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Vol. 48.
Páginas 123-187 (enero - junio 2013)
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2001
Vol. 48.
Páginas 123-187 (enero - junio 2013)
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Las huertas y la vid. El vino y el chinguirito en la villa de Aguascalientes a fines de la época virreinal
The orchards and the grapevine. The wine and the chinguirito in the town of Aguascalientes at the end of viceregal epoch
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Jesús Gómez Serrano
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La Huerta de jacinto lópez pimentel en el barrio de triana
Huertas en la villa de aguascalientes a fines del siglo xviii
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Este artículo muestra el gran desarrollo que tuvieron las huertas en la villa de Aguascalientes durante la segunda mitad del siglo XVIII y en especial la forma en que el cultivo de la vid se usó como parapeto para encubrir la producción de chinguirito, un aguardiente hecho a base de salvado y piloncillo que estaba prohibido. En forma paradójica la liberación en 1796 de la fa-bricación y venta de chinguirito, que coincidió con una medida especial que autorizaba el cultivo de la vid y la fabricación de vino en la villa de Aguascalientes, arruinaron el antiguo negocio.

Palabras Clave:
bebidas prohibidas
chinguirito
vid y vino
huertas
Aguascalientes
Abstract

This article shows the great development that orchards in Aguascalientes had in the second half of the 18th century and especially how the farming of the vine was used as a shield to cover the production of chinguirito—a liquor made from bran and brown sugar that was prohibited. Paradoxically, the release in 1796 of the manufacture and sale of chinguirito—which coincided with a special measure authorizing the grape growing and wine making in the town of Aguascalientes—ruined the old business.

Keywords:
prohibited beverages
chinguirito
grapevine and wine
orchards
Aguascalientes
Texto completo
Un “desapasionado vecino”

El lunes 8 de noviembre de 1784 se presentó ante el capitán Manuel Antonio de Santa María y Escobedo, titular del Juzgado Privativo de Bebidas Prohibidas, un escrito anónimo en el que se denunció que Miguel Antonio Gutiérrez, comerciante de la villa de Aguascalientes, “hace años que ha tenido y en el día tiene crecida fabrica de aguardiente chinguirito hecho de piloncillo y salvado”,1 que era “la bebida prohibida más aceptada por el pueblo y perseguida por las autoridades” en todo el virreina-to.2 La fábrica se ubicaba en una casa que tenía Gutiérrez en la “calle que llaman del Ojocaliente”, finca que estaba exclusivamente destinada a la producción de chinguirito y cuyo administrador era Vicente Montoya. El denunciante daba a entender que Gutiérrez había sido advertido o amonestado, pero que, atenido “a su dominante genio principal y otros par-ticulares valimientos que le cobijan”, en especial su amistad íntima con Manuel Zorrilla, teniente del tribunal de la Acordada, continuaba con su floreciente negocio. Esta última era precisamente la razón por la cual el denunciante decía que las pesquisas no debían encomendarse a Zorrilla, sino a otros tenientes provinciales del tribunal de la Acordada, en particular Manuel Díaz de León, “hombre de conocido caudal [y] desapasionado vecino de la jurisdicción de la villa”, o Ignacio Díaz de Sandi, vecino de Teocaltiche.3

Con el propósito de evitar la embriaguez, pero sobre todo con el de proteger el comercio de los vinos y aguardientes de uva producidos en España, la Corona y las autoridades del virreinato habían dictado desde el siglo XVII diversas medidas prohibiendo la fabricación de esas bebidas. En 1754 se creó el Juzgado Privativo de Bebidas Prohibidas, un tribunal que tenía amplias facultades y cuyos agentes podían inspeccionar “sin licencia previa” haciendas, trapiches, tabernas, boticas y casas de par-ticulares, “con el fin de verificar que no hubiera en ellas fábricas clandestinas”, destruyendo los alambiques, cueros, vasijas y demás instrumentos utilizados para la fabricación de licores y derramando las bebidas.4

Como fue aclarándose en el curso de la investigación, la villa de Aguascalientes estaba llena de pequeñas, medianas y grandes fábricas de chinguirito, pero ello no debió sorprender a los funcionarios del Juzga-do de Bebidas Prohibidas, que sabían muy bien que en todo el virreinato había “infinidad de fábricas clandestinas”, establecidas en las cercanías de los ingenios y trapiches, de donde obtenían con facilidad azúcar, la materia prima fundamental, o alrededor de los reales de minas, en los que esas bebidas se consumían en grandes cantidades.5 Es difícil afirmar-lo en forma categórica, porque carecemos de información comparativa, pero seguramente las fábricas de chinguirito que había en la villa de Aguascalientes se contaban entre las más importantes de toda la Nueva España, con una producción que puede estimarse en 1 500 barriles anuales, o sea unos 222 000 hectolitros (22 200 000 litros). Incluso considerada con parámetros modernos, se trata de una cantidad muy respetable.6 En todo el virreinato se producían unos 80 000 barriles anuales de chinguirito.7 Además, en la villa se producían también pequeñas cantidades de vino y aguardiente legítimo de uva, aunque ésta fue siempre una ac-tividad marginal y de escaso éxito debido a la corta cantidad y la mala calidad de la uva cosechada en el lugar.

Las autoridades procedieron con rapidez sorprendente, pues el 13 de diciembre de 1784, apenas un mes después de presentada la denuncia en la ciudad de México, dieron inicio las diligencias judiciales en la villa de Aguascalientes. Además, se obsequió la sugerencia de encomendárse-las a Manuel Díaz de León, regidor del cabildo y teniente provincial de la Acordada, el “desapasionado vecino” que supuestamente iba a poner las cosas en su lugar y a los delincuentes en la cárcel. Acompañado de dos testigos de asistencia, éste inició las pesquisas.8

Uno se pregunta si estas diligencias realmente tomaron por sorpresa a los acusados. Nadie ignoraba que la producción y venta de chinguirito estaban prohibidas, pese a lo cual en la villa había muchas fábricas de chinguirito, de las que en buena medida dependía el sustento del vecindario. Todo ello era ilegal pero se toleraba, se había tolerado durante muchos años, tantos que la tolerancia y no la prohibición parecía ser la norma. Como dijo poco después el abogado de los hermanos Gutiérrez, “es constante que en Aguascalientes jamás se ha castigado a un chinguiritero” y que “gran parte del vecindario fabrica aguardientes buenos y malos”, de donde se infería que “hasta ahora ha habido una tolerancia ilegítimamente autorizada”, lo que implicaba que no se podía proceder contra ninguno de los fabricantes de chinguirito en particular, “por la especie de seguridad y buena fe con que hasta ahora han procedido los vecinos”. Era cierto que en la villa “no se ignoraba la prohibición”, pero la existencia de “una larga continuada multitud de actos contra [esta] ordenanza” habían debilitado “su vigor” y tal vez aconsejaban su derogación.9 “Muy claramente enfrentamos aquí el tema de la preeminencia de la costumbre sobre el derecho escrito”.10

Ni siquiera la relativamente reciente creación del Jugado de Bebidas Prohibidas había afectado este comercio; al contrario, es probable que en las últimas décadas, aprovechando el auge de Zacatecas, Bolaños, Asientos de Ibarra y otros reales mineros del Norte,11 esa producción se haya extendido, convirtiendo la villa en algo así como una gran fábrica de chinguirito. Poco a poco la investigación iría poniendo las cosas en su lugar, no en el sentido de que pudieran deshacerse los entuertos, sino en el de saber las razones por las que precisamente en ese momento se in-vestigaba con tanto celo el asunto.

El martes 14 de diciembre Díaz de León inició los interrogatorios. Antonio Alvarado confirmó la existencia de la fábrica de chinguirito en la casa del Ojocaliente, la cual era “habilitada” por José Herrera, administrador de una tienda de Miguel Gutiérrez, el acusado. José Antonio de Loera, conocido como “El Veneno”, dijo que había trabajado en esa fábrica en la época que era propiedad de Juan Calera y que le constaba que era abastecida con piloncillo prieto que llevaban “en un carretonci-to” de la tienda de Miguel Gutiérrez. Felipe Sánchez dijo que había trabajado como “sacador” en dicha fábrica durante tres años. Miguel Bernardo de Alvarado declaró que la fábrica había tenido varios dueños y estaba activa desde hacía 35 años (1749), lo cual es una eternidad si tenemos en cuenta que se trataba de un establecimiento clandestino e ilegal. Aparentemente, la creación del Juzgado de Bebidas Prohibidas en 1754 no había trastornado las operaciones de esta fábrica. Algunos testigos dijeron que la fábrica del Ojocaliente era de los hermanos Miguel y Francisco Gutiérrez, pero que “la tenían encargada a partido a su ca-jero don José de Rada, bajo de contrato”, y que Montoya fungía como arrendatario.12

Ese mismo día, ya avanzada la tarde, Díaz de León y sus testigos se presentaron “en la casa que llaman del Ojocaliente”. Al parecer, temían que una vez iniciadas las pesquisas el rumor de lo que tramaban se es-parciera por la villa y las evidencias fueran ocultadas o destruidas. La señora María Antonia Martínez les dijo que su esposo, Vicente Montoya, señalado como arrendatario de la fábrica, estaba fuera de la villa y que no podía franquearles la entrada, pero finalmente cedió ante la insistencia de Díaz de León. Inspeccionaron toda la casa, salvo un cuarto, que estaba cerrado con llave. Encontraron dos barriles, un alambique, 29 botas de alumbre, 19 de dulce y 8 de mosto.13 Al día siguiente, asistido por un cerrajero, Díaz de León entró al cuarto cerrado y encontró un alambique, dos y medio barriles de aguardiente, una carga de piloncillo y 43 sacas o costales empleados en la transportación del piloncillo.

Como era de esperarse, la noticia corrió como reguero de pólvora por toda la villa y se desató el consecuente escándalo. Con sorpresa que parece afectada, porque siendo vecino de la villa no podía ignorar lo que sucedía en ella, Díaz de León decidió suspender las diligencias argumentando que habían aparecido “muchos cómplices en ésta y otras fábricas”, por lo que sería una “tropelía” castigar a un productor en particular hallándose “todo el vecindario complicado públicamente en la fábrica de aguardiente bueno, alterado y de chinguirito”, pero antes, “no obstante de haber recibido una ordenanza”, Díaz de León embargó la fábrica del Ojocaliente “con todos sus caldos y útiles”, destruyó el alambique y derramó los aguardientes, esto último con gran pesar de quienes lo acompañaban, que inútilmente le hicieron ver que eran “legítimos”, “los mejores que se fabricaban” en la villa.14

El temor se apoderó de los vecinos involucrados en ese negocio, que no eran unos cuantos, sino muchísimos, según fue poniéndose en evidencia. Tal parece que el denunciante anónimo y sus patrocinadores no calcularon bien el efecto que tendría su acción, porque lo que ellos querían no era abolir la fabricación de chinguirito, sino perjudicar a Gutiérrez y lograr que se clausurara su fábrica, sólo eso. En una cédula fechada tres años después, el 24 de noviembre de 1789, se asentó que las primeras diligencias hechas por Díaz de León provocaron que, “atemorizados, muchos de los del pueblo” derramaran en la calle sus aguardientes, “quedando así viudas como doncellas pobres expuestas, no sólo a una absoluta indigencia, sino a concurrir a medios menos lícitos para subvenir a su subsistencia”.15 El argumento es interesante porque remite a la gran cantidad de pequeñas fábricas de chinguirito que había en la villa, pero sobre todo al papel crucial que éstas jugaban en la economía de la villa y el sustento de sus habitantes. En pocas palabras, apenas iniciadas las investigaciones quedó claro que perseguir a los fabricantes de chinguirito era tanto como atentar contra la economía de “muchos de los del pueblo”. Además, como escribió el abogado Mariano Pérez de Tagle, si se quería proceder con rigor e imparcialidad sería necesario encarcelar a todos los habitantes de la villa, empezando por los tenientes del tribunal de la Acordada, los jueces ordinarios y el escribano, en cuyas narices se fabricaban y vendían grandes cantidades de chinguirito, continuando con “todo el vecindario, pues apenas habrá algunos que no sean reos de ordenanza, ya sea fabricando, ya sea protegiendo, ya sea autorizando, ya sea disimulando, ya sea sabiendo y no denunciando”.16

Una astuta maniobra

Aparentemente, lo que decidió entonces el Tribunal de la Acordada fue retirar del caso a Díaz de León y confiar la prosecución de las investigaciones al teniente Manuel Fernández Guaso. Éste, acompañado del alcalde José Manuel de Goytia, testigos de asistencia, un asesor letrado y hasta soldados, o sea, rodeado de toda la parafernalia legal posible, visitó varias fábricas. Sus diligencias fueron denunciadas en los siguientes términos por uno de los afectados:

yendo con este formal acompañamiento de casa en casa, donde le parecía, con estrépito y violencia, descerrajando puertas y ultrajan-do a los caseros, hizo [Fernández Guaso] el cateo de muchas de ellas, poniendo en la mayor consternación a este vecindario.17

Fueron 24 casas las que “visitó” el teniente Fernández Guaso, o sea, 24 fábricas clandestinas de chinguirito, incluidas la del regidor José Ca-yetano Ruiz de Esparza, la del comerciante Juan Mazón y las de muchos otros vecinos distinguidos, como Fernando Díaz de León. En unas en-contró oficinas perfectamente habilitadas para la fabricación de chinguirito, en otras alambiques y en casi todas diversos insumos, sobre todo botas cargadas de panocha prieta. Curiosamente, sólo en una fábrica, la que tenía en su casa el regidor José María Cardona, se encontraron 4 barriles de vino blanco fabricado con uva de la tierra, más 4 botas cargadas con mosto de la misma uva.18 Estaba claro que más que vino de uva, en la villa se hacía chinguirito contrahecho. También quedó claro que el asunto era del dominio público y que cualquier persona medianamente bien informada, como el teniente Fernández Guaso o el alcalde Goytia, sabía con lujo de detalles cuántas fábricas había, dónde estaban y quiénes eran sus dueños.

En una primera lectura, estamos delante de un caso obvio de abuso de autoridad: en lugar de corregir los desmanes de Díaz de León, el teniente Fernández Guaso los repite y amplifica, para consternación de todo el vecindario. Sin embargo, hay que leer entre líneas y advertir, por ejemplo, que los hermanos Gutiérrez eran amigos del teniente Fernández Guaso y del alcalde Goytia, lo que querría decir que esos abusos fueron planeados con el propósito de convertir una investigación contra un fabricante determinado en algo que evidentemente perjudicaba a todos los involucrados en el negocio del chinguirito: fabricantes, empleados, criados, aviadores y abastecedores de materia prima. Ello justificaría el temor real de dejar viudas y doncellas expuestas a la indigencia, obligándolas a “concurrir a medios menos lícitos para subvenir a su subsistencia”.

La astuta maniobra logró su propósito de crear un gran desorden en la villa y atemorizar a sus vecinos, pero además confundió a las auto-ridades, pues ¿con qué argumento iba a continuarse la investigación iniciada contra Gutiérrez, dejando a salvo a todos los demás fabricantes de chinguirito que había en la villa? Si todas las fábricas eran clandestinas y en todas se producían bebidas prohibidas, ¿por qué se iba a proceder sólo contra una de ellas? Como se asienta en los expedientes, todo lo que hizo el teniente Fernández Guaso “fue para dorar el delito de sus amigos los Gutiérrez”.

Rojas dice que las diligencias de Fernández Guaso “empeoraron la situación”.19 A mi me parece que la “mejoraron”, por lo menos desde el punto de vista de los hermanos Gutiérrez, pues se logró que todos los fabricantes de chinguirito de la villa, y no sólo ellos, fueran objeto de persecución judicial. “¿Quién fabrica chinguirito?”, había preguntado el teniente Fernández Guaso, y en coro los vecinos de la villa parecen haber respondido: “¡Fuenteovejuna, señor!”, parodiando la conocida obra de Lope de Vega, pero la maniobra sólo estaba clara en la cabeza de quienes la habían urdido. La mayor parte de la gente, asustada, reaccionó en la forma previsible: vaciando sus chinguiritos en la calle, lo que era tanto como deshacerse de las evidencias comprometedoras. En la calle del con-vento de La Merced, a espaldas de la Parroquia, “salía mucho aguardiente”, derramado por los asustados fabricantes, que trataban de adelantarse a las pesquisas judiciales. De seguro ese día hubo una bacanal popular costeada por los fabricantes de chinguirito.

De esta manera, en las semanas que siguieron al inicio de las pesquisas se logró el propósito principal de abortarlas, frustrarlas o desencaminarlas. En los expedientes hay un hiato que parece extraño, pero que en realidad tiene mucha significación. Después de la primera diligencia practicada en “la fábrica del Ojocaliente”, pero sobre todo después del alboroto provocado por los cateos que hizo Fernández Guaso, las cosas parecen calmarse súbita e inexplicablemente: no hay más denuncias, cateos ni diligencias. ¿Qué pasaba? Sencillamente que las últimas semanas de diciembre de 1784 y los primeros meses de 1785 transcurrieron en medio de una tensa calma. Los instigadores de la maniobra contra Gutiérrez trataban de reordenar sus fuerzas y ver la mejor manera de encauzar el asunto. El colectivo formado por los fabricantes de chinguirito, por su parte, se dedicó a planear su defensa legal. Los deliberados atropellos de Fernández Guaso habían logrado su propósito de detener momentáneamente la pesquisa judicial, pero era necesario defender los intereses de la villa ante el tribunal de la Acordada, que de ninguna ma-nera había sobreseído u olvidado el asunto.

