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Vol. 52.
Páginas 86-89 (enero - junio 2015)
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Patricio Hidalgo Nuchera, Antes de la Acordada. La represión de la criminalidad rural en el México colonial (1550-1750), Sevilla, Universidad de Sevilla, Secretariado de Publicaciones Universidad de Sevilla, 2013. Serie Historia y Geografía n.o 254. 233 pp.
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2013
Teresa Lozano Armendares
Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Nacional Autónoma de México, México D. F., México
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La inseguridad en los caminos fue una preocupación constante de las autoridades novohispanas. Desde fines del siglo xvii se tomaron diversas medidas para combatir el bandidaje rural, con muy pobres resultados. En la Nueva España, hubo bandoleros desde pocas décadas después de la conquista, sobre todo a raíz del descubrimiento de las minas de plata de Zacatecas; quienes se dedicaban a esta actividad eran personas desarraigadas, que se reunían en bandas armadas y asaltaban a los viajeros en los caminos, de ahí el nombre de “salteadores” con que se les denomina en los documentos.

A fines del siglo xvii existían focos de bandolerismo en los parajes montañosos cercanos a la capital novohispana. En ellos confluían transitadas rutas comerciales que venían de los distritos mineros del norte, de Acapulco, en la costa occidental, puerto donde atracaba el galeón de Manila; del puerto de Veracruz, en la costa oriental, punto de llegada y salida de las flotas que enlazaban el virreinato con la metrópoli.

¿Qué medidas tomaron las autoridades, tanto metropolitanas como novohispanas para enfrentar el problema de la criminalidad? El combate a la delincuencia rural en la Nueva España desde sus orígenes hasta el establecimiento del juzgado especial de la Acordada es la razón que motiva el libro que comento. En la Nueva España la administración de justicia estaba organizada en tres niveles: en el local estaban los tribunales de primera instancia: alcaldías ordinarias, alcaldías mayores, corregimientos, gobernaciones y, en las audiencias de ciudades como México y Guadalajara, se encontraban los llamados “juzgados de provincia”. Las reales audiencias eran los tribunales de alzada; y, para todas las Indias estaba el Real y Supremo Consejo de Indias.

El libro trata sobre el problema del bandidaje y la inseguridad de los caminos que confluían a la ciudad de México, pero ya en las cercanías de la capital. Por la documentación que maneja Hidalgo Nuchera, pareciera que el problema solo existía en los alrededores de la capital ya que no nos informa si también la Audiencia de Guadalajara se dedicaba a combatir la criminalidad en su jurisdicción. Es cierto que el territorio era sumamente extenso y prácticamente imposible de vigilar en su totalidad. No se sabe que los pasajeros y mercancías fueran asaltadas al salir del puerto de Veracruz y sí en cambio al llegar a Río Frío y aún en Maltrata a pesar de haber ahí guardias. Lo mismo sucedía en el área de Cuautla y Cuernavaca con los pasajeros provenientes de Acapulco, en donde a pesar de las guardias ubicadas en las montañas cercanas al valle de México, los robos y asaltos eran constantes.

Hubiera sido muy útil que el autor incluyera un mapa en donde se pudieran localizar los diferentes lugares donde se situaban las guardias y los sitios donde se cobraba el portazgo y así poder ubicar las poblaciones cercanas a esos lugares. Además, también serviría para fundamentar la hipótesis del autor de que era muy probable que estos bandidos estuvieran protegidos por personas que vivían en esos lugares y que les daban alojamiento, un lugar para ocultar las mercancías y efectos robados, así como avisarles de la presencia de los cuadrilleros.

La información que existe respecto a la delincuencia rural durante el siglo xvii es escasa. El autor nos dice que en el sevillano Archivo de Indias prácticamente no existen testimonios documentados ni en los informes de los virreyes ni en las instrucciones que estos dejaban a sus sucesores, de las dimensiones del problema. No fue sino hasta la década de los ochenta de dicho siglo con los informes del conde de Galve y del virrey Montañés que se conoce oficialmente la gravedad de los hechos delictivos.

La lectura que hizo Hidalgo Nuchera del libro de Gemelli Carreri Viaje… despertó su interés por investigar más a fondo estas situaciones. Relata este último que a su regreso de las Filipinas en varios lugares del trayecto de Acapulco a México y después hacia Puebla y Veracruz, tuvo que pagar un real por cada mula a guardias apostados en esos lugares. Esto hizo preguntarse a Hidalgo Nuchera de qué se trataba este portazgo, cómo se cobraba, desde cuándo y por quiénes, lo que lo llevó a investigar el problema de la delincuencia rural y del establecimiento de la Santa Hermandad en Nueva España y por qué esta institución había sido un fracaso. De esta manera, investigando en la abundante documentación que existe en el archivo general de Indias, pudo reconstruir todo el proceso que llevó en 1722 a la instauración de un juzgado especializado que sustituyó a la Santa Hermandad y que se llamó La Acordada. Sin embargo, no estudia Hidalgo Nuchera todo el siglo xvii, ni tampoco el funcionamiento de la santa hermandad durante este siglo, sino que la parte sustancial del libro se centra en las tres últimas décadas, y desmenuza la información que contienen estos expedientes, lo que nos da la posibilidad de entender este complicado proceso.

