajadores y el pago de sus tributos, Gálvez facultó a los administradores para despedir a quienes no les conviniera retener, al mismo tiempo que obligó a aquéllos a obtener “el atestado de bien servido” para poder laborar en otra mina o hacienda del distrito. A estos últimos se les descontaría medio real para pagar el tributo y la limosna de la bula.6

Así, el objetivo del padrón era identificar a los trabajadores, permitir a las autoridades y dueños de minas reforzar el control de la fuerza de trabajo y garantizar la explotación regular de minas y haciendas de beneficio. No obstante, en 1768, los administradores de las minas más productivas de Guanajuato pidieron al virrey marqués de Croix, los re-levara de tal obligación. José de Herrera, Manuel Jiménez, José Tamayo y Pedro Ceballos, administradores de Sirena, Rayas, Mellado y Cata, respectivamente, argumentaron que realizar “la prolija numeración y lista de tan abundante y grueso pueblo, que dichas minas y haciendas de operarios y vecinos contienen” era incompatible con sus funciones,7 pues de ellos dependía no sólo la dirección de las obras y labores interiores y exteriores de las minas, sino también “el gobierno de los operarios” del cual dependía el futuro de ellas.8 Sin embargo, el marqués de Croix man-dó a José de Gálvez resolver lo que más beneficiara a la Real Hacienda y el visitador ratificó lo determinado a raíz de las sublevaciones. Así, Felipe Barri, alcalde mayor de Guanajuato, Fernando de Torija, comisionado para ocupar las temporalidades de la Compañía de Jesús de la ciudad, y los oficiales reales Francisco Tineo y Fernando González del Campillo acordaron con los mencionados administradores la forma de cobrar el tributo. Cada administrador debía cobrar a sus operarios el real tributo, pero los administradores de las haciendas y los vecinos tratantes de metales de las cuadrillas de las minas, nombrarían uno o más comisarios para hacerlo.9 Por tanto, el control laboral tocó aspectos que se contraponían a los intereses de los dueños de minas, cuyos administradores tenían que fungir como una especie de funcionario de hacienda. Suponemos que esto influyó en la posterior fractura sociopolítica en el grupo empresarial, la cual tomaría una forma más nítida en la medida que se definiera en los años subsecuentes la nueva política industrial, fiscal y laboral que afectaría más sus privilegios como productores de metales preciosos, aunque gozaran de las grandes ventajas que les ofrecería la nueva estructura política-administrativa –el Real Tribunal (1792) y la Diputación de Minería (1783)– que les permitiría manipular las disposiciones que consideraran contrarias a sus intereses.

Los empresarios pretendían no sólo evitar que los trabajadores quedaran sujetos a cargas tributarias que nunca antes habían pagado, sino que estas hicieran aún menos atractivo el trabajo minero y más difícil retener la mano de obra, lo que podría obligarlos a suspender la explotación de sus minas. Según ellos, la movilidad de los trabajadores se había traducido siempre en la imposibilidad de cobrar tributo y esto no cambiaría debido a la naturaleza flotante de la población de las minas y la práctica alternada de distintos oficios. Había un flujo constante de campesinos que laboraban en las minas y de operarios que cultivaban la tierra en los ranchos y haciendas cercanas a Guanajuato. A ello se sumaba la circulación de los trabajadores que iban de unas minas a otras, de un distrito minero a otro, además del repartimiento de indígenas y los vagos y ociosos. La disponibilidad de trabajadores era una exigencia no sólo por el amplio número que requerían las grandes empresas mineras cuando experimentaban una bonanza, sino por los frecuentes periodos de escasez de mano de obra que hicieron pervivir el repartimiento como sistema de trabajo hasta el fin de la época virreinal.10

Dos años antes, en julio de 1766, cuando el Cabildo de Guanajua-to, integrado por los mineros y comerciantes más importantes del lugar, pidió al virrey de la Nueva España que continuara vigente la exención que favorecía a los trabajadores y los propietarios de minas, apoyándose en las certificaciones que la Diputación de Minería había pedido a los oficiales reales, el juez eclesiástico, los padres del convento de San Pedro Alcántara, el prefecto del convento de Belén y el rector del Colegio de la Compañía de Jesús.11 Todos habían insistido en los perjuicios que causaría hacer el padrón y establecer las milicias provinciales.12 Por su parte, el cabildo argumentó que la Recopilación de Indias preveía la exención de empadronamiento tanto de los trabajadores como de los propietarios de minas y haciendas de beneficio y agregó que toda la población debía gozar de ella por realizar actividades económicas ligadas a la industria minerometalúrgica, y, asimismo, que la dureza del trabajo minero impedía con-tar con los operarios necesarios. En este punto el cabildo hizo énfasis en que las condiciones de trabajo obligaban a los trabajadores a hacer frecuentes interrupciones para descansar y/o alternar con otra actividad, porque de otra manera no se podía trabajar regularmente las minas. Igual señaló el hecho de que en estas laboraban “todo género de castas,” inclui-dos numerosos europeos que se habían visto obligados por la necesidad a insertarse en este tipo de trabajo. Todo esto hacía más difícil empadronar a los trabajadores.13 Otros factores que indicó incidían en esto eran la deficiente configuración de la ciudad donde había sólo unas pocas y torcidas calles en el centro; la gente pobre que vivía en chozas se mudaba con frecuencia de un cerro a otro y el efecto que había tenido en la población aprehender individuos para formar milicias, esto es, el atraso de la minería por falta de operarios. El cabildo advirtió que las consecuencias serían mayores al matricular toda la población, por ello recomendó publicar primero el bando que ordenaba su empadronamiento y realizar éste en presencia de jefes militares, ya que preveía un alboroto popular con efectos funestos para la citada industria debido al inminente abandono de las minas y haciendas del distrito.14

Domingo Valcárcel15 emitió su dictamen el 17 de julio de 1766, declarando que Guanajuato había sido siempre un mineral opulento y por lo mismo había tributado una inmensa riqueza al real erario. Inclu-so en las épocas de deterioro como la que se vivía entonces, en lugar de escasear los metales su extracción había sido tan copiosa que en los seis primeros meses de ese año se remitieron a México 1 400 barras.16 Esto se debía, según Valcárcel, a la generosidad de los mineros que sin importar ni la corta ley de los metales ni el alto costo de las obras, arriesgaban su caudal en beneficio de “la república y el erario.” De ahí que sostuviera que la minería era necesaria y útil para la conservación del Estado y que para la defensa del reino a la que se dirigía el establecimiento de las compañías milicianas, no servían menos que los soldados los hombres que se ocupaban de fomentar, habilitar y laborar las minas. “Sin la plata no podemos tener en este reino armas ni tropa que lo defienda.”17 Asimismo, Domingo Val-cárcel retomó varios de los argumentos del cabildo: toda la población realizaba actividades ligadas a la minería y debía eximírsele de las milicias y del pago de tributo; el trabajo minero no permitía dedicarse al ejercicio militar y la experiencia mostraba la resistencia de la población frente a medidas similares, entre otros. La nueva imposición iba a alterar sin duda al vulgo de Guanajuato, mucho más osado e inquieto que cualquier otro, por lo que para evitar un movimiento popular Valcárcel recomendó al vi-rrey, como hizo en la guerra de 1762 con Inglaterra, suspender la marcha de las milicias de Guanajuato pues sobraba gente en otras partes del reino.18 El virrey Joaquín de Monserrat y Cruillas resolvió como propuso el auditor, no habría nuevas constricciones para los trabajadores de las minas. Esto no sucedería en 1767, ya que en la junta de capitulares presenciada en noviembre por José de Gálvez, los diputados del comercio y de la minería acordaron que un contingente de las milicias provinciales se apostara detrás del Colegio de Jesuitas para contener la rebelión de la plebe y trabajadores de minería y evitar exponer la ciudad a la insolencia de la muchedumbre.19 Sin contar otras medidas de control adoptadas por Gálvez, como construir un camino que facilitara la entrada y salida de la ciudad, para lo cual se debía cobrar un real por cada fanega de maíz y dos por cada carga de ha-rina de trigo de consumo público, exceptuado el alimento de los caballos y mulas de las minas y haciendas.

Así pues, para reforzar el control socio-laboral los administradores debían empadronar y recaudar el tributo y los trabajadores estaban obligados a obtener el “atestado de bien servido” para poder trabajar en otro lugar. Sin embargo, en 1794, es decir, casi treinta años más tarde, los diputados de minería Andrés Sagaz Herrera y Gervasio Antonio de Yrizar in-formaron al Real Tribunal de Minería que el método de José de Gálvez no evitaba la vejación de los trabajadores en el cobro de tributo, lo que los hacía desertar.20 Esto había llevado a la Diputación a comprometerse en 1772 a pagar 8 127 pesos anuales por concepto de tributo sin por ello hacer matrícula. Esta cantidad correspondía a los operarios del Real de Guanajua-to, cuyo territorio abarcaba casi cinco leguas excluidos los Reales de Co-manja y de Pozos bajo su jurisdicción, porque estos producían entonces muy poco y sus trabajadores eran gente de campo matriculada en León y San Luis de la Paz.21 Así, dadas las dificultades que aún representaba tal recaudación, la Diputación pidió nuevamente la exención a favor de los trabajadores, argumentando que los administradores dejaban pasar meses sin cobrarlo, que era necesario ir a los cerros detrás de los trabajadores sin por ello lograr el cobro respectivo, y que esto influía no sólo en la escasez de mano de obra sino también en la disminución del consumo de mercaderías de Castilla y de la tierra en Guanajuato, lo que hacía perder más a la Real Hacienda de lo que ganaba con el tributo. Por otra parte, la misma institución recomendó atender el decaimiento de los trabajadores que esta-ban persuadidos de haber perdido la protección del Rey cuando merecían gozar de privilegios, incluso más que los propios dueños de minas. Y cues-tionó, “¿de qué serviría todo sin estos poderosos y recomendables brazos de la monarquía?”22

Un primer elemento que nos permite comprender el papel del go-bierno local y central en las referidas rebeliones es el consenso en torno a la idea de que el Estado dependía de la producción de metales. El ca-bildo, la Diputación de Minería y la del comercio manipularon esta idea en beneficio de los intereses de sus miembros, es decir, de los mineros y comerciantes con más poder en Guanajuato. Estas instituciones tenían facultades para determinar asuntos que directa o indirectamente concernían a la industria minera, lo que explica que se opusieran al cobro de tributo a los trabajadores o que la Diputación de minería suscribiera un convenio para la administración de alcabalas. Actos en los que participaron Vicente Manuel de Sardaneta, Pedro Luciano de Otero, Francisco de Busto y Moya y otros empresarios que poseían una parte de las minas de Rayas, Valenciana y Mellado, respectivamente. Así, la propia estructura de las instituciones políticas favoreció que en su rol de funcionarios públicos los empresarios intervinieran como juez y parte en asuntos como la concesión de minas, la resolución de conflictos, el abastecimiento de insumos, el comercio de productos destinados al consumo de la minería, la disponibilidad de mano de obra y la recaudación de tributo que creían iba a afectarles a causa de la resistencia de los trabajadores.23 Por otra parte, el discurso de las autoridades locales y el auditor Domingo Val-cárcel revela la uniformidad de criterios en distintas instancias del go-bierno novohispano, lo que incidió en el fortalecimiento de los poderes locales que poco después José de Gálvez va a pretender someter a un mayor control. Sin embargo, aunque en un primer momento no se mo-dificó la política fiscal y de control sociolaboral, esto no contuvo el descontento de los trabajadores en 1767. Y esto sólo podemos explicarlo considerando las circunstancias económicas y sociopolíticas coyunturales, principalmente las pésimas condiciones de trabajo en las que vamos a concentrar nuestra atención a pesar de que el detonador último de las protestas haya sido la expulsión de los jesuitas. Tomando en cuenta el argumento reiterado de las autoridades locales de que esas condiciones les hacían temer la resistencia de los trabajadores a la imposición de nuevas cargas, pues eran un factor potencial de descontento popular en caso de someter a los trabajadores a las constricciones mencionadas. A pesar de que las autoridades y los dueños de minas se fundían en una entidad, en particular en el caso de la Diputación de Minería y el Ayuntamiento, y hacían valer ese argumento para lograr su objetivo de asegurar la disponibilidad de mano de obra, es claro que la composición social del movimiento de 1767 nos habla de la naturaleza de esta protesta, en la que la mayor proporción de los tumultuarios fueron trabajadores de minas.24 De ahí el interés de estudiar las condiciones del trabajo minero en Guanajuato, donde, por un lado, ese año las autoridades sostuvieron que había decenas de miles de trabajadores y, por el otro, menos de tres años después, dos de las minas más productivas de este distrito –Rayas y Valenciana– concentraron en sus instalaciones el mayor número de trabajadores hasta entonces conocido en una empresa minera colonial, promoviendo una mayor división y organización del trabajo, lo cual revela la continuidad de ciertas condiciones pero también las nuevas exigencias de dicho trabajo. Una de éstas era la mayor disponibilidad de trabajadores, para lo cual el Estado implementa una nueva política fiscal y una serie de reformas que, en el contexto de su proyecto de modernización de la industria minera, combatieran la escasez de mano de obra que aún en épocas de auge constituía uno de los problemas mayores de dicha industria, lo que contrastaba con el flujo que desde mediados de siglo observamos entre los distintos distritos mineros del reino.