Miguel Gutiérrez decidió convertir el asunto en bandera de la cam-paña que hacía con miras a la elección, en enero de 1785, de alcaldes ordinarios. Previsiblemente, la atención del nuevo cabildo se concentraría en el asunto del chinguirito y por tanto era aconsejable que sus nuevos miembros defendieran los intereses del pueblo, o sea el derecho sancionado por la costumbre para producir y comerciar esa bebida prohibida.

La ruina y exterminio de este hermoso lugar

De manera más que simbólica, la defensa legal de los fabricantes de chinguirito fue encabezada por el doctor José Antonio de Acosta, cura párroco de la villa. El 18 de diciembre de 1784 remitió al Juzgado Privativo de Bebidas Prohibidas una carta que constituye una radiografía completa del problema. Con gran habilidad, el cura trata de centrar la discusión no en la producción de chinguiritos, sino en el carácter de la villa de Aguascalientes, su fecundidad, su abundancia de aguas, la laboriosidad de sus habitantes y la consiguiente riqueza de sus huertas, en particular sus viñedos, sembrados desde “tiempo inmemorial”, con cuyas uvas se hacían vinos según él tan buenos como “los más exquisitos de Borgoña y Champaña”. Claro, los mostos y rezagos permitían además hacer aguardientes legítimos de diversas calidades, pero lo importante es que pagaban impuestos. Todo se hacía de manera legal y pacífica desde hacía muchísimo tiempo, tanto “que no hay memoria de su introducción” y nunca las autoridades habían “inquietado ni perturbado este ejercicio”. Más aún: estas prácticas eran comunes a otros lugares, concretamente los pueblos de Santa María de las Parras y San Luis de la Paz, lo que sutilmente implicaba que si se investigaba la fabricación de bebidas prohibidas en Aguascalientes otro tanto debía hacerse en ellos.20 Por eso resultaba inexplicable el proceder del Juzgado de Bebidas Prohibidas, que de seguir adelante podía precipitar la ruina del lugar y los lamentos de viudas desamparadas y personas desvalidas que ganaban con esa ac-tividad su sustento. Al final, para que su alegato tuviera un carácter irreprochable, el cura argumentaba que no pretendía “autorizar el indebido uso de las bebidas prohibidas”, que bien sabía eran “nocivas a la salud y perjudiciales al Estado”, sino tan sólo evitar la ruina de la villa. Y añadía una súplica: que se dictaran medidas justas, pero “con arreglo a la práctica y costumbre inveterada”, lo que remite al tema ya aludido de la preeminencia de la costumbre sobre la norma escrita. En realidad, en forma oblicua, el párroco estaba reconociendo que el problema con-sistía en que en la villa se producían grandes cantidades de aguardientes contrahechos.21

Por su parte, el síndico procurador de la villa, “en cumplimiento de mis obligaciones y por vínculos a que me estrecha mi empleo” envió al Juzgado de Bebidas Prohibidas una representación que en lo sustancial argumentaba “que los aguardientes que se fabrican en esta villa son legítimos [y] de buena calidad”, que las fábricas sólo empleaban uva, “sin mezcla alguna”, y que si bien las investigaciones en curso pudieran demostrar que “algunos sujetos, por defecto de la calidad de la uva o impericia en la extracción del aguardiente se ayudan a dar algún vigor y fuerza mezclando panocha”, esa práctica nunca había sido investigada y mucho menos castigada. Por lo tanto, habida cuenta de esta política de tolerancia, lo prudente era que “por medio de un bando se destierre todo error o ignorancia de este vecindario y se le imponga en la pena a que quedará sujeto el que [lo] contravenga” Eso, y no otra cosa, “[es lo] que exigen las actuales circunstancias”. El procurador decía también que, habida cuenta de los “notables perjuicios” que acarreaban las diligencias emprendidas por los tenientes de la Acordada, les había enviado un escrito pidiéndoles el sobreseimiento o cese de las diligencias, lo cual evidentemente no fue obsequiado.

El 29 de enero de 1785 el procurador redactó una segunda representación en defensa de la villa, argumentando que lo que hacían los vecinos de Aguascalientes era lo mismo que hacían los de Parras y San Luis de la Paz, “un ejercicio licito y honesto” consistente en la fabricación de aguardientes legítimos, pero como las pesquisas habían seguido su curso y cada vez era más difícil negar lo obvio, reconocía que había contraventores, sólo que precisamente porque no eran uno ni dos, sino “muchos”, era necesario proceder a “la corrección [con] un gran tiento y modo”. Ya no se trataba sólo de “algunos sujetos”, como dijo en su primera representación, sino seguramente de la gran mayoría de los fa-bricantes de aguardiente, tantos que no era posible proceder contra ellos sin destruir el vecindario y su principal medio de vida. Vale la pena leer el sofisma empleado por el procurador en defensa de quienes él mismo reconoce como transgresores de la ley:

porque es máxima política… que el que de golpe quiera hacer mu-cho no hará nada. Irritaría los ánimos sin extirpar los abusos. La medicina nos da en esta materia un ejemplo: cuando un cuerpo abunda en humor vicioso no se procura su evacuación sino lentísimamente. Muere prontamente un hidrópico si de una vez le purgan de todas las aguas infectadas que lo incomodan. No pide menos lentitud, acaso pide más, la extracción de los humores vicio-sos del cuerpo político que del cuerpo humano.

Convertido en médico del cuerpo social, el procurador Acosta re-conoce la existencia del “humor vicioso” (las fábricas de chinguirito), pero no recomienda su rápida extirpación, sino un tratamiento lento y gradual. Es más, era necesario reconocer que los “excesos o abusos” eran inevitables debido a “la infeliz propensión de los hombres a dar mayor y menor amplitud a su libertad”. En suma, la medicina que recomendaba consistía en caminar “por tan pequeños pasos a la reforma que este numeroso pueblo apenas sienta el movimiento, de modo que de muchas tenues innovaciones se componga la total que se califique necesaria”.22

Debido a que era sencillamente imposible, el procurador se abstiene de traducir a términos concretos sus metáforas, pero ello no quita interés a sus representaciones, que eran en cierta forma una cortina de humo destinada a disimular la producción de chinguirito a gran escala. Defender la villa y sus intereses era su obligación y si en la villa se hacía un gran negocio con la producción de aguardiente contrahecho ello sucedía no debido a la malicia de los vecinos, sino por la fuerza de las circunstancias y sobre todo por la “infeliz” (e inevitable) tendencia humana a abusar de sus libertades; según él, los culpables eran la calidad de la uva o la impericia e ignorancia de los fabricantes. Si las cosas eran así, lo que procedía no era castigarlos sino instruirlos, hacerles ver su error y evitar que en lo sucesivo lo siguieran cometiendo. Bien leídas, parece claro que estas representaciones fueron concebida como complemento de la del cura, como si sus redactores se hubieran puesto de acuer-do. Y no está por demás indicar que el procurador de la villa y autor de las representaciones era Domingo Cayetano de Acosta, hermano del cura, precisamente el personaje que fue señalado en el curso de las investigaciones como verdadero “sugestor” de la defensa.

Por su parte, el alférez Manuel Gómez Zorrilla, en una carta que envió al Tribunal de Bebidas Prohibidas, argumentó que la villa de Aguascalientes era “tan fértil y abundante de viñas” que “casi todos sus vecinos” se dedicaban a la fabricación de aguardientes (no vinos, curiosamente). Se hacía aguardiente de primera y de segunda clases, pero también chinguirito, aunque no reparaba en el carácter ilegal de esta práctica, sino en el hecho público y notorio de que con ello “se sustentaban y mantenían sus moradores”. Y añadía que “ese comercio”, el de aguardientes legíti-mos y el de chinguirito, era “tan permitido o al menos tolerado” que en una investigación a fondo, hecha “con verdadera entereza”, como al pa-recer lo era la que estaba en curso, “no quedaría persona alguna, noble o plebeya, pobre o rica que no este incursa o adoleciera con este trato estos fueros”. ¿Quién se ocupa de fabricar chinguirito? “¡Fuenteovejuna, señor!”, responde sin ambages el alférez.23

Según estos escritos, la defensa de la villa estaba haciéndose de buena fe y utilizando sólo los medios autorizados por la decencia y el derecho. Sin embargo, en las cartas enviadas al Tribunal de Bebidas Prohibidas por Manuel Díaz de León se lee otra cosa. En una que fechó el 25 de diciembre de 1784 refiere “los grandes esfuerzos extraordinarios, diligencias irregulares, proyectos, cavilaciones, amenazas disimuladas y más solicitudes” empleadas por los fabricantes de chinguirito y sus fiado-res con el fin de suprimir las diligencias y quitarlo de en medio. Díaz de León se queja de que se veía permanentemente apremiado por el alcalde mayor, Alejandro Vázquez de Mondragón, el jefe de las milicias, Rafael Amar, el administrador de alcabalas, Rosendo de Guevara, el cura José Antonio de Acosta y otros personajes. Se habían valido igualmente, la-menta Díaz de León, de sus propios parientes y criados “para tener noticia de lo que yo había actuado, hablaba o pensaba ejecutar”. El alcalde Joseph Manuel de Goitia y el teniente Fernández Guaso, que era precisamente el que había provocado el alboroto y confundido en sus inicios las investigaciones, pugnaban para que Díaz de León no tuviera conocimien-to oficial “de otras causas de igual naturaleza”, embarazaban sus pesquisas y hacían todo lo posible para “honestar su culpa”. El propósito de todas esas maniobras le parecía claro a Díaz de León: “confundir las fábricas de aguardiente de uva con las de chinguirito” y lograr que las segundas, disimuladas por las primeras, pudieran mantenerse activas.24

¿Proceder “con todo rigor contra los delincuentes”?

El golpe inicialmente descargado sobre los productores de aguardientes contrahechos fue demoledor y puso en evidencia que la villa toda era una especie de gran fábrica de chinguirito, pero la defensa se organizó rápidamente y con buenos resultados. Era imposible demostrar que el aguardiente era legítimo, pero se sembró deliberadamente la confusión y, sobre todo, se hizo ver la medida en que la economía del lugar dependía de la fabricación y venta de esa bebida. No parece casual el hecho de que, a principios de 1785, la Audiencia de Guadalajara haya tomado cartas en el asunto. La investigación había sido iniciada desde la ciudad de México por el Juzgado de Bebidas Prohibidas, pero ahora la audiencia le pedía al alcalde Vázquez de Mondragón que se informara sobre la para entonces ya famosa fábrica de chinguirito de Miguel Gutiérrez y su hermano, a quienes además se investigaba, dice Rojas, por haber maltratado a una esclava ajena.25 La participación de diferentes instancias en la misma investigación favorecía a los acusados, que podían obtener de una auto-ridad el amparo y favor que la otra les negaba.

Además, resultó que el año de 1785 fue muy malo desde el punto de vista agrícola, de hecho, la antesala de la más terrible epidemia de matlazahuatl experimentada por la Nueva España a lo largo de toda la época colonial.26 En todo el país, miles de campesinos y trabajadores desempleados vagaban por los campos, invadían los pueblos en busca de comida y morían de hambre.27 Con su secuela inevitable de hambruna y muertes masivas, esta tragedia concentró la atención de las autoridades locales y regionales, poniendo en segundo plano otros asuntos, como por ejemplo la producción de aguardientes contrahechos en la insignificante capital de una de las alcaldías mayores de la Nueva Galicia. De hecho, a resultas de la epidemia en la villa de Aguascalientes perdieron la vida unas 3 000 personas, más o menos la tercera parte de su población, lo que dejó en el lugar una huella de abandono y desolación que llamó poderosamente la atención de quienes la visitaron en los años siguientes, por ejemplo Félix Calleja, que estuvo ahí en 1792. El propio Manuel Díaz de León murió a fines de 1786, aunque no sabemos si a consecuencia de la epidemia.28

En el Juzgado de Bebidas Prohibidas de la ciudad de México el asunto fue objeto de diversos dictámenes. El fiscal del crimen determinó lo previsible: que no debía tolerarse “por ningún pretexto” la fabricación de chinguirito, aunque los infractores eran muchos y “era indispensable cortar de raíz la ocasión”. Promulgar de nueva cuenta el bando de bebidas prohibidas era inútil o por lo menos insuficiente, por lo que aconsejaba verificar la calidad de los aguardientes: “si el que se labraba, expendía y guiaba era del legitimo […] o del prohibido”, y en este segundo caso si se trataba “sólo de algunos [fabricantes], que a título de tolerancia lo hacían así”, y si lo “guiaban o expendían con conocimiento de su cali-dad”. A su vez, el fiscal de hacienda dictaminó que debía publicarse por bando la prohibición, dando un plazo de 15 días “para que los dueños destruyeran las fábricas [de chinguirito] y derramaran los caldos”; vencido ese plazo, “se procedería con todo rigor contra los delincuentes”. Los oficiales de justicia encargados de aplicar esta medida serían advertidos “del celo y eficacia con que debían manejarse en tan importante asunto, con apercibimiento de que se les haría cargo de cualquier disimulo, o tolerancia”. En el despacho del virrey, ante tal “variedad de dictámenes”, se decidió turnar el expediente al asesor general, o sea, obtener un nuevo “dictamen”. El asesor recomendó la publicación del bando sobre bebidas prohibidas y añadió que, para evitar “el que a pretexto de aguardiente de pura uva se fabricaran y mezclaran chinguiritos u otros brebajes prohibidos”, los oficiales de justicia debían “celar la puntual observancia del bando” y expedir “gubernativamente las providencias conducentes a precaver en un todo el insinuado abuso”. Este mismo asesor agregó que en lo sucesivo debía buscarse “el medio más prudente y seguro de conciliar el beneficio público de aquella villa y el que podía resultar al Estado de su subsistencia con las estrechas reales órdenes que prohíben el uso de semejantes bebidas”.29 Esta última ob-servación es curiosa, porque reconoce la importancia que tenía la fabricación de chinguirito en la villa de Aguascalientes y sugiere veladamente que por razones fiscales convendría legalizar esa práctica. Como sabemos, sería este criterio el que a la postre se impondría en todo el virreinato.

Finalmente, con fecha 22 de septiembre de 1785, el Tribunal de la Acordada ordenó desde la ciudad de México que se promulgara en Aguascalientes el bando sobre bebidas prohibidas, “encargando estrechamente su cumplimiento” a los oficiales de justicia, pero al mismo tiempo absolvió “a todos los reos comprendidos en las muchas causas que re-sultaron de la denuncia”.30 El carácter contemporizador y ambiguo de la medida es evidente: se reiteraba por enésima vez la prohibición de fabri-car chinguirito y al mismo tiempo se disculpaba a los muchos que obtenían de esa práctica ilegal sus medios de vida. Así las cosas, lo más probable es que esta publicación no haya tenido ningún efecto práctico y debió ser escuchada con la convicción de que era impracticable.

Mucho ruido y pocas nueces

A fines de julio de 1786, dada “la gravedad” del asunto, el virrey Bernardo de Gálvez decidió enviar el voluminoso expediente a Madrid y solicitar el “real acuerdo”. En la corte fueron escuchados nuevos pare-ceres, siempre diferentes, por lo menos en los matices. Hubo consenso en lo relativo a mantener la prohibición, pero se aclaró que ello no incluía “el aguardiente con la precisa mezcla de piloncillo”, lo que abría una nueva vía de escape a los fabricantes de chinguirito de Aguascalientes, que argumentaban que eso era precisamente lo que hacían: añadir un poco de dulce a sus aguardientes legítimos de uva con el solo propósito de darles más “fuerza y vigor”.

Hasta Madrid fueron a parar nuevas representaciones de los vecinos de Aguascalientes que ante ninguna instancia dejaron de defender su punto de vista e intereses. Una de ellas era de Miguel Antonio Gutiérrez, dueño de la fábrica de chinguirito embargada y arruinada al inicio de las diligencias. En un escrito fechado el 12 de enero de 1787, ahora en su carácter de regidor, Gutiérrez insistió en que “el principal tráfico y co-mercio de los vecinos” de la villa consistía “en el beneficio de la muchísima uva, de la cual fabricaban aguardientes”, se suponía que legítimos, no chinguiritos. Decía también que Manuel Díaz de León, teniente del juez de la Acordada, había actuado en su contra movido “por resentimientos particulares” y “abusando de su autoridad”, acusándolo “falsamente” de fabricar chinguirito, arruinando su fábrica, obligándolo a “verter gran porción de licores” y ejecutando “cuantos estragos le dictó su encono”.31 Independientemente de la lectura que hayan hecho en Ma-drid de ésta y otras representaciones, debe advertirse que remiten a la obstinación con que los vecinos de la villa se defendieron siempre y en todos los frentes; en esa tozudez, por cierto, puede verse una de las claves del éxito que a la postre tuvieron.