Desde 1554, el virrey Luis de Velasco implementó en el territorio novohispano una institución de origen hispano medieval que fue la Santa Hermandad, la que desde sus inicios se enfrentó a los dos problemas básicos que afectaron su existencia: la ejecución de sus sentencias y su financiación. Tanto la santa hermandad como las justicias ordinarias estaban sometidas a la autoridad de la sala del crimen de la real audiencia que prohibía que se ejecutaran sentencias de muerte o corporales sin previo aviso a la sala del crimen. Además, una real cédula ordenaba que dicha hermandad no podía financiarse a través de la real hacienda.

Fue el virrey Velasco quien encontró la solución al problema de la financiación ordenando que fueran los dueños de las haciendas quienes pagaran el monto de los gastos a través de dos provinciales residentes, uno en la ciudad de México y otro en la de Puebla. La santa hermandad consiguió, durante diez años, imponer cierto orden en los campos, especialmente en las zonas mineras, pero toda la organización decayó dejándose de nombrar los oficiales hermandinos.

La llegada continua al virreinato de multitud de gente ociosa que, ante la ausencia de trabajos remunerados, ocasionó el aumento considerable de ladrones y vagabundos dedicados a robar, a asaltar y a cometer crímenes en el mundo rural. Ante esta situación, el rey Felipe II ordenó al virrey y a la real Audiencia de México reanudar la actividad de la hermandad e instituirla en aquellos lugares de la Nueva España donde fuera conveniente, a condición de que no se gastase en ella dinero alguno de la real hacienda.

Las permanentes necesidades económicas de la corona llevaron a adoptar la medida de vender el cargo de provincial, con una remuneración al adquirente de cien mil maravedíes al año pagaderos por la hermandad. Pronto las autoridades metropolitanas rectificaron su error y redujeron la remuneración al 5% de lo desembolsado en la compra, lo que dio por consecuencia la retracción del número de compradores desde 1624 hasta 1640.

En 1631 se ordenó estatuir y fundar en las ciudades, villas y lugares, que pareciese a los virreyes, el cargo de provincial de la santa hermandad como oficio vendible y renunciable, con una amplia gama de privilegios. Como menciona el autor, muchos provinciales compraron el cargo no para perseguir ladrones, sino para aumentar su prestigio social.

Con respecto al problema de la ejecución de las sentencias, desde 1601 se había prohibido que las justicias ordinarias llevaran adelante las sentencias de muerte no apelables por derecho y las penas corporales sin dar previo aviso a la Sala del Crimen de la Real Audiencia. No fue sino hasta 1689 cuando el virrey conde de Galve emitió un decreto derogando el auto de 1601, determinando que “en procedimientos sobre sedición, alevosía, rapto de mujer honesta, salteamiento, robo o hurto violento en poblado o despoblado y sobre los demás delitos atroces que llaman exceptuados, los alcaldes mayores y justicias ordinarias del reino puedan sentenciar y ejecutar –con parecer de asesor letrado y en los casos en que no hubiere derecho a apelación– sin consulta previa a la Sala del Crimen, a la que, no obstante, debían enviar los autos después de la ejecución”.

Emprendió Galve también un intento de regeneración moral de la sociedad, atacando al pulque, los baños temascales, el baratillo y la represión de conductas antisociales y lo que él entendía como ineficacia de la Sala del Crimen. Sin embargo, sí repartió cargos entre los miembros de su clientela lo que le atrajo, junto con las medidas antes dichas, el malestar de las clases populares y de una parte de la élite social. Además, reafirmó la legalidad de las antiguas contribuciones, un portazgo cuyo pago afectaba a los dueños de haciendas, molinos y recuas. Por si fuera poco, fue época de malas cosechas de trigo y maíz con la consiguiente escasez y alza de precios, lo que ocasionó el estallamiento de un motín en 1692 en la ciudad de México. Los fuertes apoyos que Galve tenía en la corte lo salvaron de ser depuesto, pero sí le fue censurada su derogación del auto de 1601.

