Este trabajo describe el hundimiento económico y social de Gaspar Pisón, minero andaluz de la Baja California, durante las últimas décadas del siglo XVIII. El tema central del trabajo es analizar los defectos de personalidad y los excesos en la procuración de justicia como factores explicativos de la quiebra del minero, y esa misma quiebra como una causa, entre otras, del deterioro económico de la región sudcaliforniana.
This paper describes the economic and social collapse of Gas-par Pisón, Andalusian miner of Baja California, in the last decades of the 18th century. The focus of the paper is to analyze the personality flaws and excesses in the justice administration as factors behind the collapse of mining, and this collapse as a cause—among others—of the economic decline of the region of Baja California Sur.
No es necesario decir que en muchos de los estudios acerca de la minería novohispana –o en los que tocan el tema por alguna razón– se afirma que la mayor parte de los productores de metales preciosos no fueron hombres acaudalados y que la posesión de una o varias minas no necesariamente se traducía en riqueza inmediata y perdurable para los dueños. Pensamos, pues, que bastan unas cuantas referencias para constatar que la primera parte del título con que comienza este artículo constituye una verdad de Perogrullo.
Justo es empezar por dos clásicos de la historiografía mexicana: el trabajo sobre la minería guanajuatense, de David Anthony Brading, y el de la zacatecana, de Peter John Bakewell. El primero advierte que hubo pocas minas novohispanas con una producción de largo aliento,1 y que, de acuerdo con el mineralogista Joaquín Velázquez de León, voz muy autorizada en la materia, ocho de cada diez mineros terminaban perdien-do todo su dinero,2 mientras que en todo el virreinato apenas habría alrededor de una docena con los recursos suficientes para financiar sus propias operaciones.3 Repara Brading en que los costos de producción –el abasto de granos y forraje, por ejemplo– podían con facilidad causar frecuentes bancarrotas,4 y que, según había escrito el abogado criollo Francisco Javier de Gamboa –creador de una obra sobre minería–, “el primer enemigo del minero es el minero mismo”, pues solían ser derrochadores, dados al lujo y viciosos.5
Bakewell no es tan enfático, pero señala que el grado de endeudamien-to fiscal de muchos mineros zacatecanos era considerable y casi crónico en el siglo XVII,6 probable indicio de que la producción de plata, aunque generosa, enfrentaba contrariedades a menudo graves, en tanto que una buena parte de los beneficios iba a parar a bolsillos ajenos –a las cajas reales y a los aviadores, sobre todo–. Es admisible, por su propia lógica, la suposición de que, habiendo tantos mineros en Nueva España, necesariamente era porque la extracción de plata generaba ganancias, pero resulta más incierto que tales rendimientos hubieran creado una amplia clase de medianos y grandes empresarios de minas, capaces de arrostrar los riesgos financieros de esa actividad productiva con relativa facilidad, sin depender continuamente del doble filo que representaba el crédito mercantil.
En lo que respecta al noroeste de Nueva España, Ignacio del Río da cuenta de las apreturas a que estaban habituados los mineros de Sonora y explica por qué estos “no lograban retener a favor propio más beneficio económico que el necesario para subsistir”.7 La dependencia que tenían de los comerciantes, dice, “resultaba tan onerosa, que los mineros caían en un círculo vicioso de deuda e incapacidad de inversión”.8 En esta misma tónica, Patricia Escandón afirma que “solamente los mineros muy ricos podían autofinanciarse”. Quienes no eran tan afortunados, es decir, la gran mayoría, tenían que recurrir al préstamo, lo que entrañaba una relación frecuentemente leonina en perjuicio del prestatario.9
Al otro lado del golfo de California alcanzaban los dedos de una sola mano para contar los mineros acomodados. Solo haciendo uso de las comillas, dice Martha Micheline Cariño Olvera, podría hablarse de dos o tres medianos propietarios, ello porque únicamente en el entorno californiano cabía decir que dichos sujetos eran hombres adinerados.10 Lo que las fuentes consultadas indican es que, en efecto, la minería de esta apartada provincia novohispana era mayormente de subsistencia y que los pocos que la rebasaban tenían que producir por encima de los 3 000 marcos anuales para no caer en un estado deficitario, cosa nada fácil de lograrse en el seco, aislado y escasamente poblado territorio peninsular, cuyos depósitos minerales no eran, en términos relativos, muy abundantes,11 además de que allí ocurría lo que en otras provincias del norte novohispano, esto es, que los aviadores se quedaban con la parte del león.12
Lo dicho parece suficiente para poner a la vista lo que es ya muy sabido: que una parte numerosa de los mineros novohispanos no la pasaban todo lo bien que podría esperarse de un productor de metales preciosos, pero no es tanto eso lo que interesa en el presente trabajo sino las diversas circunstancias en que esta gente podía irse al despeñadero de la bancarrota, y es esto en lo que andamos algo faltos los investigadores, pues, ya lo dijo Brading hace casi 50 años: es grande la escasez de información acerca de los descalabros personales y de las dolorosas frustraciones ocasionadas por los espejismos del enriquecimiento rápido.13 Las grandes causas son muy conocidas; habremos de mencionar algunas de ellas a lo largo de este escrito. Empero, no constituirán estas la médula de nuestro relato y sí los más específicos desencadenantes de la ruina económica de un minero en particular, porque los infortunios no solo se debían a los factores adversos y mayúsculos que afrontaban los empresarios de minas en su conjunto –como el desbasto de azogue o la dependencia crediticia–, también contaban los motivos de índole individual y las singularidades de una determinada localidad. Nos gusta pensar que la multiplicación de estas historias de desgracias personales ayudará, si es posible multiplicarlas, a ampliar la perspectiva que hoy tenemos del complejo mundo de la minería colonial.
De 1697 a 1748 las misiones jesuíticas dominaron en exclusiva el paisaje californiano; así fue hasta que un puñado de hombres se decidió a probar suerte en la extracción de oro y plata, cuyos depósitos naturales eran, desde la segunda década del siglo XVIII, objeto de deseo para los soldados que conformaban la tropa de la única guarnición militar que había en la península: el llamado Presidio de Loreto. Gracias a ello fue que, en las faldas de lo que hoy se conoce como Sierra de la Laguna –no muy lejos al sur de la bahía de La Paz–, cobraron vida los minúsculos poblados de Santa Ana y San Antonio, entre otros aún más diminutos sitios de minas que fueron surgiendo y constituyéndose en los primeros asentamientos civiles de aquella remota provincia transmarina.
Uno de esos contados pioneros fue el andaluz Gaspar Pisón y Guzmán, natural de Alcalá de Guadaira, llegado a la península procedente del pueblo novogallego de Tepic, donde mantenía mujer –Rosa Francis-ca de Acevedo– e hijos. En 1745 atravesó el golfo y comenzó su vida de soldado en el presidio loretano. No pasó mucho tiempo para que, seducido por los cantos de la plata, decidiera tramitar su baja y fijar su residencia en los alrededores del real de San Antonio.
Es poco lo que se sabe sobre la vida de Pisón. Algunos datos acerca de su paso por la Baja California se hallan dispersos en unos cuantos documentos,14 donde aparece como propietario de ganado bovino, ca-ballar y asnal, de las minas bautizadas con los nombres de Santa Gertru-dis y La Pisoneña y de una hacienda de beneficio, esto es, de una edificación, seguramente bastante rústica, para la molienda del mineral y la separación de los metales auríferos y argentíferos ahí contenidos.
Es probable que Pisón haya obtenido de la tradicional, en Baja California, pesca de perlas un capital inicial para abrirse paso en las actividades mineras, aunque esto no parece haber sido factible sin la decisiva ayuda que le prestó su aviador, un comerciante de Tepic llamado Miguel Marín del Valle, que hizo las veces de financiador y socio del minero sudcaliforniano. Al mismo tiempo, tuvo que incursionar en el campo de la ganadería mayor para atender las necesidades alimentarias de sus operarios, pues la compra de animales foráneos resultaba un cos-to de producción demasiado alto. Una cosa le llevó a otra y pronto se vio convertido él mismo en comerciante, valga decir en aviador, de los mineros más pobres de la comarca santaneña, para lo cual se hizo de un barquito, en el que traía la mercadería que le proporcionaba su socio tepicense. Así las cosas, el exsoldado tuvo que ser, a un solo tiempo, minero, pescador de perlas, criador de reses y mercader, de ahí que pueda concederse a Pisón la categoría de empresario.
No por ser productor de plata ha de figurarse que Pisón fue un hombre acaudalado. Cuando mucho, puede considerársele relativamente afortunado en un medio donde la mayor parte de las familias dedicadas a la extracción de oro y plata –que no eran muchas en la península– trabajaban en medio de grandes restricciones. De Pisón puede presumirse que llegó a obtener buenas ganancias, pero esto siempre bajo riesgo de perderlas por la escasez de agua, imprescindible para la cría de bovinos y para la depuración de los metales; por la dificultad de conseguir todo eso, por la falta de operarios y por la carestía de los bastimentos e insu-mos, agudizada por la antonomástica marginalidad geográfica y socioeconómica de la región respecto de las provincias nucleares del virreinato.