En su cédula del 24 de febrero de 1789 el rey resolvió “aprobar lo determinado por el juez de la acordada don Manuel Antonio de Santa María”, aunque se exceptuaban “las cláusulas en que se declara nula la causa formada por don Manuel Díaz de León”, a quien de todas formas se recogía su título de teniente de ese juzgado. Al juez Santa María se le propinaba una severa reprimenda por la “ligereza” con que había pro-cedido al haber prestado oídos a una denuncia anónima, que por ello mismo era “sospechosa”, iniciando sobre esa débil base su “pesquisa” contra los hermanos Gutiérrez. El rey le recordaba al juez que antes de actuar debió recoger otros informes que “le instruyeran con imparciali-dad” sobre el asunto, ahorrándole a la villa y a la justicia los costos “de un ruidoso proceso”.32

Con esa misma fecha fue remitida a México otra real cédula que aludía “al libre comercio que se hacía en la villa de Aguascalientes de aguardiente alterado con la uva que producían más de mil viñas situadas en su jurisdicción”, razón por la cual se ordenaba que “a la mayor brevedad” se informara al rey y su Consejo “acerca del número de viñas que subsisten en la expresada villa”, si esas viñas “se han plantado con per-miso real” o del virrey, si de ellas “puede seguirse perjuicio notable al tráfico y comercio de vinos de estos reinos”, si era posible “gravarlas con algún tributo o pensión” que no provocara “algún considerable daño al vecindario” y si era conveniente “poner límites a los plantíos hechos y prohibir que se reparen los que se pierdan”.33

Estas cédulas llegaron a México en junio 1789 y unos meses después a Aguascalientes. Desde que se iniciaron las pesquisas habían transcurri-do casi cinco años, durante los cuales, después de las grandes pero mo-mentáneas convulsiones de un principio, las cosas habían seguido transcurriendo un poco como siempre. En realidad, el rey no culpaba a los fabricantes de chinguirito ni les imponía multas o castigos, sino que se limitaba a pedir información sobre las viñas que había en el lugar. “Mucho ruido y pocas nueces”, habrán pensado los hermanos Gutiérrez y todos los demás fabricantes de chinguirito cuando leyeron las cédulas. Bien leídas, constituían para ellos una rotunda victoria, pues a pesar de la polvareda levantada por el Tribunal de Bebidas Prohibidas a fines de 1784, no eran ni siquiera objeto de una reprimenda. Tal vez flotaba ya en el ambiente del Consejo de Indias de Madrid, donde al final de cuentas fueron a reposar esos legajos y los que siguieron acumulándose, el espíritu de la orden real del 19 de marzo de 1796, mediante la cual Carlos IV permitió la fabricación y consumo de chinguirito en toda Nueva España.34 En ese caso, el silencio sobre la producción de chinguirito en Aguascalientes sería un anticipo de una medida general, pues era absurdo castigar a algunos por hacer algo que poco después sería permitido a todos. De hecho, la segunda de las cédulas mencionadas alude a la posibilidad de gravar “con algún tributo” las huertas y sus productos, o sea, el vino y el aguardiente.

¿Era legal la producción de uva, vino y aguardiente?

Antes de estudiar la situación de las huertas a fines del siglo XVIII, con-viene abrir un paréntesis para tratar de aclarar un tema importante, que nunca es explícito pero está tácitamente presente en todas las diligencias relacionadas con el tema del chinguirito: ¿tenía la villa de Aguascalientes permiso real para cultivar vid y fabricar vino de uva? En su defecto, ¿el virrey o la audiencia de Guadalajara se habían ocupado del asunto? Las autoridades de la villa, por su parte, habida cuenta del peso específico que tenía ese negocio en la economía del lugar, ¿habían procurado de alguna manera su legalización?

Según el párroco Acosta, en Aguascalientes se cultivaba vid y se fabricaba vino de uva desde tiempo inmemorial, con tan buenos resultados que los caldos de Aguascalientes no tenían nada que envidiar a los mejores vinos franceses. Ni una cosa ni otra eran ciertas, por supues-to. Se creía, o se quería hacer creer, que en la cédula de fundación de la villa, fechada el 22 de octubre de 1575, se había concedido ese permiso. Pedro Nolasco Díaz de León, canónigo de la catedral de Guadalajara, afirmó que “las referidas viñas o huertas se formaron y plantaron desde la fundación del lugar, el año de 1575, con expresa licencia del superior gobierno de ese reino”.35 Sin embargo, la verdad es que el documento sólo alude al reparto entre los primeros pobladores de “solares de casas y suertes de huerta, estancias y caballerías de tierra,” así como al hecho de que la nueva villa gozaría de “todas las gracias y mercedes, franquezas, libertades, preeminencias, prerrogativas e inmunidades que deben gozar y gozan las tales villas y vecinos de ella”, pero en ningún momen-to se mencionan explícitamente la vid y el vino.36 En 1645 ya había algunos viñedos, como se infiere de la composición ajustada con el oidor Cristóbal de Torres. Debían ser pocos y sin mucho orden, pues de otro modo hubieran sido objeto de una mención específica. En esa época el mejor negocio de las huertas consistía en producir chile y trigo, que se vendían con buenos márgenes de utilidad en Zacatecas. En los archivos hay documentos de la segunda mitad del siglo XVII y la primera del XVIII que refieren las viñas sembradas en algunas huertas. No son pocos, pero están muy lejos de sugerir que la producción de uva y la fabricación de vino tuvieran una gran importancia. En 1680, por ejemplo, se cultivaban en la huerta del capitán Matías López de Carrasquilla “doscientas cepas chicas y grandes”.37 En abril de 1683 el cura beneficiado, secundado por el bachiller Martín de Figueroa, otros eclesiásticos y muchos vecinos distinguidos, firmaron una representación como “vecinos y moradores de esta villa, dueños de casas, viñas y huertas”, protestando porque faltaba agua en sus casas y plantíos.38 En 1719 Antonio de Castañeda to-maba en arrendamiento “una casa y huerta” dentro de la traza de la villa, obligándose a plantar 84 árboles frutales y 1500 cepas.39 En una representación escrita en 1714 a nombre de los padres del convento de La Merced se dice que en la villa había “muchas viñas y arboledas”.40 Por esa misma época Nicolás Calvillo era dueño de una huerta que tenía muchos árboles frutales y “un pedazo de viña de más de mil cepas”.41 Rojas dice que probablemente se hiciera un poco de vino desde la primera mitad del XVII, que serviría principalmente para celebrar misa en las iglesias de la villa.42 Un testimonio muy concreto y confiable, pero también bastante más tardío, es el de Manuel Colón de Larretegui, que fue párroco de Aguascalientes entre 1733 y 175843 y que en 1775, sien-do arcediano de la catedral de Guadalajara, pidió que el vino para con-sagrar se comprara en Aguascalientes, “así por la buena calidad de él, como por la seguridad con que puede celebrarse sin escrúpulo alguno”.44 Esta referencia es interesante porque remite a la relativa fama que tenían los vinos del lugar.

Hay una discusión sobre los permisos especiales que necesitaban las villas y ciudades españolas para cultivar vid y producir vino. Rojas dice que la Corona prohibió “el cultivo de la vid y la fabricación de vinos y aguardientes”, principalmente para “proteger la producción peninsular y evitar la embriaguez”, aunque añade que la abundancia de bandos reiterando esa prohibición y el establecimiento de “un juzgado especializa-do en bebidas prohibidas” sugieren que la prohibición no era muy respetada y que había muchos “infractores” en todo el país. Además, sobretodo en la época borbónica, la política de la Corona frente a sus colonias fue dictada por razones de “conveniencia fiscal”, lo que entre otras muchas cosas provocó que se tolerara la fabricación de aguardientes y otras bebidas alcohólicas siempre y cuando pagara impuestos.45

Del mismo parecer es Lozano Armendares quien afirma que “para proteger el comercio monopolista imperial se prohibió que hubiera viñe-dos en Nueva España”, aunque en Parras, San Luis de la Paz, Aguascalientes y otros lugares “se sembraron viñas” y se produjo vino que abastecía el consumo local, pero que sobre todo tenía propósitos “sacra-mentales”. De cualquier forma, subraya, “nunca se pensó en fomentar este ramo de la agricultura, ni mucho menos en que la fabricación de vino novohispano pudiera competir con la producción vinícola peninsular”. Además, según esta autora, “la calidad de las uvas hacía imposible la producción de buen vino”, lo que explicaría las solicitudes “para fa-bricar aguardiente de uva”, que en ciertas ocasiones fueron obsequiadas. Sin embargo, como el aguardiente de uva que se producía era insuficiente para atender la gran demanda, las licencias fueron usadas por sus dueños para amparar la ilegal producción de aguardientes contrahechos, a base de orujo, miel prieta, piloncillo o azúcar.46

En general, la historiografía da por sentada la existencia de esa prohibición. Sin embargo, en un libro reciente y consagrado exclusivamente al tema, Corona Páez argumenta que los españoles implantaron en toda América, desde el más temprano siglo XVI, “una cultura de la vid, del trigo y del aceite de oliva”; el vino, el pan y el aceite “eran parte de la vida cotidiana de los conquistadores y pobladores peninsulares”, lo que explica las ordenanzas relacionadas con el cultivo de la vid dicta-das por Hernán Cortés desde 1524. La vid se expandió rápidamente y “en su camino al septentrión pequeños viñedos fueron marcando el paisaje y la toponimia de la Nueva Galicia y de la Nueva Vizcaya”. Se for-maron muchos viñedos, algunos particularmente florecientes, como los de Santa María de las Parras, y casi todos ”se mantuvieron en constante producción hasta finales del siglo XVIII”. En Perú se llegó a producir tanto vino que los cosecheros empezaron a “quemarlo”, obteniendo por ese medio un aguardiente que llamaban pisco. Fue precisamente la exitosa exportación de vinos y aguardientes peruanos a Panamá lo que provocó que la Corona modificara su política inicial de tolerancia y decidiera controlar en forma férrea el establecimiento o expansión de viñedos y la producción de vinos y aguardientes. Felipe IV dictó en 1626 una medida que, según Corona, “constituye un parteaguas legal para la tenencia de los viñedos en la América española” y que puso fin a una primera época de expansión “más o menos irrestricta” de los viñedos sudamericanos. A partir de entonces, los nuevos viñedos y las nuevas fábricas de vino y aguardiente necesitarían una licencia especial.47

Pero todo esto sucedía en Perú. En la Nueva España, dice Corona Páez, los viñedos “nunca representaron una verdadera amenaza para el comercio de los vinos y aguardientes españoles”. Por lo tanto nunca fueron prohibidos, o por lo menos se toleró su existencia y expansión. En la época de su mayor esplendor (1777), se producía en Parras apenas el 2% de los vinos y aguardientes que llegaron a producirse en Perú a principios del siglo XVII. Debido precisamente a su insignificancia, en la Nueva España “la exigencia legal de contar con licencias para el establecimiento de nuevos viñedos, para ampliar los ya existentes o bien para iniciar la producción de vinos y aguardientes legítimos” no se aplicó sino hasta principios del reinado de Carlos III (1759-1788). El autor reseña algunas licencias para fabricar vino y aguardiente concedidas en lugares como San Juan del Río, Ixmiquilpan, San Luis de la Paz y Tetela del Río.48 En las Provincias Internas, concretamente en el pueblo de Parras, todo el siglo XVIII “fue una época de indiscutible expansión para la producción vitivinícola”. La creación en 1754 del Juzgado de Bebidas Prohibidas no supuso ninguna amenaza para los productores parrenses, porque los nuevos impuestos “gravaban exclusivamente la introducción de sus vinos y aguardientes en la capital del virreinato”. Seguramente Parras era el principal productor de aguardientes legítimos en la Nueva España.49

En conclusión puede decirse que en Aguascalientes el cultivo de la vid y la fabricación de vinos y aguardientes de uva no estaban explícitamente autorizados; ni la villa como tal ni sus vecinos en lo particular contaban con licencias en toda forma. Sin embargo, el hecho de que la vid se cultivara en muchas huertas y que se produjera regularmente cierta cantidad de vino, empleado sobre todo para celebrar misa, había creado una tradición de tolerancia. Por lo menos desde mediados del siglo XVII se daban en la villa ambas prácticas, sin que fueran perseguidas o castigadas por ninguna autoridad. Con el paso del tiempo llegó a confundirse esta tradición con la supuesta existencia de una licencia real que beneficiaba a la villa. Desde luego, la confusión era fingida y en su mo-mento fue esgrimida como paliativo por quienes fueron sorprendidos en flagrancia. Los interesados en este negocio decidieron hacer de esta con-fusión entre la política de tolerancia y el (inexistente) permiso real, el núcleo de su defensa.

Las (cortas) viñas y el (mal) vino de “la mejor población de este reino”

La gran polvareda levantada en diciembre de 1784 por el inicio de las pesquisas judiciales contra la fabricación ilegal de chinguirito en la villa de Aguascalientes se fue asentado con el paso del tiempo.50 A fines de 1789, cuando finalmente llegaron al lugar las cédulas despachadas por el rey, sólo quedaba de aquellas grandes alarmas, de los días en que los asustados productores vaciaron en las calles sus chinguiritos, un tenue recuerdo. Como ya dijimos, el espíritu de las cédulas no era ni la sombra del que inspiraba al juez Díaz de León, que embargó y arruinó la fábri-ca de los hermanos Gutiérrez, sus rivales en política. De hecho, el rey ordenó que se le recogiera a Díaz de León su título de teniente del juzgado de bebidas prohibidas y dejó a salvo el derecho de todas las per-sonas por él “perseguidas” para reclamar “daños y perjuicios”.51 Curiosamente, ni los Gutiérrez ni ningún otro fabricante de chinguirito hizo bueno ese derecho. ¿Por qué? Seguramente porque era imposible demostrar que sus caldos eran legítimos y, sobre todo, porque en sus términos las cédulas reales ya constituían para ellos una victoria. Una victoria peculiar, muy típica del sistema judicial novohispano, en la me-dida en que no se castigaba, no se perseguía ni se tomaban medidas prácticas tendientes a suprimir la fabricación y venta de aguardientes hechos a base de salvado y piloncillo, como los suyos. Podríamos definirla como una victoria por omisión o inacción de la justicia. Obtener en los tribunales un triunfo completo y rotundo era tanto como aspirar a que se legalizara la producción de chinguirito, lo que se haría a nivel de todo el virreinato unos años después, en 1796. En realidad, era suficiente con que dicha producción siguiera tolerándose, como había sucedido a lo largo de todo el siglo XVIII.

Por lo pronto, en cumplimiento de la real cédula del 24 de febrero de 1789, el subdelegado Pedro de Herrera y Leyva, que fue el primero que con ese título despachó en Aguascalientes,52 formó un padrón de “las huertas que tienen viña” en la villa. Según el recuento que fechó el 19 de diciembre de 1789, había 104 huertas, 92 en la villa y 12 en el pueblo de San Marcos. El número de cepas se cifró en 107 396, casi todas en las huertas de la villa. En el documento no se indica el tamaño de las huertas, pero se puede inferir su importancia a partir del número de cepas que tenían: 67 huertas tenían menos de 1 000 cepas; 21 tenían entre 1 001 y 4 000, dos tenían 6 000 o un poco más, una tenía 8 000 y otra, la mayor de todas, propiedad por cierto del regidor José María Cardona, tenía 10 000, o sea la décima parte del total de cepas censadas. En otro infor-me se dijo que, atendiendo a su tamaño y el cuidado puesto en su cultivo, en toda la villa no había más de cuatro “viñas formales”. En el pueblo de San Marcos todas las huertas tenían menos de 1 000 cepas, con ex-cepción de la de Josefa Montes, en la que se había 2 000. Más adelante tendremos oportunidad de regresar a este padrón y mostrar sus inconsistencias, pero por lo pronto digamos que el número de huertas parece disminuido, que el de cepas parece meramente aproximado y que no se precisa la ubicación de las huertas en los diferentes barrios o sectores de la villa. Es probable que en lugar de inspeccionar las huertas y contar sus cepas, el subdelegado haya dado por buena la información que había en los archivos del cabildo, la que servía para regular el agua de los riegos y cobrar la contribución del ramo de propios.53

En un informe que hizo sobre el asunto, el canónigo Pedro Nolasco Díaz de León dijo que en la villa de Aguascalientes viña y huerta venían a ser lo mismo: “un pedazo de terreno plantado de cepas”. A su vez, una cepa era “una planta de parra alta o baja”. Díaz de León calculó que en la villa habría “noventa a cien viñales o huertas”, que en total tendrían “cien mil cepas poco más o menos”, lo que validaba las cifras del padrón formado por el subdelegado. Díaz de León creyó prudente advertir que “las cepas en esta América, en concepto de los europeos, no fructifican lo mismo que en la Península de España ya sea por la diversidad del clima, calidad del terreno, distancias de los grados, variedad de las aguas, mejor cultivo de aquellas y menor tamaño de éstas”: Por la razón que fuera, “lo cierto es que inspeccionadas las cepas por españoles inteligentes […] han reflejado que en esta septentrional América producen mucho menos de lo que rinden las de España”. La comparación también era desventajosa en términos de la “calidad, hermosura y gusto” de “la uva que viene en pasa”, pues a pesar de que la que se producía en las huertas de Aguascalientes se vendía a menos de dos reales la libra, la gente prefería la importada de España, que “valía en plaza cinco reales por libra”, más del doble.54

Díaz de León decía también que, aunque quisieran, los hortelanos no podían plantar nuevas cepas, “porque el agua con que se riegan y sin cuyo repetido beneficio no se logran, no alcanza a cultivar más de las que están plantadas, y por esta causa se han abandonado y dejado perder algunas que existían antes”. Supuestamente había disminuido el caudal de agua suministrado por los veneros o manantiales y ello hacía que, sin necesidad de ninguna prohibición legal, los plantíos tuvieran límites “que no podrán exceder”. Habida cuenta de lo que sucedió en los siguientes años, esta última declaración parece una mentira no tan piadosa destinada a engañar al rey, persuadiéndolo de que no era necesario fijar me-diante un bando el número de cepas que podían cultivarse en la villa. Como veremos, durante la última década del XVIII, el número de huertas, pero sobre todo el de cepas, creció en forma espectacular.