La segunda medida importante de Galve fue la creación de comisiones temporales de hermandad no financiadas por la Real Hacienda; desde años atrás, los comerciantes y hacendados particulares pagaban contribuciones a unos guardias mayores de los caminos cercanos a la capital, y el Consulado de México propuso a Galve que estas contribuciones se aplicaran a la dotación de dos o tres alcaldes de hermandad, quienes a cambio tendrían la obligación de mantener veinte hombres que cuidaran a los pasajeros y evitar los robos en sus distritos. Galve creó entonces dos provincialatos, uno que abarcaba el arzobispado de México y el obispado de Michoacán y otro los obispados de Puebla y Oaxaca, cuyos titulares debían reintegrar lo robado, tener ochenta cuadrilleros cada uno y proceder judicialmente contra aquellos reos por delitos que la Hermandad tenía bajo su jurisdicción. Cobrarían un real por cada pasajero y medio real por cada mula cargada, exceptuando indios, eclesiásticos y efectos pertenecientes a la Real Hacienda.

Como también le fue censurada por la Corona esta medida, Galve volvió a institucionalizar las antiguas guardias mayores de los caminos para cobrar una contribución como derecho de portazgo, eximiéndoles de la obligación de tener a los cuadrilleros y de reintegrar lo robado, aparte de darles un salario del 5% de los bienes requisados.

Fue el duque de Alburquerque, en 1704, el que permitió a José Cumplido, quien ostentaba el derecho de portazgo desde 1695, volver a cobrar las gabelas del cargo. Poco le duró el gusto a Cumplido ya que, al año siguiente, la corona denegó esta confirmación porque las contribuciones solo podían cobrarlas los titulares de las guardias mayores de caminos, quienes continuaban comprando estos cargos.

Ya en pleno siglo xviii estalló un conflicto entre el provincial de la santa hermandad y los guardas mayores, acusados por los excesos cometidos por sus subordinados en el cobro del portazgo. El pleito finalizó en 1718 con la prohibición de la recaudación, lo que afectó a Juan Miguel de Vértiz y a Antonio Felipe de la Peña, titulares respectivamente de las guardias de Rio Frio, Cerro Gordo y Monte las Cruces y las de Maltrata, Malpaís y Nuevo Querétaro. Estos guardas mayores vieron afectadas las inversiones de seis y tres mil pesos cada uno que habían pagado por el cargo, lo que los llevó a pedir licencia para retirar a sus hombres así como para quedar libres de la restitución de lo robado en sus respectivas jurisdicciones.

Esta retirada de los guardas, aceptada por el marqués de Valero en 1718, provocó que los robos y asaltos en los caminos regresaran con inusitada fuerza ocasionando quejas de los vecinos de las localidades más afectadas. Las autoridades adoptaron una serie de medidas, como fueron la concesión de comisiones “acordadas” a los alcaldes del crimen; la creación de una compañía de ochenta dragones; la elección de cuatro provinciales de hermandad con doscientos pesos de sueldo mensual a cada uno; destierro de vagos a los presidios; prohibición de portar armas y, como medidas trascendentalísimas, conceder la “acordada” al provincial de la hermandad don Miguel Velázquez de Lorea y el restablecimiento de las guardias, pero a costa de los vecinos y no de los pasajeros.

Estas dos últimas medidas fueron, efectivamente, las más importantes. Cabe mencionar que los anteriores titulares Vértiz y de la Peña solicitaron cobrar las contribuciones, lo que fue aprobado por la corte, así como la concesión, de manera temporal, a Velázquez de Lorea de la “acordada”; esta concesión temporal fue cambiada por el monarca para que se mantuviese a Velázquez en ese cargo todo el tiempo que fuese necesario. Además, se le dio la facultad de rondar la ciudad de México.

Estas medidas suscitaron una serie de ataques por parte de la Sala del Crimen deseosa de recuperar su antigua jurisdicción, contra el titular de la Acordada. Pudo empeorar esta situación si el rey hubiera aprobado las medidas tomadas por la Audiencia de México en 1744, de extender la Acordada a las justicias inferiores y ampliar las facultades del alcalde provincial de la hermandad y juez de la Acordada, lo que hubiera dado a Velázquez la jurisdicción ordinaria en el interior de la capital novohispana.

Desde entonces se dio en la Nueva España una dualidad de medios para combatir la criminalidad: el provincial de la hermandad comisionado con la Acordada y los guardas mayores de los caminos, quienes tenían derecho a recibir una contribución monetaria por parte de los pasajeros. Esta dualidad terminaría en 1746 cuando el provincial de la Hermandad, que ya tenía el título de provincial de la Santa Hermandad, juez de la Acordada y guarda mayor de los caminos, absorbió todos los cargos.