La prosperidad de Pisón en aquel apartado dominio de la corona española se extendió, en el mejor de los casos, de 1748 a 1772, gracias a que Miguel Marín estuvo dispuesto a financiar la compra de víveres, bestias y demás efectos necesarios para la puesta en operaciones de las minas mencionadas. Dicha relación sazonó frutos, pues, aunque no con-tamos con ninguna declaración fiscal del minero, el que haya mantenido a medio centenar de hombres trabajando a su servicio15 y llegado a poseer una embarcación y un buen número de cabezas vacunas es señal de la bienandanza de sus actividades productivas y comerciales, al menos de manera temporal, ya que, como era común entre los mineros de aquella época, a la puerta de Pisón tocaban de ordinario los acreedores.
No será la fortuna pasajera de Pisón, sino su hundimiento económico lo que estará en el centro de la narración; no las altas de su pro-ducción minera, sino el calvario judicial en que se vio envuelto y su desesperada lucha en contra de los intereses que deseaban su perdición. Intentaremos poner a la vista una desafortunada combinación de excesos en lo público y en lo privado, excesos que, como ahora veremos, cons-piraron fatalmente en contra del minero alcalareño.
Los hechos y los cargosHacia 1772 vivían en la comarca de Santa Ana y San Antonio unos pocos cientos de personas, la mayor parte indios forasteros empleados en las actividades mineras; algunos pequeños poseedores de tierras y minas; las mujeres y niños de cada casa; un religioso y la reducida escolta que gobernaba y defendía el Departamento del Sur, que era la jurisdicción político-militar que comprendía el distrito minero y los terrenos misionales de la fracción meridional de la península de California.
Gaspar Pisón no tenía familia legal en la provincia. El inventario que se le formó tras su aprehensión parece indicar que tampoco tenía casa bien establecida. Da la impresión de que el minero había venido a la tierra por algunos años sólo para hacer fortuna con la plata y con las perlas, o de que su mujer, por alguna razón, rechazaba la idea de abandonar Tepic y reunirse con él.
Como cualesquiera otras poblaciones de Nueva España los pueblecillos mineros del Departamento del Sur celebraban el día de sus respectivos santos patronos, y fue en el de san Antonio de Padua –3 de julio de 1772– cuando las cosas tomaron un rumbo desastroso para el minero andaluz, bien que, de hecho, ya venía este dando malos pasos desde tiempo atrás, pero lo de la festividad sanantoniana fue la gota que derramó el vaso.
El cura de Santa Ana y San Antonio, Isidro de Ibarzábal, fue quien puso la denuncia que abrió las diligencias criminales contra Gaspar Pisón. En un escrito suyo, dirigido a la máxima autoridad judicial del Departamento del Sur, declaraba que el minero había asistido a las fiestas patronales de San Antonio dispuesto a embriagarse y a causar escándalos; que, borracho y pendenciero, se había mostrado tan abominable de razones como de hechos, lanzando palabras ofensivas al rey Carlos III, a José de Gálvez –hasta hacía muy poco visitador general de la Nueva España– y al gobernador de las Californias, Felipe Barri; pero que, lejos de contentarse con esto, había tenido el descaro de blasfemar contra Dios, por todo lo cual pedía que se le aplicase el debido castigo en desagravio de las autoridades divinas y terrenales.16
Se ve que el cura había hecho denuncia expresa un día antes de firmar la acusación formal, pues la autoridad a quien ésta iría destinada –el capitán Bernardo Moreno y Castro, justicia y lugarteniente del go-bernador de la provincia en el referido departamento– tenía ya preparada la acusación oficial y correspondiente orden de aprehensión. En ella se trasluce la intención del religioso de emplear su influencia moral a fin de que Pisón fuese rigurosamente reprendido, intimándole in verbo sacerdotis, so pena de agravar la conciencia, a poner un alto inmediato a los desórdenes del minero y a su “desenfrenada lengua”, con la que, dice ahí, pretendía manchar la imagen de la Virgen y el nombre de Dios, así como difamar a todos los jefes que, desde el mayor hasta el menor, habían estado y estaban en la península, como el propio Moreno, juez de la causa en cuestión, pues decía este que Pisón lo acusaba de disimular los severos actos relacionados con el reciente asesinato del minero Manuel de Ocio, desentendiéndose de las pesquisas a que estaba obligado.
El documento señala un tercer delito: el de mantener relaciones adúlteras con una mujer de la comarca minera, así que, en esencia, la justicia santaneña culpó al minero de blasfemia, injuria y adulterio, ra-zones que fueron consideradas más que suficientes para extender la orden de traerle arrestado “con un par de grillos” hasta la prisión local.17
Conviene saber por adelantado que las Leyes de Indias y la legislación del Tribunal del Santo Oficio condenaban severamente la blasfemia como un delito contra la moral cristiana. No obstante, la que se ha men-cionado aquí caía en la categoría de blasfemia simple, lejos de la llamada blasfemia heretical, esto es, la resultante de una herejía. Ello debía atenuar el cargo en contra de Pisón, pues sus maldiciones, como luego se diría, eran consecuencia de un estado iracundo o de un trastorno de los senti-dos, no de una apostasía ni, mucho menos, de “soberbia satánica”. En la práctica del derecho procesal solía pasarse por alto o castigarse con suavidad la mayor parte de las blasfemias denunciadas, reservando las penas duras –destierro y confiscación de bienes– para los blasfemos graves, de modo que aplicar ambos castigos a un solo individuo parecía algo desproporcionado en la mayor parte de los casos, cuanto más en los que no se palpaba “malicia implícita”, es decir, blasfemar guiado por un instinto perverso, lo que siempre era ciertamente interpretable.
La injuria, por otro lado, se reputaba como delito grave sujeto a causa criminal. El acto injurioso solía asociarse al delito de escándalo, pues se decía que ambos prohijaban el desorden social y la acción pecaminosa. De acuerdo con las leyes respectivas, el injuriador escandaloso pagaba su delito con una disculpa pública, seguida de una sanción económica y el extrañamiento,18 pero, al igual que con la blasfemia, contaba mucho el grado o la inexistencia de dolo, del que, por regla general, quedaban excluidos quienes abusaban de la lengua bajo los influjos del licor.
Ya preso Pisón, Moreno abrió un periodo de comparecencias y declaraciones testimoniales. Estas corrieron del 6 al 11 de julio de 1772 y el primero en comparecer fue, como marcaba la norma jurídica, el propio acusado. Este, lejos de aceptar los cargos, alegó que se hallaba en estado amnésico y que sus exabruptos en las fiestas patronales, de haberse dado, seguramente habían sido producto de la borrachera, “de un trago”, dijo él, pero que no podía admitirlo como cierto porque, precisamente por efecto del alcohol, no recordaba “absolutamente nada”. Tal parece que trataba de sembrar la idea de que el alto grado de embriaguez le había producido una pérdida de voluntad que justificaba, lo mismo que para un demente, su presunta acción antisocial.19
El 7 comenzaron las declaraciones de los testigos. Diez personas lo hicieron: el párroco Isidro de Ibarzábal, un minero, cuatro soldados y cuatro sujetos más, vecinos todos del real de Santa Ana.20 El teniente Moreno todavía estuvo en la declaración del cura, pero dos días después se excusó de continuar con el proceso, pues se hallaba, en palabras suyas, “sumamente embarazado” en la causa del difunto Manuel de Ocio –jun-to con Pisón, uno de los contados mineros pudientes de la península–, por lo que confirió sus facultades judiciales al teniente Joaquín Cañete, convertido así, diría tiempo después el acusado, en una mera marioneta y en cómplice de las arbitrariedades de su jefe.
En menoscabo de nuestra indagación, no encontramos en el expediente del caso la declaración de Ibarzábal, pero es plausible suponer que, de haber estado allí, insistiría en las acusaciones de blasfemia e injuria que ya había presentado días antes. Lo mismo haría el resto de los declarantes, aunque con distintos matices. Casi todos conocían a Pisón de años y coincidían en que era un hombre tan entregado al alcoholismo como suelto de palabras desatentas, cuando no abiertamente groseras; que las tenía irrespetuosas para las autoridades civiles y eclesiásticas, blasfemas para Dios y los santos, vejatorias para las mujeres y humillantes para quienes tenían la mala suerte de entrar en conflicto con él o de cruzarse en su camino cuando estaba borracho.