Díaz de León decía que los cultivos estaban gravados por numero-sos impuestos: una “iguala por razón de alcabala”, “el diezmo a la Santa Iglesia”, “los costos que causa el juez repartidor de las aguas” y el derecho que pagaban al cabildo, que constituía el “principal fondo y caudal” del ramo de propios. Si a todo ello se añadían los gastos hechos en los cultivos propiamente dichos se alcanzaba “una porción considerable respecto de su producto”, por lo que sin lugar a dudas “sería muy gravosa e insoportable [imponer] sobre las referidas [viñas] otra cualquier contribución”.

Por último, en lo que claramente era una defensa a capa y espada de los intereses de los huerteros, Díaz de León afirmaba que a pesar de que el agua era insuficiente y la uva no muy buena, de todas formas el cultivo de la vid era “muy útil y casi necesario a la conservación del lugar”, que definía como “la mejor población que hay en este reino de la Nueva Galicia, excepto su capital”. Además, ello “no acarrea per-juicio alguno al comercio de vinos de España”, por la sencilla razón de que “la mayor parte de la uva que se cosecha se convierte en conservas que llaman uvates”, que se consumían en el lugar y en “otras partes”. Se hacía vino, pero muy poco y malo, que se empleaba “para decir misa”. Díaz de León calculaba que se hacían unos 80 barriles de vino “y mucho menos aguardiente de uva”; según él, a la vista del “número de arrobas que se necesita para cada barril”, los cosecheros encontraban más conveniente “venderla en grano”. Además, los que necesitaban caldos para hacer aguardiente preferían comprarlos importados de Es-paña, pues a pesar de la distancia y el costo de los fletes resultaban más baratos que los hechos en el lugar. Este último era un poderoso argumento que desaconsejaba por antieconómica la fabricación local de aguardientes legítimos.

A este informe se añadió la declaración de varios testigos, entre los que sobresalían Antonio Pérez Maldonado, capitán de dragones de las milicias del Cordón de Fronteras de San Luis Colotlán y alcalde ordinario más antiguo de la villa de Aguascalientes, y José María Cardona, Juan José Muñoz González de Hermosillo, Francisco Tiscareño, Jacinto Ruiz de Esparza y Juan Antonio Vázquez, los cinco vecinos prominentes y miembros del cabildo. Todos argumentaron que las viñas estaban sembradas con permiso real y que el vino que se producía era tan poco –“entre treinta y cuarenta barriles”– que no perjudicaba el comercio de los vinos españoles y se empleaba más bien “para las celebraciones religiosas”; de hecho, había sólo “tres cosecheros de uva que producen cada uno diez o doce barriles”. Argumentaron también que la falta de agua impedía el crecimiento de las huertas, que las viñas “se hallan plantadas en corto número en las huertas y patios de las casas”, que apenas había “cuatro que sean viñas formales” y que la mayoría de los viñeros eran pobres “que reducen su fruto a dulce que expenden en todo el reino, sacándolo también en uva”. Finalmente, contradiciendo al canónigo Díaz de León, estos testigos dijeron que en las huertas de la villa no se cultivaban sólo viñas, sino también durazno, membrillo, peras y otras frutas, lo que quiere decir que esos plantíos conservaban el aspecto que habían tenido desde sus orígenes en la primera mitad del siglo XVII.55

Sobre la cantidad de vino que se producía realmente vale la pena citar el testimonio ligeramente posterior (1797) del subdelegado Juan José Carrillo y Vértiz, un personaje que siempre se mostró muy crítico con la élite del lugar y que peleó abiertamente con Jacinto López Pimentel, uno de sus miembros más prominentes, dueño por más señas de la mayor viña que había en la villa en esa época. Él fue responsable del padrón de huertas que se formó en junio de 1797, que puso en evidencia la casi escandalosa multiplicación de huertas, y sobre todo de cepas. En pocas palabras, un juez insobornable de los abusos de los huerteros, razón por la cual su testimonio parece digno de crédito. En las diligencias formadas sobre el particular Carrillo consignó que se fabricaban 83 barriles de vino al año, cantidad que a la luz del número de huertas y cepas que había le pareció muy “corta”. Intrigado, se puso a investigar, sólo para concluir que según el “sentir común” se obtenía “más utilidad” vendiendo la uva en racimos o haciendo dulce que reduciéndola a vino, porque éste en-frentaba la competencia del de Parras, que era mejor y más barato, del que por lo mismo entraban en el lugar “crecido número de barriles”. El vino producido localmente, “como tan a propósito, se gasta tan solamente para celebrar”.56

En este mismo sentido puede invocarse el testimonio del bachiller José Cesáreo López de Nava, quien explicó que, “a causa de que unos años son más abundantes en las cosechas de uva que otros no puedo asegurar con toda certeza el número de barriles que anualmente fabrico o pueda fabricar de la uva que cosecho en mi huerta”. Añadía que en 1796 “la cosecha fue abundante”, lo que le permitió fabricar seis barriles de vino, “y esto fue por no haber logrado vender la uva en grano, que cuan-do se me proporciona esta venta omito la fábrica de vino, con atención a evitar gastos y que los frutos son muy moderados por la cortedad de la huerta”. 57 En otras palabras, la pequeñez de las huertas y la escasez de las cosechas hacían preferible que la uva se vendiera fresca.

Por su parte, el intendente Antonio Villaurrutia argumentó que, después de la ciudad de Guadalajara, la villa de Aguascalientes era ciertamente “la mejor población” de la provincia “por su sano temperamen-to y agradable situación” y que sus pobres vecinos se mantenían con el “producto de sus parras”, que siendo tan modesto “en nada perjudica al comercio de caldos de Castilla”. Según él, la mera idea de hacer más vino o aguardiente de uva era absurda, “por la ninguna cuenta […] que tendrían los cosecheros en alambicar este fruto cuando tiene más valor en racimo”.58

La victoria de los fabricantes de chinguirito

Los últimos meses de 1789 y todo el año de 1790 se dedicaron a levan-tar información adicional, de manera señalada el padrón de huertas. Parecía demostrado que éstas eran muy importantes para la economía del lugar, pero también que producían poca uva y menos vino, de ma-nera que en Madrid no debería haber motivo fundado de preocupación. A principios de 1791 todo parecía encaminarse hacia un “final feliz”, por lo menos desde el punto de vista de los fabricantes de chinguirito. En 1792 el futuro virrey Félix Calleja pasó varios meses en la villa for-mando un padrón de su población, que precedió de una “Descripción de la subdelegación de Aguascalientes”. En el documento hay muchísima información de detalle y algunas observaciones muy agudas sobre el carácter de las gentes del lugar, sobre todo la población trashumante. Sin embargo, en forma digamos que curiosa, habida cuenta de la importancia del tema y la polvareda levantada hacía no mucho por el escándalo, no dice una sola palabra sobre la producción de chinguirito. Caracteriza al lugar como “pueblo comerciante con proporciones”, ayudado por su ventajosa ubicación “en preciso paso para tierra adentro”. Los artículos que más se vendían eran “ropas de Puebla, géneros y vinos de Castilla”. La industria se reducía “a algunos fletes de recuas y la venta de frutos de las huertas, ambos de poca consideración”. En cuanto a las huertas dice que eran 140, “que producen muchas frutas de Europa, algún algodón y en las que se contienen 107 396 cepas, de cuyos frutos, después de vender la mayor parte en uva y conservas, se fabrican de 35 a 40 barriles de vino al año”.59 Adviértase que repite el número de cepas consignado en el padrón de 1789, aumenta algo el de huertas y reduce a la mitad el de barriles de vino. Insisto, porque me parece sospechoso, habida cuenta de su gran peso en la economía local: ni una sola palabra sobre las fábricas de chinguirito. Una de dos: o esas fábricas habían desaparecido súbitamente, lo cual por otros informes sabemos que no sucedió, o Ca-lleja, que debía saber que había una investigación en curso sobre el asun-to y se esperaba una resolución real, prefirió no adentrarse en esos terrenos; finalmente, no lo habían enviado a Aguascalientes a investigar la fabricación de bebidas prohibidas.

En cualquier caso, en el verano de 1792, cuando Calleja recorría la subdelegación, el rudo embate inicial contra los productores de chinguirito había quedado en “agua de borrajas”, no más que eso. La tozudez de los huerteros, su habilidad para evitar el golpe, la diplomacia de la que habían hecho gala al ganar para su causa a personajes importantes y su paciencia, habían logrado que el proceso se prolongara y que su propósito inicial de castigar la producción ilegal de chinguirito se disolviera en una confusa investigación sobre las huertas, sus cepas y su ca-pacidad para producir vino y aguardiente de uva. Desde luego, ello no hubiera podido lograrse sin la cooperación del cabildo, del cura párroco, del canónigo Díaz de León, del intendente Villaurrutia y de otros muchos funcionarios, todos los cuales compartían la idea de que en ningún mo-mento se había puesto en riesgo la hegemonía de los caldos peninsulares. Una vez más, en un marco de respeto impecable a las formas y tiempos legales, los ladinos productores locales de chinguirito habían logrado salirse con la suya.

Su triunfo pareció completo el 19 de marzo de 1796, cuando el rey Carlos IV expidió en Aranjuez una orden real que permitía la libre fabricación y comercio de chinguirito en toda la Nueva España. Según Loza-no Armendares esta medida recogía los argumentos de los novohispanos sobre el carácter ilusorio de la prohibición, los perjuicios que acarreaba a la agricultura y al erario y sobre todo el hecho de que la fabricación de chinguirito no afectaba de ninguna manera el comercio de vinos y aguardientes peninsulares.60 Como era esperable, se consideró un nuevo impuesto de 10 pesos a cada barril de chinguirito y se revisó el que pagaban los caldos peninsulares, esto con el propósito de estimular su exportación al virreinato. A fines de ese mismo año, el 9 de diciembre, el virrey Bran-ciforte publicó el Reglamento para la fábrica y venta de aguardiente de caña, que condensaba las esperanzas puestas en ese ramo de la economía, aunque no ignoraba las grandes dificultades que enfrentaría la empresa. Se autorizaba la operación de fábricas de aguardiente “en todas las par-tes del reino”, especialmente “en los ingenios y trapiches de las villas de Córdoba y Orizaba, Izúcar, Cuernavaca y Cuautla de Amilpas”. Sólo quedaba prohibida su operación “en las ciudades de México, Puebla, Veracruz, Oaxaca, Valladolid, Zacatecas, Guanajuato y Guadalajara”, así como “en las demás poblaciones grandes y reales de minas”, por la sencilla razón de que esos eran los lugares en los que más aguardiente se consumía y si éste se producía localmente no pasaría por las garitas y “se defraudarían a su Majestad crecidas cantidades”. A pie de fábrica cada barril quintaleño pagaría una “pensión” de 6 pesos, pero los que se consumieran en “el propio paraje en que esté situada la fábrica” pa-garían además la correspondiente alcabala; los que se exportaran causarían alcabala en los lugares en que fueran introducidos para su consumo. En su artículo 12 el reglamento decía que uno de los principales fines de la licencia concedida por el rey era “beneficiar a los pobres” que sólo producían “pequeñas cantidades” de aguardiente, por lo que se permitía la operación de sus fábricas, por insignificantes que fueran, siempre y cuando “observen las formalidades establecidas”.61

Estas medidas eran teóricamente benéficas para las fábricas de chinguirito de Aguascalientes, que eran de las permitidas y que además con-servaban su tradicional mercado en Zacatecas, Bolaños y demás reales de minas cercanos en los que se consumían grandes cantidades de aguardiente sin que pudiera producirse ni un solo barril. Si además era cierto, como se había dicho con insistencia, que muchos pobres obtenían por esta vía sus medios de subsistencia, de ellos también se había acordado el magnánimo rey.

Por si ello fuera poco, mediante una cédula fechada el 14 de agosto de 1796, que se publicó en la villa el 12 de febrero de 1797, el rey auto-rizó el cultivo de 107 396 cepas en las huertas de la villa y la fabricación de 80 barriles de vino de uva al año. Las cantidades corresponden, exactamente, a las que figuran en el padrón del 19 de diciembre de 1789. Además, liberó a los viñeros de “la pensión” o impuesto del 2% y les permitió reponer las cepas que se murieran, aunque ello se haría en for-ma limitada, sin sobrepasar “la posesión, número y terreno en que ac-tualmente está hecha la plantación, con prohibición estrecha en todo tiempo de que no se puedan aumentar, ni propagar con pretexto alguno, sin expreso real permiso, bajo las más serias penas”. Salvo esta última advertencia, que nadie tomó demasiado en serio, la cédula constituía una victoria rotunda para la villa. Si tenemos en cuenta que en realidad el lugar nunca había contado con permiso para cultivar vid y fabricar vino podemos aquilatar el verdadero valor de esta cédula, que reconocía y legalizaba una situación de hecho. Como dijo un poco después el procurador José Antonio Dávalos, “la piedad soberana del Rey […] se sirvió amparar a los vecinos de esta villa de Aguascalientes en la posesión de sus antiguas viñas”.62 En lugar de ordenar la destrucción de los viñedos y reiterar la prohibición de fabricar vino, el rey dictó una medida que claramente se acomodaba al gusto y necesidades de los cultivadores. Y en realidad el triunfo de éstos era todavía mayor porque sólo unos meses antes se había autorizado la libre fabricación de chinguirito, lo que implicaba la inmediata legalización de las fábricas clandestinas. Poco más de 12 años habían transcurrido desde aquellas angustiosas jornadas de diciembre de 1784 en las que los fabricantes de chinguiritos se habían visto obligados a derramar sus preciados caldos en las calles de la villa, lo que supuestamente había orillado a muchas viudas y doncellas a bus-car medios menos honestos de vida. Habida cuenta del gran número y la importancia que tenían esas destilerías en la vida económica del lugar, según explicaron con lágrimas en los ojos el cura de la parroquia, el procurador de la villa y muchos otros influyentes vecinos, las cédulas reales que autorizaban el cultivo de la vid, la fabricación de vino y la de chinguirito constituía un gran triunfo de los intereses locales.

Las dudas del subdelegado

Pero el gusto y la tranquilidad les duraron poco a los huerteros. Como quedó claro con el nuevo padrón que se formó en 1797, el número de cepas realmente cultivado era muy superior al autorizado en la cédula del 14 de agosto de 1796. En sí misma esa diferencia no constituía un problema en la medida en que los lugareños habían sabido encontrar a lo largo de todo el siglo la forma de coludirse con las autoridades para disimular el cultivo de la vid y usarlo como parapeto para fabricar chinguirito. El problema estribó en la actitud que asumió el nuevo subdelegado, el criollo Juan José Carrillo y Vértiz, que había tomado posesión de su cargo apenas unas semanas o meses antes de la publicación de la cédula real.63 Por razones muy entendibles, la élite local siempre había tratado de ganar para su causa a los alcaldes mayores, ahora convertidos en subdelegados. Aparentemente lo había logrado con el canario Herrera y Leyva, el antecesor de Carrillo, pero éste, tal vez por ser criollo, mostró un celo inusual y decidió poner bajo la lupa los negocios que se hacían en la jurisdicción a su cargo, señaladamente las huertas de la villa, que habían dado tanto de qué hablar durante los últimos años. Carrillo tenía experiencia, pues había sido subdelegado en Sayula, la jurisdicción más poblada de toda la extensa intendencia de Guadalajara.64 Además, había participado en el juicio de residencia que se le formó a Alejandro Vázquez de Mondragón, el último alcalde mayor que despachó en el lugar, lo que sugiere que tenía algún conocimiento de los asuntos locales.65 Siguiendo a Brading, Pietschmann y otros autores, la actitud que asumió Carrillo puede verse como una expresión de los cambios que se buscaban con el nuevo régimen de intendencias: la supresión de las antiguas alcaldías mayores, la mayor eficiencia del aparato burocrático y la correlación de fuerzas a nivel local.66

Hasta donde alcanzamos a entender, los huerteros interpretaron la cédula del 14 de agosto de 1796, que autorizaba el cultivo de 107 396 cepas y la fabricación de 80 barriles de vino, no de manera literal sino genérica. Su muy particular e interesada lectura de esa disposición implicaba que cada horticultor podía tener tantas cepas como cupieran en su heredad y pudiera regar. Después de todo, el padrón de 1789, que era la base de la cédula, no tenía un carácter exacto, sino aproximado, sobre todo por lo que tocaba al número de cepas. Como fue poniéndose en claro conforme avanzaron las pesquisas del subdelegado Carrillo, los huerteros decidieron que la cédula era casi una patente de corso, un permiso de orden general para que siguieran haciendo las cosas como les viniera en gana. En última instancia, si a lo largo de todo el siglo XVIII habían violado sistemáticamente la prohibición de fabricar chinguirito, ¿por qué ésta vez iba a ser diferente? ¿Por qué ceñirse a la letra de la ley si sus negocios congeniaban mejor con eso que ellos definían como su “espíritu”, es decir, “la subsistencia de este vecindario” y su felicidad en tanto que “vasallos” del rey? Después de todo, la villa nunca había teni-do permiso para cultivar vid ni fabricar vino y cuando ello se puso en evidencia, en el contexto de las investigaciones sobre la fabricación de chinguirito, lo que obtuvieron fue precisamente la legalización de sus plantíos. Según sugerían las evidencias, se trataba de un patrón preestablecido: ellos hacían las cosas de la manera que mejor se acomodaba a sus intereses, su conducta ilegal era finalmente descubierta y sometida a investigación, pero en forma sorprendente al final de cuentas no se les castigaba, sino que se les premiaba o amnistiaba declarando legal lo que siempre habían hecho; de pasada, ello fortalecía su convicción de que si bien su modus operandi no era correcto desde el punto de vista legal, desde luego era el más adecuado.