En 1722 la corona aprobó la jurisdicción especial de la Acordada ante la ineficacia de la estructura judicial en la Nueva España que no podía detener la criminalidad rural. Este nuevo juzgado era la antigua y secular institución de la Santa Hermandad pero ya con facultades para ejecutar sus sentencias de muerte no apelables por derecho sin necesidad de consultar previamente a la Real Sala del Crimen. Esta centralización administrativa fue una innovación ya que concentraba las facultades de supervisión en el virrey y no solo en los alcaldes del crimen y, al extender sobre todo el territorio jurisdiccional de las audiencias de México y Guadalajara, se creó un verdadero poder supraterritorial. El titular de esta jurisdicción asumió en 1746 la guardia mayor de los caminos y en 1772 el Juzgado de Bebidas Prohibidas. En 1776 se creó un reglamento de salvaguardias destinadas a proteger al acusado de prácticas arbitrarias y en 1790 se creó una Junta de Revisión para las sentencias de muerte, torturas y azotes públicos. El tribunal de la Acordada desapareció en 1812.

¿Por qué es importante este libro? Patricio Hidalgo Nuchera aborda precisamente ese período anterior a la creación del tribunal de la Acordada. Mediante el riguroso análisis de la documentación existente en el Archivo General de Indias que se refiere a las idas y venidas de cartas, consultas, quejas, reales cédulas, etcétera, que tocaban el tema del bandidaje, podemos entender cómo se desarrolló este largo proceso.

También aparecen claramente en esta documentación los principales involucrados en la solución del problema y las dificultades que el gobierno virreinal tenía para financiar una empresa de tal envergadura. Destacan en este estudio las guardias provinciales, los guardas mayores y menores y sus particulares intereses para no involucrarse plenamente en el combate al crimen. Asimismo encontramos a los comerciantes y hacendados, muy interesados en mantener el orden en su región y, por último, a las autoridades locales imposibilitadas para hacer frente a este problema, pues constantemente entraban en conflictos de jurisdicción con las autoridades de los pueblos vecinos.

Entre las muchas razones por las que el proceso para instaurar la Acordada fue complicado, está el hecho de que en este asunto había muchos intereses que no coincidían y que chocaban unos con otros. Por un lado estaban las autoridades metropolitanas que pensaban que tanto la seguridad interior como la exterior debían ser costeadas por los mismos colonos y no gravar a la Real Hacienda. Por otro, estaban las autoridades novohispanas que debían encargarse de que los caminos fueran seguros para poder fomentar el comercio y el tránsito de pasajeros; por ello los virreyes tendrán diferentes iniciativas para hacerlo (organización territorial de las guardias, pago del servicio por los hacendados o por los viandantes) mismas que fueron rechazadas una y otra vez por el Consejo de Indias. También encontramos a los directamente involucrados en la delincuencia, por supuesto, a los bandoleros y salteadores, que tenían una buena manera de ganarse la vida, y por otro, a las autoridades locales, que si bien no podríamos decir que protegían a los delincuentes, por lo menos no los perseguían con toda la rigurosidad que deberían porque, mientras los robos se mantuvieran en unos límites tolerables, era mejor no hacer demasiado ruido. A-reserva de encontrar en los archivos documentación que corrobore esta presunción, me parece que igual que en el contrabando de chinguirito, a menos que se tratara de algún robo espectacular o donde hubiera un exceso de violencia, no se hacía demasiado alarde del asunto.

En cuanto a la impartición de justicia propiamente, es decir, la integración de los procesos y la resolución de los casos, las justicias locales estaban limitadas por la decisión de la Real Audiencia que les impedía dictar sentencias de muerte sin previa consulta.

El interés por estudiar la administración de justicia en Nueva España surgió desde la década de los setenta del siglo pasado con trabajos que fueron pioneros en este campo. En particular, sobre el tribunal de la Acordada, existen cuatro estudios aparecidos entre 1950 y 1985 y, en años recientes, aparecen tres más. El más completo de ellos es el de Colin MacLachlan, quien se ocupa del funcionamiento del tribunal en el siglo xviii; pero en su trabajo, como en el de Alicia Bazán, los antecedentes del tribunal solo se tocan de manera somera; se mencionan cuáles fueron las circunstancias que llevaron al gobierno virreinal a la imperiosa necesidad de tomar medidas más severas pero no se explica con claridad cómo se llegó a la decisión de crear un juzgado especial para combatir el bandidaje.

Podríamos concluir que las causas que dieron origen al bandolerismo fueron la marginalidad y la miseria, aunados a la inmensa extensión del territorio novohispano, a la carencia de suficientes fuerzas policiales, a la ineficacia del sistema judicial y a las disputas jurisdiccionales entre las autoridades de poblaciones contiguas.

Copyright © 2015. Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas
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