Trabajadores ocultos entre polvo y vapores

Aunque para nuestro análisis hemos tomado como punto de partida las rebeliones populares arriba mencionadas, nuestro objetivo es mostrar los mecanismos implementados desde entonces para retener la fuerza de trabajo en las empresas mineras y metalúrgicas a pesar de las condiciones de trabajo que imperaban en ellas. Así pues, pretendemos revelar par-cialmente estas condiciones partiendo de la idea de que en el contexto de esas rebeliones se expresaron más abiertamente las quejas de los trabajadores sobre su situación sociolaboral, que a pesar de exponerse en varios estudios históricos sobre la industria minera para Guanajuato no existe uno específico. Y para determinar el número de trabajadores de las minas los muy escasos padrones y memorias de pago de salarios que existen no permiten hacer una estimación, así, nos valimos de las aisladas estimaciones globales hechas por las autoridades virreinales, el pago de tributos hecho entre 1772 y 1794, las cifras dadas para ciertas minas en particular y algunos padrones de ellas, entre otros.25 En general, las autoridades hablaron de la gran cantidad de trabajadores que laboraban en las minas sin proporcionar cifras. Hemos visto que entre 1766 y 1767, el Ayuntamiento de Guanajuato, José de Gálvez y otras autoridades, además de algunos administradores de minas, coincidieron en reiterar que la actividad de todos los vecinos de la ciudad estaba ligada a la mi-nería y por ello debía tenérseles por “operarios de mina”; la necesidad de sujetar al gran número de trabajadores sublevados para evitar que huyeran y las dificultades implicadas por el padrón de la población que incluía a dichos trabajadores.26 A pesar de que estas aseveraciones tenían el propósito de exagerar los sucesos de la época para defender ciertos privilegios empresariales, permiten visualizar la importancia que las autoridades concedieron a la fuerza de trabajo como uno de los factores de los que dependía la producción de metales preciosos y, por ende, el futuro mismo del Estado. Algunas cifras sobre la población del distrito, las minas y sus trabajadores complementan este bosquejo.

En 1766 las autoridades estimaron en 40 000 los trabajadores de minas y, de 4 a 6 000 los que bajaron a la ciudad de Guanajuato. Al año siguiente, Fernando de Torija y Leri estimó alrededor de 8 000 trabajadores los que se sublevaron y apedrearon las cajas reales, la aduana, las residencias y tiendas de algunos españoles.27 Es difícil imaginar esos 40 000 trabajadores pues las minas más productivas ese año –que eran Sirena, Mellado, Rayas y Cata– no tenían ni las dimensiones ni la pro-ducción de metales preciosos que sola la de Valenciana obtendría más de dos años después con una fuerza de trabajo integrada por poco más de 3 000 trabajadores. En 1803 Alejandro von Humboldt afirmó que en las obras subterráneas de dicha mina laboraban 1 800 trabajadores, y poco más de 1 300 hombres, mujeres y niños que se dedicaban al transporte, la pepena y molienda de mineral. Asimismo, sostuvo que en todo el distri-to de Guanajuato habría 5 000 “mineros y obreros” empleados en la labores de pepena, fundición y amalgamación.28 Así, creemos que pode-mos considerar estas últimas cifras como un parámetro más representativo de la fuerza de trabajo y del verdadero potencial productivo de las minas y haciendas de Guanajuato, lo que permite concluir que era imposible existieran los referidos 40 000 trabajadores debido fundamental-mente al deterioro de la mayoría de ellas.

Ahora bien, el número de operarios que laboraban en una empresa minera dependía de diversos factores, como son las características geológicas y de explotación de los fundos mineros. Así, en 1773, los oficiales de la Real Hacienda y Caja de Guanajuato informaron que de las 175 minas (sin contar catas y escarbaderos) existentes en los reales de minas del distrito, eran trabajadas por un disímil número de trabajadores bajo condiciones distintas. Las minas pequeñas, cuyos dueños carecían de capital o apenas comenzaban la explotación de su mina, eran trabajadas por el propio dueño con ayuda de dos o tres barreteros, o cuatro o cinco operarios. En general, éstos eran gente “rayada y sin partido” por iniciar apenas el laborío de la mina; otras lo eran sólo por buscones; otras más por éstos y por amparo; otras eran laboradas sólo “a partido”; otras a “raya y busca”, y otras más sólo por “amparo”.29 Esta manera de traba-jar las minas puso en evidencia la relación entre el número de trabajado-res, el tamaño de la empresa y su producción y, en ciertos casos, las condiciones geológico-mineras que, a su vez, incidían en las leyes del mineral, la falta o insuficiencia de capital para realizar ciertas obras y, la inhabilitación total o parcial de las minas. Por todo esto la combinación de sistemas de trabajo –trabajo libre o trabajo forzado– y el tipo de mano de obra –buscones u operarios pagados en efectivo, en especie o en ambas formas– se daba en función de las condiciones de explotación de las la-bores subterráneas de las minas y del capital de sus propietarios. Los requerimientos de las minas pequeñas variaban muy poco. Unas se trabajaban por el mismo dueño, de tiempo en tiempo, sólo para evitar la pérdida de la propiedad. Otras eran trabajadas por cuatro o más opera-rios de los cuales uno o tres podían ser barreteros pagados sólo “a par-tido”, es decir, con una proporción del mineral que extraían.30 Lo que en algunos casos indicaba que las explotaciones mineras eran de magnitud menor, así como que su producción no era importante aunque permitía costear su explotación pagando salarios en especie, como en la mina de San Cayetano, ubicada en el Real de Santa Rosa. Los propietarios de minas pequeñas o medianas con ciertos recursos, como Fernando Antonio Miera, cuya mina de San Bruno tenía una producción abundante, contrataban escasa mano de obra que laboraba “a raya,” es decir, por un salario en efectivo establecido según la costumbre.31 Otros empresarios mineros como Juan Compains, José del Peral, Lucas de Arriaga, dueños de las minas de Espíritu Santo, San José de Gracia y Nuestra Señora de Guadalupe, ubicadas en el Real de La Fragua, contaban con trabajadores a los que pagaban tanto salario en dinero como parte del mineral extraí-do. En contraste, minas grandes como Cata, Mellado, Rayas y Valenciana, cuando estaban en bonanza requerían de gran número de trabajadores y, consecuentemente, una organización de trabajo mucho más compleja. No obstante, la primera de ellas constituye un claro ejemplo de la situación de una empresa con una larga trayectoria, reconocida por haber sido una de las minas más ricas, propiedad de los herederos de Francisco de Busto y Moya, marqués de San Clemente, trabajada entonces únicamente por buscones a causa de la inundación de algunos de sus planes y el derrumbamiento y atierre de otros. Todo ello, junto con la insuficiencia de capital de sus dueños, impidió concluir su tiro principal que requería de una inversión de 50 000 pesos.32 Las minas de Mellado y Rayas también eran trabajadas por buscones, aunque la segunda también lo era por gran número de trabajadores pagados en dinero. ¿Qué determinó esto? Mellado estaba casi totalmente inundada y no había donde trabajar con cierta utilidad; Rayas había comenzado a experimentar una nueva expansión y requería amplia fuerza de trabajo para las labores que se encontraban en buenas condiciones físico-geológicas, en tanto que los buscones se destinaban a las antiguas labores para desazolvar los atierres y desechos. Así, a pesar de que el trabajo de estos últimos siempre fue temido por los dueños de las minas, pues no seguían las normas de construcción de las obras subterráneas y causaban derrum-bes, en casos extremos de inundación o derrumbamiento los únicos que se arriesgaban a trabajar en estas labores de alto riesgo eran precisamente los buscones, que en ocasiones obtenían buenos resultados. Como pasó en la mina de Cata que, en 1773, después de 16 años de franca decadencia, sin poderla trabajar ni producir metales costeables y estando sus propietarios a punto de abandonarla, comenzó a producir. En esas condiciones el trabajo de los buscones pareció ser la única alternativa factible, dada, además, la insuficiencia de capital de sus dueños.

A principios de la década de los setenta, las empresas mineras más grandes y productivas de Guanajuato eran, como dijimos antes, las de Valenciana y Rayas, cuya explotación exigió una gran concentración de trabajadores, y entre los únicos empresarios con capital de la Nueva España se encontraban precisamente sus propietarios Antonio de Obregón Alcocer y Vicente Manuel de Sardaneta Legaspi, respectivamente, quienes bajo condiciones muy distintas pudieron invertir en la fuerza de trabajo requerida por sus negociaciones, construir importantes y costosas obras, aumentar su producción y acumular capital. Esa concentración de mano de obra promovió una organización de trabajo más sistemática y compleja, según veremos. Aunque no contamos con cifras precisas para esos años, la cantidad de 8 127 pesos anuales pagados como tributo por la Diputación de Minería a partir de 1772, constituye un primer indicador que permite calcular tentativamente el número de trabajadores por los que se pagaba esa contribución. Si consideramos que se debía descontar medio real semanal del salario de cada trabajador, tenemos como resultado que laboraban en las minas de Guanajuato un mínimo de 2 500 trabajadores si todos hubieran estado casados. En caso de poder diferenciar los solteros, que cubrían un tributo menor, dicho mínimo aumentaría. Sin duda, estos trabajadores satisfacían principalmente las necesidades de Valenciana y Rayas, pues eran entonces las únicas grandes empresas activas en el distrito. El número de trabajadores debió variar en los años subsecuentes debido a que, por un lado, estas empresas sufrieron una intensa explotación y, por el otro lado, hubo avances técnicos y tecnológicos importantes que sin duda determinaron una reducción progresiva de ese número. Así, por ejemplo, se esperaba que la sola cons-trucción del tiro general de la primera mina, iniciada en 1790, redujera de manera notable los 900 tenateros que laboraban en ella y, en consecuencia, el costo total de la mano de obra. Antes, durante los años de 1776 a 1780, se introdujo en una parte de las minas y haciendas un nuevo método de refinar metales que también suponemos permitió a sus dueños prescindir de una proporción de sus trabajadores. Sin embargo, desconocemos los aleas en el comportamiento numérico de la fuerza de trabajo y el impacto que tuvieron en ella las innovaciones aludidas. La cifra más fiable sigue siendo la que dio Alejandro Humboldt en 1803, respecto de las dos minas arriba citadas donde laboraban casi 4 000 trabajadores en el interior y exterior de sus instalaciones, de los cuales 3 100 correspondían a la Valenciana,33 pero, ¿cuál era su composición por oficio? ¿cuál era la nueva división y organización de su trabajo y qué efectos causó?

En primer término, cabe notar que el amplio flujo de trabajadores del campo hacia las minas, y viceversa, incidió en la dificultad de las autoridades locales para precisar el oficio de los trabajadores. No obs-tante, si tomamos como una muestra de esa composición a los 274 individuos procesados que participaron en la rebelión de 1767, encontramos que un 52.5% de ellos trabajaban en las minas y las haciendas ejercien-do el oficio de barreteros, tenateros, repasadores, arrastreros, piqueado-res, cajoneros, ademadores y otros, mientras que el 47.5% restante lo formaron comerciantes, sastres, panaderos, herreros, cigarreros, leñado-res, hortelanos, labradores y arrieros, entre otros.34 Tratándose del grupo étnico al que pertenecían, la mayoría de los trabajadores eran indios y mestizos, como sucedía en el caso particular de la mina Valenciana. Sin embargo, apreciamos dos fenómenos importantes que durante la segunda mitad del siglo XVIII influyeron la composición étnica de la fuerza de trabajo, además de la organización de esta misma: la fuerte concentración de trabajadores en una sola empresa, la progresiva inserción de españoles y la continuidad del flujo de campesinos de comunidades cercanas y distantes, lo que tuvo un gran impacto en la organización “tradicional” del trabajo. Así, conforme al mismo grupo de trabajadores, los indios representaron el 42%, los mulatos libres el 22%, los mulatos esclavos el 1.4%, los mestizos el 19%, los españoles el 11%y otros el 3%. No obs-tante, en lo que concierne a los españoles, conviene señalar que había pocos trabajadores en minas y haciendas, además de pequeños comer-ciantes, herradores, cigarreros y otros. Sin embargo, suponemos que en la década de los setenta su inserción en el trabajo minero se incrementó radicalmente a causa de la precarización de las condiciones de vida en la Nueva España y la incitación de las autoridades que influyó en que los españoles ejercieran diversos oficios, como el de barrenadores, piqueadores y administradores.35 Entre estos trabajadores encontramos a los operarios Joseph Sambrano, Joaquín Benito Espejo, Francisco Ramírez, originarios de Guanajuato y sus alrededores. También a Joseph García y Juan de Hoyos, ambos oriundos de Castilla y vecinos de la mina de Catilla. Asimismo, estaban Antonio Cayetano Quesada, Manuel Jiménez y Joseph Tamayo, administradores de la hacienda de la Santísima Trini-dad, la mina de Rayas y la de Mellado, respectivamente. Esto revela cierta tendencia de los españoles a acaparar los oficios mejor pagados y los que daban mayor oportunidad a ascender socialmente y por tanto a evitar sumarse a grupos laborales menos favorecidos, como el de tenateros, el cual fue más afectado por las periódicas crisis económicas de la segunda mitad del siglo XVIII. Incluso la ley protegió a los españoles eximiéndolos del repartimiento.