Lo que el subdelegado Carrillo tenía en su escritorio a principios de la primavera de 1797 era un rompecabezas: por un lado una cédula que autorizaba el cultivo de 107 396 cepas, ni una más; por el otro, la situación real de las huertas, en las que había muchas más cepas de las auto-rizadas, sin contar las que en preparación de la temporada de lluvias se estaban plantando. Se infería que las cepas autorizadas eran las que aparecían en el padrón de 1789, pero aquí empezaban los problemas porque a poco andar Carrillo averiguó que la información contenida en ese documento no era creíble. Además, había huertas formadas después de esa fecha que tenían sus cepas, otras habían cambiado de dueño y en muchas se habían sembrado sarmientos para reponer los que se habían perdido. Andaba por ahí un personaje importante, el recaudador de al-cabalas Jacinto López Pimentel, que explotaba a ojos vistas una huerta enorme, la más grande y rica de la villa, sembrada con miles de parras nuevas. Carillo se preguntaba cómo debía proceder. ¿Era siquiera posible conciliar la situación que tenían las huertas en 1797 con los términos de la cédula de 1796, que a su vez estaba basada en el padrón de 1789, el cual no era de ninguna manera una base fiable de información? ¿Cuántas cepas debía autorizar en cada una de las huertas que había en la villa? ¿Debían extirparse las cepas sembradas después de 1789, lo que ciertamente implicaría la ruina de muchas huertas? En cierta forma, los horticultores acabaron atrapados por sus propias mentiras: en 1789, en complicidad con el subdelegado Herrera y Leyva, declararon 107 396 cepas; ocho años después, el subdelegado Carrillo, que no parecía dis-puesto a entenderse con ellos de la manera tradicional, contaba las cepas huerta por huerta y exigía que se ajustaran al número autorizado (que era el que ellos mismos habían declarado).

El 1 de marzo de 1797, en una extensa carta que dirigió al fiscal de hacienda de la audiencia de México, Carrillo explicó que él no era sub-delegado en 1789, cuando se formó el padrón de huertas de la villa, y por lo mismo ignoraba “qué cantidad de cepas debe mantenerse” en cada una de ellas. Explicaba que “siendo éste un ramo de industria que año por año se ha aumentado” era muy difícil averiguar cuantas cepas tenía cada heredad en la época en que se formó el padrón, “porque cada individuo dueño de huerta lo negaría por la comodidad que le resulta y por el dolor que le causaría el destrozar o arrancar el crece”. Por otra parte, si se pidiera a cada propietario “la correspondiente justificación” los únicos perjudicados serían los pobres, “por la mayor facilidad que tienen los ricos en probar lo que quieren”. También decía que según sus indagaciones “la cantidad de barriles de vino que se fabrican con lo producido de dichas viñas es excesivo al de los ochenta que se informó a su Majestad, ya sea porque los dueños de huertas se han dedicado a darle este destino a la uva o porque hayan aumentado sus viñales”. Sobre este y muchos otros detalles, decía el subdelegado, “vuestra Excelencia se servirá prevenirme lo que sea de su superior agrado”.67

Una tan inmensa y desmedida huerta cual no se ha visto en esta villa

La situación de los viñedos puede ejemplificarse con el caso del ya men-cionado Jacinto López Pimentel. Este individuo era originario del pequeño puerto de Sanlúcar de Barrameda, en Andalucía, el lugar preciso donde desemboca el Guadalquivir. Muy joven emigró a la Nueva España y después de probar suerte en la ciudad de México y en la de Guadalajara fijó su residencia en la villa de Aguascalientes, donde obtuvo el cargo de receptor de alcabalas. En el contexto de la transformación del sistema fiscal del reino se habían creado nuevas aduanas, que tenían en parte el propósito de arrebatar a los comerciantes locales el control de los impuestos y elevar la recaudación. Una de ellas era la de Aguascalientes, de la que López Pimentel se convirtió en administrador en 1789. El andaluz aprovecho su influyente cargo para tejer rápidamente una ex-tensa red local de complicidades que le permitió iniciar toda clase de empresas. Sin mucho éxito probó suerte introduciendo ropa y otros géneros en el real de Bolaños, luego montó “una negociación de carretas” y después hizo “unas cuantiosas labranzas de semillas”. Lo ayudaba mucho su carácter “inquieto y caviloso”, su natural y al parecer irrefrenable propensión a los negocios y el hecho de que formaba parte de la pequeña e influyente comunidad peninsular que por entonces radicaba en Aguascalientes y tenía controlado casi por completo su comercio.68

Como era de esperarse, López Pimentel se involucró en el manejo de los asuntos públicos y se convirtió rápidamente en uno de los hombres más ricos y prominentes de la localidad.69 En 1793 figuraba en el cabildo como síndico procurador y encabezó diversas gestiones para construir una cárcel pública, invirtiendo en esa obra el remanente del fondo de propios. En 1796 fue nombrado administrador de este fondo, lo que le permitió regular el riego de las huertas. Según hemos visto el agua escaseaba con mucha frecuencia, lo que volvía singularmente poderoso al regidor que tenía la facultad de distribuirla, pues podía favorecer a algu-nos huerteros y perjudicar a otros. Las leyes prohibían que los funcionarios de las aduanas se involucraran de esta manera en los órganos de poder locales, pero eso era algo que a nadie le importaba en Aguascalientes, o tal vez se pensaba que por alguna razón López Pimentel estaba exceptuado del cumplimiento de esas disposiciones.70

En el tema del agua López Pimentel era juez y parte. Persuadido del gran potencial que tenía el negocio de las huertas trabajó de manera sistemática e invirtió regulares cantidades de dinero hasta convertirse en el horticultor más importante de la villa. La primera adquisición que tenemos documentada es la que hizo en mayo de 1794: “una huerta cercada de tapia y zanja”, con una superficie de poco más de 11 solares, sembrada “con algunos árboles frutales”, que le vendió Juan Mazón en 516 pesos. En el contrato se fijó como condición la obligación del com-prador de “usar de la cañería que hizo el vendedor para conducir el agua” a otra huerta que tenía Mazón “en los altos de Triana”.71 En julio de 1796, cuando López Pimentel ya era administrador de propios, Mazón le traspasó otros “dos pedazos de tierra” ubicados “a extramuros de la villa, en el barrio de Triana”, en total 8 solares que colindaban con el predio anterior.72 Antes le había comprado a José Quijano Velarde los 5 solares que componían el “puesto del Magueyal”, en el barrio de Triana, en 350 pesos.73 Finalmente, en enero de 1797, el regidor perpetuo Manuel Gutiérrez Solana, peninsular como él, le vendió “una casa y huerta de árboles frutales”, equipada con diversas dependencias y un “pozo de soga”, en 400 pesos. Esta finca colindaba con las que ya tenía, de mane-ra que en pocos años el recaudador de alcabalas había logrado redondear una de las más extensas y mejor situadas huertas de la villa.74 En pocas palabras “una tan inmensa y desmedida huerta cual no se ha visto en esta villa, ni hay ninguno que la tenga”.75

La Huerta de jacinto lópez pimentel en el barrio de triana

FECHA  VENDEDOR  EXTENSIóN  PRECIO  DESCRIPCIóN 
17-05-1794  Juan Mazón  11 solares  516 pesos  Huerta cercada de tapia y zanja con algunos árboles frutales en el barrio de Triana 
1-07-1796  José Quijano Velarde  5 solares  350 pesos  Sitio del Magueyal, en el barrio de Triana 
2-07-1796  Juan Mazón  9 solares  250 pesos  Pedazos de tierra sin cultivo en el barrio de Triana 
19-01-1797  Manuel Gutiérrez Solana  2 solares  400 pesos  Casa con huerta de árboles frutales, corral y pozo de soga en el barrio de Triana 
4 adquisi- ciones    27 solares  1 516 pesos   
Fuente: AHEA-FPN, caja 32, exp. 5, f. 62v-64; caja 33, exp. 3, escritura 8, f.14; caja 33, exp. 3, escritura 9, f.15-16; caja 34, exp. 2, f.6-7.

Observemos que la última de las escrituras referidas fue otorgada ante Juan José Carrillo, el nuevo subdelegado, de manera que éste con-taba con información de primera mano sobre las inversiones del andaluz, lo que le resultó muy útil un poco después, cuando se le pidió que for-mara un nuevo padrón de las huertas de la villa. En la carta que le man-dó al fiscal de hacienda el 1 de marzo de 1797, que citamos unos párrafos atrás, Carrillo no se anduvo por las ramas:

el receptor de alcabalas de esta villa, don Jacinto López Pimentel, antes de la publicación del bando [sobre el número de cepas auto-rizadas y la prohibición de nuevas siembras, 17 de febrero de 1797], en una desmedida huerta que está levantando ya tenía plan-tados muchos miles de cepas, y que aunque ha tenido noticia del bando y de su prohibición ha seguido y aún sigue plantando otros muchos miles, cuales puedan acomodarse en una heredad tan ex-tensa como la que ya tiene bardeada de 195 varas por el oriente, 174 por el sur, 270 por el poniente y 195 por el norte, en cuyo terreno, por un cómputo regular, a excepción del que ocupe la hortaliza y árboles frutales, queda hueco competente para muchas más de treinta mil cepas.76

El subdelegado se preguntaba por las intenciones del receptor de alcabalas al sembrar “tan excesivo número de cepas” y la respuesta le parecía clara, casi obvia: “establecer un giro de negociación en fábricas de vinos y aguardientes”. Ello le estaba prohibido en su carácter de ad-ministrador de rentas reales, pero además “causaría notabilísimo perjuicio a el que como ramo de su industria han mantenido para subsistir los pobres huerteros”. A ello se añadía que López Pimentel, en su carácter de “mayordomo de los propios de esta villa”, tenía a su cargo el reparto del agua para el riego de las huertas, “y siendo dicha su heredad la más cuantiosa, es de creer que apropiándosela primero para el regadío de sus plantíos” dejaría perecer otras huertas y a sus dueños en la miseria. Por si todo ello fuera poco, en algo que ya era un embate ad hominem, Ca-rrillo decía que López Pimentel “a mañana y tarde” estaba ocupado en el cuidado de su huerta, la cual se ubicaba extramuros de la villa, “a una considerable distancia de su casa”, lo que implicaba que desatendiera sus obligaciones de recaudador de alcabalas y perjudicara gravemente los reales intereses. Al subdelegado le parecía evidente que “este exceso tan irrespetuoso” merecía que se aplicara a López Pimentel la multa de 200 pesos prevista para quienes contravinieran la cédula real sobre cepas autorizadas y nuevos plantíos, apercibiéndolo “con la severidad que merecía”. Sin embargo, no había hecho nada, disuadido por el “orgullo, altivez y despotismo” de López Pimentel, lo que con certeza “había de ocasionar un lance en el cual, después de perderme el respeto al empleo, me había de poner tal vez en la precisión de proceder a su arresto, y a otras actuaciones”. Para evitar un “escándalo” y perjudicar la recaudación de alcabalas, de la que López Pimentel era responsable, Carrillo prefería informar con detalle al virrey y esperar nuevas instrucciones.77

Como era de esperarse, la actitud dubitativa de Carrillo enfureció a sus destinatarios, que arribaron a la conclusión de que el subdelegado le tenía miedo al recaudador de alcabalas y que, en la práctica, supeditaba su autoridad a los caprichos y el tráfico de influencias de la élite local. En respuesta, con fecha 15 de marzo de 1797, le ordenaron al subdelegado que de inmediato informara “cuál es el efectivo número de viñas y cepas que hoy existen en las huertas de Aguascalientes, especificando el que incluye cada huerta o viña de cada vecino en particular”, así como el número de barriles de vino que se estaban fabricando anualmente. En cuanto a López Pimentel, se le hacía saber a Carrillo “cuán del superior desagrado de V. E. ha sido la vergonzosa timidez con que se ha manejado en cumplimiento de una resolución tan respetable”, advirtiéndole “que si reincide en semejante defecto será forzoso calificarle por del todo inepto para el desempeño de su encargo”. De inmediato, “acompañado de suje-to de notoria probidad”, Carrillo debía recoger información relacionada con la viña del recaudador de alcabalas “y resultando de ella la notoriedad de la infracción” le aplicaría sin más miramientos la multa de 200 pesos prevista en el bando del 14 de agosto de 1796 y le ordenaría que arrancara todas las cepas sembradas después de esa fecha, cosa que tendría que hacerse “dentro del perentorio término de veinticuatro horas”.78

Apremiado en estos términos, el subdelegado no tuvo más remedio que iniciar las diligencias, para lo cual se hizo acompañar de José Quija-no Velarde, capitular más antiguo del ayuntamiento y, por casualidad, uno de los que le habían vendido tierras a López Pimentel en el barrio de Triana. Antonio Jiménez, hortelano, declaró que el recaudador de alcabalas “tiene una huerta de arboleda, hortaliza y plantío de viña”; que antes tenía 3 000 cepas, pero que había “mucha gente” sembrando nuevas y pronto serían 13 000. Del mismo parecer fue José Rogelio Esparza, quien aseguró que en la huerta de López Pimentel “la gente operaria estaba surcando la tierra para poner los sarmientos”. José Gerardo Ruiz, em-pleado de López Pimentel, dijo que las cepas se habían empezado a plantar hacia cosa de tres años, porque antes sólo había árboles frutales.79

Estos testimonios permitieron al subdelegado arribar a la conclusión de que López Pimentel había violado de manera flagrante la disposición real sobre el número de cepas permitido en la villa, por lo que le impuso la multa prevista de 200 pesos. En este trance la habilidad del andaluz se puso de manifiesto, pues aunque no le mostraron la “orden” la acató y pagó la multa, aunque aclaró que no lo hacía porque se creyera culpable, sino por “evitar las consecuencias ruidosas que podrían resultar” de una negativa.80 Esta astucia, que había dejado a salvo la autoridad del subdelegado y le había ahorrado un escándalo al receptor de alcabalas, parece haber descontrolado a Carrillo, que tal vez esperaba otra respuesta del temperamental andaluz. De todas formas, como temía que, valido de su posición oficial, López Pimentel pudiera “informar siniestramente al virrey”, Carrillo decidió ampliar sus pesquisas y probar que el agua del manantial del Ojocaliente se empleaba de manera preferente para regar la enorme huerta que López Pimentel tenía en el barrio de Triana, al mismo tiempo que se restringían los riegos a los huerteros pobres. José Tiburcio Marín de Peñaloza dijo que tenía dos meses sin poder regar sus siembras, y ello en la estación más calurosa del año, lo que había provocado que la cosecha se perdiera por completo. La razón de ello era que López Pimentel, en su carácter de mayordomo de propios, disponía que se regara con preferencia su huerta, la cual era tan grande que necesitaba tres o cuatro días de agua. En el mismo sentido se expresaron otros pequeños cultivadores como Vicente de Ávila y José Nepomuceno Valdés, aunque hubo algunos que se mostraron más precavidos y dijeron que no tenían evidencia de esos abusos. José Antonio Sánchez declaró incluso que López Pimentel había construido una noria o pozo, aunque en un paraje más bajo que el que ocupaba la viña, la cual, por consiguiente, “sólo podrá regarse con el agua del Ojocaliente”.81

Al subdelegado le pareció que todo ello constituía una demostración contundente de los abusos de López Pimentel y de la forma en que su am-bición estaba arruinando la actividad económica más antigua y tradicional de la villa. En su correspondencia oficial asentó que había otros muchos huerteros que se habían presentado espontáneamente a declarar en contra de López Pimentel, pero que no los examinaba “por no abultar más este expediente, teniendo como tiene por bastante la información recibida”.82

Los testimonios sobre los abusos de López Pimentel con el agua fueron levantados entre el 3 y el 4 de julio de 1797. Sólo tres días después el subdelegado parece haber reconsiderado el asunto, pues refirió las grandes dificultades que había tenido para practicar sus diligencias, sobre todo el hecho de que a fin de averiguar la verdad los testigos habían tenido que ser interrogados en forma “capciosa”, pues de otra manera “el terror [sic] que todos le tienen al receptor”, los habría obligado a mentir. Gracias a su “astucia y sagacidad”, López Pimentel tenía “dominados a su arbitrio a los demás individuos que componen esta república”. Peor aún, lo que había entre el receptor y los hombres ricos e influyentes del lugar era un acuerdo que incluía mutuos beneficios, aunque con seguridad iba en perjuicio de los intereses reales:

La alianza que tiene con todos los individuos que componen este Ayuntamiento, quienes unos porque son mercaderes y los otros hacenderos, como todos ellos necesitan de su favor para sus igua-las de alcabalas y apuros de las memorias de ropa que introducen para el surtimiento de sus tiendas, y a más de esto, como con su astucia y labia los tiene embelesados y verdaderamente domina-dos, y más a los que componen la junta municipal, hizo que lo nombraran de administrador de los propios, contra lo mandado por el superior gobierno.