Uno de los soldados recordó cómo el minero, “trastornado” por la bebida, había terminado preso en tres ocasiones y que solía provocar altercados entre gente pacífica; que una vez, amplificadas en el silencio nocturno, había tenido que oír el padre Ibarzábal las injurias que Pisón le lanzaba, aunque no informó de las razones, pero sí que el justicia de Santa Ana le infligió una fuerte amonestación. Lo último que expuso el testificante fue sobre lo de la riña en San Antonio, durante cuyas celebraciones, dijo, “el injurioso” había despotricado en contra de Bernardo Moreno y Castro, a quien acusaba de falsear la justicia, engañando a los vecinos con sus “faramallas y simulaciones” en el caso del presunto ho-micidio de Ocio; que por esto y otras “insensateces” había tenido que intervenir, con la autoridad que su fuero militar le confería, para evitar que los ofendidos acabaran matándolo con sus cuchillos y terciados.21
Otro miembro de las fuerzas armadas locales declaró haber sido víctima directa del empresario español, de quien había recibido insultos y amenazas con arma en mano, tan sólo, reveló, porque lo acusaba de hacer “señas ilícitas” –entiéndase que humillantes u obscenas– a la mujer que era, a un mismo tiempo, comadre y amante suya, la cónyuge de un tal Francisco Talamantes.22
La información proporcionada por el tercero de los soldados com-parecientes interesa por cuanto vio en el alcoholismo del propietario andaluz una de las causas principales de su desmoronamiento financiero. Hizo referencia a los cinco años que había trabajado para Pisón y se dijo testigo de las tremendas borracheras que habían obligado a algunos em-pleados del minero a abandonar sus labores, no solo por los “malos tratos” recibidos, sino, también, por las “injustas” deducciones salariales que el patrón les imponía, acciones que, a decir del militar, estaban dejando a Pisón sin operarios y sin solicitantes sustitutos, pues pocos desea-ban convertirse en empleados suyos, lo que no podía más que entorpecer la extracción y beneficio de sus metales.
A falta de datos más precisos, pudo ser en parte cierto lo que infería el testigo, pero también hay rastros de que, al momento de la aprehensión definitiva, la Santa Gertrudis estaba viva.23 No resulta creíble, por otro lado, que la sola embriaguez le llevara al desatino de proferir frases injuriosas en contra del gobernador y de su teniente en la jurisdicción sureña. Habrá que pensar en que, quizás, el aguardiente no era más que un detonante, la causa inmediata que provocaba en Pisón una desinhibición y espontaneidad tales que terminaba desahogando iracundamente ciertas inconformidades y resentimientos ocultos durante la sobriedad. Conforme quedó declarado, muchos le oyeron decir que el gobernador Barri era incapaz de someterle, pues él, Pisón, no le tenía miedo ni a Jesucristo, y que iría personalmente a Loreto a caparlo, pues, según se rumoraba, le guardaba rencor por la prohibición que este le había impuesto de visitar a la mujer de Francisco Talamantes.24 No obs-tante, parece que las raíces de su enojo se hundían más abajo de razones tan superficiales como esta. En efecto, se cree que culpaba a las autoridades provinciales y a otras altas dignidades por la decadencia que, de acuerdo con las averiguaciones de Jorge Luis Amao Manríquez, experimentaba la minería sudcaliforniana debido al fallecimiento del más cons-picuo de los mineros peninsulares; a las contribuciones obligadas que impuso el visitador José de Gálvez a los dueños de las minas santaneñas para poner en marcha las llamadas minas del rey –por cierto, compradas a los Ocio y de nulos resultados para el erario real– y a una imposición semejante para cubrir las necesidades de avituallamiento de las expediciones que partieron de la península en pos de la colonización altacaliforniana.25 De ser así, sobradas razones tenía el minero para largar sus maldiciones en contra del gobierno, sobre todo porque, ya volveremos a ello más adelante, los recursos entregados no le fueron devueltos sino de forma parcial y en el largo plazo.
Las frases ofensivas y los actos escandalosos, siempre acompañados de bebida, se siguen en cada uno de los testimonios recopilados por la autoridad judicial de Santa Ana, testimonios que iban engrosando la lista de faltas de quien, hasta poco antes, merecía la distinción honrosa de ser uno de los “primeros y principales pobladores”, pionero de la minería y colonización californianas. De poco habría de servirle eso después de las festividades sanantoninas. Sus acusadores le tenían bien guardada la memoria de sus peores deslices de lengua al calor de los tragos, como decía él. Le achacarían la agraviosa vulgaridad de decir a los cuatro vientos que más honra tenía él en el ojo del culo que el padre misionero de Todos Santos en todo su cuerpo, bien que, de nuevo, no quedaron claras las razones de semejante insulto.
Por entonces no se hablaba de machismo o misoginia, pues la so-ciedad española en su conjunto daba por hecho la “natural” inferioridad y bíblica pecaminosidad del género femenino, pero una cosa era la noción común de que las mujeres valían menos y otra que fuese lícito llamarlas públicamente putas y cochinas de naturaleza, como se dijo que Pisón solía llamarlas en medio de sus desbordamientos etílicos.26
Alguien más le aplicaría los calificativos de provocador, caviloso y hablador, todo ello por no saber amarrarse la lengua y haber tenido la “desfachatez” de asegurar que la justicia local hacía las veces de tapadera en el misterioso caso de Manuel de Ocio, es decir, de encubrir al ho-micida, lo que de suyo constituía una acusación gravísima y temeraria, pues no era materia dudosa que aquello lo decía el minero en directa alusión a Bernardo Moreno y Castro, su juez. Resulta difícil admitir que éste podía comportarse con imparcialidad cuando el acusado, públicamente, estaba convertido en su propio acusador.27
Otro atestiguó en el asunto del adulterio: dijo que el procesado persistía en sus amoríos con la mujer de Talamantes con tanta obstinación que hacía caso omiso de los respectivos apercibimientos judiciales, antes repetía, dándose ínfulas de invencible, que “si las autoridades se enfurecían porque él se pedorreaba, entonces habría de cagarse”.28 En fin, que era hombre “muy absoluto en la bebida”, que no respetaba personas humanas ni divinas, que podía perderse entre botellas por 15 días a hilo y que no se conocía paraje donde no hubiera causado problemas y dis-gustos por esa propensión suya a la ebriedad.29
Es extraño que ninguna de las testificaciones aportara algo favorable a la causa de Pisón. Todas no fueron sino reiteraciones sobre su alcoholismo y carácter colérico, su gusto por las armas, sus irreverencias, sus lujurias y ofensas. Nada se escribió en el expediente sumarial que sirviera a la defensa del minero y ello hace razonable la duda de si existía la intención previa de sumar sólo aquellos elementos incriminatorios, dejando de lado cualquier atenuante, como si las autoridades civiles y eclesiásticas de la localidad quisiesen deshacerse de lo que consideraban un enemigo público o, acaso, un incómodo delator.
Así las cosas, seguía que el juez titular de la jurisdicción hiciera uso de sus facultades para dictar una sentencia provisional. Bernardo More-no y Castro determinó que Gaspar Pisón era presunto culpable de injuria, blasfemia y adulterio. De inmediato confiscó todos sus bienes y recomendó al gobierno provincial su expulsión perpetua del territorio california-no. Diligentemente, comunicó al gobernador los resultados de sus averiguaciones, que este convalidó hacia mediados de julio de 1772, ordenando que el minero permaneciese cautivo hasta su traslado y con-finamiento en la cárcel del puerto novogallego de San Blas.30
El minero estuvo preso en Santa Ana hasta septiembre de dicho año y de este mes hasta diciembre en el calabozo del presidio de Loreto, capital de la provincia. Luego, a fin de mes, fue conducido al interior de una vieja lancha, que lo llevó al ancladero de San Blas, desde cuya prisión continuaría con el proceso judicial. Para entonces había pasado seis meses privado de su libertad, durante los cuales una buena parte de sus bienes sirvió, por disposición del teniente Moreno, para pagar a los acreedores del empresario, entre otros, la propia parroquia que administraba Isidro de Ibarzábal, esto sin que mediara ninguna resolución de última instancia. Seguramente hubo quienes pensaron que se había procurado justicia al aplicar las mayores penas contra un bebedor maldiciente y endeudado, que, por imprudencia y resentimiento, pasaría largo tiempo a la sombra, sin permiso de volver a la península y despojado de sus tierras, minas y ganados. Caro le saldrían a Pisón sus jaleos y desavenencias con los poderes californianos.
Defensa y contraataquePor mandato virreinal quedó encargado el jefe de la comisaría nayarita, José del Campo Viergol, de reconstruir los cargos, oír los alegatos de la defensa, dictar sentencia en segunda instancia y dar parte al máximo mandatario novohispano, a fin de que éste, en uso de sus altas facultades judiciales y con apego al arbitraje de las autoridades competentes, resolviera en definitiva.31 De presto, el comisario tomó las riendas del caso y señaló el mes de febrero de 1773 para tomar la confesión al recluso.
El día llegó y Pisón, como había hecho en Santa Ana, negó todas las imputaciones: acusó a la justicia californiana de eludir su derecho a revisar el escrito donde se hacían formalmente los cargos, haciéndole creer que no existía tal documento y que sólo se le pasaba un simple aviso de aprehensión para llevarle a responder a un sencillo interrogatorio. Dijo también que jamás había injuriado al rey o a cualesquiera otras potestades de la jerarquía española, ni ofendido con blasfemias a Dios o a clérigo alguno. La única incriminación que admitió fue la del lance que tuvo con un soldado en las fiestas de San Antonio por un asunto personal, pero nada más; que si en esos momentos había amenazado con sacar la espada de su vaina fue porque “tenía atravesado un trago” y quería “impresionar” a otro de los soldados presentes, quien, por cierto, participó en las consultas a testigos que después llevó a cabo Joaquín Cañete.