Este proceso gradual de inserción española al trabajo minero estuvo sin duda influido por otro fenómeno: la creciente circulación local e interregional de trabajadores de minas. La mayor proporción de éstos eran originarios de los reales de minas que circundaban la ciudad de Guanajuato, así como de las haciendas de beneficio y haciendas agrícolas cercanas, como las de Otates y Jaripitío. Otros procedían de pueblos como Dolores, San Miguel el Grande, San Felipe, Celaya y León y, en menor medida, de Querétaro, San Luis Potosí, Guadalajara, Zacatecas, Michoacán y otros lugares. En resumen, el 77% de los trabajadores eran oriundos de la jurisdicción de Guanajuato y el 20.8% restante de otros pueblos. A pesar de que estas proporciones se constriñen a los trabajadores acusados de rebeldía en 1767, dos puntos llaman la atención: el primero, la confluencia de trabajadores a las minas de este distrito a nivel local y regional, el segundo, la importancia que desde entonces muestra la circulación de trabajadores de lugares distantes de los distritos mineros del norte de Nueva España. Esta circulación continúa gracias al notable aumento de la población de Guanajuato a partir de 1770, con variaciones acordes al comportamiento de la producción de metales en las minas del lugar. Así, vemos, por ejemplo, que en 1792 los trabajadores de mi-nas oriundos de España representaron sólo el 1 % del total de la población española, mestiza y castiza de las minas de Valenciana y Tepeyac; el 6% eran de Chihuahua, Zacatecas, Pachuca, San Luis Potosí, Guadalajara, Michoacán y otros y, el 40% de Lagos, León, Silao, Dolores Hidal-go, San Miguel el Grande y otros pueblos del Bajío. El 53% restante no especificó su origen. Tratándose de los poco más de 700 trabajadores mulatos censados ese mismo año, aunque en menor importancia, se aprecia una amplia heterogeneidad en cuanto a su origen. Más del 10% procedía de otras regiones novohispanas, siendo Zacatecas, San Luis Potosí, Quéretaro y Aguascalientes de donde más llegaban; el 24.14% venía del Bajío y 38.54% de Guanajuato y sus alrededores.36

Esta movilidad geográfica característica de la fuerza de trabajo libre contrasta con el uso extendido del repartimiento o trabajo forzado de campesinos indígenas en las minas de Guanajuato. Trabajo que revela la relación entre el aumento de la producción de metales que se dio entre 1776 y 1777, la escasez de mano de obra local, particularmente en la mina de Valenciana donde se realizaban importantes obras subterráneas, y la petición de 1778 de Antonio de Obregón, dueño de esa empresa y alcalde mayor de la ciudad, para que se mandaran 500 indígenas por cada tanda a trabajar en las minas del lugar. Se trataba de traerlos de varias comunidades rurales de Michoacán, tales como Pátzcuaro, Tin-güindin, Erongarícuaro, Xiquilpan, Jerécuaro, Zirahuén, Santa Clara del Cobre, y otros.37 Aunque sólo hay registro de la queja de estos pueblos creemos que otros pudieron ser afectados sin dejar huella.

De los oficios y la división y organización del trabajo38

Guanajuato, como el centro industrial con más alta producción de me-tales y con minas que concentraban el mayor número de trabajadores de la época, permite estudiar los problemas que éstos enfrentaron en la práctica de su oficio y el efecto que tuvo en su vida. Esto lo relacionamos con el proyecto de modernización de la industria minera para explicar ciertas especificidades del trabajo minero al diferenciar las características propias de cada oficio que dejan visualizar las posibles relaciones entre los trabajadores de distintas categorías o jerarquías. Aunque se siguió de cerca el informe de Manuel José Domínguez de la Fuente, elaborado en 1774 en el contexto de las reformas borbónicas a través de las cuales el Estado pretendía promover dicha modernización, lo confrontamos con otras descripciones de la época incluida la de las Ordenanzas de Minería de 1783.39 Así, vemos que los administradores encabezaban la estructura orgánica del trabajo minero teniendo a su cargo el gobierno y administración de las minas y por ello recibían el salario más alto. Eran empleados en quienes los empresarios depositaron su absoluta confianza delegándoles amplias funciones mediante un poder legal general y/o di-versos poderes especiales cuando se trataba de asuntos específicos.40 A su vez, el administrador general podía dar poderes legales a terceros en quienes delegaba alguna de sus funciones. Entre sus más cercanos cola-boradores se encontraban los administradores de tiro, el minero mayor, los mineros, los mandones y los rayadores. Gozaban de total autonomía para resolver los asuntos concernientes a la empresa minera que dirigían. El minero y el colero dirigían y supervisaban el trabajo de las cuadrillas de trabajadores. La siguiente posición era ocupada por los barrenadores que se dedicaban a tumbar el mineral con ayuda de dos o más barreteros: se trataba de trabajadores calificados que lograban cierta especialización mediante el ejercicio sistemático de su oficio por periodos prolongados. Ganaban de 12 a 14 reales diarios. Los piqueadores trabajaban con los barrenadores perforando los peñascos para el tumbe de mineral. Una vez realizado este último los tenateros lo acarreaban en sacos hacia el exterior, o en su caso hasta el tiro de la mina, y se les pagaba un salario de cuatro reales diarios. Los despachadores llenaban las botas de agua acumulada en los socavones de la mina, así como las mantas –o cueros de buey abiertos– del mineral o tepetate, que se colocaban en el malacate. Este era jalado por las mulas que los arreadores hacían dar vueltas hasta que llegara al exterior. Ahí eran recibidas por los cajoneros. Los herreros tenían a su cargo elaborar y reparar las herramientas, mientras que los carpinteros fabricaban los malacates, las norias y las cigüeñas. Ambos laboraban casi siempre en el interior de las minas. Los ademadores re-forzaban con madera las partes blandas de la veta con el fin de evitar derrumbes; su salario era de 10 o 12 reales diarios, y el de sus oficiales de 4. En el exterior los quebradores y los pepenadores eran los que iniciaban el proceso de beneficio del mineral, rompiendo las piedras grandes y separando las que tenían plata.41 No sabemos cuántos trabajadores de cada oficio requería cada mina, no obstante, la mayoría de las minas pequeñas, por lo regular pobres, podían ser trabajadas por una sola cuadrilla de trabajo: un barretero y un barrenador que tumbaban el mineral, y uno o dos tenateros que lo trasladaban hacia el exterior. Doris Ladd sostiene que en Real del Monte la cuadrilla de trabajo se integraba por tres piqueadores y un peón, además, del mandón que los supervisaba. Las 40 o 50 cuadrillas que laboraban por turno o pueble en la veta Viz-caína sumaban 311 piqueros, 150 peones y 250 trabajadores manuales que se encargaban de limpiar la basura y el tepetate de los lugares de trabajo.42 En las minas de Guanajuato la cuadrilla se formaba por un barretero, un barrenador, un piqueador y tres o más tenateros, supervisados los tres primeros por un capataz o mandón y los últimos por un colero. Según Manuel Domínguez había minas donde trabajaban diariamente 100 barrenadores, a partir de los cuales estimamos que en tal caso laboraban aproximadamente 600 trabajadores organizados en 100 cuadrillas, integradas sólo por barreteros, barrenadores, piqueadores y tenateros (tres de estos en cada cuadrilla). Número que se incrementaba de manera notable al sumar los mandones, coleros, despachadores, herreros, carpinteros y demás trabajadores del interior de la mina. Los cajoneros, arreadores, quebradores, pepenadores, rayadores y partidores laboraban en el exterior.43 Los rayadores llevaban cuenta del trabajo de cada trabajador y pagaban salarios semanalmente, mientras que los par-tidores vigilaban la división del partido. Por su parte, los quebradores rompían la piedra para que mujeres y hombres llamados pepenadores separaran la plata del mineral inservible. Los romaneros eran quienes pesaban el mineral extraído por los tenateros, así como el seleccionado por los pepenadores. A todos estos trabajadores se sumaban los “sirvientes” que cuidaban de las mulas y los caballos o realizaban otras labores de mantenimiento.

Esta descripción del trabajo minero permite redimensionar su naturaleza y su impacto social al exponer casos concretos. Para las pequeñas y medianas empresas mineras tenemos que contentarnos con el análisis de las características mencionadas por los oficiales reales de Guanajuato en 1774. Tratándose de las grandes empresas mineras vamos a usar el caso de la mina Valenciana, cuya estructura y jerarquía laboral muestra el gran nivel de desarrollo que alcanzó el trabajo minero durante la segunda mitad del siglo XVIII.44 La producción de esta empresa fa-voreció una amplia división del trabajo y especialización de los más de 3 000 trabajadores concentrados en sus instalaciones, que quizá eran los que quedaron después de construido el tiro general de la mina con el que se esperaba reducir el costo del trabajo de 900 tenateros en la década de los noventa.45 No obstante, si tomamos estos últimos como base de la planta laboral de la Valenciana, resulta que en ella trabajaban alrededor de 300 cuadrillas, integradas por más de 300 barreteros, 300 barrenadores y 300 piqueadores, además de los mencionados tenateros, los que sumaban 1 800 hombres, sin contar los demás trabajadores del interior y exterior de la mina. Tal número implica dos aspectos: la amplia con-centración y la especialización de la mano de obra calificada, en particular de los barrenadores, barreteros y piqueadores, a los que deberían sumarse los herreros, carpinteros, agrimensores y administradores. Esto permite concebir la idea del trabajo minero como un trabajo integral ejecutado por cientos o miles de hombres con un único objetivo: lograr una óptima producción de metales preciosos. La consecución de esto representaba a su vez una multiplicidad de intereses acorde a la función de cada grupo de trabajadores en el proceso de producción, pero sobre todo una dirección eficaz por parte de los administradores a los que se exigía cierta instrucción. Otro aspecto del trabajo minero que cabe destacar es que en las grandes empresas mineras el trabajo estuvo íntimamente ligado al trabajo metalúrgico de las haciendas de beneficio a las que aquéllas se vinculaban de manera casi indisoluble. Por eso la expansión de las primeras exigía la de las segundas y la expansión de ambas se traducía en el incremento de la mano de obra, la creciente complejidad de la división y la organización del trabajo y la mayor especialización de los trabajadores. Tal fue el caso de las minas de la Valenciana y Rayas, cuya labor se vinculó al de las haciendas de Flores y Salgado y de San José de Burras y San Matías, respectivamente. Así, a los trabajadores antes mencionados debemos sumar los cientos de trabajadores que refinaban metales en estas empresas, integradas en una especie de consorcio, no obstante, por ahora nos limitaremos a mencionar entre ellos el azoguero, el ensayador, los repasadores y los “sirvientes plebeyos” encarga-dos de cuidar los animales. Un análisis global del trabajo minero y metalúrgico que dé cuenta de la división y organización del trabajo, así como de las relaciones entre los grupos de trabajadores de cada categoría, se abordará en una investigación futura. Lo que a su vez permitirá com-prender el funcionamiento de las empresas.