Si las cosas eran así, si todos eran clientes de López Pimentel y es-taban a sus expensas, ¿quién se iba a atrever a hacer declaraciones en su contra? Al subdelegado, que había decidido romper lanzas contra el cabildo, la respuesta le parecía evidente. Para él, que en esta diatriba quería presentarse como un campeón de los intereses reales, era claro que el propósito de López Pimentel era montar “cuantiosas fábricas de vinos y aguardiente, con perjuicio de los que hasta ahora se han sostenido de este arbitrio” y grave daño del pueblo, “que ya escasamente halla verduras para su gasto, por haberles dicho receptor escaseado el agua a los que se dedican a poner sus hortalizas en los huecos de sus huertas”. El sub-delegado añadía que, “tanto en sus concurrencias públicas como privadas”, el andaluz lo denigraba y se burlaba de su autoridad, lo que constituía un mal ejemplo y fomentaba la desobediencia. En resumen, López Pimentel era un hombre codicioso “e inclinado a todo género de comercio”, que había causado grandes daños a la paz y tranquilidad públicas, “pues con su genio díscolo trae de continuo perturbados los ánimos y fácilmente los conspira a cualesquiera idea que se propone”; su influencia era tan grande y su control del cabildo tan absoluto que sólo una intervención directa del virrey podría “contener el orgullo, altivez y despotismo con que se maneja este receptor”.83

Una de las primeras cosas que hizo López Pimentel en su defensa fue darle un poder especial a Blas de Argán, “procurador de los reales consejos de la villa y corte de Madrid”, para obtener una “licencia para un nuevo plantío de viñas de diez mil cepas”.84 La gestión era extemporánea, pues no se trataba de cepas que quisiera plantar, sino de las que ya había plantado en su huerta del barrio de Triana, pero la solicitud podía esgrimirse como prueba de que el receptor de alcabalas estaba procediendo de buena fe, gestionando para su viña el amparo real. Por otra parte, en forma oblicua implicaba la aceptación de que la acusación principal que le hacía el subdelegado era cierta.

Además, López Pimentel presentó un par de vigorosos alegatos85 asegurando que las acusaciones en su contra tenían su origen en “la enemistad y emulación” que le profesaba Carrillo, motivadas por el he-cho de que el recaudador, en cumplimiento de su deber, había objetado la solvencia de uno de los fiadores que presentó Carrillo cuando tomó posesión de su cargo de subdelegado. A esa animosidad se añadían los “resentimientos” del regidor José Quijano Velarde, quien había sido demandando por el andaluz por ciertas irregularidades relacionadas con la huerta del barrio de Triana que le compró. Según López Pimentel, Carrillo y sus testigos habían preparado informes “siniestros”, que tenían el propósito de “desconceptuar la buena opinión de este administrador, tan apto y benemérito en el real servicio, como provechoso a los aumentos de la real hacienda”. De hecho, sólo ellos y el administrador del taba-co, Juan Manuel Cernadas, tenían “prevenciones” contra López Pimentel pues el resto del vecindario estaba de su lado, y no debido a sus astucias y engaños, como pretendían sus enemigos, sino gracias a “su buena con-ducta, urbanidad y demás recomendables circunstancias de que se halla adornado”.

Haciendo gala de ese complejo de superioridad tan característico de los peninsulares que vivían en la Nueva España, López Pimentel descalificó los testimonios esgrimidos en su contra diciendo que no provenían de gente “principal”, sino “del común”; gente “inferior”, de baja extracción, “plebe” y por lo mismo poco creíble, que para colmo había sido engañada con preguntas “capciosas” y mal intencionadas. En su lugar, debía invocarse el testimonio de “personas imparciales, fidedignas, caracterizadas, eclesiásticos y demás principales del lugar”.86 Carrillo había procedido alevosamente buscando entre los hortelanos a “aquellos que tenían algún motivo, aunque injusto, de resentimiento con él”. José Antonio Sánchez estaba enojado porque López Pimentel le había negado agua para construir su casa. Vicente Ávila y Nepomuceno Valdés maltrataban al repartidor y robaban agua. José María López estaba resentido porque se le había negado riego a su huerta porque no estaba empadronada. Todas las acusaciones eran falsas, empezando por la de haber violado el bando que fijaba el número de cepas y prohibía nuevas siembras, pues lo que en realidad hizo López Pimentel fue trasplantar cepas que había sembrado desde el año anterior. En cuanto a las anomalías en el reparto de aguas para riego, el administrador de propios argumentaba que las mercedes estaban asignadas en el padrón de huertas y que cada propietario

riega lo que puede y le alcanza con la merced que tiene, y si es tan imprudente que haya plantado más de lo que puede regar, lo per-dería, y se imputará el daño a su imprudencia, mas no por eso se le dará más agua de la que tenga por merced en el padrón o repartimiento de ellas.

López Pimentel añadía que su huerta contaba con cierta merced, pero que se ayudaba con el agua extraída de una noria que había cons-truido “con su industria y dinero”. El agua era conducida a la viña por medio de una “arquería que hace muchos años fabricó al efecto” el anterior dueño de la huerta, Juan Mazón. Lejos de perjudicar al bien común, esa obra suponía un beneficio para la villa, porque de ahí se surtían en ocasiones los particulares y porque su dueño, que tenía su propia agua, dejaba “al beneficio del común algunos riegos que le corresponden”. En términos que se antojan inverosímiles, precisaba que el cultivo de su huerta no le reportaba ninguna utilidad, sino que era tan sólo un “obje-to de recreo, diversión y desahogo”, que desde luego no lo distraía del cumplimiento de sus deberes como recaudador de alcabalas.

La inexplicable multiplicación de huertas y cepas

Al mismo tiempo que denunciaba los abusos de López Pimentel, el sub-delegado se puso a hacer el padrón de huertas que de manera apremiante se le exigió. Una comisión formada por José Antonio Jiménez, Lázaro Montoya y Laureano López, vecinos de la villa, el tipo de gente despreciado como “inferior” por el recaudador de alcabalas, fechó el 27 de junio de 1797 el “reconocimiento de huertas, sus terrenos, número de viñas que cada una tiene y los dueños a quienes pertenecen”.87 Se trata del más completo e informado padrón que conocemos para la época virreinal. Al parecer está basado en un registro previo, que seguramente se conservaba en los archivos del cabildo, casi con certeza el padrón que permitía regular los riegos, porque se precisan las cepas “plantadas después de 1791”. El resultado fue sorprendente, en cierta forma una reedición de las diligencias que a fines de 1784 pusieron en evidencia que la villa toda estaba convertida en una enorme fábrica de aguardientes contrahechos. Esta vez lo que se descubrió fue que el padrón de 1789, que había sido la base de la clemente medida real del 14 de agosto de 1796, que autorizaba el cultivo de 107 396 cepas, el total de las que supuestamente estaban cultivadas, había sido trucado y, además, que en ningún momento los viñe-dos habían dejado de crecer.

Según el nuevo padrón, en la villa había 171 huertas, que ocupaban una extensión de 285¾ solares y tenían sembradas 279 898 cepas, casi el triple de las autorizadas por el rey. Como la merced real se refería al número de cepas y no al de huertas o a la extensión de los cultivos, ahí radicaba el desacato de los vecinos de la villa, que parecía enorme. No un pequeño y comprensible abuso, sino una burla descomunal en agravio de Su Majestad. En 1789 se contaron 104 huertas y 107 396 cepas; dos años después, a pesar de que había una investigación en curso y se esperaba la sentencia, lo que debía inducir a la prudencia a los viñeros, ya había 141 huertas y 235 798 cepas. Una de dos, o los plantíos habían crecido vertiginosamente o la información enviada a Madrid era falsa. En realidad no conocemos los registros de 1791, pero a la luz del padrón que se levantó en 1797 parece obvio que en 1789 los cultivadores influyeron en el ánimo del subdelegado Herrera y Leyva y lograron que en el padrón que se envió a Madrid se rebajara el número de huertas y sobre todo el de cepas. Ellos tenían buenas razones para temer que si consignaban el número real de cepas la paciencia real se agotara y se les castigara con rudeza; el tamaño de su falta parecía directamente proporcional al número de cepas cultivadas, pues en realidad ni ellos ni el cabildo habían podido exhibir el permiso oficial que tenía el lugar para cultivar vid y fabricar vino. Sencillamente esa licencia no existía y su inexistencia era la fundada base de los temores de los viñeros. No podían imaginar que el bondadoso soberano acabaría perdonándolos y autorizando el cultivo de tantas huertas y cepas como habían declarado. ¡Todo parecía producto de una lamentable confusión! Si ellos hubieran adivinado el desenlace de las pesquisas y el sentido de la cédula real de 1796 la información del padrón de 1789 hubiera sido veraz y se hubieran ahorrado el enfrentamiento de 1797 con el subdelegado Carrillo, el reinicio de las investigaciones sobre sus abusos y las explicaciones imposibles.

En su “Descripción de la subdelegación de Aguascalientes”, que fechó el 15 de junio de 1792, Félix Calleja consigna que en la villa había 140 huertas, “en las que se contienen 107 396 cepas”.88 Curiosamente, es el número de cepas “oficial”, el mismo que se consignó en el padrón de 1789, pero no el de huertas. La inconsistencia tal vez es reveladora de la doble contabilidad que había en el ramo de Propios. A un visitador, encargado además de formar no un padrón de las huertas de la villa, sino uno de la población de la subdelegación, podía ocultársele con relativa facilidad el número real de cepas, pero no el de huertas, que incluso físicamente eran fáciles de contar.

Lo que parece probado a la luz del padrón formado en junio de 1797 es que las huertas y sobre todo los plantíos de vid nunca dejaron de crecer. Si se comparan los datos de este padrón con el de 1789, resulta que las huertas crecieron en 40% y las cepas en 160%, pero en realidad, como conocemos (parcialmente) el padrón de 1791, podemos afirmar que el crecimiento fue más suave y gradual. Entre 1791y 1797 las huertas y la extensión de los cultivos crecieron en 21%, mientras que las cepas lo hicieron en 19%. Entre las huertas “plantadas después de 1791” figura de manera prominente la que tenía el recaudador de alcabalas Jacinto López Pimentel en el barrio de Triana, con una extensión de 13.75 solares y 13 780 cepas, una cantidad nada despreciable, el 13% de todas las que tenía autorizadas la villa, aunque en realidad ni una sola cepa era de las amparadas por el bando real. En general, las huertas y cepas de más reciente plantación se concentraban en los barrios de Triana y Texas; en el de San Marcos y en el casco antiguo de la villa el crecimiento era mínimo. Ello era lógico, pues la tierra que podía incorporarse a la actividad productiva se encontraba extramuros de la villa, en el perímetro todavía no urbanizado. Los cultivos en el barrio de Triana databan de las prime-ras décadas del siglo XVII, pero en el de Texas eran mucho más recientes; de hecho, el barrio mismo apenas se estaba formando y su crecimiento como zona de huertas recordaba vivamente lo que había pasado antes en Triana.

Huertas en la villa de aguascalientes a fines del siglo xviii

BARRIO  178917911797
  CANTIDAD  CEPAS  CANTIDAD  EXTENSIóN  CEPAS  CANTIDAD  EXTENSIóN  CEPAS 
Triana  n.d.  n.d.  28  69¾  68 188  39  91¾  89 564 
Texas  n.d.  n.d.  68  128  127 233  84  153  151 132 
San Marcos  12  5 205  26  13½  12 193  26  13½  12 193 
Villa  n.d.  n.d.  19  24½  24 184  22  27½  27 034 
Totales  104  107 396  141  235¾  235 798  171  285¾  279 923 
Fuente: “Razón de las huertas que tienen viña en esta villa con expresión de las cepa de que se compone cada una” (19 de diciembre de 1789) y “Reconocimiento de huertas, sus terrenos, número de viñas que cada una tiene y los dueños a quien pertenecen” (27 de junio de 1797), AGN, Industria y comercio, v. 17, f. 112-113 y f.148-153. La extensión está indicada en solares: un solar=2 500 varas cuadradas=1 756 metros cuadrados. 235 ¾solares=41 3977 hectáreas; 285¾=50 177 hectáreas. El padrón de 1789 no indica la extensión de las huertas.

Carrillo remitió el nuevo padrón a la ciudad de México acompaña-do de un oficio en el que subrayaba la enorme diferencia entre las cepas autorizada por el rey y las que había en realidad, ello sin contar “las que hay plantadas en las huertas de las haciendas”. El subdelegado ignoraba “cómo o en qué forma se ha verificado este exceso”, pero le quedaba claro que ello contravenía en forma escandalosa las disposiciones reales. En cualquier caso eso lo iban a tener que explicar los viñeros, que deberían nombrar un apoderado que los defendiera legalmente. En cuanto al administrador de alcabalas López Pimentel, como se había instruido contra él un “expediente particular”, tendría que defenderse por su cuenta y “responder al cargo que le resulta” por contravenir el bando sobre cepas autorizadas en la villa. El único tema en el que muy a su pesar acabó dándoles la razón a los huerteros fue en el de la producción de vino. En contra de lo que había supuesto descubrió que anualmente se fabricaban 83 barriles, apenas tres más de los permitidos, “y aunque es de notar el que sea tan corto, habiéndose indagado en qué consista, según el sentir común es el que teniéndoles más utilidad a los dueños de las huertas el sacar a vender las uva a los reales de minas comarcanos”, e inclusive en lugares tan lejanos como Guadalajara, en donde también expendían “dulce de uvate”. Ello reportaba “más utilidad” que “sacar vino de la uva”, a más de que en la villa entraba “crecido número de barriles del territorio de Parras”, que en términos de calidad y precio representaban una competencia muy desventajosa para los productores locales. De hecho, como se había informado con anterioridad, “el vino local […] como tan a propósito, se gasta tan solamente para celebrar”.89

De acuerdo al guión conocido, la defensa de los viñeros infractores corrió por cuenta del procurador de la villa, Pedro José Antonio Dávalos, que en el acostumbrado tono quejumbroso imploró “la piedad soberana del rey” y trató de explicar lo inexplicable y de defender lo indefendible. El nuevo padrón era claro y por lo visto inobjetable: en la villa había 171 huertas de viñas y se cultivaban 279 898 cepas, o sea, casi el triple de las autorizadas. Como es natural, los huerteros temían que se ordenara la destrucción de todas las cepas que no constaban en el padrón de 1789. La prosa del procurador es escurridiza y esquiva, es obvio que le resultaba muy difícil edulcorar la cruda verdad y defender adecuadamente a los vecinos de la villa, que una vez más se habían burlado olímpicamente de las indicaciones reales. Suponiendo tal vez que a fuerza de repetirse las mentiras acaban convirtiéndose en algo parecido a la verdad, dijo que “desde su erección” [de la villa] se habían establecido viñas “con licencia superior del gobierno de este reino [de la Nueva Galicia]”. Con la uva producida se hacía vino, es verdad, pero poco, no más de 80 barriles, “que se invertían en misas y otros usos”. Las cepas locales no eran “tan feraces y productivas como lo son las de los dominios de España”, por lo que “ningún perjuicio podía inferírsele” al comercio de los vinos y aguardientes peninsulares. Por lo demás, las huertas eran el sostén principal del ramo de propios, pagaban alcabala y diezmo y, en resumen, aseguraban “la subsistencia de este vecindario”. Imponerles nuevos gravámenes sería tanto como “reducir a miserable estado una villa digna de sostenerse como de la primera atención de esta provincia”. Por fin, después de muchos inútiles rodeos, el procurador intenta un acto de verdadero ilusionismo y declara: “es visto que todas las [cepas] comprendidas en el reconocimiento están amparadas por su Majestad”. O sea, por el simple hecho de haber sido sembradas y registradas en un padrón las viñas de la villa contaban con la protección real, sin importar que la cédula de 14 de agosto de 1796 dijera otra cosa. Tener o no permiso para cultivar vid y fabricar vino era lo de menos: lo verdaderamente importante era el fondo de propios de la villa, alimentado por las huertas; el abasto de uva, frutas y legumbres de “todos los lugares inmediatos”; y en última instancia “el aumento y felicidad” de los vecinos del lugar. Por todo ello, según la curiosa lógica del procurador, no debía ordenarse la destrucción de las cepas excedentes, “por ser tan de grave daño a tanto infeliz, que a expensas de un afán personal las han plantado para su subsistencia y la de sus familias”.90