Nada declaró sobre su amasiato con la compañera de Talamantes, ni concedió que hubiese estado resentido con alguna autoridad por tal motivo; sólo aceptó que, ya reconvenido, había entrado dos veces a la casa de su compadre, ambas con autorización oficial para tratar “ciertos asuntos”. José del Campo le conminó a decir verdad, pero Pisón desmintió la declaración de que había pasado una noche entera en la habitación de su “querida” y se dijo infamado por el testigo que le había colgado la idea de escarmentar al gobernador a raíz de la mencionada reprensión. De todas formas, añadió, ni los cargos por adulterio ni la prohibición de visitar a “su comadre” debían atraer recurso jurídico alguno, puesto que la susodicha vivía en concubinato, lo que, a su entender, hacía de ella una mujer “pública”, queremos entender que soltera, aunque tal adjetivo tam-bién podría significar prostituta o promiscua. En cualquier caso, el preso esperaba que esa aclaración le quitara de encima la pena por adulterio.
Mucho más rotunda fue su negativa al dicho de que había pronunciado con altivez el nombre de Cristo, poniéndose a sí mismo por enci-ma de la persona divina, lo mismo que a la imputación de que había herido la dignidad de los frailes encargados de las misiones de Santiago y Todos Santos; cómo podía hacerlo, se preguntó en tono efectista, si uno de ellos era, a un solo tiempo, proveedor de alimentos para sus negocios y su clérigo de confesión. Manifestó que no por irreverente, sino por embrocarse con los soldados escoltas de Todos Santos fue que había ido a parar entre rejas.
Por último, reconoció que “a veces” abusaba de la bebida, pero “nunca” hasta perder la dimensión de las cosas, y que, por consiguiente, sabía muy bien que en ningún momento había tildado de alcahuete y ladrón a su aprehensor, Bernardo Moreno y Castro, por solapar el presunto asesinato de Manuel de Ocio.32 En esto fue bastante insistente a lo largo del juicio y constituye un primer indicio de que las cosas no anda-ban bien entre el minero y el militar desde antes del arresto.
Lo que siguió fue una sucesión de procedimientos para que Pisón nombrase o solicitase un defensor, a quien se entregaría copia del expediente derivado del juicio sumario de primera instancia llevado a cabo en Santa Ana, esto con la finalidad de que el abogado enterase a Pisón de los testimonios acusatorios a fin de que hiciese valer su derecho a pedir, alegar y probar todo lo conducente a su conveniencia. El trámite no llegó a realizarse de momento porque en San Blas no existía sujeto apto para la defensa ni testigos que abonaran a la causa del reo, por lo que pidió la transferencia del caso a los tribunales de Guadalajara, don-de habría “defensores de sobra”. Además, según lo tenía entendido, en la cárcel de la capital novogallega se hallaban presos “los asesinos” de Manuel de Ocio, quienes, se dijo convencido, conocían de los hechos que pondrían a la vista la inquina del juez Moreno en contra suya, “fundamento malévolo” de su encarcelamiento, incautación de pertenencias y deportación. Pisón, pues, intentaría probar su inocencia argumentando que no era sino una víctima de un abuso de autoridad por razones estrictamente personales.
Toda vez que se enfrentaba a acusaciones sin acreditar, rogó que se le concediera la libertad bajo fianza, en cuyo caso prometía asistir con puntualidad a todas las citaciones que se le hiciesen y presentar al juez el aval correspondiente. La resolución del comisario fue afirmativa y quedó en espera de que el acusado proporcionara el nombre del fiador a fin de proceder en el sentido de la solicitud.33 Mientras tanto, pidió que algún magistrado de Guadalajara interrogara a los reos involucrados en el referido homicidio con base en un cuestionario elaborado por el prisionero mismo. No obstante, dicho documento fue más un rosario de imputaciones al margen de la materia en juicio, que un instrumento dirigido a demostrar la desmesura de Moreno en su función de procurador de justicia. Por lo demás, flaco favor se hacía Pisón al proponer que unos hombres hallados culpables de asesinato fuesen dignos testigos de des-cargo en contra de la autoridad que los había sepultado en el encierro.
Aun así, el cuestionario fue remitido al juzgado guadalajareño. Después de calificar a Moreno de marrullero, se enlistaba allí una serie de interrogantes que merece la pena reproducir por su significado. Preguntaba ahí si no era cosa cierta que uno de los implicados en el asesinato había llamado “pícaro sin dios y sin honra” al juez de Santa Ana, quien, según se leía en el escrito, había intentado apagar el fuego de un caso escandaloso registrando la muerte de Ocio como un hecho biológico, pero que, tras fracasar en el intento de disimular el acto criminal, había maquinado negociar con uno de los supuestos delincuentes para que este delatara a quienes se encontraban presos en Guadalajara, ello a cambio de “encerrarlo” en un cuarto con una ventana por la que cabía una “yunta de bueyes”, claro está, para que el delator pudiera fugarse even-tualmente. Se infiere que Pisón acusaba a su enemigo de ignorar o pro-teger la identidad del asesino utilizando a un tercero para tender una trampa a los cómplices del crimen. Con todo y ser confusa la insinuación que hacía el minero, al menos deja sobre la mesa la posibilidad de que la administración de justicia en el departamento sureño de la Antigua California no era todo lo pulcra que mandaban las leyes.
Otra de las preguntas llevaba implícita la intención de dejar al descubierto que Moreno utilizaba el almacén oficial de Santa Ana para expender, como si de un aviador de minas se tratara, y a precios injustos, las mercancías que él mismo se procuraba; que seguía engañando a las autoridades superiores del virreinato con el asunto de las minas reales, de las cuales “salía puro tepetate y nada de plata”, causa de que se hubiesen erogado inútilmente los recursos de la corona; que, cuando al fin fueron cerradas, tuvo el descaro de traspasarle los operarios endeudados, cobrándole al minero dichos débitos y aconsejando subrepticiamente a los trabajadores que tomaran la lancha de su nuevo patrón para fugarse de la península; que ya antes le había quitado por la fuerza, amparándose en que todo era orden del gobernador, a barreteros, cargadores, vaqueros y demás empleados suyos con objeto de integrarlos al grupo expedicionario de la Nueva California, aun cuando estos eran sus deudo-res, ocasionándole atrasos y “graves” pérdidas. Esta parte del interrogatorio, si bien aporta poco al esclarecimiento de los hechos comprendidos en el juicio, resulta considerablemente significativo en otro sentido, pues tal parece que la enemistad entre el minero y su juez no solo fue fruto de la antipatía que Moreno sentía por él, también contaba la existencia de un conflicto de intereses entre las partes, ya porque los dos se dedicaban al comercio, ya porque las actividades minera y ganadera del primero ha-bían recibido un duro golpe con la transferencia de los acreedores del rey y con las “ayudas” ineludibles a la conquista de la California continental.
De modo distinto, dos de las preguntas buscaban traspasar al teniente las culpas que este estaba haciendo pagar al minero andaluz. Pedía que los reos de Guadalajara declarasen si no era verdad que el susodicho había caído en una soberbia injuriosa cuando, al menos en una ocasión, se había autocalificado de “ser mejor que el gobernador, que el virrey y que el propio soberano español”. Por otro lado, quería que sus declarantes contaran cómo aquel procuraba llevar a la ruina a todo hombre cuya mujer no quisiera plegarse a sus deseos sexuales, lo que incluía “criaturas de poca edad”. En suma, con estas dos interrogantes quería Pisón exhibir a Moreno como alguien que podía caer en los mismos excesos que juzgaba, y hasta “pecar” de fornicación obsesiva y pederastia.
Seguramente guardaba el minero la esperanza de que la incertidumbre cayera sobre la gestión de su aborrecido adversario, y que ello sirviera de algún modo para crear la imagen de la víctima y el victimario; para alimentar la idea de que Moreno era un funcionario corrupto e intrigante que atropellaba con sus excesos a quienes le parecían amenazantes. Re-cuérdese que Pisón solía dar rienda suelta a sus críticas cuando se trataba del gobernador de la provincia y de su subalterno en la jurisdicción del sur.
Varios elementos que imprimen fuerza a las acusaciones del empresario sudcaliforniano están consignados en los muchos informes y cartas que los misioneros franciscanos enviaron a la ciudad de México en pro-testa, justamente, de lo que consideraban graves faltas en el gobierno de la península. Las agrias relaciones entre religiosos y autoridades provinciales tuvieron varias vertientes, pero una de ellas, particularmente espinosa, fue la del conflicto que involucró al fraile y a los capataces de la misión de Todos Santos a raíz de las acusaciones por maltrato de indios que les hicieran el gobernador Felipe Barri y el teniente Moreno. No hay lugar aquí para abordar los detalles del caso; sólo lo traemos a colación porque el contraataque franciscano se fundamentó en la interpretación de que aquellos habían urdido una trama maquiavélica cuyo propósito no era otro que promover la secularización de todas las misiones sureñas a fin de manipular, a su gusto y conveniencia, la repartición de tierras ganaderas y labrantías. De acuerdo con los informes de sus correligionarios el padre guardián del Colegio de San Fernando de México informó al virrey que el comandante Moreno ocultaba diligencias indecibles, que constantemente alborotaba a los indios para poner en duda la pertinencia de la jurisdicción misional, que no era más que un títere del gobernador, interesado en sacar raja de los pleitos judiciales, y que solía pervertir la procuración de justicia.34 Al menos de tres formas podían estas severísimas imputaciones contribuir a la batalla de Pisón: primero, lo que decían los clérigos sobre Moreno se compadece con la idea de que el militar ambicionaba bienes materiales; segundo, que obraba indebidamente, abusan-do del poder delegado en su persona para allegarse tales beneficios; y tercero, que era capaz de viciar los procedimientos de justicia cuando le parecía preciso. Si se tiene en cuenta que el encarcelamiento de Pisón y las reprobaciones franciscanas coincidieron en tiempo y lugar, debió de resultar perturbador para el teniente de Santa Ana saber que el minero, borracho o sobrio, fanfarroneaba sobre cosas que podían comprometer-lo, más aún cuando los fernandinos, dueños de una mayor credibilidad, vertían acusaciones muy parecidas a las del minero encarcelado.