Ahora nos enfocaremos a la organización jerárquica del trabajo minero y los mecanismos de control sociolaboral. Dicha organización dependía de la dimensión y complejidad de la actividad productiva de cada empresa. Las minas pequeñas y aún las medianas tenían sin duda una organización muy simple, ya que en la mayoría de los casos bastaba el trabajo y la dirección del dueño apoyado por una cuadrilla de trabajadores. No se requería pues de una organización laboral estrictamente jerarquizada y las relaciones de trabajo se daban más bien en un ambiente familiar. Por el contrario, en las grandes empresas mineras la división y la organización jerárquica fue mucho más compleja. Muestra de esta complejidad es el rol de los administradores en la dirección de las minas, así como sus relaciones con las demás categorías de trabajadores. Su actuación como apoderados legales de los dueños de minas les dio acce-so a la propiedad minera por medio de la compraventa y/o donación de minas y haciendas de beneficio. Una vez convertidos en empresarios ocupaban cargos públicos en instituciones políticas y administrativas locales como la Diputación de Minería de Guanajuato, donde su participación contribuyó a fortalecer su posición y su relación con otros empresarios. Al cabo de unos cuantos años lograban acumular cierto capital y se convertían en aviadores de otros empresarios. La trayectoria de los ad-ministradores de las minas de Rayas y Valenciana: Buenaventura José Carrasco, Bernabé de Bustamante o Juan Jiménez Arjona y Manuel Jiménez, respectivamente, revelan la importancia de su oficio como vía para acceder al poder económico y político en el contexto de los distritos mineros novohispanos, pero también ciertas contradicciones sociales que explican que algunos de ellos participaran años más tarde en el movimiento independiente de 1810.46 Contradicciones quizá más fuertes en el caso de Joseph Tamayo, administrador de la mina de Mellado, y otros administradores de empresas de menor importancia. La carrera de Buenaventura José Carrasco muestra la relación entre el ejercicio de su oficio y su inserción gradual en distintos sectores de la economía local y el poder político. En 1778 Antonio de Obregón y Alcocer, accionista de la Valenciana y alcalde mayor de Guanajuato, lo nombró teniente de justicia mayor de las cuadrillas del cerro de la Esperanza. Más de tres años después, el alcalde Manuel del Sello Somoza lo designó teniente de alcalde mayor de las minas Benditas Ánimas, San José de Gracia y San Cayetano de Valenciana. Ya antes había sido nombrado elector de minería. Estos cargos los ejerció paralelamente al de administrador de las minas mencionadas. Esta actividad laboral y sociopolítica fue apuntalada por su incursión en la industria minera como propietario de todo o parte de las minas de Ánimas, Señor San Juan Nepomuceno, San Juan de Frausto (Antonio de Obregón era su socio a partes iguales), la Garrapata y San Vicente Ferrer, así como la hacienda de beneficio de Nuestra Señora de Guadalupe. También contribuyó su actividad como dueño de cuatro establecimientos comerciales. De modo que, por un lado, Carrasco actuó como colaborador del alcalde mayor en los asuntos de gobierno y justicia en las minas bajo su jurisdicción y, por otro lado, formaba parte de la planta laboral de la empresa minera más productiva del distrito. Así, llegó a aplicar justicia civil o criminal a trabajadores bajo su mando a los cuales a su vez imponía castigos correctivos por fallas laborales. Las contradicciones de su rol son igualmente evidenciadas por su facultad para administrar el fondo de “piedra de mano” creado para construir la iglesia del Real de Valenciana, integrado por una piedra que cada ope-rario sacaba en la mano al salir de la mina. Durante su administración Carrasco recaudó más de 360 000 pesos por ese concepto, pero dispuso de más de 91 000 invirtiéndolos en sus propios negocios, los que más tarde se comprometió a rembolsar.47 Una carrera similar tuvo el administrador Bernabé de Bustamante al dirigir la Valenciana. Fue apoderado de Antonio de Obregón y los demás dueños de la empresa, lo que per-mitió intervenir en actos y gestiones privadas y públicas que favorecieron su propia red de relaciones, operaciones comerciales y transacciones fi-nancieras. Se insertó en la industria minera y el comercio y financió a otros empresarios mineros. Ocupó el puesto de alcalde ordinario hacia 1799.48 Todo esto habla de la eficaz labor de algunos administradores de grandes empresas mineras, quienes sin duda influyeron en su éxito o fracaso. No obstante, para apreciarla más justamente se requiere conocer las obras ejecutadas bajo su dirección, las gestiones para procurarse re-cursos materiales y humanos y otros actos que aún quedan por estudiar.

La trayectoria de Manuel Jiménez, administrador de la mina de Rayas perteneciente a Vicente de Sardaneta y Legaspi, aporta elementos para comprender otra cara de su oficio, la de la autoridad y el control ejercido sobre el resto de los trabajadores. En 1774 Jiménez ocupaba los cargos de teniente de capitán y apoderado de la Diputación de Minería de Guanajuato y poseía las minas de Santa Ana, Nuestra Señora de la Merced y La Cruz, entre otras. Sin embargo, años antes, a pesar de que fue acusado de participar en los movimientos populares de 1767, aprehendió trabajadores y los entregó a las autoridades judiciales, como hizo también el administrador de la mina de Mellado, Joseph Tamayo.49 Vemos pues que la autoridad de los administradores no se limitó a corregir las fallas laborales de los trabajadores que en ocasiones se quejaban de sus abusos y excesos, se extendía más allá de las instalaciones mismas de la empresa. Visualizar a los administradores-mineros-comerciantesfuncionarios de Estado con una trayectoria y un patrimonio propio, como lo hemos expuesto, permite comprender las implicaciones de pertenecer a la categoría de trabajadores que se hallaba en la cúspide de la jerarquía laboral. Los administradores no podían sino identificarse en parte con los intereses empresariales y no con los trabajadores a los que dirigían, y a quienes debían hacer cumplir las disposiciones laborales fijadas por el amo y la ley.50 Aunque no creemos que esto se tradujera en una ausencia de conflicto de intereses entre los administradores y los dueños de minas en su relación laboral y su relación en tanto que empresarios.

Ahora bien, entre los mandos medios encontramos al rayador general, el agrimensor, el minero mayor, el maestro mayor de carpintería y los maestros mayores de herrería. Estos dos últimos dirigían a carpinteros y herreros cuyo trabajo era especializado. Algunos de ellos laboraban en el interior de la mina para actuar con la rapidez y eficacia que se re-quería, de ahí que en las pequeñas o medianas minas se instalaron uno o dos talleres de herrería y en las grandes más de quince como en el caso de la Valenciana.51 Sus salarios se encontraban entre los más altos. Un rayador general, por ejemplo, podía ganar 25 pesos, mientras los herreros mayores y sus oficiales 26 y 12, respectivamente. En lo que concierne al empleo de perito minero o de agrimensor, los dueños de la mayoría de las pequeñas y medianas empresas no contrataban sus servicios por carecer de capital suficiente para invertir en mano de obra, pero para empresas como la Valenciana, Rayas, Cata y Mellado era fundamental contar con ellos. Su rol fue decisivo tanto en la construcción y explotación de las minas como en las innovaciones técnicas y/o tecnológicas de la época. Aunque los peritos Jaime de Hosta, Fermín Reygadas y Antonio de Es-trada recibieron el título que requerían para ejercer su oficio de “perito facultativo de minas” del Real Tribunal de Minería en la década de los noventa, ya antes la Diputación de Minería de Guanajuato designaba peritos para realizar supervisiones y mediciones cuando se denunciaba una mina o cuando dos o más estaban en litigio y su resolución dependía en parte de los dictámenes periciales, lo que contribuyó a su prestigio. También eran nombrados para supervisar diversas obras de las minas. No sabemos cómo los elegía la Diputación, pero sí que se trataba de indivi-duos con una larga experiencia practicando su oficio, la cual no bastaría después de la fundación del Tribunal en 1792. En 1796 Jaime de Hosta debió solicitar al Tribunal de Minería le hiciera el examen que lo acreditara como perito, pero pidió dispensa de presentarse ante el tribunal por encontrarse dirigiendo varias obras en la mina de Tepeyac que requerían de su asistencia.52 El Tribunal ordenó a la Diputación resolver la solicitud de Hos-ta quien debía reunir los requisitos previstos por el artículo 11 del título 17° de las ordenanzas, como probar su origen español y “limpieza de sangre”. Fue Manuel Ignacio Zerrato, administrador de la mina de Mellado, agrimensor desde 1785 y dueño de minas, quien hizo el examen respectivo.53 Inspeccionó primero los instrumentos que usaba Jaime de Hosta para practicar su oficio, los cuales halló “construidos con bastante perfección” y “arreglados al arte.” Luego examinó a éste en presencia de los jueces y diputados de minería sobre “las obras más arduas que ocurren en las minas.” Hosta resolvió correctamente las cuestiones que se le plantearon mostrando tener los “conocimientos de trigonometría, resolución de ángulos y demás que se necesitan en un perito-minero y agrimensor titulado.” El Tribunal de Minería expidió el título a Jaime Hosta, quien hizo juramento ante la Diputación de Minería. Esta envió exhorto a todos los jueces y justicias, los diputados territoriales, dueños, administradores e interventores de minas para que tuvieran a Hosta por perito aprobado y no se le impidiera “el libre ejercicio de esta profesión.” Así pues, los peritos mineros y/o agrimensores insertos en esta segunda categoría de la jerarquía laboral de las minas, go-zaron de ciertos privilegios acordados a los españoles, crearon un patrimonio que incluyó una o más minas y haciendas de beneficio e intervinieron en diversos actos ligados a sus negocios. De ahí que podamos seguir su trayectoria, lo que es prácticamente imposible para el resto de los trabajadores, excepto quizá en el caso de uno o dos hombres de la tercera categoría, ha-blamos de los mineros o maestros que dirigían las labores subterráneas – mandones, coleros y otros, ademadores, albañiles de minas, carpinteros y herreros de máquinas. Estos debían ser examinados por un perito facultativo de minas antes de ser contratados, conforme al artículo 4° del título 17 de las Ordenanzas de Minería. Sin la certificación de aprobado no podían ejercer su oficio so pena de tres meses de cárcel y de destierro del lugar en la primera y segunda contravención, respectivamente. En este punto cabe en-fatizar que estas tres categorías de trabajadores constituían la parte medular del grupo de trabajadores especializados. Sin embargo, aún sin poder conocer la trayectoria de los integrantes de las últimas categorías, se sabe que mostraron globalmente un gran dominio de su oficio. Nos referimos principalmente a los barrenadores, barreteros y piqueadores, entre otros, sobre cuyas obras Alejandro von Humboldt afirmó que la mayoría de las minas del México virreinal contaba con un trabajo de barras bien ejecutado; la albañilería en los tiros y galerías era digna de elogio, sobre todo el amurallamiento; las bóvedas eran bien acabadas y en eso las minas de Guanajua-to podían rivalizar con todo lo que se veía de más perfecto en las minas de Freiberg y Schemnitz. En contrapartida, criticó aspectos técnicos del tumbe de mineral por medio de pólvora, por las profundas perforaciones donde se colocaban los cartuchos, además, los mineros no ponían cuidado en desprender la roca que debía ceder con la explosión, lo que generaba una gran pérdida de ese insumo. A esto agregó la gran dimensión de los tiros y gale-rías que originaban gastos exorbitantes; hacer inmensas excavaciones impedía que los dueños multiplicaran los trabajos de exploración indispensables para conservar y explotar una mina en la larga duración.54 A pesar de esto, es innegable la relación entre el gran desarrollo que experimentó el trabajo minero y el aumento de la producción de metales preciosos en Guanajuato durante la segunda mitad del siglo XVIII, lo que se logró gracias a las obras construidas por un gran número de trabajadores de la tercera categoría cuya labor asombró incluso a los viajeros extranjeros. Sin estos trabajos las grandes empresas no hubieran logrado ni las bonanzas ni la expansión que las hicieron conocidas en el mundo.