Por su parte, el recaudador de alcabalas Jacinto López Pimentel, imputado como “uno de los principales contraventores” del bando real, argumentó que la villa de Aguascalientes era un lugar de “mérito y recomendables circunstancias”, después de Guadalajara, la “primera población de la Nueva Galicia”, y que obligarlo a él y a los demás viñeros a arrancar las cepas excedentes sería tanto como arruinarla. Con argumentos que evocaban los esgrimidos por quienes años antes habían defendi-do la fabricación de chinguirito, el andaluz decía que esas medidas eran contrarias al interés real y que la protección y el aumento del cultivo de la vid asegurarían el honesto sustento de muchos vecinos de Aguascalientes y la prosperidad de la villa; estrechar ese ramo de la agricultura sería tanto como provocar la ruina de “un lugar tan considerable, con perjuicio de tantas familias”, sin considerar los daños inferidos a la real hacienda, porque de los afanes de los hortelanos “percibe su Majestad sus derechos de alcabalas, pagan diezmos y primicias en que también interesa el soberano, y la pensión de propios en beneficio del público”. En realidad, lo que hacía López Pimentel era defenderse a sí mismo, pues no dejaba de reconocer que había puesto mucho empeño en mejorar su huerta, en la cual había plantado “considerable número de cepas”, alcanzando un total de 13 780, exactamente las consignadas en el padrón, lo que es una prueba más de la veracidad de este documento. Claro, todo lo había hecho de manera inocente, antes del 12 de febrero de 1797, cuando se publicó en la cédula real que fijaba el número de cepas auto-rizadas en la villa y la prohibición de hacer nuevos plantíos. En su opinión, ni él ni nadie debían arrancar las cepas excedentes, porque ello iba “en perjuicio de su Majestad”; más razonable sería dar cuenta “del aumento de cepas encontrado ahora, implorando la gracia o permiso de ellas, por las muchas razones de conveniencia que de su subsistencia resultan a la villa, a sus vecinos, al estado y al real erario”. Pretender que él y los demás viñeros afectaban con su industria el comercio de los vinos españoles era absurdo, pues sólo se fabricaban 80 barriles de vino al año, destinados “a celebrar el sacrificio de la misa”. Aparte de ese piadoso objeto, que era el principal, la uva se vendía como fruta fresca o se utilizaba para hacer dulces. Según el recaudador de alcabalas ya no se fa-bricaba chinguirito, a pesar de la reciente publicación del bando real que legalizaba su producción. Para terminar, libre como estaba de cualquier culpa, López Pimentel pedía que se le devolvieran los 200 pesos de la multa que le había impuesto el subdelegado.91

El planteamiento es curiosísimo, pues finge ignorar que el rey acababa de conceder a la villa exactamente lo que se le había pedido: hubo una investigación (1784) y se descubrió que el lugar estaba poblado de viñas que carecían de permiso real; en lugar de ordenar su destrucción, el rey autorizó el cultivo de tantas cepas como se declararon en el padrón de 1789. Sin embargo, en junio de 1797, apenas unos meses después de publicada la clemente cédula real, se descubrió que había casi tres veces más cepas de las autorizadas, pero los viñeros, en lugar de reconocer su abuso, piden un nuevo recuento y el permiso para todas las que hubiera. Concretamente, la viña de López Pimentel, a quien en su carácter de receptor de alcabalas le estaban prohibidas estas granjerías, era la mayor de la villa y tenía 13 780 cepas, todas ilegales desde el momento que habían sido sembradas después de 1791. Sin apenas ruborizarse, el andaluz dice que se le multó injustamente y pide que se autorice el cultivo de todas esas cepas, ni una menos. Más que cinismo, lo que nos parece que subyace en estos planteamientos es la visión ampliamente compartida en una pequeña villa de tierra adentro sobre las instituciones encargadas de administrar justicia y el sentido y alcances que tenían las medidas que adoptaban. No se trataba de cumplir o acatar la ley (una cédula real), sino de explicar por qué las cosas eran de otro modo y de hacer ver la conveniencia de que el rey, los tribunales y las autoridades locales ajustaran su proceder a los hechos. Con ligeras variantes, se trata del mismo argumento esgrimido en su defensa, doce años antes, por los fabricantes de chinguirito. Como ha señalado Margadant, las leyes de Indias eran imprecisas e incluso contra-dictorias, a lo que en muchas regiones aisladas se sumaba “la escasez de letrados y de libros de derecho”. En Aguascalientes y otras villas de tierra adentro muchas costumbres pugnaban con el derecho escrito, pero los contraventores no necesariamente se sentían en falta. “Cuando la autori-dad se daba cuenta de la existencia de tal costumbre y no se oponía, los autores generalmente consideraban que la costumbre debía prevalecer sobre el derecho escrito”.92

Desenlace

Lo que más sorprende es conocer el desenlace de este pleito, mejor dicho la falta de un desenlace formal. Pasó el tiempo sin que llegaran nuevas noticias a la villa de Aguascalientes. El subdelegado Carrillo había pues-to toda su autoridad y su capital político en el enfrentamiento con la villa, los viñeros y el recaudador de alcabalas. Se enajenó todas las simpatías que podía haber tenido en el lugar, al grado de que el 22 de septiembre de 1797 el cabildo en pleno optó por denunciar ante la audiencia de Guadalajara “las continuas desavenencias que está formando don Juan José Carrillo subdelegado de esta jurisdicción”, y pedir que se adoptara “la providencia que estime de justicia”.93 En otras palabras, pedían la remoción del subdelegado que por exceso de escrúpulos, tozudez o torpeza se empeñaba absurdamente en el cumplimiento puntual de ciertas disposiciones reales.

Lo que resultó trágico para el subdelegado es que la audiencia no lo respaldó, a pesar de que las pruebas sugerían que tenía razón. Con-forme pasó el tiempo sin que se adoptaran medidas, su autoridad fue quedando en entredicho y su posición fue cada vez más frágil. De hecho, estudiando los documentos se tiene la impresión de que el tema de las huertas y el exceso de cepas fue desplazado por el enfrentamiento entre el subdelegado y el cabildo. Para los viñeros esto era lo mejor que podía pasar, porque los dejaban en paz, corría el tiempo y acabaría sucediendo lo que otras veces, que cuando llegara una nueva sentencia, si es que llegaba, no habría siquiera forma de aplicarla. Carrillo acabó por tirar la toalla. Poco después de haber tomado posesión de su cargo ya se quejaba ante el virrey Branciforte de “la infelicidad de mi destino”, pues los emolumentos que obtenía no le alcanzaban para sostener a su “crecida familia” ni le permitían presentarse con “la debida decencia” ante el vecindario, razones por las cuales pedía que se le transfiriera a la subdelegación de Lagos, la cual “tiene más proporciones que ésta en que sirvo”.94 Su solicitud no fue atendida; por el contrario, como hemos visto, se le apremió para que formara el nuevo padrón de huertas de la villa, lo que precipitó su enfrentamiento con el cabildo y con todos los personajes poderosos del lugar. Para él, el saldo de ese choque fue com-pletamente negativo, pues ni siquiera lo respaldó el fiscal de hacienda, que en términos tan enérgicos lo había conminado para que cumpliera con su deber. Triste, solo y frustrado seguía en Aguascalientes en enero de 1799; debemos suponer que después de todo lo que había pasado su autoridad tenía un carácter sólo nominal. Tal vez el recaudador de alcabalas no era el único que, en público y en privado, se burlaba de él y hacía escarnio de su falta de autoridad. Para colmo de males era acosado por un comerciante de Sayula que le exigía la devolución de 2 000 pesos que le había prestado, lo que motivó que de nuevo escribiera a México quejándose de que carecía de lo necesario para mantener a su familia, de que en Aguascalientes nadie quería prestarle dinero y de que no percibía “absolutamente ningunos emolumentos de este infelicísimo empleo que sirvo, costeado de mi propio bolsillo”.95 Esta vez tampoco fue escuchado y, en algo que claramente parecía un castigo, se le obligó a permanecer en Aguascalientes hasta fines de ese año. El 15 de noviembre el intendente de Guadalajara ordenó que el alcalde ordinario más antiguo de la villa se hiciera cargo de manera provisional de la subdelegación y la recaudación de tributos. Esta situación anómala se prolongó hasta mayo de 1804, cuando llegó un nuevo subdelegado.96 En realidad, Carrillo constituye un ejemplo clásico de la falta de poder y medios de sustento que aquejaba a los subdelegados,97 y en particular de “la posición de debilidad” en que se encontraban “ante los aparatos y grupos de poder locales”.98

En agosto de 1799, dos años y medio después de iniciado el pleito, cuando Carrillo estaba a punto de abandonar la subdelegación, el fiscal de la audiencia de Guadalajara determinó que se le devolvieran a López Pimentel los 200 pesos de la multa, pues el virrey había previsto que ésta se exigiera sólo “en caso de resultar por imparcial justificación la notoriedad de la infracción, lo cual ciertamente no resulta”.99 Fue la última pero ciertamente no la menor humillación que tuvo que sufrir Carrillo. En cuanto a la sustancia misma del pleito no hubo entonces ninguna resolución y tal parece que no la hubo después. Lo mismo que tantas otras veces los papeles pasaron de una oficina a otra, se fueron acumulando pareceres, el asunto en sí se enfrió y el tiempo fue poniendo en su lugar, si no los derechos, por lo menos los intereses de las partes.

En ningún momento se derogó el bando que limitaba el número de cepas que podían cultivarse en las huertas de la villa; después de la escaramuza que protagonizó López Pimentel ni a él ni a ningún otro particular parece habérsele impedido o entorpecido ese cultivo. Por la vía de la inacción, muy frecuente en la época, las autoridades mantuvieron su tradicional política de tolerancia hacia una actividad que ciertamente ya no era ilegal, pero cuyas dimensiones excedían las permitidas. Tampoco dejó de hacerse chinguirito, del que en 1804 había en la villa 25 fábricas que producían 363 barriles anuales, cuyo valor se estimaba en 95 135 pesos.100 Era apenas la cuarta parte del que llegó a producirse en la épo-ca de prohibición,101 lo que sugiere que en los últimos años del siglo XVIII y los primeros del XIX se produjo un profundo reacomodo del mercado y que las fábricas de Aguascalientes vinieron a menos en favor de las que se establecieron en las proximidades de las zonas cañeras, exactamente como había previsto la orden real de 1796 que legalizó la producción y el consumo de esta bebida.102

Paradójicamente, lo que esta medida logró a escala local fue acabar con el viejo y próspero negocio de la fabricación clandestina de aguardientes contrahechos. Por una de esas pequeñas ironías de la historia de esta villa de tierra adentro, la legalización de la fabricación de chinguirito y el triunfo pleno de los que lo hacían en forma ilegal impactaron negativamente la producción local, porque al salir de la ilegalidad se establecieron muchas fábricas nuevas en las cercanías de los trapiches e ingenios donde se producía azúcar, la materia primera fundamental. Al arruinar lo que en teoría estimulaba, esta medida demostró que para ser negocio la producción de chinguirito en la villa de Aguascalientes tenía que ser ilegal. Algo parecido debió suceder en San Luis de la Paz y otros lugares de la Nueva España que habían prosperado gracias a la fabricación de aguardientes contrahechos. El paralelismo que guarda esta situación con la producción, consumo y contrabando de drogas ilegales en la actualidad es fascinante y ameritaría una meditación más detallada.

La información disponible sugiere que las huertas y sus viñas nun-ca fueron lo que habían soñado sus dueños. Las autoridades no estorbaron su cultivo ni sancionaron la escandalosa multiplicación de cepas, tal vez porque en la villa nunca hubo esas grandes fábricas de vinos que temía el subdelegado Carrillo, ni tampoco había en realidad posibilidades de que se montaran. En 1804 la producción de vino se cifró en 150 barriles y la de aguardiente de uva en sólo 20 barriles.103 Era el doble del permitido por el bando real de 1797, que además sólo concedía la pro-ducción de vino, no la de aguardiente de uva, pero en sí misma la canti-dad seguía siendo muy pequeña. A nivel local y en buena parte de la Nueva España eran los vinos y aguardientes de Parras los únicos capaces de competir con los caldos peninsulares. De acuerdo con Corona, Parras producía casi 24 000 arrobas anuales de aguardiente, poco más de la tercera parte del que España exportaba a sus colonias americanas.104 En las tiendas de la villa de Aguascalientes se vendían vino y aguardiente de Parras, pero también “aguardiente catalán y vino blanco de España” (andaluz, seguramente).105

Sólo un poco antes, en el verano de 1803, la audiencia de Guadalajara había instruido al subdelegado para que cobrara “la caución que deben otorgar los cosecheros de pulque”. En ejecución de esa orden el subdelegado “hizo comparecer” a quienes tenían magueyeras “en los barrios de Triana, Texas y Guadalupe” y formó un padrón, según el cual en toda la villa había 68 pequeños plantíos y un total de 9 639 magueyes. 106 Esta cantidad y la orden misma sugieren que se trataba de un cultivo que apenas se estaba introduciendo; tal vez algunos propietarios estaban sembrando magueyes en sus huertas para reemplazar las cepas, que por muchas razones nunca habían sido realmente un gran negocio. Es lo mismo que nos hace pensar un censo que en 1813 se hizo de la villa y su jurisdicción; el documento alude a las huertas, “en las que producen frutas de buena calidad como son pera, higo, durazno, uva, granada. membrillo y chabacano”, así como “verdura de casi todas clases”. La horticultura, se añade, era un ramo “de alguna consideración por la extracción que se hace para su venta a varios lugares de los alrededores”. Sin embargo, no se hace la menor alusión a la producción de uva, vino o aguardientes (tampoco a las magueyeras y el pulque), lo que interpretamos como síntoma de la escasa importancia que se concedía a estas actividades.107

Tal vez aquí radica una de las claves del asunto que estudiamos: los plantíos de uva y la producción de vino y aguardiente en la villa de Aguascalientes tenían un carácter modesto, realmente insignificante com-parados con Parras, ya no digamos con los grandes viñedos de Jerez, en Andalucía. En su momento de máxima expansión (1797) las huertas de la villa de Aguascalientes, que no se dedicaban exclusivamente a la producción de vid, medían unas 50 hectáreas,108 la vigésima parte o menos de la superficie que tenían en esa misma época los viñedos en el pueblo de Pa-rras.109 Todo ello desaconsejaba desgastar la autoridad del rey con nuevas reprimendas, peor aún, intentando extirpar una costumbre tan arraigada y defendida con tanta pasión y sentido de unidad por los habitantes de la villa y sus autoridades. La obstinación de esos modestos viñeros, e incluso su punible colusión con el cabildo, no valían todas las atenciones y el tiempo que la audiencia de Guadalajara, el virrey y el Consejo de Indias les dispensaban. Era preferible, por sencillas razones de orden práctico, dejarlos en paz.

Doctor en historia por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesor en el Departamento de Historia de Universidad Autónoma de Aguascalientes. Ha publicado artículos en Secuencia, Relaciones, Siglo XIX, Eslabones, Caleidoscopio y Estudios Jaliscienses. Es autor de cuatro libros sobre la historia regional de Aguascalientes publicados por SEP-FCE, CONACULTA y la Universidad Autónoma de Aguascalientes en coedición con Fomen-to Cultural Banamex e ICA. Obtuvo los Premios “Francisco Javier Clavijero”, del INAH, y “Atanasio G. Saravia” de Banamex

Archivo General de Indias (AGI en lo sucesivo), Guadalajara 354. Se trata de un voluminoso expediente cuyas fojas 654-1308 se refieren al tema de la fabricación de chinguirito en la villa de Aguascalientes. Son diez cuadernos de testimonios y cartas, más algunos otros documentos sueltos. La denuncia entre las fojas 1165-1166. El expediente fue trabajado por Beatriz Rojas en su ar tículo “La fabricación de bebidas prohibidas en Aguascalientes en el siglo XVIII. La imposible moderación”, publicado en El Unicornio, suplemento cultural de El Sol del Centro, periódico publicado en la ciudad de Aguascalientes, números 78 y 79, 12 y 19 de mayo de 1985, y después, con algunos cambios y bajo el título de “El cultivo de la vid y la fabricación de chinguirito” en Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, v. VII, num. 26, primavera de 1986, p. 35-57. Esta segunda versión se recoge como capítulo 6 en su libro En los caminos de la historia. Aguascalientes en el siglo XVIII, Aguascalientes, CIEMA, 1999, p. 131-156. He consultado de forma directa el expediente, optando por moder-nizar la ortografía y la puntuación, en beneficio de los lectores.