Ahora bien, enjuiciarlo ¿no era lo mismo que echar más leña al fuego de las críticas? ¿De qué le servía desterrarlo si ello sólo podía aumentar sus recriminaciones ante las más altas autoridades del virreinato? Las respuestas no pueden ser muy elaboradas por el carácter de las fuentes, pero el sentido común dicta cuando menos cuatro sencillas razones: desposeer al minero de sus bienes y condenarlo al destierro pudo ser una forma discreta de satisfacer sus deseos de venganza. Acaso también le permitió quitarse de encima a un molesto censor de su estilo de timonear el gobierno local. Al mismo tiempo envilecerlo hasta dejarlo en la ínfima calidad de un borracho injurioso, adúltero y blasfemo, además de tomar satisfacción de las provocaciones, restaba credibilidad a lo que luego pudiera declarar el reo ante otras instancias. Como punto final, es dable pensar que el destierro de Pisón, admitiendo que ambos competían en el microscópico mercado del aquel distrito minero, le concedía la eliminación instantánea de un contrincante de importancia.
Pero Pisón estaba lejos de pensar que su opresor actuaba solo. Tres de las interrogantes estaban especialmente estructuradas para dar vida a la sospecha de que había existido una suerte de confabulación destinada a evitar que el minero siguiera en sus empeños de difundir sus “suspicacias” en torno a la figura de quien representaba al rey en la jurisdicción santaneña. Con esto en mente, incluyó en el cuestionario la petición de que el magistrado asignado al caso interrogara a los testigos presos con referencia a lo ocurrido en las celebraciones de San Antonio, de modo que estos pudieran dar sus respectivas versiones sobre la fabricación de un plan enderezado a acabar con su vida. Aún más, que dijeran si les constaba la formación de una alianza homicida entre el teniente y cinco vecinos de Santa Ana, tres de los cuales habían servido como testigos en la sumaria que encabezó el cabo Joaquín Cañete, a quien Pisón, como dijimos ya, no le concedía más carácter que el de “criado”; que declarasen si Moreno, al enterarse de que el blanco de sus propósitos había salido ileso de la asechanza, se lamentó diciendo que habría dado 25 doblones con tal de verlo muerto; que si Moreno había obligado a sus testigos leales a atestiguar en contra de él, y si estos habían aceptado porque eran hombres sin honra ni “temor a Dios”; que juraran, en fin, si estos secuaces de Moreno eran los causantes de todos los “enredos y borucas” habidos en el departamento minero del sur, y si él, Gaspar Pisón y Guzmán, había hecho daño a alguien o mantenido “amistad ilícita” con alguna mujer.35
Todavía encontró espacio para escribir que, por primera vez, sus alegatos serían escuchados por un juez, pues ni el gobernador de la península ni el teniente Moreno habían querido oírle ni que nadie le oyese. Luego firmó el cuestionario y pidió ponerlo cuanto antes en ma-nos del comisario de San Blas.
Un tal José Ramón de Espinoza, vecino de aquel puerto, fue quien pagó la fianza requerida, lo que puso al acusado fuera de la cárcel, pero condicionado a presentarse ante la justicia del virrey en cuanto saliese el documento relativo a los interrogatorios de Guadalajara. Así que, tan pronto como pudo, el minero partió hacia la capital novogallega. Más tarde, con las manifestaciones de su poco solvente grupo de testigos bajo el brazo, tomó el camino de la ciudad de México, adonde probablemente llegó en abril o a comienzos de mayo de 1773.36 Habían pasado diez meses desde su encarcelamiento, y pasarían más, pues a dos días escasos de haberse presentado ante la instancia virreinal, fue puesto a la sombra de nuevo.
Un año miserableLas cosas en México no le saldrían a Pisón todo lo bien que le habían salido con el comisario de San Blas. Se hallaba prisionero en el Cuartel de Milicias Provinciales suplicando que se le devolviesen los bienes em-bargados, pues decía que no le habían dejado ni ropas con que cubrirse. No concebía que un individuo como él, “segundo minero poblador de las Californias” y oficial con fueros, según acreditaban los papeles del expediente judicial, pudiera estar en aquella miserable situación, confinado y privado de todo lo suyo. ¿Acaso no era ya demasiada pena que al destierro y al decomiso se sumasen el encierro y su cotidiana indigencia? Para su desdicha, el auditor del caso dictó que el delito cometido llegaba a términos de una legítima comprobación y que, por consiguiente, hasta el momento se justificaba plenamente la prevención de cárcel.37 Apenas, no mucho tiempo después de habérsele negado toda manutención, recomendó el fiscal que se le asignara lo mínimo para asegurar su existencia.38 Peor amargura debió de causarle el contenido de una carta que recibió el minero por esos días, donde su mujer le decía que, por informes de un religioso, se hallaba enterada de cómo el gobernador Barri había dispuesto a su antojo de todos los bienes de su marido y que de la mina Santa Gertrudis no quedaba más que el puro agujero.39
Más tarde se quejó de que nadie movía un dedo por él en el seguimiento del proceso y que había enfermado en medio de una lastimosa pobreza, ello a pesar de que contaba con licencia y fianza para enfrentar el juicio en libertad.40 Pero precisamente ahí estaba el problema, ya que el auditor y el fiscal de la Real Audiencia de México reprobaron la actuación de la comisaría nayarita, más que nada porque su encargado había concedido la excarcelación provisional sin pedir las ratificaciones de la sumaria, es decir, sin requerir las corroboraciones de los testigos de cargo, que eran estrictamente necesarias para continuar con la causa, pues los testimonios con que se abrió el caso se consideraban preliminares e insuficientes para establecer la gravedad de las faltas con el debido rigor, aunque sí justificativos de la reclusión. Luego, había que rectificar el error y regresar al gobernador de las Californias el expediente con la orden de que llevase a cabo las ratificaciones correspondientes. Mientras tanto, podía admitirse la indagación practicada en Guadalajara y permitir a Pisón promover la consulta de nuevos testigos mediante la preparación de un segundo cuestionario. Todo indica, entonces, que los reos implicados en el caso de Manuel de Ocio fueron interrogados en el sentido que el minero deseaba. Sin embargo, de poco le servirían, toda vez que el fiscal las estimó todas, o casi todas, de contenido impertinente, alejadas del asunto central y, por ello, inútiles.41 No obstante, la imputación de actos conspirativos al teniente Moreno y a sus presuntos compinches tuvo, como luego veremos, cierto grado de consideración a la hora de imponer la sentencia final.
El 13 de julio de 1773 hizo entrega Pisón del nuevo interrogatorio. Allí pedía que los testigos declarasen si le tenían por hombre de buena conducta y cristiano proceder; que si alguna vez le habían oído prorrumpir en frases renegadoras, en imprecaciones o en injurias; que si vivía en adulterio; que si era sujeto rijoso y afecto a sacar las armas; que si les constaba alguna riña armada entre él y algún soldado; que si fue invita-do a la verbena de San Antonio o había acudido por su propio interés; que si en ella había protagonizado un pleito; que si llevaba una mal re-lación con el cura Isidro de Ibarzábal y que si era un bebedor incontinente, lenguaraz y pendenciero.42
Vale la pena referir los contenidos del documento en cuestión porque algunas de las preguntas se dirigían a fortalecer la idea de la confabulación. Por eso preguntaba si había sido o no invitado a las fiestas del santo patrono, pues ya había dicho en descargo suyo que los “conspiradores” le querían en el evento para incitarlo a la bebida e involucrarlo en una riña de consecuencias mortales o, en su defecto, para que fuese presa fácil de su propia lengua y se enredara en un escándalo público que diera pie a una “malintencionada” intervención judicial; y por eso tam-bién pretendía que sus testificantes afirmaran que el encarcelamiento había ocurrido durante el primer día de celebración, pues, siendo así, no podría haber estado en la misa del segundo día, cuando decían sus acusadores que había provocado alborotos en la iglesia del real y ofendido al párroco Ibarzábal. No vamos aquí a especular sobre cuánta verdad había en este instrumento, pero conviene a la narración subrayar la ob-viedad de que llevaba implícita una estrategia de defensa, a la que, en medio de las miserias de su aislamiento, logró aquel desgraciado empresario dar cierta verosimilitud, estrategia que luego fue acompañada de una interesante declaración por escrito, donde, con algún detalle, se aducen las razones que llevaron a la presunta conjura.