Pasamos pues a la labor de miles de trabajadores anónimos. Los mandones y coleros –llamados también mineros– descendían diariamente a la mina y debían responder ante el minero mayor, por los obras subterráneas realizadas por sus cuadrillas. Los mandones, supervisaban a los barrenadores, barreteros y piqueadores, y los coleros a los tenateros. Aunque no existen fuentes que revelen el tipo de relación existente entre supervisores y trabajadores, suponemos que además de vigilar la labor de éstos e imponerles castigos o sanciones, cuando no cumplían con la labor asignada, debían dar cuenta al minero mayor del avance de las obras a su cargo. Por su parte, los barreteros hacían el tumbe de mineral con barras de “seis, ocho o diez de peso, con que arrancan las piedras tanto útiles como inútiles;” recibían un salario de 4 reales diarios pero pagaban un real al muchacho o pepe que alumbraba el lugar donde se encontraran trabajando. Si no realizaban el trabajo asignado no se les pagaba. Igual sucedía con los barrenadores, cuyo oficio era horadar las piedras con barras más pequeñas, y si el barreno no tumbaba el mineral correspondiente, a esto llamaban los trabajadores “perderse”.55 Manuel Domínguez de la Fuente sostuvo que esta sanción evitaba el fraude y la negligencia a que eran propensos los trabajadores. En caso de realizar bien su trabajo, los barreteros recibían también un pago en especie, el “partido”, consistente en la mitad del mineral que tumbaban después de haber cumplido con el tequio. El partido se utilizó como incentivo para aumentar la productividad de las minas sin necesidad de pagar más salario. El trabajador, motivado por la riqueza que podía obtener en corto tiempo, se esforzaba por tumbar grandes cantidades de mineral, incluso en áreas de la veta que por sus condiciones geológicas exigían obras de excesivo costo que de otra manera no se podían pagar. Incluso la venta del partido hecha por los barreteros y/o barrenadores beneficiaba la la- bor de los rescatadores al permitirles refinar metales a pequeña escala. La derrama de estos beneficios parecía satisfacer a los dueños de las minas. Así argumentó Domínguez de la Fuente al sostener no haber visto hasta entonces mina arruinada a causa del partido, como lo probaba la sub-sistencia de las minas que lo pagaban, y el que los trabajadores pusieran cuidado en realizar las obras de acuerdo a las técnicas usuales para no provocar la pérdida de una obra que significaría su propia pérdida. Poco menos de diez años después, al elaborar las Ordenanzas de Minería de 1783, los legisladores indicaron que el pago a partido era una práctica “lícita y conveniente”.56 Así, el discurso oficial acerca del trabajo minero a partido, tanto a nivel local como del Estado representado por los legisladores, pretendía favorecer esta forma de pago salarial y estableció nor-mas mínimas para regularlo. Se trataba de hacer atractivo el duro trabajo de las minas y satisfacer la necesidad de mano de obra, e inducir a los españoles a trabajar en ellas. Argumentaron también que era una forma de suplir la falta de caudal de los empresarios mineros para ex-plotar sus empresas cuando estas no estaban en bonanza. Esto era tan importante que reiteraron que si se prohibía el partido “innumerables minas dejarían de lograrse, porque [era] ciertísimo que una gran parte de lo que se invierte en la minería se suple valiéndose en la urgencia de los mismos metales.”

Por otra parte, el pago en metal era motivo suficiente para inducir al trabajo minero hombres libres que no sería necesario apremiar gracias al beneficio que obtendrían, sin que por esto se arruinara al dueño de la mina. Asimismo, ante la idea de que los trabajadores a partido laboraban contraviniendo las ordenanzas con tal de sacar el mejor metal, los legisladores argumentaron que eso “no proviene precisamente de pagar a los operarios con el metal, o con dinero, sino de abandonarles la mina a ellos solos sin la dirección y asistencia del minero, capitán de barras y otros mandones”, lo que se evitaría con un buen control de la labor de las minas por parte de estos mandones y la Diputación de Minería. Esta argumentación había sido desarrollada por Manuel Domínguez de la Fuente en términos similares, es decir, negando que el partido fuera el origen de que los barreteros y barrenadores trabajaran mal las minas y que por esa causa fueran arruinadas. Por el contrario, sostuvo que el pago de partido contribuía a aumentar la extracción de metales, hacía felices a los operarios y, además, la derrama de esta felicidad era evidenciada por la venta del partido a hombres y mujeres rescatadores que así sostenían a sus familias. Esto lo probaba “el comercio que se anima y vigoriza en estos casos con sola una o dos minas que se hallen en predicamento de partir con abundancia.” En 1773 fue el caso de Vicente Manuel de Sardaneta y Legaspi, quien además de poseer la mina San Juan de Rayas, fungió como regidor y diputado de minería antes de 1771 y como elector de esta misma institución en 1751, 1779, 1791 y 1793. Y también el de Antonio de Obregón y Alcocer, Pedro Luciano de Otero y Juan Antonio de Santa Ana, que como dueños de La Valenciana pagaron salarios y partidos a los barreteros de esa mina y la de San Ramón, con-forme a las memorias del pago de salarios de 1791.57 En contrapartida, cinco años más tarde, en 1778, Obregón y Alcocer, quien entonces fungía como teniente de justicia, alcalde mayor, regidor capitular y miembro de la Diputación de Minería, pidió repartimiento de indios para las minas de Guanajuato, según veremos. Así pues, ambos grandes empresarios, funcionarios del ayuntamiento y la diputación, recurrieron por distintas razones al pago de salario en especie y el repartimiento de indígenas. Las dos condiciones de trabajo que más polémica causaron en la época y sobre las que todavía hoy los historiadores discrepan a la hora de precisar, por ejemplo, si el salario a partido constituía tan sólo una condición más del trabajo minero o si tal pago convertía a barreteros, barrenadores o cualquier otro operario que recibiera parte de su salario en metal en socio del dueño de la mina. Lo que sin duda estaba muy lejos de ser dada la caracterización del trabajo minero y las relaciones laborales, las cuales sirvieron a las mismas autoridades y legisladores para argumentar a favor de la institucionalización de la contratación libre del pago de partido entre el empresario y el trabajador.

No obstante, aunque los barreteros y barrenadores constituyeron una categoría de trabajadores de la que se exigía cierta especialización y por tanto se consideraban bien pagados y podían tener mejor nivel de vida comparado con el de otras categorías de menor importancia, el fuerte y devastador impacto de su trabajo también ocupó un amplio espacio en las descripciones de la época. Manuel Domínguez de la Fuente dijo que eran “mineros verdaderos” los operarios cuyo trabajo ponía fin anticipado a su vida, lo que era común a todos, pero mucho más en los trabajadores principales: los barreteros y barrenadores, por el movimiento de su cuerpo y los órganos de respiración afectados por la agitación de los brazos con que maniobraban instrumentos pesados. Lidiar con peñasco duro y resistente les causaba tan grave daño que en poco tiempo enfermaban de los pulmones, a lo que llamaban estar “cascados”.58Y aunque las autoridades hicieron hincapié en los supuestos vicios de los trabajadores definiéndolos como “gente plebeya de mala educación” que era necesario controlar, Domínguez de la Fuente sostuvo que no eran suficientemente recompensados por su trabajo argumentando que todos inhalaban los vapores de las velas, las partículas de la pólvora quemada dentro de los túneles o bóvedas de las minas, labrando

con más puntualidad y eficacia la destrucción de su vida que la fábrica de las obras que emprenden. Por lo que, nunca reconocen en sí mismos los respetos de la vejez, ni la madurez de las canas, pero sí, para mayor tormento suyo, la compasión de todos los que los notan desnudos, vistiendo a todos, pobres, enriqueciendo al mundo. Trabajando porque todos descansen. Matándose porque todos vivan. Saludando siempre el sol como a pasajero: porque en todo el día viven obscuros en perpetua noche cercados de sus sombras; sin el consuelo de levantar en sus fatigas los ojos al cielo, hombres medios entre vivos y muertos, vivos solo para trabajar, y vivientes como muertos para subsistir los treinta y seis o pocos más años, que no se puede decir viven, sino que pasan sepultados en las cavernas de la tierra, de donde sólo a ratos de la tarde y sólo también los días festivos enteros se numeran entre los existentes del mundo, en lastimoso estado de vida que se equivoca con la muerte.59

La categoría de trabajadores formada por los tenateros o ayudantes de barretero extraían el mineral, tierra y metales de desecho llamados tepetates, en sacos de cuero o pita conocidos como tenates, con un peso de 225 a 300 libras en cada viaje, ascendiendo endebles escaleras de cientos de escalones de madera con una inclinación de 45° y expuestos a temperaturas de 22 a 25°, lo que exigía un inmenso esfuerzo y riesgo. O, en su caso, lo transportaban hasta la caja del tiro donde era extraído en el malacate. Estaban entre los peor pagados. En 1773 recibían 4 reales diarios como salario, o sea, 3 pesos por semana, mientras que en 1803 ganaban 2.62 pesos semanales en la mina La Valenciana.60 Junto a los tenateros colocamos a las pepenadoras cuya tarea consistía en limpiar y separar el mineral útil de los deseches, lo cual requería que tuvieran “conocimiento de las pintas o señales exteriores de los metales.”61 Asi mismo, destacó el hecho de que este grupo estuviera formado principal-mente por mujeres y niños y que constituyeran alrededor del 20% de la fuerza de trabajo de la Valenciana, en donde trabajaban 720 pepenadoras supervisadas por cuatro mandonas. Este número se mantuvo al menos hasta 1805 en que 710 mujeres se dedicaban a la pepena y la granza. Entre los metales que debían separar se encontraban seis tipos diferentes, de mayor a menor calidad que eran: el molonque o plata casi virgen, metal, los polvillos, los apolvillados, el azogue apolvillado y el azogue ordinario.62 El trabajo de las pepenadoras, aún sin tratarse de un oficio especializado, revestía una gran importancia si consideramos la alta pro-porción que constituyeron en grandes empresas como La Valenciana: la selección de mineral de la que dependía una óptima recuperación de metales preciosos y, el conocimiento de la “fisonomía” de los metales que su labor exigía. Con todo, el salario de las pepenadoras era de sólo 2.25 pesos semanales.

Por lo que toca al trabajo de niños sabemos poco, no obstante, una descripción de los peones de los molinos –llamados “sebadores”– revela parcialmente su condición. Su edad oscilaba entre los 14 y 20 años y su trabajo consistía en echar piedras a los morteros para que estos las mo-lieran. Esto los obligaba a respirar polvo en permanencia de manera que en un corto tiempo se llenaban sus pulmones y morían. Domínguez de la Fuente informó al rey que estos peones eran dignos de recomendación no sólo por su tierna edad, sino también porque con su trabajo mantenían a sus madres viudas y hermanos menores.63 Su intercesión permite suponer que la utilización de mano de obra infantil en el trabajo de las minas fue importante y que este no se concretó únicamente a la pepena de mineral, sino que se destinó a diversas actividades sin que los dueños de las minas distinguieran su condición.64 Las pepenadoras y los niños (pepes, sebadores, pepenadores, etcétera), sumados a los trabajadores de las cuadrillas –barrenadores, barreteros o piqueadores y tenateros–, constituían el grueso de trabajadores de oficios básicos para explotar una mina. En el caso de la Valenciana, los dos grupos más numerosos eran precisamente los que integraban las cuadrillas, que sumaban 1 483 trabajadores, incluidos los peones de barrenador, los mandones de barreteros y los coleros, y el de pepenadoras y sus mandonas ascendía a 724. Estos grupos iban seguidos en número por otros dos, el de quebradores y faeneros y el de malacateros y despachadores con 340 y 202 trabajadores, esto es, más del 80% de la fuerza de trabajo de la empresa estaba constituida por los trabajadores que percibían salarios de 2.25 a 10.56 pesos semanales, siendo este último el de 55 mandones de barreteros, seguido por el salario de 7.60 pesos de los 644 barrenadores y piqueadores y al final estaba el de las 720 pepenadoras. Es claro que la mayoría de los trabajadores de las grandes empresas mineras no sólo recibieron los salarios más bajos y que por esto serían los más afectados por los frecuentes periodos de decremento de la producción de metales, las crisis agrícolas, la escasez de insumos y la irregularidad del abastecimiento de las minas, entre otros. Así, no extraña que esto incidiera junto con las condiciones de trabajo en el “carácter osado” de los trabajadores de las minas de Guanajuato del que tantas veces se quejaron las autoridades, aún antes de los movimientos populares de 1766 y 1767.

La mayor explotación y coerción que se implementó para favorecer la disponibilidad de mano de obra que necesitaban las grandes empresas alimentaron en el transcurso de la segunda mitad del siglo XVIII un mayor descontento, que se mantuvo latente hasta el fin de la época colonial. Sabemos que en 1809 los trabajadores de la Valenciana enviaron un anónimo al virrey de Nueva España quejándose de los abusos que contra ellos cometía Juan de Aguilar, teniente de justicia.65 Esta queja es relevante dada la orden del virrey Francisco Javier de Lizana y Beaumont al intendente Juan Antonio de Riaño de averiguar con “secreto y prudencia” su contenido, a pesar de que la ley establecía desestimar todo anónimo. Los trabajadores decían estar sometidos a los excesos de dicho teniente, quien los obligaba a consumir productos que comerciaba a precios muy elevados y los aprehendía si no pagaban, y si los detenía ebrios los obligaba a pagar un peso y sólo después los liberaba, pero si cada vez le daban un peso no los reprendía, lo que causaba, según ellos, homicidios y otros delitos en el Real de Minas de Valenciana. A las condiciones de trabajo se sumaron así una serie de condiciones económicas, sociales y políticas que incidieron en la situación de los trabajadores cuyo enojo se va manifestar en 1810 destruyendo las minas más importantes de Guanajuato, como pasó precisamente con la Valenciana, uno de cuyos tiros fue incendiado por Francisco Javier Mejía. Esta mina era símbolo del abuso y sujeción de los trabajadores libres y forzados que vinieron a este lugar desde muchos otros pueblos.