José Jesús Hernández Palomo, El aguardiente de caña en México (1724-1810), Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos-CSIC, 1974, p. 20.

La denuncia era anónima, pero no desinteresada. Como se aclaró un poco después, su autor era José Manuel Monroy, sobrino de Manuel Díaz de León, precisamente el “desapasionado vecino” a quien se sugería hacer responsable de la investigación.

Teresa Lozano Armendares, El chinguirito vindicado. El contrabando de aguardiente de caña y la política colonial, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1995, p. 52.

Lozano Armendares, El chinguirito vindicado, p. 135.

1 barril=148 hectolitros=14 800 litros. Véanse tablas de equivalencias en Enrique Florescano e Isabel Gil (comps.), Descripciones económicas generales de Nueva España, 1784-1817, México, SEP-INAH, 1973, apéndice, p. 265-268, y Alejandro de Humboldt, Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, México, Editorial Porrúa, 1978, Colección Sepan Cuántos, núm. 39, anexo III del estudio preliminar, p. CXLIII-CXLV.

Hernández Palomo, El aguardiente de caña en México, p. 66-67.

Véase la glosa de la investigación que se hace en la real cédula del 24 de febrero de 1789, Libro de Reales Cédulas número 142, Archivo General de la Nación (AGN en lo sucesivo), Industria y Comercio, v. 17, fojas 120-124.

AGN, Industria y Comercio, v. 17, f. 28-29. Las cursivas son mías.

Guillermo F. Margadant, “El agua a la luz del derecho novohispano. Triunfo de realismo y flexibilidad”, Anuario mexicano de historia del derecho, v. I (1989), p. 137-138.

Harry E. Cross, The mining economy of Zacatecas. Mexico in the Eighteenth Century, Ann Arbor, University of Michigan, 1977; Richard L. Garner, Zacatecas, 1750-1821. The study of a late colonial city, Ann Arbor, University of Michigan, 1970.

AGN, Industria y Comercio, v. 17, f. 120-124; Rojas, “El cultivo de la vid y la fabricación de chinguirito”, p. 40.

Rojas, “El cultivo de la vid y la fabricación de chinguirito”, p. 41. El alumbre debe ser la mezcla de sal blanca y astringente con azúcar, que se empleaba para “dar vigor” al chinguirito. El mosto puede ser el zumo exprimido de la uva antes de fermentar y hacerse vino, o bien el residuo del zumo de la caña de azúcar.

AGN, Industria y Comercio, v. 17, f. 10v. Este aguardiente de vino sería un vino quemado, el equivalente del moderno brandy, diferente del aguardiente de orujo que se producía en Parras.

AGN, Industria y Comercio, v. 17, f. 121.

AGN, Industria y Comercio, v. 17, f. 30.

Rojas, “El cultivo de la vid y la fabricación de chinguirito”, p. 41-42.

Ibid., p. 42.

Rojas, “El cultivo de la vid y la fabricación de chinguirito”, p. 42. Ella lo llama Guarzo.

No hacía mucho, en el pueblo de Guadalupe, inmediato a las minas de Zacatecas, un teniente de la Acordada había confiscado “una multitud de cargas de aguardiente de San Luis de la Paz, que por ser alterado era en realidad chinguirito”. Lo más interesante del caso es que “sólo por haberse alegado por los cosecheros la tolerancia y práctica observada, autorizada con certificaciones de justicias, y demás de fabricar el aguardiente no solo de uva, sino mezclado con piloncillo y panocha” se les devolvió su mercancía, tomándose apenas la determinación de publicar nuevamente el bando sobre bebidas prohibidas, “con declaración de que toda mixtura convertía al aguardiente de uva en bebida prohibida”. En Zapotlán “y otras partes” se daba esta misma “inobservancia de la prohibición de bebidas prohibidas”, limitándose las autoridades a “renovar la publicación del bando”. En toda la Nueva España, en realidad, abundaba el contrabando y se ignoraba la prohibición. AGN, Industria y Comercio, v. 17, f. 29.

La representación del cura Acosta en AGI, Guadalajara 354, 1166-1169; la transcribe Rojas, “El cultivo de la vid y la fabricación de chinguirito”, p. 43-45.

Rojas, “El cultivo de la vid y la fabricación de chinguirito”, p. 47.

AGI, Guadalajara 354, cuaderno de cartas, fojas 9-10.

AGI, Guadalajara 354; Rojas, “El cultivo de la vid y la fabricación de chinguirito”, p. 46.

Rojas, “El cultivo de la vid y la fabricación de chinguirito”, p. 46. El tema de la esclava lo refiere con lujo de detalles Mariano Pérez de Tagle en un escrito que presentó a nombre de Miguel Antonio Gutiérrez, AGN, Industria y Co-mercio, v. 17, f. 5-20.

Enrique Florescano, Precios del maíz y crisis agrícolas, 1708-1810, México, Ediciones Era, 1986, p. 99.

Miguel E. Bustamante, “Aspectos históricos y epidemiológicos del hambre en México”, Enrique Florescano y Elsa Malvido (comps.) Ensayos sobre la historia de las epidemias en México, México, IMSS, 1984, tomo I, p. 56.

Rojas, “El cultivo de la vid y la fabricación de chinguirito”, p. 50.

AGN, Industria y Comercio, v. 17, f.121-122.

AGN, Industria y Comercio, v. 17, f.121.

AGN, Industria y Comercio, v. 17, f.123.

AGN, Industria y Comercio, v. 17, f.123.

“Quiere [el rey] saber el número de viñas que hay en Aguascalientes y si se podrá permitir algún nuevo plantío”, AGN, Reales Cédulas, originales y duplicados, v. 142, exp. 96, f. 126-127.

Lozano Armendares, El chinguirito vindicado, p. 121.

AGN, Industria y Comercio, v. 17, f. 101-103. Las cursivas son mías.

“Título para la fundación de una villa en el sitio de Aguascalientes”, Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, segunda época, tomo III, 1871, p. 17-19.

Archivo Histórico del Estado de Aguascalientes (AHEA en lo sucesivo), FPN, 2, 3, 12, 36f-v.

AHEA, Fondos Especiales, caja 2, expediente 11.

AHEA, FPN, 6, 1, 127, 188f-189f.

Según las fojas 72-80 de un legajo proveniente del Archivo Histórico del Esta-do de Zacatecas que reúne diversos testimonios relacionados con la historia de la villa de Aguascalientes, en particular sus derechos a las aguas del manantial del Ojocaliente. Una fotocopia autentificada por notario de dicho legajo me fue obsequiada por el licenciado Fernando Paullada.

AHEA, FPN, 80, 9, 1, 1f-3f

Rojas, “El cultivo de la vid y la fabricación de chinguirito”, p. 51.

José Antonio Gutiérrez, Historia de la Iglesia Católica en Aguascalientes, Aguascalientes, UAA-Obispado de Aguascalientes-Universidad de Guadalajara, 1999, volumen I: Parroquia de la Asunción de Aguascalientes, p. 220-223.

Libros de actas del cabildo de la catedral de Guadalajara de Eucario López citados por Rojas, “El cultivo de la vid y la fabricación de chinguirito”, p. 52.

Rojas, “El cultivo de la vid y la fabricación de chinguirito”, p. 35.

Lozano Armendares, El chinguirito vindicado, p. 25-26.

Sergio Antonio Corona Páez, La vitivinicultura en el pueblo de Santa María de las Parras. Producción de vinos, vinagres y aguardientes bajo el paradigma andaluz (siglos XVII y XVIII), Torreón, Coahuila, Ayuntamiento de Torreón, 2004, p. 91-97.

Corona Páez,, La vitivinicultura en Parras, p. 97-98.

Corona Páez, La vitivinicultura en Parras, p. 48-49, 54-55.

Rojas, “El cultivo de la vid y la fabricación de chinguirito”, p. 48, dice que “durante varios años se realizaron diligencias e informaciones”, citando en su apoyo las p. 34-35 de una obra de Luis Chávez Orozco. Por desgracia no sabemos cuál, pues en la nota 8 se refiere al “trabajo [de Chávez Orozco] que ya citamos”, pero la referencia completa no aparece por ningún lado, ni antes ni después.

AGN, Industria y Comercio, v. 17, f.123.

Francisco Javier Delgado Aguilar, “Subdelegados en Aguascalientes a fines del siglo XVIII. La aplicación de la Ordenanza de Intendentes”, Caleidoscopio, núm. 5, enero-junio de 1999, p. 35-79; Beatriz Rojas, Las instituciones de gobierno y la élite local. Aguascalientes del siglo XVII hasta la Independencia, México, El Colegio de Michoacán-Instituto Mora, 1998, p. 221.

“Razón de las huertas que tienen viña en esta villa, con expresión de las cepas de que se compone cada una”, AGN, Industria y Comercio, v. 17, f. 112-113. Con respecto al número de cepas, hay un error en la suma consignada en el documento, pues no son 107 396, sino 106 496. Comparado con el padrón de 1797 éste parece menos elaborado; de todas formas, da una idea del número de huertas y fue la base sobre la que el rey determinó la cantidad de cepas que podían cultivarse legalmente en la villa.

El informe del canónigo Díaz de León, fechado el 2 de enero de 1790, en AGN, Industria y Comercio, v. 17, f.101-103.

AGN, Industria y Comercio, v. 17, f.106-110.

AGN, Industria y Comercio, v. 17, f.166.

AGN, Industria y Comercio, v. 17, f.165.

AGN, Industria y Comercio, v. 17, f.119.

AGN, Padrones, v. 5. La “Descripción” (f. 1-6) es el primero de los documentos que componen el extenso legajo.

Lozano Armendares, El chinguirito vindicado, p. 121.

Lozano Armendares, El chinguirito vindicado, p. 123 y apéndice IV, p. 293-312, donde puede leerse el reglamento completo. También lo reprodujo Her-nández Palomo, El aguardiente de caña en México, apéndice I, p. 147-170.

AGN, Industria y Comercio, v. 17, f. 221; Corona Páez, La vitivinicultura en Parras, p. 99-100.

Francisco Javier Delgado, “Subdelegados en Aguascalientes a fines del siglo XVIII”, p. 35-79; Rojas, Las instituciones de gobierno y la élite local, p. 223-224.

José Menéndez Valdés, Descripción y censo general de la intendencia de Guadalajara, 1789-1793, Guadalajara, Edición del gobierno del estado de Jalisco, 1980 (Estudio preliminar y versión del texto de Ramón María Serrera).

AGN, Subdelegados, v. 27, exp. 1, f.7-20; Rojas, Las instituciones de gobierno y la élite local, p. 223.

Horst Pietschmann, Las reformas borbónicas y el sistema de intendencias en Nueva España. Un estudio político administrativo, México, Fondo de Cultura Económica, 1996, p. 180-182; Ricardo Rees Jones, El despotismo ilustrado y los intendentes de la Nueva España, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas 1983, p. 167; David Brading, Mineros y comerciantes en el México borbónico. (1763-1810), México, Fondo de Cultura Económica, 1975, p. 111-112; Guillermo F Margadant, ”La ordenanza de intendentes para la Nueva España: ilusiones y logros”, Memoria del IV Congreso de Historia del Derecho Mexicano, México, UNAM, 1986, p. 655-684.

AGN, Industria y Comercio, v. 17, f. 235-238.

Ofrezco una semblanza de este personaje en mi libro Los españoles en Aguascalientes durante la época colonial. Origen, desarrollo e influencia de una minoría, Zapopan, El Colegio de Jalisco-Fomento Cultural Banamex-Universidad Autónoma de Aguascalientes, 2002, p. 201-230.

Desde el siglo XVII la prohibición de que los alcaldes mayores y otros funcionarios se mezclaran en los asuntos locales había sido sistemática violada. Cfr. Rojas, Las instituciones de gobierno y la élite local, p. 193.

AHEA-FPN, caja 32, exp. 1, fojas 122v-124v.

AHEA-FPN, caja 32, exp. 5, fojas 62v-64f.

AHEA-FPN, caja 33, exp. 3, fojas 15-16v.

AHEA-FPN, caja 33, exp. 3, fojas 14-v.

AHEA-FPN, caja 34, exp. 2, fojas 6-7f.

Expresión del subdelegado Carrillo, AGN, Industria y Comercio, v. 17, f. 270.

AGN, Industria y Comercio, v. 17, f. 237. Según las medidas indicadas, la huerta medía poco más de 43 475 varas cuadradas, unas cuatro hectáreas.

AGN, Industria y Comercio, v. 17, f. 237-238.

El virrey y el fiscal al subdelegado Carrillo, AGN, Industria y Comercio, v. 17, exp. 5, f. 239-240.

AGN, Industria y Comercio, v. 17, f. 248-254.

AGN, Industria y Comercio, v. 17, f. 233-245. Según López Pimentel el escribano no le mostró la orden en forma deliberada, para impedirle que la impugnara ante la autoridad que la había dado.

Los interrogatorios hechos a los horticultores en AGN, Industria y Comercio, v. 17, f. 266-271.

AGN, Industria y Comercio, v. 17, f. 271.

Declaración del subdelegado Carrillo, 7 de julio de 1797, AGN, Industria y Comercio, v. 17, f. 266-271.

AHEA-FPN, caja 34, exp. 3, fojas 33-34f, escritura otorgada el 15 de marzo de 1797.

AGN, Industria y Comercio, v. 17, f. 244-245 y f. 272-292.

En su Ensayo político sobre el reino de la Nueva España (México, Editorial Porrúa, 1978, p. 76), Humboldt observó que “el más miserable europeo, sin educación y sin cultivo de su entendimiento, se cree superior a los blancos nacidos en el Nuevo Continente y sabe que con la protección de sus compatriotas […] puede algún día llegar a puestos cuyo acceso está casi cerrado a los nacidos en el país, por más que éstos se distingan en saber y en calidades morales”. ¿Cómo vería el europeo López Pimentel al subdelegado criollo Ca-rrillo? ¿Y cómo vería éste a aquél? No parece una dimensión despreciable del enfrentamiento.

El padrón en AGN, Industria y Comercio, v. 17, f. 148-153.

Documento citado, AGN, Padrones, v. 5, f. 1.

Carrillo al fiscal de hacienda, 7 de julio y 27 de agosto de 1797, AGN, Industria y Comercio, v. 17, f. 166 y f. 177-178.

La representación del procurador está fechada el 17 de julio de 1797, AGN, Industria y Comercio, v. 17, f. 221-223. Las cursivas son mías.

AGN, Industria y Comercio, v. 17, f. 272-292.

Margadant, “El agua a la luz del derecho novohispano. Triunfo de realismo y flexibilidad”, p. 137-138.

Poder concedido a Manuel López Cotilla, “vecino y del comercio de la ciudad de Guadalajara”, AHEA-FPN, caja 34, exp. 1, escritura 33, 63f-64v.

AGN, Subdelegados, v. 27, exp. 1, f. 15-17.

AGN, Donativos y préstamos, v. 14, f. 21-22.

Rojas, Las instituciones de gobierno y la élite local, p. 224.

Brading, Mineros y comerciantes, p. 110.

Delgado, “Subdelegados en Aguascalientes a fines del siglo XVIII”, p. 70.

AGN, Industria y Comercio, v. 17, exp. 5, f. 290-292.

Descripción del partido de Aguascalientes del subdelegado José Joaquín Mas-ciel, 20 de noviembre de 1804, recogida en Enrique Florescano (comp.), Descripciones económicas regionales de Nueva España. Provincias del Norte, 1790-1814, SEP/INAH, 1976, p. 109-110.

Según Rojas, “el alcabalero de la villa informó haber dado salida durante el año de 1784 a 1447 barriles de aguardiente del criollo de la tierra”. (“El cultivo de la vid y la fabricación de chinguirito”, p. 45.)

Lozano Armendares, El chinguirito vindicado, p. 121-128.

Masciel, descripción citada, Florescano, (comp.), Descripciones económicas regionales de Nueva España, p. 109-110

Corona Páez, La vitivinicultura en Parras, p. 60. La arroba es una medida de peso, equivalente a 11.506 k; de manera aproximada puede decirse que 24 000 arrobas eran unos 2 761 barriles, lo que querría decir que en Aguascalientes se producía apenas el 0.72% del aguardiente que se hacía en Parras.

AGN, Industria y Comercio, v. 17, exp. 5, f.12.

AHEA-Fondos Especiales, caja 3, legajo 3. Los plantíos más grandes eran dos y tenían 600 magueyes cada uno. Muchos tenían 50 y alguno sólo 12.

Archivo Histórico Municipal de Guadalajara, Censos 1813-1814, legajo 28-2.

Estimación a partir del “Reconocimiento de huertas, sus terrenos, número de viñas que cada una tiene y los dueños a quien pertenecen” (27 de junio de 1797), documento citado, AGN, Industria y Comercio, v. 17, f.148-153. Véase el cuadro de la p. 165.

“En sus mejores momentos –durante el siglo XVIII–, los viñedos parrenses ocupaban entre 750 y 1 416 hectáreas” (Corona Páez, La vitivinicultura en Parras, p. 137).

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