Las cosas que se leen ahí constituyen acusaciones de mucha entidad, pues culpaba al teniente Moreno de defraudación fiscal, comercio ilíci-to y abuso de autoridad. Según cuenta, todo comenzó porque el capitán de una embarcación divulgó que Moreno había mandado poner a bordo ciertas cantidades de plata –parte en pasta y parte en doblones– remitidas al administrador del almacén de Mazatlán a cambio de diversos efectos, como podría hacerse constar si se le exigía al almacenista mos-trar las correspondientes “cartas de envío”. Por las mismas razones pedía que se le tomase declaración a Francisco Trigueros, excajero del ya clausurado almacén real del departamento sudcaliforniano, pues decía que este informaría sobre la plata que el teniente había empleado en sus tratos mercantiles durante la escala del galeón de Manila en San José del Cabo, negociaciones ilegales por cuanto así lo había dispuesto José de Gálvez en 1768. Añade el minero que lo mismo había ocurrido con una remesa de metales preciosos al real del Rosario y Guadalajara, de don-de, dice, mandaba traer “vinos de mezcal y chinguirito”,43 entre otras mercaderías que luego vendía a precios prohibitivos en la jurisdicción a su cargo. Lo que quería el denunciante poner a la vista era que Moreno, contra las órdenes superiores de no sacar plata que no estuviera quintada, traficaba fraudulentamente con ésta para beneficiarse de un co-mercio que a él, como servidor del rey, le estaba vedado, práctica bastante común en las jurisdicciones político-militares de las provincias fronterizas de Nueva España, donde, como decía el visitador Gálvez, los presidios y destacamentos estaban convertidos en unas “verdaderas ran-cherías, que principalmente se aprovechaban para enriquecer a los ca-pitanes y a sus aviadores”.44
Luego de que Moreno descubrió sus intenciones de dar parte al gobernador, prosigue, las aguas de su relación entre ambos se enturbiaron definitivamente y fue entonces cuando comprendió que el afectado bus-caría la forma de cobrarle los daños, fuego donde habría de fraguarse la conspiración que alegaba. Consigna que el autor intelectual de la trampa homicida eligió a dos sujetos de su confianza: un soldado de la guardia y un mulato de nombre Antonio de Orantes, acerca de lo cual, dice, podían ser interrogados unos vecinos del real minero, cuyas referencias da con nombre y apellido.45 Y continúa: como los designados no pudieron acabar con él, otro de los partidarios y el mismo cura Ibarzábal, que aparece aquí en franco contubernio con Moreno, se fueron a dar a este la “mala” nueva de que la bronca había tenido lugar, pero sin que nadie resultara herido de muerte. Al ver frustrado su propósito, declara, fue que el teniente decidió apresarlo y someterlo a una suerte de juicio sumario, acusándolo de tres delitos e incautándole sus posesiones, todo, según Pisón, para desacreditarlo en sus dichos sobre el asunto de las platas.
Es extraño que Pisón diga que presentó su acusación ante el gobernador, ya que, como parece todo indicar, entre el minero y el mandatario había todo menos amistad. También genera reservas la insinuación de que un religioso hubiese pactado con un militar para la perpetración de uno de los llamados crímenes de sangre. Parece más factible que el clérigo hiciese oídos sordos a las maniobras del jefe local con tal de que el desvergonzado que lo desafiaba a gritos por la noche fuese escarmentado. Como haya sido, no faltan razones para creer que Moreno, Barri e Ibarzábal, si no aliados, compartían una personal aversión hacia el imprudente Pisón, y que la sentencia judicial pudo guiarse, al menos en parte, por el deseo de proscribir a un difamador que no paraba de lanzar maledicencias comprometedoras. Contribuyen a pensar en tal sentido las exposiciones de los nuevos testigos, estos sí de buen crédito y mejor reputación.
En descargo del empresario andaluz rindieron testimonio dos mi-sioneros franciscanos que se hallaban en la Antigua California al momento justo de los hechos. A ellos les pidió que revelasen las “verdaderas” circunstancias que impedían considerar sinceras las quejas de Ibarzábal. También envió una declaración epistolar el sargento mayor Matías de Armona, antecesor de Barri en el gobierno de la península, y, por si esto no fuera suficiente, se presentaron dos cartas: una de su mujer y otra de Antonio de Ocio, hijo del minero asesinado.
El escrito de Armona decía que, durante su gobierno, Pisón era dueño de una mina de plata, de un rancho para cría de ganado vacuno y de uno o dos bongos con los que pescaba perlas y recogía sal para el beneficio de sus minerales; que tenía vistas unas cartas y certificaciones firmadas por el visitador Gálvez donde este le agradecía al minero los recursos suministrados a los expedicionarios que iban a la conquista de la Alta California; que tenía fama de ser un empresario inteligente, ho-norable y trabajador, aun cuando su propensión al vino le había acarrea-do no pocas deudas y algunos regaños por parte de la autoridad. Sin embargo, aseguraba que su vicio no era de grado incorregible y que sería fácil hacerle aún más útil a aquel “desolado” territorio de lo que ya ha-bía sido como pionero de la minería y fundador del primer pueblo de civiles de las Californias.46
Merece subrayarse eso que escribió Armona sobre la utilidad de Pisón. El exgobernador invitaba a considerar la calidad del preso, que no era la de un trabajador común y corriente, sino la de un hombre em-prendedor que había dado quintos a la corona y empleo a un buen número de operarios, además de ser poblador y criador de ganado en una tierra por demás necesitada de colonos y propietarios fiscalmente pro-ductivos, dos cosas que, desde antaño, deseaba la corona en ésa y en las otras provincias fronterizas del norte novohispano.
Si bien lo expuesto por el sargento mayor fue de consideración para la defensa del minero, algo de pertinencia tuvo que restarle el hecho de que no había sido un testigo presencial, pues los delitos declarados habían tenido lugar durante la administración de Barri, o sea cuando Armona se hallaba ya muy lejos de la península. De todos modos, la opinión que Pisón le merecía en su calidad de productor y poblador, así como en lo respectivo al problema de la bebida, debieron de tener un efecto mitigador y favorable al acusado.
En cambio, los frailes franciscanos sí estaban en el sur de la Antigua California cuando se produjo la aprehensión. Por lo que se lee en el ex-pediente judicial, solo dos de ellos estuvieron dispuestos a hablar o ha-blaron en nombre de los demás religiosos que nombraba Pisón en su cuestionario.47 No declararon gran cosa, pero lo que dijeron acreditaba con contundencia la versión del minero, toda vez que, aparte de valorar en buenos términos la conducta del interesado, manifestaron que sólo por consecuencia de la ebriedad podía ser que este hubiese cometido los delitos que se le imputaban, y que en la comarca minera “todos” afirma-ban que lo habían emborrachado premeditadamente para que cayera en la red que algunos le habían tendido en San Antonio.
Es inevitable pensar que estas revelaciones escondían la animadversión que sentían los franciscanos hacia Barri y Moreno a causa del ruidoso caso de Todos Santos y de sus ásperas relaciones con la autoridad provincial por otros motivos, pero el hecho fue que la idea de la acción conspiradora ganó terreno en las contemplaciones del fiscal, quien con-cedió expreso crédito a los declarantes fernandinos.48
En cuanto a las cartas mencionadas, tanto Ocio como Rosa Francisca coinciden en los “destrozos” que habían hecho el gobernador y su teniente en las propiedades embargadas. De la mujer de Pisón cabía es-perar que defendiera a su marido de todos los modos posibles; por otro lado, la intención de Ocio, como luego se verá con algo más de nitidez, fue ayudar al camarada caído en desgracia. Si no, es inexplicable que accediese o tuviera la iniciativa de remitir un papel en perjuicio de la máxima autoridad de la provincia donde él residía y trabajaba, es decir, donde podía ser objeto de represalias.
En tanto se examinaban las recientes declaraciones, Pisón suplicó al virrey que dictase sentencia “por amor de Dios”, ya que esperar a que llegaran las ratificaciones de los testigos “forzados” de Moreno era lo mismo, decía, que sentarse a ver el fin de la eternidad, pues Antonio de Ocio le había comunicado que aquél, “con sobrada malicia”, los había echado fuera de la península, señal de que el heredero del empresario muerto en oscuras circunstancias era uno más de los que consideraban al teniente de gobernador como persona de inclinaciones perversas y dispuesto a servirse del poder para lograr sus fines. Se ve que el expolia-do dueño de la Santa Gertrudis, después de todo, no estaba solo, y que, así como había quienes querían verlo humillado, otros había que, quizá en función de sus propios intereses o por simple aprecio, disculpaban y hasta victimizaban al minero procesado.49
La impaciencia se apoderó de Pisón conforme pasaban los días, las semanas y los meses sin que hubiera noticias acerca de los resultados derivados del análisis de las últimas declaraciones de descargo, aun cuan-do la defensa de oficio había informado al fiscal que el minero había enfermado gravemente y que se hallaba en un hospital, desde donde pedía a las autoridades competentes que se compadecieran de su persona y llegaran a un fallo definitivo.50 Este se dio y fue firmado el 28 de junio de 1774. El razonamiento jurídico que lo fundamentaba establecía que el dolo era el componente esencial del verdadero delincuente, calificación que no procedía dar en el caso de Pisón, dado que este había actuado bajo los efectos del alcohol, no de una premeditada maldad en contra de la religión y de las autoridades civiles. En otras palabras, el minero fue hallado culpable de injuria y blasfemia simples. Las acusaciones tan graves con que había comenzado el juicio acabaron siendo “delitos de ebrie-dad e incontinencia”. La sentencia fue dulce y amarga: se le concedió la libertad y la restitución inmediata de las posesiones embargadas, pero se revalidó la pena de destierro, fundada en la “necesidad de inspirar en los vecinos del Departamento del Sur las máximas de la sobriedad, templanza y modestia”, cuyos beneficios sociales podrían verse perturbados por la presencia de un “hombre escandaloso”.51 Por lo que hace relación con el atestiguado complot, no parece que se haya seguido ninguna averiguación. Tampoco se dijo nada sobre la acusación de adulterio, como si hubiera ido desvaneciéndose a lo largo del proceso judicial.