Ahora bien, hay que hacer énfasis en la inhalación prolongada de humos, polvos y gases; la exposición a la humedad y el calor; la falta de ventilación; los accidentes a causa de las explosiones, incendios o derrumbes, y su correlación con la falta de un sistema de seguridad como condiciones que determinaron el trabajo minero, labor que se realizaba durante 12, 14 o más horas diarias y se trabajaba de día y de noche. El riesgo era permanente y todo contribuyó a que los indígenas rehuyeran este trabajo, pero, contrariamente a lo que supuso David Brading, el repartimiento fue una práctica laboral bastante extendida durante la segunda mitad del siglo XVIII.66 Trabajadores de Guanajuato fueron en-viados a Real del Monte para trabajar en la veta Vizcaína entre 1754 y 1784, suscitando diversos enfrentamientos entre los trabajadores de uno y otro lugar.67 En 1778 Antonio de Obregón y Alcocer, minero y teniente general de Guanajuato, pidió al alcalde mayor de Xiquilpan, Michoacán, enviara tandas de indígenas para trabajar en las minas de esa ciudad. Después de la primera tanda enviada del pueblo de Tinguindín68 y de haber trabajado por un periodo de 30 días, los trabajadores se quejaron de la pesada labor que habían desempeñado, la poca paga, la alimentación y el maltrato que recibieron, además, de la muerte de 4 ó 6 de los 30 integrantes de la tanda.69 Esto se tradujo en una fuerte resistencia indígena para trabajar en las minas de Guanajuato, así como en el abandono de la comunidad rural donde vivían, con un alto costo social y político. El caso de Tinguindín fue el de otros pueblos de Michoacán que se opusieron a la petición de Obregón y Alcocer argumentando que los salarios eran muy bajos, que ya ofrecían sus servicios en las carboneras, trapiches, minas y fundiciones de cobre, o beneficiaban caña de azúcar y palmas de plátano. Asimismo, puntualizaron que la ley permitía el repartimiento de pueblos que se encontraran a sólo 10 leguas de distancia de las minas y no a 60 o más como era el caso y también los eximía de tal obligación cuando el clima afectaba su salud. Además, sostuvieron que sus pueblos estaban poco poblados y no podían abandonarlos, como tampoco podían descuidar sus sementeras ni sus familias.70 Así pues, a pesar del predominio del trabajo libre el repartimiento fue un mecanismo de sujeción sociolaboral importante todavía en las últimas décadas del siglo, el cual contribuyó a acelerar el proceso de degradación social tan-to en los pueblos mineros donde se concentraba la fuerza de trabajo como en las poblaciones de Michoacán que eran despobladas por los indígenas que rehuían el trabajo en las minas. Esta fuerza de trabajo forzada se sumó a la libre constituida por cientos de trabajadores originarios de otros lugares de Nueva España que se instalaron en el Real de Valenciana y otros reales de minas. Venían, como ya señalamos, de Chihuahua, Zacatecas, San Luis Potosí, Pachuca y otras regiones, pero también de diver-sos pueblos del Bajío y de los alrededores de Guanajuato.71 Todos sujetos en mayor o menor medida a la explotación y coerción de los grandes empresarios mineros, el Estado y la ley.

Control sociopolítico de los trabajadores

El estado de cosas que hemos descrito fue reforzado por diferentes dis-posiciones legales vigentes antes y después de las reformas borbónicas, así como otros mecanismos de control social y político.72 Estos tocaron aspectos poco conocidos de la situación de los trabajadores, como la vida dentro y fuera de las minas, el acceso a la propiedad o cierto bienestar social. Aquí pretendemos mostrar globalmente algunos de esos mecanis-mos para comprender su “estado de ánimo durante el proceso de mo-dernización de la industria minera que no pudo prescindir de un mayor control sobre el trabajo. Prueba de ello es la institucionalización, por medio de la Ordenanzas de Minería de 1783, del repartimiento como sistema de trabajo para garantizar la disponibilidad de mano de obra a los grandes empresarios mineros a fin de evitar que suspendieran la explotación de sus minas, sin importar la resistencia indígena. Los mecanismos implementados por el Estado fueron múltiples: los empresarios podían tener “recogedores” con licencia de la justicia o de la diputación territorial de minería, integrada por los mismos empresarios mineros, para obligar a trabajar a los ociosos o vagabundos, excepto si eran es-pañoles o mestizos, así como a los trabajadores que por mera ociosidad se separaban de su trabajo sin ocuparse en otro. También se estableció el repartimiento de pueblos de indios cercanos a los reales de minas para prestar servicios, o “mita” en las haciendas de beneficio. Los pueblos quedaban asignados a las haciendas aún cuando éstas fueran abandonadas, sin que esta obligación prescribiera ya que en el caso de restablecerlas los dueños podían reclamar de aquéllos la mita.73 Por su parte, las cuadrillas de trabajadores de las minas y haciendas quedaron obligadas a trabajar cuando fueran requeridas. Incluso se ordenó que las cuadrillas de las haciendas abandonadas no se erigieran en pueblos, ya que se pensó que si se apropiaban la tierra y el agua imposibilitarían su futura rehabilitación. No obstante, sus integrantes debían permanecer en las haciendas, ser de nuevo vecinos de cuadrillas y quedar a merced de sus dueños.74

Aún cuando es difícil conocer la aplicación que se hizo de éstas y otras disposiciones, su finalidad era clara: proteger la propiedad minera y el capital industrial manteniendo un orden que favoreciera el desarrollo de las dos unidades económicas de las que dependía la industria mi-nero-metalúrgica. Ello podía lograrse si se resolvía uno de los problemas fundamentales de la producción de metales, la falta de mano de obra. Así, se legisló para favorecer el repartimiento y el pago de partido como mecanismos para retener a los trabajadores. No obstante, la coexistencia de dos tendencias opuestas complica la explicación en torno a la diná-mica laboral en las minas y haciendas: la constante movilidad geográfica de los trabajadores que se dirigían a los reales de minas en bonanza y el arraigo de quienes permanecían en ellos –nacían, vivían y morían allí. Esta heterogeneidad la probó el origen de los operarios de mina procesados en 1767 y los censados en el Real de Valenciana en 1792.

A tales mecanismos se sumaron otras medidas sociopolíticas diseñadas para reforzar el control social de la fuerza de trabajo, como dividir la ciudad de Guanajuato en cuarteles y barrios o elaborar un Plan para mejorar la administración de justicia.75 Ante la imposibilidad de los alcaldes mayores de juzgar todos los asuntos civiles y criminales de su jurisdicción y la necesidad de poner fin a los excesos de los tenientes de justicia de las minas, el Ayuntamiento fijó en 1792 mecanismos para evitar la impunidad que prevalecía en ellas y contrarrestar la “tiranía” de dichos tenientes. Para ello amplió algunas de las facultades de los administrado-res de minas quienes, entre otras cosas, podían juzgar a los trabajadores en los procesos criminales por delitos menores, con lo que se trataba también de evitar que los trabajadores abandonaran sus labores reteniéndolos en las instalaciones de las empresas. Ese mismo año el plan fue aprobado por el intendente de Guanajuato, Juan Antonio Riaño. Esto sin contar que la misma conformación de las minas y haciendas de be-neficio implicaba ya control, pues en ellas se encontraba la cuadrilla o área habitacional donde vivían los trabajadores, quienes, como hemos visto, estaban obligados a trabajar en donde se hallaban acuadrillados y sólo podían hacerlo en otra parte si el dueño de la cuadrilla lo permitía, o cuando éste no tenía en que ocuparlos.

También había una tienda de raya, un estanco de tabaco, uno o dos tendejones y una capilla, de manera que la vida de los trabajadores parecía transcurrir en sus centros de trabajo. Entre 1776 y 1791 varios empresarios mineros de Guanajuato pidieron permiso para que se oficiara misa en las capillas de sus minas a fin de evitar que los trabajadores se desplazaran a la ciudad pues estos debían permanecer en las instalaciones de la empresa. En 1775 el juez eclesiástico Juan de Dios Fernández pidió a los empresarios que poseían oratorios y capillas que refrendaran la licencia que se les había concedido para oficiar misa en ellas. La tenían las minas y haciendas de San Javier, Durán, Escalera, San Clemente, Pastita, Peregrina, Pardo, Salgado, San Bruno, San Juan de Rayas, Sirena, San Lorenzo de Villalpando y San Nicolás del Cubo. También tenían ese permiso la hacienda de Flores y la mina La Valenciana, que eran propie-dad de Antonio de Obregón y Alcocer. En contraste con esta política de control sociolaboral se dio otro tipo de proceso que aún queda por estudiar: la práctica más o menos frecuente de compraventa de terrenos, solares, casas o pequeños zangarros entre vecinos de distintas cuadrillas, que indican, por un lado, que existía cierta libertad para poseer el espacio donde habitaban y/o beneficiaban mineral al menudeo, y por el otro que a pesar de las medidas que los constreñían a la inmovilidad, los trabajadores iban fácilmente de un lugar a otro. Incluso ni la prohibición de 1778 impuesta por Antonio de Obregón y Alcocer de que los indios y mestizos vistieran a la española tuvo el efecto esperado, pues la corona española resolvió dejar sin efecto dicha prohibición por razones de ca-rácter meramente económico, se trataba de promover el comercio de mercancías españolas permitiendo a aquéllos adquirirlas.76 Los inventarios de tiendas ubicadas en las minas muestran la variedad de productos importados de Europa y China que se vendían a sus habitantes, principalmente ropa y telas traídas de Francia, Bélgica, Italia y España. Y aunque no creemos que todos los trabajadores tuvieran acceso a ellas, la presencia misma de varios comerciantes en una sola mina o real de minas indica la importancia de su consumo. Así, los trabajadores eran clave en el proyecto económico del Estado para modernizar la industria mi-nera y promover el comercio “nacional.” De ahí la exigencia de crear un sistema laboral y un sistema de control social y político que asegurara el funcionamiento global de las minas y su vida interna.

Conclusión

El trabajo minero en Guanajuato generó procesos específicos que se ex-plican a través de la caracterización de los oficios de los trabajadores, las condiciones de trabajo y el discurso del Estado inserto en informes de las autoridades virreinales, así como en las leyes. Dados los problemas estructurales de la producción de metales como la falta de capital y la escasez de mano de obra, y la necesidad de promover la industria mine-ro-metalúrgica, los empresarios y las autoridades implementaron estrategias socio-laborales para tener mayor control sobre los trabajadores de las minas y haciendas. No obstante, el dinamismo que cobró dicha in-dustria y el aumento de la producción hacia 1770 dieron vida a un nuevo tipo de trabajador: un trabajador mestizo, un trabajador español, un trabajador migrante con gran capacidad para movilizarse a grandes distancias en el territorio novohispano, un trabajador consciente del interés de su trabajo y su capacidad para ofertarlo en distintos distritos mineros de la Nueva España. Un trabajador indígena que cuestionó al Estado cuando comenzó una nueva política sociolaboral después de los tumultos de 1766 y 1767, en los que la participación de trabajadores evidenció el influjo decisivo de las condiciones de trabajo. Los trabajadores fueron reconocidos aún antes por su capacidad para resistir las medidas que perjudicaban sus intereses de clase y esto no era mera ca-sualidad. Este distrito del virreinato era entonces el más grande produc-tor de metales de la Nueva España y por lo mismo concentraba una gran cantidad de trabajadores bajo una nueva división y organización del trabajo minero, en particular en dos o tres grandes empresas mineras que experimentaban bonanza, como Rayas y Valenciana.

Desde luego destaca la heterogeneidad de los trabajadores por su composición étnica, su origen y su actividad económica (mineros-campesinos). Igualmente por su movilidad geográfica en los ámbitos rural y urbano, el local y el regional, caso este último en que se trasladaron desde distintos lugares del centro y norte de Nueva España. A esto se suma un incipiente proceso de proletarización del trabajador minero impulsado, por un lado, por el gran número de trabajadores concentra-dos en las instalaciones de una sola empresa, la complejidad de la división y organización del trabajo y, consecuentemente, la progresiva especialización que se exigía en algunos trabajadores, como los barreteros, barrenadores, piqueadores e incluso los administradores. Por otro lado, la inserción de indígenas campesinos y de españoles en el mercado del trabajo minero, en la que se observó un aumento gradual después de 1767 gracias a las nuevas políticas borbónicas implementadas para inducir a los españoles y mestizos de españoles a dicho trabajo.