Desde el punto de vista de la fiscalía, la sentencia de Moreno resultaba excesiva por haber sobredimensionado la gravedad de los cargos, lo que luego llevó a una también desmesurada disposición de la propiedad privada. Sin embargo, no puede pasar inadvertido que la ratificación del destierro parece asimismo una condena exagerada tratándose de un in-fractor por “delitos de ebriedad e incontinencia”, como decía el dictamen de la fiscalía, aun cuando se pretendiera proteger a la sociedad sudcaliforniana de los vicios, del desenfreno y del engreimiento.
El gobernador Barri y el teniente Moreno, hasta donde informan las fuentes consultadas, no fueron procesados o amonestados por prevaricación y abuso de poder, acaso porque fue descartada la posibilidad de que alguno de los dos hubiese dictado sentencia a sabiendas de que Pisón había delinquido sin dolo, lo que se antoja increíble, ya que una y otra vez se dijo que la bebida era la causa de sus imprudencias. Por otra par-te, es aventurado afirmar que, debido a las declaraciones de descargo, la carrera de Bernardo Moreno y Castro en la península llegó a su fin, pero sí que fue por ese tiempo cuando dejó de ser teniente de gobernador y desapareció de los documentos oficiales de la región. Lo remplazó interinamente el teniente José Francisco de Ortega y a este el supuesto pelele en el caso de Pisón, Joaquín Cañete.52 Asimismo, por entonces se barajaba en México la destitución de Barri y el nombramiento de un nuevo gobernador, lo que ocurrió en agosto de 1774. En esto seguramente fueron determinantes los duros enfrentamientos con los franciscanos, pero en algún grado debió de contar el carácter conflictivo que, en general, tuvo la administración californiana de dicho funcionario real. No sobra decir que aquellos días vieron también la salida de Isidro de Ibarzábal, se dice que por las grandes dificultades de procurar el sostenimien-to del curato de Santa Ana.
Recogiendo las migajasApenas había concluido el juicio y ya el excarcelado hacía la súplica de que se le permitiera personarse en Loreto y Santa Ana para recoger y poner en venta los haberes liberados tras la resolución procesal, o bien para nombrar allí un administrador de los mismos. En dicha solicitud también pedía la entrega de la lancha que el virrey marqués de Croix le prometiera como repuesto de aquella otra que había prestado a los con-quistadores de la Alta California hacía ya cinco lustros. Quería asimismo que se ratificase su título de teniente de caballería, pues sus fueros mili-tares habían quedado suspendidos desde el día de su aprehensión. La autoridad competente le negó lo primero, bajo el argumento de que la sentencia de extrañamiento estaba dada y bien podía encargar lo de sus posesiones a un apoderado sin tener que pisar tierras peninsulares. Para lo segundo se le dijo que ocurriera a la comisaría de San Blas, pero de esto no vuelve a decirse nada en la documentación del caso ni parece que más adelante haya recuperado la embarcación. Sobre lo tercero se deduce que recobró el grado miliciano que tenía hasta el momento de perder su libertad. Además, fue en esos días cuando el virrey extendió la orden por la cual quedó Felipe Barri oficialmente obligado a devolver todos los intereses confiscados el 22 de julio de 1772, trámite que habría de com-plicarse con el cambio de gobernadores.53
No se sabe mucho de Pisón en los años que siguieron a su salida de la prisión capitalina, sólo que se retiró a Tepic con su familia, que allí padeció una larga enfermedad y que, en cuanto pudo, retomó el asunto del embargo. De 1775 a 1776 se le vio hacer un vano intento a través del renovado gobierno californiano, pero nada más, hasta 1780, cuando reinició su lucha con la ayuda del comandante general de las Provincias Internas, Teodoro de Croix, con quien habría de gestionar un nuevo permiso para pasar a la península, pues, según decía en una carta dirigida a dicha comandancia, la suspensión temporal del destierro que le otorgara el gobernador de las Californias, Felipe Neve, solamente había servido para caer en sus engaños y constatar que de su patrimonio quedaba casi nada, aunque guardaba la esperanza de rescatar la mina Santa Gertrudis y lo demás que fuese posible para recomenzar. A fin de recuperar tales “residuos”, le suplicó que tuviera en consideración su actual pobreza y los servicios que alguna vez prestara al rey como soldado, productor de plata y patrocinador de las expediciones altacalifornianas.54
La primera tentativa fue frustrante. El comandante le explicó que los testimonios originales del caso estaban en la ciudad de México y que, sin ellos, era difícil que el gobernador Neve tomara cartas en el asunto, toda vez que desconocía el inventario del embargo y a quienes dirigir sus procedimientos. A pesar de este contratiempo, y considerando que el solicitante había viajado “de limosna” desde Tepic hasta el pueblo sonorense de Arizpe, asiento de la comandancia, ofreció solicitar la información necesaria y a remitirla después a Loreto con la correspondiente orden de procedimiento.55
No se conformó el minero e insistió en que se le extendiera una permiso de residencia en la península californiana para reclamar y recibir de vuelta la mina, las perlas y los libros de caja donde constaban las can-tidades que algunos individuos del departamento sureño le debían; después de dejar todo a cargo de un apoderado, juró, se iría de regreso a Tepic “para acabar sus días sin más pleitos”. Esta vez consiguió lo que quería: el co-mandante le concedió licencia a condición de cumplir con la promesa de abandonar la provincia tan pronto como arreglara sus asuntos.56
Entre marzo y mayo de 1780 Pisón atravesó el golfo y se instaló en Loreto. Ahí habló con Joaquín Cañete, que por entonces fungía como capitán del presidio de Loreto. Consiguió que este, de conformidad con lo dispuesto en el mandato virreinal de 1774, comisionara a su subordinado del Departamento del Sur –que lo era Francisco de Aguiar– para hacer las gestiones necesarias y devolver al interesado los bienes que se reconocieran como suyos, lo que incluía la mina Santa Gertrudis, a la sazón en manos de su testigo y amigo Antonio de Ocio, que la había comprado a dos mineros de la comarca, usufructuarios de ella por de-nuncio hecho después de que le fuera embargada a su propietario original.57 Hubo algunas complicaciones que se resolvieron con bastante diligencia. Ocio, conforme con la devolución desde un principio, recobró su dinero; los otros, forzados por la obligatoriedad de la resolución judicial, no tuvieron más remedio que reembolsar el producto de la venta y firmar la restitución el 7 de julio de 1780.58
El decadente empresario se trasladó de inmediato al real de San Antonio, sólo para encontrarse con la mina visiblemente derrocada y despilarada, “enteramente perdida”, diría Pisón. Decidido a obtener una indemnización, comunicó por carta a Cañete que aquella propiedad le había costado más de 5 000 pesos, por lo que le parecía justo que los mineros denunciantes cubrieran los costos de la reparación. Los aludidos se defendieron argumentando que la Santa Gertrudis ya acusaba un avanzado deterioro cuando ellos la denunciaron en 1778, y que tal denuncio había sido legal, pues era contra las leyes dejar de trabajar una mina más de cuatro meses, en virtud de lo cual las autoridades de entonces habían actuado con legalidad al cederles los derechos de explotación.59 De esta forma se creó una contradicción jurídica, toda vez que, por un lado, el gobernador tenía órdenes de reponer las pertenencias embargadas, pero, por el otro, la ausencia de poseedor legitimaba que la mina pasara a nuevos usufructuarios en obedecimiento a una disposición real que miraba por la continuidad de la producción minera y por la recaudación fiscal. Aparentemente, aquella excavación había estado parada por seis años, desde el apresamiento de Pisón hasta la transferencia de 1778; de ahí que el reclamante la hallara en tan deplorable estado, sin que esto le sirviera para que su petición de embargo prosperara. Así las cosas, acabó asocián-dose con Antonio de Ocio para reconstruir la mina hasta que le perdona-sen el destierro y previó el nombramiento de un poderhabiente en caso de que dicha sociedad llegara a su fin sin que él hubiese sido indultado.60
En agosto, por informes de Cañete, supo que se había encontrado el inventario de bienes que Bernardo Moreno y Castro preparara en no-viembre de 1772.61 El total del embargo, entre artículos de casa, instrumentos de trabajo y animales –un respetable hato de 245 reses– ascendía a 6 715 pesos de aquella época. Restados los 6 815 pesos que supuso el pago de pasivos a sus empleados, a la Real Hacienda y a las misiones de Santiago y Todos Santos, quedaba un pequeño déficit de 100 pesos, que no sabemos si se liquidó. Así que nada pudo recuperar el minero de las posesiones que amparaba el mandato judicial de 1774, salvo la destartalada Santa Gertrudis.