Por otra parte, la propia estructura de las instituciones políticas, particularmente el Ayuntamiento y la Diputación de Minería de Guanajuato, implicó una intervención permanente del Estado en los asuntos de minería, siendo que los grandes empresarios mineros eran miembros de ambas instituciones y, siempre afirmaron actuar en nombre “del bien público y la utilidad del Estado” a la hora de defender sus intereses. Así, los argumentos del Estado y del grupo empresarial más sólido se confundieron en un solo discurso. Los empresarios contribuyeron a imponer una cierta visión del trabajo minero, pero, sobre todo, más restricciones a los trabajadores y menos “privilegios” (exenciones fiscales o un salario más alto que el resto de los trabajadores novohispanos), que después de mediados del siglo XVIII se tradujeron en una degradación radical de las condiciones de trabajo: largas jornadas, alto riesgo e inseguridad, reforzamiento del control laboral y mucho más trabajo forzoso. Combinado esto con otros factores socioeconómicos: aumento de la producción de metales a partir de 1770, alto costo de las obras mineras, nuevas exacciones fiscales y otros provocaron los movimientos sociales que distinguieron a los trabajadores por su “carácter osado”.

Por último, queremos hacer hincapié en la dispar división y organización del trabajo en las minas e insistir en que la Valenciana, seguida en importancia por las de Rayas y Mellado, representó un caso excepcional de gran empresa minera cuyos dueños fueron de los pocos em-presarios que lograron formar un capital sólido y una fortuna que conservaron más allá de la época que estudiamos. Y si bien grandes empresarios como Vicente Manuel de Sardaneta y Legaspi tuvieron una trayectoria empresarial mucho más inestable y, por lo tanto, tardaron más en crear su capital sin mantenerlo in crescendo en un periodo de larga duración como lo lograron los de la Valenciana, construyeron minas que, aún dadas las condiciones prevalecientes en el resto de las del dis-trito de Guanajuato, no podemos soslayar por la importancia de la con-centración de mano de obra en sus instalaciones. Esto nos lleva a plantear varias cuestiones en torno al desarrollo de la fuerza de trabajo impulsado precisamente por las grandes empresas mineras, no sólo de Guanajuato sino de todos los distritos mineros de la Nueva España, en el que concurrieron prácticas laborales tradicionales y modernas. Impuestas estas últimas principalmente por el incremento de la producción de metales preciosos a partir de 1770, así como por la necesidad de crear una nueva infraestructura industrial, de abastecer más insumos, implementar nuevos métodos de trabajo e introducir ciertos avances técnicos como el uso de la pólvora, la instalación de malacates, la construcción de tiros profundos e incluso el mejoramiento de los métodos de refinación. Así, coexistieron el trabajo libre y el trabajo forzado como sistemas de trabajo complementarios en un periodo marcado por el proyecto borbónico de mo-dernización de la industria minero-metalúrgica, que si bien continuó rigiéndose por ciertas costumbres protegidas por el Estado y la ley, lo cierto es que observamos avances significativos en el desarrollo de la fuerza de trabajo, evidenciado éste principalmente por la amplia división del trabajo o la multiplicación de oficios, la mayor especialización que se exigió de los trabajadores y la organización del trabajo minero. Asimismo, por la amplia movilidad geográfica que analizamos, pero también por cierto acceso de algunos trabajadores a la propiedad privada dentro y fuera de sus centros de trabajo, lo que merece ser estudiado como otro indicador que permitirá visualizar la realidad económica y social de los trabajadores de la industria minero-metalúrgica colonial.

Maestra en historia por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, obtuvo el grado con la tesis “Economía y sociedad de un pueblo minero: Valenciana,1760-1810” (mención honorífica y premio Francisco Javier Clavijero en 2000) Actualmente elabora su tesis doctoral, “Minas de metales preciosos en Guanajuato y San Luis Potosí, 1750-1810”, en la Universidad de la Sorbona, Paris 1. Sus intereses de investigación son la historia económica, particularmente los empresarios y empresas mineras del siglo XVIII; la historia social y la historia de la tecnología.

Cuauhtémoc Velasco Ávila, “Los trabajadores mineros en la Nueva España, 1750-1810”, en La clase obrera trabajadora en la historia de México. De la colonia al imperio, Enrique Florescano y otros, Editorial Siglo XXI, 1996, p.239-301; Eduardo Flores Clair, “Las minas y mineros: pago en especie y conflictos, 1790-1880”, Historias, 13, INAH, 1992, p. 51-67; David Brading, Mineros y comerciantes en el México borbónico (1763-1810), México, FCE, 1995; Jaime Lacueva Muñoz, La plata del Rey y sus vasallos. Minería y metalurgia en México (siglos XVI y XVII), Sevilla, 2010, p. 59-65; Frédérique Langue, Mines, terres et société a Zacatecas (Mexique), de la fin du XVIIe siècle a l’Indépendance, Paris, Sorbonne, 1992, p. 41-47; Brígida von Mentz, “Coyuntura minera y protesta campesina en el centro de la Nueva España, siglo XVIII”, en Inés Her-rera Canales (coord.) La minería mexicana. De la colonia al siglo XX, México, Instituto Mora, 1998, p. 23-45; David Navarrete, Propietarios y trabajadores en el distrito minero de Pachuca, 1750-1810, México, Servicio Geológico Mexicano, 2007; Laura Pérez Rosales, Familia, poder y subversión: los Fagoaga novohispanos 1730-1830, México, Universidad Iberoamericana, 2003, p. 99-115; Silvana Elisa Cruz Domínguez, “Sistemas de trabajo en las minas de Pachuca, siglos XVI-XVIII,” Contribuciones desde Coatepec, núm. 9, julio-diciembre 2005, p. 33-67; Catarino Sandoval Uvalle, “Trabajadores de la mina La Valenciana, 1836-1848”, México, UAM-Iztapalapa, 2000 [tesis licenciatura]. Véanse también sobre las rebeliones de 1766 y 1767 los artículos de Carlos Ruiz Medrano, “El tumulto de abril de 1757 en Actopan. Coerción laboral y las formas de movilización y resistencia social de las comunidades indígenas,” Estudios de Historia Novohispana, v. 36, enero-junio 2007, p. 101-129; o, “El tumulto de 1767 en Guanajuato”, Estudios de Historia Novohispana, v. 19, 1998, p. 13-46, y la obra de Felipe Castro Gutiérrez intitulada Nueva Ley y Nuevo Rey. Reformas borbónicas y rebelión popular en Nueva España, Zamora, Colmich/Instituto de Investigaciones Históricas UNAM, 1996.

Álvaro López Miramontes, y Cristina Urrutia, Las minas de Nueva España en 1774, México, SEP/INAH, 1980, p.13-39; Manuel Domínguez de la Fuente, Leal informe político legal de reflejas y observaciones deducidas de la físico-prácticomecánico maniobra de las minas. Beneficio y comercio de sus desentrañados metales y los cuatro cardinales puntos que exigen su reforma. Guanajuato, 1774; Archivo Histórico de Guanajuato (en adelante AHG), Ramo Militar, doc. 04/01, 1767/06/16-1767/08/22, 235f; AHG, Ramo Militar, doc. 03/01, 1766/07/09, 12f; AHG, Ramo Militar, doc. 07/01, 1768/01/30-1768/04/29, 4f; Archivo Histórico del Palacio de Minería (en adelante AHPM), M.L.357B, 1788-1822, f.111-124.

José de Gálvez afirmó que la ciudad de Guanajuato generaba de 500 a 600 000 pesos anuales de quinto de la plata producida por sus minas, encontrándose estas en “inferior fortuna”. José de Gálvez, Informe sobre las rebeliones populares de 1767, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1990, p. 64.

Ibidem, p. 31.

Ibidem, p. 65-66.

Ibidem. Véase Pretensión de los administradores de minas de Guanajuato de evadir el cobro de tributos. AHG, Ramo Militar, doc. 07/01, 1768/01/30-1768/04/29, 4fs.

AHG-PC, diciembre 4 de 1762, f. 650; AHG-PC, mayo 5 de 1763, f 323v; AHG PC, julio 16 de 1763, f.486; AHG-PP, enero 19 de 1767, f. 20v-22v y 25-27v; AHG-PC, marzo 30 de 1769, f. 110; AHG-PC, junio 14 de 1769, f. 249; AHGPC, marzo 23 de 1774, f. 101. Véase también Felipe Castro Gutiérrez, Nueva Ley y nuevo rey…, p.156-157.

AHG, Ramo Militar, doc. 07/01, 1768/01/30-1768/04/29, f. 2-2v.

Ibidem, f. 3v.

Brígida von Mentz y Laura Pérez Rosales han estudiado el repartimiento en diversas regiones mineras del centro y norte de Nueva España, como Pachuca, Taxco, Temascaltepec, Guanajuato y Zacatecas, mostrando sus condiciones específicas a partir de las protestas de las comunidades campesinas afectadas. Mentz, “Coyuntura…”, p. 30-42; Pérez Rosales, Familia, poder…, p. 99-100; Pérez Rosales, Minería y sociedad en Taxco durante la segunda mitad del siglo XVIII, México, UIA, 1996, p. 138-172.

Petición del Ayuntamiento de Guanajuato a favor de la exención de tributos. AHG, Ramo Militar, 03/01, 1766/07/09-1766/08/22.

Ibidem, f. 7.

Ibidem, f. 3-3v.

Ibidem, f. 6.

Domingo Valcárcel fue miembro de la Audiencia de México y del Consejo de Indias además de Auditor de Guerra y Hacienda facultado para dictaminar en estos asuntos. Ibidem, f.6v-11v.

En 1769 la mina de Rayas experimentó una bonanza y al año siguiente la de La Valenciana se convirtió en la empresa más productiva de Nueva España y el mundo. La producción de Guanajuato se estimó en poco más de 732 000 pesos en 1769, más de 1 021 000 en 1771 y 1 456 510 pesos en 1776. La pro-ducción de La Valenciana representó alrededor de un 30% de la producción total del distrito durante la segunda mitad del siglo XVIII. Véase comparación de las minas europeas y la Valenciana hecha por Alexander von Humboldt, Essai politique sur le royaume de la Nouvelle Espagne. Paris, Utz, 1997, p. 524; Margarita Villalba, “Economía y sociedad de un pueblo minero: La Valenciana 1760-1810”, México, UNAM, 1999, p. 112-116. [Tesis de maestría]

Ibidem, f. 7v.

Ibidem, f. 10v. Véase también Felipe Castro, Nueva Ley y nuevo Rey…, p. 152.

AHG, Ramo Militar, doc. 05/01, 1767, f. 1.

En 1794 las Diputaciones de Minería de Guanajuato y San Luis Potosí recaudaron por concepto de tributos 8 127 y 3 000 pesos, respectivamente, mientras que en Tlalpujahua, Inguarán, Sombrerete y Copala entre poco más de 1 000 pesos y menos de 900, y en Taxco, Cosalá, Cadereita y otras, 500 pesos o menos. AHPM, 1794-VII, c.74, d.11, 44 f.

Ibidem, f. 4.

Ibidem, f. 5.

Un estudio que realizamos actualmente sobre la Diputación de Minería de Guanajuato, a fin de observar su influencia en la vida económica y sociopolítica del distrito, ha exigido revisar sus facultades a través de su actuación re-presentando los intereses del Estado y los empresarios en diversas gestiones, así como a partir de las leyes vigentes en la época.

AHG-PP, enero 19 de 1767, f. 20v-22v y 25-27v; AHG-PP, noviembre 25 de 1767, f.188-194v; Brading, Mineros y comerciantes…, p. 464-467.

AHPM, 1794-VII, c.74, d.11, f. 8v-12.

José de Gálvez, Informe…., p. 31; AHG, Ramo Militar, doc. 07/01, 1768/01/30-1768/04/29, f. 1v.

Felipe Castro Gutiérrez, Nueva Ley y nuevo Rey…, p. 154 y 158; José de Gálvez, Informe…, p. 60 y 103-105.

Humboldt, Essai politique…, p. 523.

Álvaro López Miramontes y Cristina Urrutia, Las minas…, p. 19-39.

Para los conflictos sociales causados por la supresión del pago de salario en especie en distritos mineros novohispanos a partir de la última década del siglo XVIII, véase Flores Clair, “Las minas y mineros…”, p. 51-54.

El artículo 1° del título 12° de las Ordenanzas de Minería establecía que ningún dueño de minas podía “alterar los jornales establecidos por costumbre legítima y bien recibida en cada Real de minas,” so pena de pagar a los trabajadores el doble de su jornal. María del Refugio González, Las Ordenanzas de Minería de la Nueva España, formadas y propuestas por su Real Tribunal de Minería, México, UNAM, 1996, p. 294.