Pisón debió de abandonar la península entre agosto y octubre de 1780. Por su parte Cañete informó al comandante general que no se habían reconocido más bienes que una vieja mina.62 Luego, fue prácticamente inútil el largo tiempo que invirtió aquél en recuperar lo perdido. Después de ocho años de cárcel y papeleo, el minero permaneció en la pobreza, pero, eso sí, con sus viejas cuentas en paz, aunque esto no haya sido por propia voluntad ni fruto reciente de su trabajo.
Por ahora no es posible desenredar enteramente la madeja del caso, aunque la intención solamente ha sido la de mostrar cómo la circunstancia personal y el abuso del poder público contribuyeron al colapso de una empresa minera. No obstante, a la luz de la información examinada, hay buenos indicios para establecer la hipótesis de que el comportamiento desordenado del minero y la intervención desmesurada de la justicia provincial no fueron consecuencia, respectivamente, de una mera enajenación alcohólica y de una pura personalidad despótica. A lo que parece, detrás de la inmoderación –tanto individual como administrativa– se enfrentaban intereses y se formaban alianzas, y que esto provocó el derrumbe, o bien fue el tiro de gracia para las negocios de Gaspar Pisón, al lado, seguramente, de otros elementos explicativos más convencionales, como el can-sancio de las vetas, la falta de agua o de azogue, los elevados costos de producción, la escasez de operarios o la descapitalización.
Cabría presumir aun que la caída financiera del alcalareño, aunada a la desaparición de Manuel de Ocio, representó una calamidad para la minería local por cuanto ambos habían sido los propietarios mejor acomodados de la Antigua California, al menos en los años inmediatos a 1772.63 El propio Joaquín Cañete se lamentaría de que Pisón hubiese acabado de manera tan lastimosa y sin los medios precisos para continuar con sus actividades productivas, cuando, doce años atrás, “era uno de los principales pobladores que daban producto al rey y al público”.64 En otras palabras, se decía apenado porque un empresario de minas, criador de ganado, comerciante y pescador de perlas había dejado de redituar quintos al fisco y de poner un buen grano de arena en la economía peninsular.
Pisón no se ausentó de la península para siempre. Su hacienda, de considerables “veinte mil pesos”, no se reconstituyó jamás, pero sí pudo volver a sacar minerales de plata en el distrito minero de Santa Ana, gracias a una licencia temporal que le dieron durante el gobierno del comandante José Joaquín de Arrillaga. Sin embargo, el fantasma de 1772 no dejaría de perseguirlo. En noviembre de 1789 informó que se hallaba en San Antonio laboreando minas con muchas pobrezas y que, ha-biéndole faltado mercurio para la depuración de sus minerales, decidió trasladarse a la contracosta continental con el objeto de comprar el in-sumo, con tan mala estrella que a su vuelta Arrillaga le impidió la en-trada por no traer consigo a Rosa Francisca, tal vez porque así se lo había exigido el comandante. Viajó entonces hasta Tepic, solo para enterarse de que ella había muerto de manera repentina. No tardó mu-cho en pedir la autorización al comisario de San Blas para embarcarse, pero éste le comunicó que consentiría hasta tener en sus manos la aprobación virreinal. Él minero mismo enviaría una carta de súplica al dig-natario novohispano. Ahí estaba Pisón de nuevo, rogando para que le dejasen reanudar sus trabajos, pero todo fue inútil, no porque el virrey se hubiese negado a conceder el permiso, sino porque algo súbito e irremediable ocurrió en Tepic por esos días: Gaspar Pisón y Guzmán cayó enfermo, entró en agonía y dejó de existir a mediados de diciembre.65 Así pasó sus últimos años quien fuera segundo poblador y minero de la Antigua California.
Doctor en historia por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesor investigador de tiempo completo en la Universidad Autónoma de Baja California Sur. Sus intereses de investigación son la historia política y socioeconómica del noroeste novohispano. Ha publicado artículos en las revistas Secuencia y Meyibó y es autor de Las alcadías sureñas de Sinaloa durante la segunda mitad del siglo XVIII. Población e integración social (2000); varios capítulos de la Historia general de Baja California Sur (2002-2004).
David A. Brading, Mineros y comerciantes en el México borbónico (1763-1810), México, Fondo de Cultura Económica, 1983, p. 187.
Véase Ignacio del Río, “Minería y comercio en el norte novohispano”, en Estudios históricos sobre la formación del norte de México, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2009, p. 94.
Véase Peter J. Bakewell, Minería y sociedad en el México colonial. Zacatecas (1546-1700), México, Fondo de Cultura Económica, 1997, p. 278-283.
Ignacio del Río, La aplicación regional de las reformas borbónicas en Nueva España. Sonora y Sibnaloa, 1768-1787, México, Universidad Nacional Autóno-ma de México, 1995, p. 167.
Patricia Escandón, “Economía y sociedad en Sonora, 1767-1821”, en Historia general de Sonora, Hermosillo, Sonora, México, Gobierno del Estado de So-nora, 1996, t. II, p. 282.
Martha Micheline Cariño Olvera, Historia de las relaciones hombre naturaleza en Baja California Sur, 1500-1940, México, Universidad Autónoma de Baja California Sur, SEP, 2000, p. 145.
Véase Francisco Altable, Vientos nuevos. Idea, aplicación y resultados del proyecto para la colonización de las Californias, La Paz, Baja California Sur, México, Universidad Autónoma de Baja California Sur, en prensa.
Véase Jorge Luis Amao Manríquez, Mineros, misioneros y rancheros de la Antigua California, México, Editorial Plaza y Valdés, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1997, p. 87.
Algunos datos importantes sobre Gaspar Pisón se hallan en Amao, op. cit., p. 30-31, 77-79, 125 y 156.
Nota sobre la gente que trabaja en la hacienda de Gaspar Pisón, 26 de septiembre de 1768, Archivo Histórico Pablo L. Martínez, legajo 9, documento 7.
Denuncia de Isidro de Ibarzábal en contra de Gaspar Pisón, Real de Santa Ana, 5 de julio de 1772, Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Autónoma de Baja California (en adelante, IIH-UABC), Provincias Internas, exp. 8.11, f. 10-12.
Auto de Bernardo Moreno y Castro en contra de Gaspar Pisón, Real de Santa Ana, 4 de julio de 1772, ibidem, f. 13-15.
Léase el artículo de Rodrigo Salomón Pérez, “Porque palabras duelen más que puñadas. La injuria en Nueva España, siglos XVI y XVII”, Fronteras de la Historia, Colombia, Instituto Colombiano de Antropología e Historia, núm. 13-2, año 2008, p. 353-374.
Comparecencia de Gaspar Pisón ante Bernardo Moreno y Castro, Real de Santa Ana, 6 de julio de 1772, IIH-UABC, exp. 8.11, f. 16-18.
Los soldados se llamaban, en orden de aparición, Gabriel Ojeda, Ignacio Ace-vedo, Bonifacio Estrada y Gerardo de la Peña. El minero era Joaquín de la Riva. Los otros, excepto uno, que nos es desconocido, se llamaban Julián Martínez, Esteban de Robles e Hipólito Geraldo.
Declaración del soldado Gabriel Ojeda, Santa Ana, 9 de julio de 1772, IIH UABC, exp. 8.11, f. 20-24.
Informe de fray Juan Ramos de Lora al padre guardián del Apostólico Co-legio de San Fernando de México, México, 26 de junio de 1772, IIH-UABC, exp. 2.7, f. 1-126.
Escrito de Gaspar Pisón para el interrogatorio de sus testigos, San Blas, 27 de febrero de 1773, IIH-UABC, exp. 8.11, f. 65-72.
Súplica de Pisón, México, 12 de mayo de 1773, ibidem, f. 113-114. El dictamen del auditor está al margen.
Dictamen del auditor Domingo Valcárcel, México 22 de junio de 1773, ibidem, f. 117-121. El virrey aprueba lo dicho por el auditor el primero de julio.
Citado en Luis Navarro García, Don José de Gálvez y la Comandancia General de las Provincias Internas, Sevilla, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1964, p. 156.
Los declarantes fueron Antonio Martínez y otro de apellido Echasso. Los demás eran Francisco Antonio Chasco, Marcelino Serna, Miguel Jiménez, Francisco Tejada y “otros más”.
El virrey a Felipe Barri, México, 19 de agosto de 1774, AGN, Californias, v. 2B, exp. 12, f. 201-207.
Razón de los bienes raíces y muebles pertenecientes a don Gaspar Pisón, los mismos que quedan embargados por el señor teniente de gobernador del Departamento del Sur de Californias, don Bernardo Moreno y Castro en el año de 1772, Copia del testimonio, Loreto, 17 de agosto de 1780, ibidem, f. 215-221.