Álvaro López Miramontes y Cristina Urrutia, Las minas…, p. 35-37.

Véase descripción de las condiciones geológicas de la veta madre de Guanajua-to y sus principales minas. Humboldt, Essai politique…p. 521-522.

Causa criminal contra los operarios de minas de Guanajuato, 1767. AHG, Ramo Militar, c. 1, doc. 4, 235fs.

AHG, Ramo Militar, c. 1, doc. 4, f. 60, 65, 79, 99v, 100, 130v.

Para conocer más de cerca el comportamiento demográfico y la composición étnica de la población de Guanajuato y de la Valenciana, así como de los trabajadores de esta mina véase Margarita Villalba, “Economía y sociedad…”, p. 130-184.

Pedimento de los alcaldes y naturales de distintos pueblos de Michoacán para que no se les obligue a ir en tandas a las minas de Guanajuato, Archivo General de la Nación, México (en adelante AGN), Minería, v. 148, 285fs. Véase también: Brígida von Mentz, “Coyuntura…,” p. 34-35; Catarino Sandoval Uvalle, “Los trabajadores de las minas…”, p. 53-63.

Ya antes abordamos el estudio del trabajo en las minas de Guanajuato sirviéndonos de la descripción de Manuel Domínguez de la Fuente, que hoy retomamos para dar una visión de conjunto no restringida al Real de Valenciana. Villalba, “Economía y sociedad…”, p. 46-61.

Poco se sabe sobre Manuel Domínguez de la Fuente excepto que se presenta como “médico mexicano”, vecino de Guanajuato y dueño de la mina Murciélagos en el Real de Señora Santa Ana, aunque también poseía el zangarro Nuestra Señora de la Soledad y la mina Caldo de Frijoles. Asimismo, sostuvo que hacia 1768 él y Vicente Manuel de Sardaneta y Legaspi experimentaron un nuevo método de amalgamación obteniendo un mayor rendimiento de plata en un tiempo mucho más corto. Son inapreciables sus consideraciones sobre el trabajo minero en el capítulo intitulado Mineros de hecho, que pueden no serlo de Derecho, y mineros verdaderos, que por el mismo hecho son desechos. Manuel Domínguez de la Fuente, Leal informe…, p. 131-132; Álvaro López Miramontes y Cristina Urrutia, Las minas…., p. 19; AHG-PC, enero 2 de 1765, f. 2v; AHG-PC, noviembre 17 de 1773, f. 558v; AHG-PC, diciembre 5 de 1775, f. 463.

Humboldt, Essai politique…, p. 523; Villalba, “Economía y sociedad…, p. 55-56.

Domínguez de la Fuente, Leal Informe…, p. 179-198.

Doris Ladd, Génesis y desarrollo de una huelga. La lucha de los mineros mexicanos de la plata del Real del Monte, 1766-1775, México, Alianza Editorial, 1992, p. 10.

Domínguez de la Fuente, Leal Informe…, p. 186.

Entre los trabajos más recientes que tocan el tema del trabajo en La Valenciana se encuentran los citados de Brígida von Mentz y de Catarino Sandoval Uvalle.

Brading, Mineros y comerciantes…., p 383; Humboldt, Essai politique…, p. 521-522; Villalba, “Economía y sociedad…”, p. 53.

Villalba, “Economía y sociedad…”, p. 55-56.

AHG-PC, junio 9 de 1748, f. 164-166; AHG-PC, octubre 1 de 1773, f. 501v-503; AHG-PP, enero 11 de 1775, f. 11v-14v; AHG-PP, agosto 16 de 1775, f. 300v.302v; AHG-PC, octubre 10 de 1778, f. 395v; AHG-PC, febrero 14 de 1782, f. 93; AHG-PC, junio 12 de 1786, f. 249-255v; AHG-PP, agosto 13 de 1793, f. 167-168; AHG-PP, octubre 26 de 1793, f. 208-216; AHG-PC, junio 28 de 1794, f. 300-306; AHG-PP, abril 30 de 1799, f.69v-71v; AHG-PP, no-viembre 5 de 1807, f.59v-86v.

Actos que muestran el curso de la trayectoria de Bernabé de Bustamante como administrador y apoderado de los dueños de la mina La Valenciana, así como autoridad del gobierno local, pueden verse en AHG-PC, noviembre 3 de 1780, f. 3; AHG-PC, octubre 13 de 1785, f. 359v; AHG-PC, septiembre 18 de 1786, f.425v; AHG-PC, noviembre 21 de 1786, f. 553v; AHG-PC, enero 4 de 1788, f. 13; AHG-PC, enero 5 de 1788, f. 18; AHG-PC, enero 11 de 1788, f. 30v; AHG-PC, agosto 23 de 1788, f.494v y 498; AHG-PC, marzo 10 de 1792, ff. 131-133; AHG-PC, marzo 31 de 1792, ff. 167v-71.

AHG, Ramo Militar, c. 1, doc. 4, f. 39v y 44v.

El artículo 10 del Título 12 de las Ordenanzas de Minería de 1783 preveía que los administradores pagaran a los trabajadores sus jornales y convinieran el pago de partido para estimular su trabajo. María del Refugio González, Las Ordenanzas…, p.308-309.

Humbodt, Essai politique…, p. 538.

El artículo 11 del título 17 de las Ordenanzas de Minería de 1783 dispuso que para trabajar las minas con acierto y seguridad debían ser dirigidas por “hombres instruidos,” por ello previó que en cada Real de minas hubiera al menos un peri-to con conocimientos en geometría, arquitectura subterránea, hidráulica y otras disciplinas cuyo dominio era indispensable. También debía haber individuos con conocimiento sobre los minerales y la forma de tratarlos. Véase título 17 de estas Ordenanzas. Agencia de Minería de Guanajuato (en adelante AGEM), leg. 18, exp. 6, f.60-68; AHPM, M:L. 151B, agosto 20 de 1796, f. 343; AHPM, M:L. 151B, septiembre 3 de 1796, f. 359; AHPM, M:L. 151B, octubre 26 de 1796, f. 435; AHPM, M.L.156B, octubre 24 de 1801, f.158; AHG-PC, julio 5 de 1804, f. 372; María del Refugio González, Las Ordenanzas…, p. 371-378.

AHG-PC, abril 5 de 1785, f. 149v; AHG-PC, agosto 2 de 1788, f. 473; AHG PC, agosto 16 de 1792, f. 433v; AHG-PC, enero 11 de 1805, f. 13.

Humboldt, Essai politique…, p. 538-539.

Domínguez de la Fuente, Leal Informe…, p. 184 y 190.

Domínguez de la Fuente, Leal Informe…, p. 190-193; María del Refugio González, Las Ordenanzas…, p. 303-306.

Entre enero de 1789 y abril de 1791, dichos dueños pagaron por concepto de salarios casi 1 100 000 pesos excluidos los partidos. Poco más de 456 500 debían ser pagados por cada uno de los socios mayoritarios de la empresa, Antonio de Obregón y Pedro de Otero y la parte restante por Juan Antonio de Santa Ana. AHG-RM, t. XIII, d.460, f. 1-36; AHG-RM, c. 15, d. 462, f. 39.

En nota al artículo 3 del Título 12 de las Ordenanzas de Minería sobre la obligación de los operarios de “rayarse” al salir de su trabajo, los legisladores describen los oficios de los trabajadores de las minas y haciendas de beneficio. Domínguez de la Fuente, Leal Informe…, p. 190; María del Refugio González, Las Ordenanzas…, p. 300-302.

Ibidem, p. 194.

Humboldt, op. cit., p. 540-541; Domínguez de la Fuente, Leal informe…, p.185; María del Refugio González, Las Ordenanzas…, p. 300; Francisco Mourelle, Viaje a las minas de Guanajuato en noviembre de 1791, p. 118; Velasco, “Los trabajadores mineros…”, p.259.

Domínguez de la Fuente, Leal Informe…, p. 301.

Sandoval Uvalle, “Los trabajadores de la mina…”, 103.

Domínguez de la Fuente, Leal informe…., p. 217.

Sandoval Uvalle, “Los trabajadores de la mina…”, p. 106.

AHG, RM, doc. 39, septiembre 4 de 1809, 4f; AHG, RM, doc. 330, abril de 1819, 1f.

Al estudiar el repartimiento en las minas de Pachuca del siglo XVI al XVIII, Silvana Cruz Domínguez indica cuales fueron las condiciones de trabajo, las labores asignadas a los indígenas y, las consecuencias del trabajo forzado. Dis-tingue el caso de Guanajuato de los de Pachuca y San Luis Potosí indicando que los vínculos entre trabajadores y propietarios no eran especialmente conflictivas, lo que se contradice por las propias relaciones sociales que hemos observado a partir de la división y organización del trabajo, las rebeliones de 1766 y 1767 y el poder económico y político de los dueños de las minas que lograron obtener el repartimiento de indígenas. Silvana Cruz Do-mínguez, op. cit., p. 33-67; Castro Gutiérrez, Nueva Ley Nuevo Rey…, p. 85.

Doris Ladd, Génesis y desarrollo…, p. 26.

La relación entre Guanajuato y Tingüindin, surgida del repartimiento de indígenas, se nutría también del intercambio comercial de productos elaborados por los indígenas de Tingüindín. Felipe Castro Gutiérrez, “Relación de Tin-guindín de 1789”, Relaciones, 100, v. XXV, 2004, p. 206-224.

Dificultad para cobrar tributo a los indios de Tinguindín por la saca de estos para las minas de Guanajuato, julio 15 de 1778. AGN, Tributos, v. 14, exp. 11, f. 105-110. Véase Margarita Villalba, “Economía y sociedad…”, p.154.

Entre 1777 y 1778 algunos curas de estos pueblos y los alcaldes mayores de Pátzcuaro y Valladolid certificaron que sus habitantes jamás habían ido a trabajar a las minas. Con esto sus alcaldes y gobernadores solicitaron al virrey considerara esta antigua costumbre y los liberara de la nueva “pensión.” Los pueblos de Tinguindín y Numarán, que tenían más de un año enviando indígenas a Guanajuato, hicieron otro tanto. El proceso legal que esto suscitó duró más de dos años e invucró al corregidor de Valladolid, la diputación de minería de Guanajuato y el Real Tribunal de Minería, en cuyo curso el virrey emitió despachos contradictorios. Esto rebela disensiones políticas entre las autoridades de Guanajuato y Michoacán que merecen especial atención, sobre todo si consideramos el poder de Antonio de Obregón quien era Justicia Mayor, miem-bro de la diputación y poseía la Valenciana, empresa que sin duda absorbió el mayor número de indígenas forzados. AGN, Minería, v. 148, 285fs; Mentz, “Coyuntura…”, p. 34-35; Sandoval Uvalle, “Los trabajadores de la mina…”, p. 61-63.

Villalba, “Economía y sociedad…,” p. 144-157.

El papel de la legislación ha sido estudiado más recientemente por Concepción Gavira Márquez, quien muestra la degradación de las condiciones de trabajo en las minas de Río de la Plata y de Nueva España, donde se radicalizó la política de coacción y disciplina hacia fines del siglo. María Concepción Gavira Márquez, “Disciplina laboral y códigos mineros en los virreinatos del Río de la Plata y Nueva España a fines de la época colonial”, Relaciones, 102, primavera 2005, v. XXVI, p. 201-232.

Véanse las disposiciones del Título 12° de las Ordenanzas de Minería de 1783 que tratan sobre el tequio, el repartimiento de indios, el partido, los recogedo-res, las deudas y los hurtos de los trabajadores, entre otros. Aquí el legislador justifica el pago de partido para combatir la grave escasez de mano de obra que se da aún en tiempos de bonanza, así como la resistencia general al trabajo minero. Recomendó la inducción a este tipo de trabajo de los españoles ociosos y vagos, los negros y mulatos libres y ociosos y los condenados por delitos en algún servicio. También insistió en que esto podría lograrse sólo con dicho pago, el cual se medía según la ley de los metales sin causar ningún perjuicio a los dueños, pues cuando concedían partido obtenían más metal que con los tequios. María del Refugio González, Las Ordenanzas de Minería… p. 294-323.

Véase el artículo 15 del mismo título de las Ordenanzas, ibidem, p. 261.

Esto evidenció el amplio poder que habían alcanzado los tenientes de justicia y los graves conflictos que suscitó con el Ayuntamiento de Guanajuato, sobre todo después de que aquéllos obtuvieron el reconocimiento del Superior Go-bierno de la Nueva España al confirmar éste sus títulos. AHG, Justicia mineros de Guanajuato, julio 30 de 1792, 20 f.

AGN, Tributos, v. 44, exp. 9, f. 218-222. Véase Villalba, “Economía y socie-dad…,” p. 160-161.

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